7.4.13

Moradas sextas, cap. 7


Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.


SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS


MORADAS SEXTAS
Capítulo 7

Trata de la manera que es la pena que sienten de sus pecados las almas a quien Dios hace las mercedes dichas. Dice cuán gran yerro es no ejercitarse, por muy espirituales que sean, en traer presente la Humanidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y su sacratísima Pasión y vida, y su gloriosa Madre y santos. Es de mucho provecho.

1. Pareceros ha hermanas, que a estas almas que el Señor se comunica tan particularmente en especial podrán pensar esto que diré las que no hubieren llegado a estas mercedes, porque si lo han gozado, y es de Dios, verán lo que yo diré), que estarán ya tan seguras de que han de gozarle para siempre, que no tendrán que temer ni que llorar sus pecados; y será muy gran engaño, porque el dolor de los pecados crece más mientras más se recibe de nuestro Dios. Y tengo yo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que esta no se quitará.

2. Verdad es que unas veces aprieta más que otras, y también es de diferente manera; porque no se acuerda de la pena que ha de tener por ellos, sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe y a quien tanto merece ser servido; porque en estas grandezas que le comunica, entiende mucho más la de Dios. Espántase cómo fue tan atrevida; llora su poco respeto; parécele una cosa tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran Majestad. Mucho más se acuerda de esto que de las mercedes que recibe, siendo tan grandes como las dichas y las que están por decir; parece que las lleva un río caudaloso y las trae a sus tiempos; esto de los pecados está como un cieno, que siempre parece se avivan en la memoria y es harto gran cruz.


3. Yo sé de una persona (1)[1] que, dejado de querer morirse por ver a Dios, lo deseaba por no sentir tan ordinariamente pena de cuán desagradecida había sido a quien tanto debió siempre y había de deber; y así no le parecía podían llegar maldades de ninguno a las suyas, porque entendía que no le habría a quien tanto hubiese sufrido Dios y tantas mercedes hubiese hecho. En lo que toca a miedo del infierno, ninguno tienen. De si han de perder a Dios, a veces aprieta mucho; mas es pocas veces. Todo su temor es no las deje Dios de su mano para ofenderle y se vean en estado tan miserable como se vieron (2)[2] en algún tiempo; que de pena ni gloria suya propia, no tienen cuidado, y si desean no estar mucho en purgatorio, es más por no estar ausentes de Dios, lo que allí estuvieren, que por las penas que han de pasar.

4. Yo no tendría por seguro, por favorecida que un alma esté de Dios, que se olvidase de que en algún tiempo se vio en miserable estado; porque, aunque es cosa penosa, aprovecha para muchas. Quizá como yo he sido tan ruin, me parece esto, y esta es la causa de traerlo siempre en la memoria. Las que han sido buenas, no tendrán que sentir, aunque siempre hay quiebras mientras vivimos en este cuerpo mortal. Para esta pena ningún alivio es pensar que tiene nuestro Señor ya perdonados los pecados y olvidados; antes añade a la pena ver tanta bondad y que se hacen mercedes a quien no merecía sino infierno. Yo pienso que fue este un gran martirio en San Pedro y la Magdalena; porque, como tenían el amor tan crecido y habían recibido tantas mercedes y tenían entendida la grandeza y majestad de Dios, sería harto recio de sufrir, y con muy tierno sentimiento.

5. También os parecerá que quien goza de cosas tan altas no tendrá meditación en los misterios de la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo, porque se ejercitará ya toda en amor. Esto es una cosa que escribí largo en otra parte (3)[3], y aunque me han contradecido en ella y dicho que no lo entiendo, porque son caminos por donde lleva nuestro Señor, y que cuando ya han pasado de los principios es mejor tratar en cosas de la divinidad y huir de las corpóreas, a mí no me harán confesar que es buen camino. Yo puede ser que me engañe y que digamos todos una cosa; mas vi yo que me quería engañar el demonio por ahí, y así estoy tan escarmentada, que pienso, aunque lo haya dicho más veces (4)[4], decíroslo otra vez aquí, porque vayáis en esto con mucha advertencia; y mirad que oso decir que no creáis a quien os dijere otra cosa. Y procuraré darme más a entender, que hice en otra parte; porque por ventura si alguno lo ha escrito, como él lo dijo (5)[5], si más se alargara en declararlo, decía bien; y decirlo así por junto a las que no entendemos tanto, puede hacer mucho mal.

6. También les parecerá a algunas almas que no pueden pensar en la Pasión; pues menos podrán en la sacratísima Virgen, ni en la vida de los Santos, que tan gran provecho y aliento nos da su memoria. Yo no puedo pensar en qué piensan; porque, apartados de todo lo corpóreo, para espíritus angélicos es estar siempre abrasados en amor, que no para los que vivimos en cuerpo mortal, que es menester trate y piense y se acompañe de los que, teniéndole, hicieron tan grandes hazañas por Dios; cuánto más apartarse de industria de todo nuestro bien y remedio que es la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Y no puedo creer que lo hacen, sino que no se entienden, y así harán daño a sí y a los otros. Al menos yo les aseguro que no entren a estas dos moradas postreras; porque si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino; harto será si se están en las demás con seguridad. Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y que no puede ninguno ir al Padre sino por él; y «quien me ve a mí ve a mi Padre» (6)[6]. Dirán que se da otro sentido a estas palabras. Yo no sé esotros sentidos; con este que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien.

