Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
Camino de Perfección.
2º Redacción (Códice de Valladolid)
Capítulo 27
En que trata el gran amor que nos mostró el Señor en las primeras palabras del Paternóster, y lo mucho que importa no hacer caso ninguno del linaje las que de veras quieren ser hijas de Dios.
1. «Padre nuestro que estás en los cielos» (1)[1].
¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo y cómo parece vuestro Hijo Hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás! ¿No fuera al fin de