7. Hay algunas almas –y son hartas las que lo han tratado conmigo– que como nuestro Señor las llega a dar contemplación perfecta, querríanse siempre estar allí, y no puede ser; mas quedan con esta merced del Señor de manera que después no pueden discurrir en los misterios de la Pasión y de la vida de Cristo como antes. Y no sé qué es la causa, mas es esto muy ordinario, que queda el entendimiento más inhabilitado para la meditación. Creo debe ser la causa, que como en la meditación es todo buscar a Dios, como una vez que se halla y queda el alma acostumbrada por obra de la voluntad a tornarle a buscar, no quiere cansarse con el entendimiento. Y también me parece que, como la voluntad esté ya encendida, no quiere esta potencia generosa aprovecharse de estotra si pudiese; y no hace mal, mas será imposible, en especial hasta que llegue a estas postreras moradas, y perderá tiempo, porque muchas veces ha menester ser ayudada del entendimiento para encender la voluntad.

8. Y notad, hermanas, este punto, que es importante, y así le quiero declarar más: está el alma deseando emplearse toda en amor y querría no entender en otra cosa, mas no podrá aunque quiera; porque, aunque la voluntad no esté muerta, está mortecino el fuego que la suele hacer quemar, y es menester quien le sople para echar calor de sí. ¿Sería bueno que se estuviese el alma con esta sequedad, esperando fuego del cielo que queme este sacrificio que está haciendo de sí a Dios, como hizo nuestro Padre Elías? (7)[7] No, por cierto, ni es bien esperar milagros. El Señor los hace cuando es servido, por esta alma, como queda dicho y se dirá adelante; mas quiere Su Majestad que nos tengamos por tan ruines que no merecemos los haga, sino que nos ayudemos en todo lo que pudiéremos. Y tengo para mí que hasta que muramos, por subida oración que haya, es menester esto.

9. Verdad es que a quien mete ya el Señor en la séptima morada, es muy pocas veces, o casi nunca, las que ha menester hacer esta diligencia, por la razón que en ella diré (8)[8], si se me acordare; mas es muy continuo no se apartar de andar con Cristo nuestro Señor por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre su compañía. Así que, cuando no hay encendido el fuego que queda dicho (9)[9] en la voluntad ni se siente la presencia de Dios, es menester que la busquemos; que esto quiere Su Majestad, como lo hacía la Esposa en los Cantares (10)[10], y que preguntemos a las criaturas quién las hizo –como dice San Agustín, creo, en sus Meditaciones o Confesiones– (11)[11], y no nos estemos bobos perdiendo tiempo por esperar lo que una vez se nos dio, que a los principios podrá ser que no lo dé el Señor en un año, y aun en muchos; Su Majestad sabe el porqué; nosotras no hemos de querer saberlo, ni hay para qué. Pues sabemos el camino cómo hemos de contentar a Dios por los mandamientos y consejos, en esto andemos muy diligentes, y en pensar su vida y muerte, y lo mucho que le debemos; lo demás venga cuando el Señor quisiere.

10. Aquí viene el responder que no pueden detenerse en estas cosas (12)[12], y por lo que queda dicho, quizá tendrán razón en alguna manera. Ya sabéis que discurrir con el entendimiento es uno, y representar la memoria al entendimiento verdades es otro. Decís, quizá, que no me entendéis, y verdaderamente podrá ser que no lo entienda yo para saberlo decir; mas direlo como supiere. Llamo yo meditación a discurrir mucho con el entendimiento de esta manera: comenzamos a pensar en la merced que nos hizo Dios en darnos a su único Hijo, y no paramos allí, sino vamos adelante a los misterios de toda su gloriosa vida; o comenzamos en la oración del Huerto y no para el entendimiento hasta que está puesto en la cruz; o tomamos un paso de la Pasión, digamos como el prendimiento, y andamos en este misterio, considerando por menudo las cosas que hay que pensar en él y que sentir, así de la traición de Judas, como de la huida de los apóstoles y todo lo demás; y es admirable y muy meritoria oración.

11. Esta es la que digo que tendrán razón (13)[13] quien ha llegado a llevarla Dios a cosas sobrenaturales y a perfecta contemplación; porque –como he dicho– (14)[14] no sé la causa, mas lo más ordinario no podrá. Mas no la tendrá, digo razón, si dice que no se detiene en estos misterios y los trae presentes muchas veces, en especial cuando los celebra la Iglesia Católica; ni es posible que pierda memoria el alma que ha recibido tanto de Dios de muestras de amor tan preciosas, porque son vivas centellas para encenderla más en el que tiene a nuestro Señor; sino que no se entiende, porque entiende el alma estos misterios por manera más perfecta: y es que se los representa el entendimiento, y estámpanse en la memoria de manera que de solo ver al señor caído con aquel espantoso sudor en el Huerto, aquello le basta para no solo una hora, sino muchos días, mirando con una sencilla vista quién es y cuán ingratos hemos sido a tan gran pena; luego acude la voluntad, aunque no sea con ternura, a desear servir en algo tan gran merced y a desear padecer algo por quien tanto padeció y a otras cosas semejantes, en que ocupa la memoria y el entendimiento. Y creo que por esta razón no puede pasar a discurrir más en la Pasión, y esto le hace parecer que no puede pensar en ella.

12. Y si esto no hace, es bien que lo procure hacer, que yo sé que no lo impedirá la muy subida oración, y no tengo por bueno que no se ejercite en esto muchas veces. Si de aquí la suspendiere el Señor, muy enhorabuena, que aunque no quiera la hará dejar en lo que está (15)[15]. Y tengo por muy cierto que no es estorbo esta manera de proceder, sino gran ayuda para todo bien, lo que sería si mucho trabajase en el discurrir que dije al principio, y tengo para mí que no podrá quien ha llegado a más. Ya puede ser que sí, que por muchos caminos lleva Dios las almas; mas no se condenen las que no pudieren ir por él, ni las juzguen inhabilitadas para gozar de tan grandes bienes como están encerrados en los misterios de nuestro bien Jesucristo; ni nadie me hará entender, sea cuan espiritual quisiere, que irá bien por aquí.

13. Hay unos principios, y aun medios, que tienen algunas almas, que como comienzan a llegar a oración de quietud y a gustar de los regalos y gustos que da el Señor, paréceles que es muy gran cosa estarse allí siempre gustando. Pues créanme y no se embeban tanto –como ya he dicho en otra parte– (16)[16] que es larga la vida, y hay en ella muchos trabajos, y hemos menester mirar a nuestro dechado Cristo, cómo los pasó, y aun a sus apóstoles y Santos, para llevarlos con perfección. Es muy buena compañía el buen Jesús para no nos apartar de ella, y su Sacratísima Madre, y gusta mucho de que nos dolamos de sus penas, aunque dejemos nuestro contento y gusto algunas veces. Cuánto más, hijas, que no es tan ordinario el regalo en la oración que no haya tiempo para todo (17)[17]; y la que dijere que es en un ser, tendríalo yo por sospechoso, digo que nunca puede hacer lo que queda dicho; y así lo tened y procurad salir de ese engaño y desembeberos con todas vuestras fuerzas; y si no bastaren, decirlo a la priora, para que os dé un oficio de tanto cuidado que se quite ese peligro; que al menos para el seso y cabeza es muy grande, si durase mucho tiempo.

14. Creo queda dado a entender lo que conviene, por espirituales que sean, no huir tanto de cosas corpóreas que les parezca aun hace daño la Humanidad sacratísima. Alegan lo que el Señor dijo a sus discípulos, que convenía que él se fuese (18)[18]. Yo no puedo sufrir esto. A osadas que no lo dijo a su Madre Sacratísima, porque estaba firme en la fe, que sabía que era Dios y hombre, y aunque le amaba más que ellos, era con tanta perfección, que antes la ayudaba. No debían estar entonces los apóstoles tan firmes en la fe como después estuvieron, y tenemos razón de estar nosotros ahora. Yo os digo, hijas, que le tengo por peligroso camino y que podría el demonio venir a hacer perder la devoción con el Santísimo Sacramento.

15. El engaño que me pareció a mí que llevaba no llegó a tanto como esto, sino a no gustar de pensar en nuestro Señor Jesucristo tanto, sino andarme en aquel embebecimiento, aguardando aquel regalo. Y vi claramente que iba mal; porque como no podía ser tenerle siempre, andaba el pensamiento de aquí para allí, y el alma, me parece, como un ave revolando que no halla adonde parar, y perdiendo harto tiempo, y no aprovechando en las virtudes ni medrando en la oración. Y no entendía la causa, ni la entendiera, a mi parecer, porque me parecía que era aquello muy acertado, hasta que, tratando la oración que llevaba con una persona sierva de Dios, me avisó. Después vi claro cuán errada iba, y nunca me acaba de pesar de que haya habido ningún tiempo que yo careciese de entender que se podía malganar con tan gran pérdida; y cuando pudiera, no quiero ningún bien sino adquirido por quien nos vinieron todos los bienes. Sea para siempre alabado, amén.

COMENTARIO (1ª Parte)

El misterio del mal humano ante la mirada del místico

Antes de iniciar la lectura de este pasaje de las Moradas, formulemos a la autora, Teresa de Jesús, un doble porqué:

Primero, ¿por qué unir en un solo capítulo esos dos temas extremos que son «los pecados del místico» y «la Humanidad de Jesús»?

Y segundo, ¿por qué a estas alturas del Castillo, precisamente cuando Teresa se ha internado en alta mar del tema místico, se detiene a hablar ahora de los pecados pasados? Y eso, ¡con el agravante de hacerlo en tales términos!

Los dos interrogantes sirven para ofrecer al lector posibles pistas de lectura. Estamos ante uno de los pasajes más decisivos del libro. Y de todo lo escrito por la Santa. Nos interesa no leer en superficie. A ser posible, seguir de cerca el hilo de su pensamiento. Este capítulo «es de mucho provecho», advierte ella en el epígrafe inicial.

Es fácil la respuesta a la primera pregunta. Los dos temas –pecados del hombre y Humanidad de Cristo– se presentan sencillamente emparejados en el epígrafe del capítulo. Uno tras otro, sin correlacionarlos ni apuntar un esbozo de síntesis. Luego, en el tejido de la exposición, uno y otro se encabezan con un compás de diálogo con las lectoras del libro, las carmelitas de sus Carmelos. Es decir, el capítulo entero se escribe en diálogo abierto con ellas, que intervienen planteando problemas a la escritora. Lo dice ella así:

Comienza el tema primero (nn. 1-4): «Os parecerá, hermanas, que estas almas (que ya se han sumergido en la experiencia de Dios)... ya no tendrán que llorar sus pecados...» (comienzo del n. 1).

También el tema segundo (nn. 5-15) se abre dialogando: «Os parecerá que quien goza de cosas tan altas no (pensará) en los misterios de la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo» (comienzo del n. 5).

A ambas preguntas, Teresa responde desplegando expresamente el diálogo con las interesadas. Lo hace así, de acuerdo con la consigna metodológica adoptada desde el prólogo: «Iré hablando con ellas en lo que escribiré».

Conviene que el lector no pierda de vista ese marco escénico de fondo. Le conviene recordar que en la redacción del libro, desde los comienzos del mismo en Toledo, apenas Teresa da fin a un cuadernillo (32 páginas), una monja letrera del convento se apodera de él y lo copia en limpio. Y cuando la autora se aleja de Toledo y se traslada a Ávila al morir el nuncio papal Nicolás Ormaneto, la amanuense toledana envía a sus hermanas del Carmelo abulense de San José el cuaderno de lo ya transcrito y la consigna de proseguir la tarea. En Ávila, otra hermana de buena péñola sigue copiando.

Es normal que a través de la amanuense llegue al grupo de monjas el eco de cada morada del castillo a medida que la pluma de la autora va haciendo la travesía. Normal también que en el diálogo cotidiano ese eco y las resonancias del tema en las conversaciones de recreación incidan de rebote en la tarea redaccional de la autora. Y que las destinatarias del libro retraigan la atención de esta hacia temas y problemas concretos, los que brotan de la vida y de las preocupaciones mismas de la comunidad.

Ahí sí, en ese contexto vital y casero es fácil entender la correlación y, hasta cierto punto, la cohesión de esos dos temas: Cristo Jesús que nos salva de nuestros pecados. No sería fácil, en cambio, y quizás ni siquiera posible, entender y experimentar el misterio de su Humanidad santa, sin relacionarlo con el misterio del mal, sin proyectarlo sobre el misterio salvífico del Señor Redentor. Esa correlación se entiende más y mejor precisamente desde la altura de las sextas moradas. Es decir, desde la experiencia mística de la salvación, en donde convergen el mal y el Salvador.

Es este el segundo interrogante: ¿por qué interrumpir la exposición de la experiencia fuerte del misterio de Dios, para regresar al tema del pecado? ¿No ha quedado este decididamente superado tras la lucha de las moradas segundas, con la metamorfosis del gusano en mariposa desde las moradas quintas?

La respuesta al interrogante es de puro realismo teresiano. Por muy alto y raudo que sea su vuelo, Teresa nunca pierde de vista la tierra que pisa, y en la que nosotros nos batimos. Es patente que a ella el «trato con Dios» no solo le apuró e intensificó la capacidad de «trato de amistad con los hombres», sino que le afinó la mirada para ver y entender todo lo humano, desde «la farsa de esta vida» –como ella dice–, hasta el recóndito misterio del castillo interior de cada hombre.

De ahí que el misterio del mal no se le salga de órbita, ni ella pierda de vista la realidad del pecado como parte de la historia humana.

Al contrario, lo que ella tiene que decir al lector es que solo ahora y desde esa altura de experiencia le es posible al hombre medir la envergadura y el profundo sentido (o sinsentido) del pecado. Al lector teólogo se le envía una especie de mensaje paradójico: que ni desde la ética filosófica ni desde la teología llegará él a calibrar adecuadamente la dimensión de ese abismo del mal. Llegar a ese abismo es algo que logra solo la mirada del místico. Y al lector de a pie, desprovisto de teologías, y hoy con serias dificultades mentales, éticas y sociológicas para recuperar el «sentido cristiano del pecado», el hecho de que le hable de él una mística humanísima como Teresa quizás le ofrezca una catequesis inesperadamente eficaz.

De los dos temas tratados en el capítulo, ahora vamos a releer solo el primero. Teresa lo enuncia así: «Trata de la manera que es la pena que sienten de sus pecados las almas a quien Dios hace las mercedes dichas».

El hecho del recuerdo

«Recordar el crimen cometido», ¿no es una de las componentes patológicas de la psicología criminal del asesino? Una vez cometido el crimen, su recuerdo lo sigue barrenando desde la memoria o desde el subconsciente. Sigue latiendo en el asesino, para forzarlo a luchar contra el recuerdo que lo martillea una y otra vez. O para forzarlo a una catarsis que justifique lo hecho. O para endurecerlo anímicamente contra las víctimas e incluso contra sí mismo, contra la instintiva tentación de debilidad o de retractación de la monstruosidad de lo perpetrado.

Abundantes jirones de la prensa diaria volvieron sobre el tema con ocasión de la muerte de Pol Pot. No hace mucho lo glosaba vallejo Nágera en su libro «Locos egregios», contando los últimos días de Napoleón en Santa Elena, cuando una ingenua adolescente inglesa le recuerda la masacre despiadada de todo el ejército mameluco tras la batalla del Nilo.

Pero ¿no es absolutamente distónico tomar de mira esa psicosis del recuerdo criminal al acercarnos al «recuerdo» místico de Teresa en sus moradas sextas? Probablemente sí. Distónico, pero no porque en el caso de ella se trate de un minirrecuerdo descolorido, frente al maxiobsesivo recuerdo de la patología criminal. Bien al contrario. Nos lo dirá ella misma.

Nosotros, los lectores, «recordamos» que Teresa es una convertida. Y que comparte la psicología religiosa típica de todos los convertidos. Vive su religiosidad, su relación con Dios y consigo misma desde el hecho de la conversión. En la historia de ella no ha habido ni crímenes ni perversión ni pecados graves. Pero... Teresa ha sido capaz de resistir a Dios. Le ha parado las manos cuando él las ponía en el rumbo de su vida. Ha retrasado largos años la hora de Dios. Eso le ha hecho «perder» un tiempo precioso, perder vida. Más de una vez clamará a su Señor: «¡Devolvedme el tiempo perdido!»

Es ese el motivo existencial porque en el Castillo hablará del pecado una y otra vez: al principio, en las moradas primeras y segundas; en el medio, en estas moradas sextas; y al final, en el capítulo último de las moradas séptimas. Y todavía en el epílogo: «Hermanas..., os pido que cada vez que leyereis aquí... le pidáis para mí que me perdone mis pecados» (n. 4). Aun recurriendo al anonimato, no podrá menos de decírselo al lector en términos vibrantes: «Yo sé de una persona que, dejado de querer morirse por ver a Dios, lo deseaba (morirse) por no sentir tan ordinariamente pena de cuán desagradecida había sido a quien tanto debió siempre y había de deber» (n. 3).

El parámetro absoluto del «recuerdo», Teresa lo formula en una gavilla de axiomas lineales. He aquí algunos:

         – «El dolor de los pecados (es decir, el recuerdo dolorido de ellos) crece más mientras más se recibe de nuestro Dios» (n. 1).
         – «Tengo yo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que esta (pena: la producida por el recuerdo del pecado) no se quitará» (n. 1).
         – El místico, o Teresa misma «mucho más se acuerda de esto (de los pecados pasados), que de las mercedes (gracias místicas) que recibe. (Estas) parece que las lleva un río caudaloso y las trae a sus tiempos... Los pecados están como un cieno que siempre parece se avivan en la memoria, y es harto gran cruz» (n. 2. Eso mismo y en idénticos términos plásticos ya lo había escrito Teresa en la Rel 4, 1).
         – ¿Y de los nuestros? –«Yo no tendría por seguro, por favorecida que un alma esté de Dios, que se olvidase de que en algún tiempo se vio en miserable estado» (n. 4).

El contenido del recuerdo

Nada de masoquismo ni de revivencia disfrazada. Es cierto que, a esta altura de su exposición, Teresa habla sobre todo de la psicología refinada del místico. Pero su punto de vista es válido a todos los niveles. Vale para diagramar sencillamente esa capa de la conciencia religiosa en un lector cualquiera.

En el Castillo, la visión que ella tiene del hombre y de la vida humana no circunscribe la existencia en un hecho puntual. La persona y la vida son las dos cosas: el ser y la historia. La persona y lo vivido. Teresa misma es el resultado de la historia que está viviendo. En la postrera morada del Castillo seguirá inscrita la aventura vivida en las moradas precedentes o incluso en «las afueras» de sí misma.

Por eso, al enumerar ahora el contenido de los recuerdos, lo negativo y oscuro se vuelve translúcido y positivo. Sin morbo. Teresa sorprende al lector con una serie de enunciados que compilan los estratos del recuerdo:

         – «No se acuerda de la pena que ha de tener por ellos, sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe y a quien tanto merece ser servido» (n. 2).
         – «En estas, grandezas que (él) le comunica, entiende mucho más la (grandeza) de Dios. Espántase cómo fue tan atrevida. Llora su poco respeto. Parécele una cosa tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran majestad» (n. 2).
         – «En lo que toca a miedo del infierno, ninguno tienen. De si han de perder a Dios, a veces aprieta mucho. Mas es pocas veces. Todo su temor es no las deje Dios de su mano para ofenderle y se vean en estado tan miserable como se vieron el algún tiempo» (n. 3).
         – «Para esta pena ningún alivio es pensar que tiene nuestro Señor ya perdonados los pecados y olvidados; antes añade a la pena ver tanta bondad, y que se hacen mercedes a quien no merecería sino el infierno» (n. 4).

Entre las osadas afirmaciones de Teresa, hay una que frecuentemente ha molestado a los lectores. Es la que categoriza en términos hiperbólicos su propia humildad. «Mujer y ruin», etc. Les molesta, no solo por lo reiterativo (a partir de la primera página de su primer libro: el prólogo de Vida), sino por su desmesura autobiográfica. Alguien ha llegado a ver en esa reiteración una simple constante literaria, etiquetada como «retórica de la humildad». Sería, dicen, un recurso estilístico esgrimido por Teresa para la «captatio benevolentiae», para ganarse la benevolencia del lector frente a la osadía de quien, como ella, siendo mujer escribe libros e imparte lecciones de alta espiritualidad.

Aquí, en nuestro texto, Teresa la formula una vez más así, pensando en su propia indignidad: «No le parecía podían llegar maldades de ninguno a las suyas». Y lo motiva: «Porque entendía que no le habría (que no habría nadie) a quien tanto hubiese sufrido Dios y tantas mercedes hubiese hecho» (n. 3).

¿Hipérbole retórica? Para el lector familiarizado con la psique y la escritura de Teresa, probablemente huelgan comentarios apologéticos. Si algo queda fuera de cuestionamiento es su sinceridad, e incluso su veracidad literaria. Es indudable que Teresa no solo piensa lo que dice, sino que así se ve ella a sí misma, tanto cuando se pone al habla con Dios, como cuando se cartea con cualquiera de sus corresponsales. Es decir, cuando está bien lejos de hacer literatura.

El problema de esa su humildad se sitúa a hondura más profunda de lo entrevisto desde la superficie. Se trata, con toda seguridad, de la sima en que el místico siente y calibra «el mal humano», por empatía de él con el resto de la humanidad, y dentro de esta con la masa negativa de todos los crímenes cometidos por el hombre histórico.

Un filósofo italiano, Cornelio Fabro, analizando el fenómeno de la mística coetánea Gema Galgani, que, pese a lo impoluto de su vida joven, experimenta en lo más hondo de su psicología el peso del pecado «como suyo», no halla otra explicación que la solidaridad y simbiosis del místico con el tejido humano universal. Como Jesús inocente cargó con los pecados de los hombres, así o algo así le ocurre a Gema en momentos sumamente traumatizantes.

Historia que se repite. Por acercarnos a místicos coetáneos nuestros, la exégesis filosófica de Fabro se repite en la interpretación que hace el filósofo francés Jean Guitton de las mismas experiencias vividas por otra desconcertante mística de nuestros días, Marta Robin, estudiadas meticulosamente por el filósofo. También ella de un historial impoluto, y sin embargo profundamente marcada por el trauma del pecado humano.

Es decir, que en la historia de la humanidad, hay quienes ejercen ese misterioso sacerdocio vicario que les hace cargar sobre sí todo el peso de los males incurridos por los hombres-hermanos. Y cuando mencionamos esos «males» incurridos o cometidos por los humanos, nosotros hombres del siglo XX no podemos recurrir a la evasiva de los disfraces pseudooptimistas. Son demasiado enormes y voluminosos los episodios de la shoá, de las selvas de Camboya, de las masacres de Africa, para envolverlos en una mirada bonachona... Todo parece demostrar que hay trances históricos en que «el mal» sobrepasa los límites de lo humano...

Los místicos, con su experiencia de los «grandes males» humanos, no son válvulas liberadoras de la conciencia universal. No cancelan la historia. Pero, en cristiano, ellos comparten y actualizan la misteriosa catarsis realizada por Jesús. Purifican y elevan a la humanidad desde el mal hasta el bien. Por eso Teresa, como ellos, coloca el recuerdo del mal en el contexto maravilloso de las sextas moradas. Algún gran filósofo de nuestro siglo ha escrito que de cara a la cultura atea de nuestra sociedad, queda enhiesta como única y última prueba de la existencia de Dios la experiencia de los místicos. Habría que decir algo parecido en el cuadrante del mal y del pecado: en una cultura que tiende a extinguir en la conciencia humana el sentido de pecado, la experiencia de los místicos –la palabra de Teresa– es todo un detonador.


COMENTARIO (2ª Parte)

La humanidad de Cristo y la vida del cristiano

Recordemos que ya en el Libro de la Vida afrontó la autora este asunto. Aquel capítulo 22 y este capítulo 7 de las moradas sextas forman díptico. Para un estudio adecuado del pensamiento de Teresa habría que leer en paralelo ambos pasajes. No es posible hacerlo aquí, por razones de espacio. Baste notar que en los doce años que median entre una y otra exposición, Teresa no ha cambiado de parecer, ni en la sustancia ni en los detalles. Y que, si bien al escribir ahora las Moradas (Ávila 1577), no tiene al alcance de la mano su Libro de la Vida (secuestrado en Toledo desde 1575), la autora mantiene y sostiene idéntica línea argumental.

¿De qué se trata?

Un tema en dos tiempos. En la base y subyaciendo a toda la exposición, un episodio de historia personal de la autora: lo que a ella le ha pasado en su relación con la Humanidad de Cristo. Es algo que le duele. Y desde ese hecho, una tesis doctrinal que envía al lector un mensaje decisivo para la vida espiritual: la centralidad radical de la Humanidad de Cristo en toda vida cristiana.

Del trenzado de ambos temas resulta un pequeño psicodrama. El jirón de vida aportado por la autora aleja de esas páginas la posible frialdad doctrinaria del teólogo de profesión. A Teresa le interesa hacer del lector un prosélito de Jesús.

Pero en el fondo, el protagonista no es ella sino Jesús. ¿Qué entiende Teresa por «Humanidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo»? En el epígrafe del capítulo se apresuró a explicitarlo: «Su sacratísima pasión y vida». Incluso «lo corpóreo» de Jesús, dirá poco después (n. 6).

Humanidad de Jesús, para ella, es el Jesús de la historia de salvación. Ante todo, el Jesús histórico, enmarcado en tiempo y lugar y personas y modales: su ser, su hacer, su padecer. Sentimientos interiores y acontecimientos exteriores. Sus palabras y su amor. Con atención especial al misterio pascual de Jesús, que sufre la pasión y resucita glorioso. Y con expresa ampliación al Jesús del sacramento eucarístico. Pero, a la vez, Humanidad que se integra en el misterio de su persona, en la que «divino y humano junto» (n. 9) constituyen el entramado misterioso de su ser y de su historia.

¿Y «lo corpóreo»? Cierto, Teresa no reduce la Humanidad del Señor a esa componente corporal. Pero tampoco la soslaya. A ella, como a todo auténtico enamorado, la subyugan sus ojos, sus manos traspasadas y gloriosas, su presencia, su manera de hablar. Todo ello, tanto del Jesús histórico, como del glorioso y transfigurado. Ya en vida había escrito: «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien...; con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma..., oír sola una palabra dicha de aquella divina boca...!» (Vida 37, 4). «Quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura, que no lo podría yo encarecer» (ib. 28, 1).

Desde ese realismo, ella misma ampliará el ángulo visual a cuantos están incorporados al cuerpo místico de Jesús: sobre todo, a «su gloriosa Madre y los Santos». Ellos ocuparán otro plano, pero dentro de esa misma perspectiva doctrinal (n. 6).

¿Cuál fue el drama personal de Teresa?

En el presente pasaje de las Moradas, solo se alude de soslayo a lo referido en Vida 22. Error y hecho doloroso. Extravío y «traición» (Vida 22, 3), si bien inconsciente. Consistió en que, al ser introducida ella en lo novedoso de la experiencia mística, alguien la aconsejó dejar de lado el recurso a la Humanidad de Jesús, para bogar mar adentro en el misterio de la divinidad. Y ella se atuvo a ese consejo, aunque por brevísimo tiempo. Hasta que cayó en la cuenta de su error, con una sensación de vacío o de vértigo, y volvió sobre sus pasos.

En el error había mediado un libro que enseñaba a «cuadrar el entendimiento» y sumergirse en la contemplación de la divinidad (íb. 22, 1), a base de una curiosa técnica de yoga cristiano capaz de subyugar.

En realidad no se trataba de una enseñanza aislada y ocasional. Desde siglos, la espiritualidad cristiana había sufrido la tentación neoplatonizante de «espiritualizar» la vida, desentendiéndose de todo lo corpóreo e incluyendo en lo corpóreo a la Humanidad de Jesús. Que por eso había dicho él mismo a sus apóstoles: «Conviene que yo me vaya..., pues si no me voy no podréis recibir el Espíritu» (Vida 22, 1 y 6M 7, 14).

Así, el episodio vivido por Teresa desbordaba su historia personal y reflejaba todo un filón de la historia y la literatura espiritual cristiana. Desde los antiguos Padres de la Iglesia, hasta los recientes libros de la escuela franciscana leídos por Teresa.

Todavía después de los episodios relatados en Vida, Teresa ha topado con escritores y teólogos que no piensan como ella (n. 5). No importa. No se les rinde: «Mirad que oso decir que no creáis a quien os dijere otra cosa». Está «tan escarmentada», que «a mí no me harán confesar que es buen camino» esa doctrina que pretende guiar sin «la guía, que es el buen Jesús», o sin «la luz» que irradia él, o fuera del «camino» que conduce al Padre, y que igualmente es el mismo Jesús. «Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz; y que no puede ninguno ir al Padre sino por él; y "quien me ve a mí, ve a mi Padre". Dirán que se da otro sentido a, estas palabras. Yo no sé esotros sentidos. Con este que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien» (n. 6).

¿Cuál es su pensamiento sobre la Humanidad de Jesús?

Aunque sea traicionando de momento el delicioso lenguaje de Teresa, podríamos compendiar su pensamiento en dos gruesas palabras de nuestra jerga teológica: cristocentrismo y pancristismo.

Es decir, para ella la Humanidad de Jesús constituye el centro insuplantable de la vida cristiana. Y a la vez, extiende su influjo salvífico a todo el arco de crecimiento de la vida espiritual. En cada cristiano y en la Iglesia. Incluso en lo más elevado de la experiencia mística.

Cristocentrismo quiere decir que la fe y la vida cristiana no están fundadas en abstracciones ni en filosofías, sino en la existencia singularísima de una persona histórica que se llama Cristo Jesús. Él es centro orbital de nuestra vida, que es «vida en Cristo». Sin él o fuera de él, la vida del cristiano se desorbita. Es eso lo primero que a toda costa quiere inculcar Teresa.

Lo segundo es pancristismo. Es decir, que la gracia, la vida y la salvación no solo la recibimos de Jesús en flujo descendente, de él a nosotros, sino que en todo el proceso de la vida cristiana –en todas sus etapas y manifestaciones–, por él subimos al Padre. En él se realiza y se consuma nuestra unión con Dios. A través de él se reciben las gracias cimeras de la santidad. De suerte que a quienes osen prescindir de él, «yo les aseguro que no entren a estas dos moradas postreras (sextas y séptimas del Castillo), porque si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino» (n. 6).

Al terminar su exposición, recordando una vez más el error en que ella misma incurrió, escribirá que «nunca me acaba de pesar de que haya habido ningún tiempo que yo careciese de entender que se pudiese malganar con tan gran pérdida; y cuando pudiera, no quiero ningún bien sino adquirido por quien nos vinieron todos los bienes» (n. 15). Son dos afirmaciones categóricas de inspiración paulina: ganancia que sea a costa de marginar a Jesús (es decir, a costa de «tan gran pérdida»), es «malganar»: «pérdida y basura», había escrito Pablo (Flp 3, 7-8). Y bienes que no vengan por el cauce de todos los bienes que es él, Teresa «no los quiere», porque ya no serían bienes. Jesús es el sacramento universal de salvación.

¿Y en la oración? Las tres etapas: meditación, contemplación, unión

No olvidemos que Teresa es una contemplativa. Ha sido precisamente su experiencia mística la que la ha introducido en lo hondo del misterio de Cristo. Y la ha enamorado de su Humanidad. En un momento decisivo de su camino interior, el ingreso en la presencia del Señor Jesús, misteriosamente instalado a su lado derecho (Vida 27, 2), inauguró la última jornada de su itinerario espiritual. Lo contó ella en los capítulos centrales de su autobiografía (cc. 27-29).

Por todo eso, es normal que ahora concretice la problemática de la Humanidad de Cristo en el sector de la oración. Tanto más que la antigua objeción acerca de esa santa Humanidad de su Señor provenía de los teorizantes de la contemplación. Y se formulaba como incompatibilidad entre lo corpóreo y limitante de toda creatura (la Humanidad de Jesús pertenece al orden de lo creado) y la contemplación perfecta, que según esos teóricos se realiza más allá de contornos limitantes y de especies mediatizadoras. Ahí precisamente, en la doctrina y en la praxis de la contemplación perfecta, es donde Teresa topaba con los objetores sistemáticos de su tesis. A ellos se refiere cuando «osa decir que no creáis a quien os dijere otra cosa» (n. 5). Será en ese terreno doctrinal donde ella reformule su pensamiento en términos categóricos: que la más alta contemplación mística tiene por objeto normal los misterios de Jesús y su Humanidad. Se alimenta de ellos.

La Santa articula su pensamiento refiriéndolo a las tres etapas fundamentales del camino de la oración: la meditación del misterio de Cristo, la contemplación del mismo, y la unión a él.

Lo normal, según ella, es que en los comienzos de la oración el principiante «medite» paso a paso la historia de Jesús, escuche su palabra y se familiarice con su evangelio, medite la Pasión, «busque» y se adentre en la interioridad de Jesús. Llegará un momento en que ese proceso meditativo de la Humanidad del Señor se dificulte o se agote, por las razones que sea. Pero esa especie de saturación en modo alguno conllevará la marginación del misterio cristológico. Al contrario, abrirá el acceso a él por un camino mejor: la contemplación del misterio.

Este segundo estadio de la oración será más intensamente cristológico. De acceso más inmediato, más rico y eficaz al misterio y a los misterios de Jesús. Será ahí «adonde divino y humano junto es siempre compañía» del orante contemplativo. Pero aquí en la tierra ese «iuge convivium» no acontece sin intermitencias, arideces y cortapisas. En esos interludios, el contemplativo deberá regresar a la humilde «búsqueda» meditativa de la Humanidad de Jesús. Como buscaba al Amado la esposa de los Cantares. O bien, «preguntando a las criaturas quién la hizo, como dice san Agustín..., y no nos estemos bobos perdiendo tiempo en esperar lo que una vez se nos dio, que a los principios podrá ser que no lo dé el Señor en un año y aun en muchos: Su Majestad sabe el porqué» (n. 9). Entonces la escucha de la palabra o la búsqueda de la Humanidad de Jesús harán de encendedor reiterado del amor, especie de trampolín de reingreso en el espacio contemplativo.

De ahí a la unión solo media un paso. Teresa hablará de ello apenas inicie el tema en la séptimas moradas. La gracia de la unión consumada también acontecerá en relación a la Humanidad de Cristo. Será ese el tema del capítulo segundo de las moradas séptimas.

Modelo de todo ello, de atención y amor a lo humano de Jesús, es la Virgen María. Teresa comenta a propósito del pasaje evangélico en que se dice «que convenía que él (Jesús) se fuese»: «A osadas que no lo dijo a su madre Santísima, porque estaba firme en la fe, que sabía que era Dios y hombre, y aunque le amaba más que ellos (más que los apóstoles), era con tanta perfección, que antes la ayudaba» (n. 14). Es decir, que también ella, la Virgen Santa, llegó a la plenitud de gracia en fuerza de su especial relación con la Humanidad santa de su hijo Jesús.



            [1] Ella misma; cf. Vida c. 34, n. 10 y c. 26, n. 2; Rel 1, n. 26; 5, n. 12; 53, n. 1.
            [2] Sí vieron, en el autógrafo. Seguimos la lectura de fray Luis (p. 186).
            [3] En Vida, 22: capítulo paralelo a este de las Moradas sextas.
            [4] Ib., y c. 23, 2-5.
            [5] Ignoramos a quién alude aquí la autora. Cf. Vida 22, nota 2.
            [6] Textos evangélicos de Juan 14, 6; 8, 12; 14, 9. – El segundo texto («también dice el Señor que es luz») fue añadido al margen por la propia Santa. Fray Luis retocó y adaptó esa inserción (p. 188). – Cf. en 2M 1, 11 los titubeos de la Santa al alegar esos textos evangélicos.
            [7] 1Re 18, 30-39.
            [8] Cf. 7M 2, 3. 9. 10; 7M 3, 8. 10. 11; 7M 4, 1-2.
            [9] Al final del n. 7.
            [10] Ct 3, 3.
            [11] O Confesiones, fue añadido por la Santa al margen. – Cf. Confesiones, L. 10, c. 6, nn. 9-10. Pero quizá aluda de nuevo a los Soliloquios del Pseudo-Agustín, c. 31 (cf. nuestra nota a Vida c. 40, n. 6), editados corrientemente junto con las Meditaciones (aquí aludidas por la Santa) y el Manual, ambos también pseudo-agustinianos.
            [12] Reanuda la objeción iniciada en el n. 1. – Lo que queda dicho: alude al n. 7.
            [13] Que tendrá razón... en decir «que no pueden detenerse en pensar...». Cf. fin del n. 9 y principio del 10.
            [14] Lo ha dicho en el n. 7.
            [15] La hará dejar lo que está meditando... Lo que sería (estorbo): el discurrir que dijo en el n. 10.
            [16] Cf. c. 4, nn. 2 y 9. Y 4M 3, 11-13. Y compárese con Vida 22, 10.
            [17] Hay, escribió la Santa (como en 6M 8, 8). – Seguimos la lectura de fray Luis (p. 194). – Que es en un ser: que tiene continuo regalo en la oración.
            [18] Palabras de Jesús en Jn 16, 7.

MORADAS DEL CASTILLO INTERIOR


Santa Teresa de Jesús, 15 de Octubre

Santa Teresa de Jesús
Virgen y Doctora de la Iglesia, Madre nuestra.
Celebración: 15 de Octubre.


Nace en Avila el 28 de marzo de 1515. Entra en el Monasterio de la Encarnación de Avila, el 2 de noviembre de 1535. Funda en Avila el primer monasterio de carmelitas descalzas con el título de San José el 24 de agosto de 1562.

Inaugura el primer convento de frailes contemplativos en Duruelo el 28 de noviembre de 1568. Llegará a fundar 32 casas. Hija de la Iglesia, muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.

La primera edición de sus obras fue el 1588 en Salamanca, preparadas por Fr. Luis de león. El 24 de abril de 1614 fue beatificada por el Papa Pablo V, y el 12 de marzo de 1622 era canonizada en San Pedro por el Papa Gregorio XV. El 10 de septiembre de 1965, Pablo VI la proclama Patrona de los Escritores Españoles.


Gracias a sus obras -entre las que destacan el Libro de la Vida, el Camino de Perfección, Las Moradas y las Fundaciones- ha ejercido en el pueblo de Dios un luminoso y fecundo magisterio, que Pablo VI iba a reconocer solemnemente, declarándola Doctora de la Iglesia Universal el 27 de septiembre de 1970.

Teresa es maestra de oración en el pueblo de Dios y fundadora del Carmelo Teresiano.

¿Qué significa la oración para Santa Teresa?
"Procuraba, lo más que podía, traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente. Y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con elentendimiento ni de aprovecharme con la imaginación; que la tengo tan torpe, que, aun para pensar y representar en mí (como lo procuraba traer) la humanidad del Señor, nunca acababa. Y, aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque, si falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos" (Vida 4,7).

"En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración), sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años; que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración ya no era en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes" (Vida 7, 17).

"Gran mal es un alma sola entre tantos peligros. Paréceme a mí que, si yo tuviera con quién tratar todo esto, que me ayudara a no tornar a caer, siquiera por vergüenza, ya que no la tenía de Dios. Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con su oración. ¡Cuánto más, que hay muchas más ganancias! Yo no sé por qué (pues de conversa ciones y voluntades humanas, aunque no sean muy buenas, se procuran amigos con quien descansar y para más gozar de contar aquellos placeres vanos) no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos; que de todo tienen los que tienen oración" (Vida 7, 20).

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí..., se me ofreció lo que ahora diré... que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay muchas moradas... Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?... no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo... ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no (nos) entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería qran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra?.... (1 Moradas 1,1-2)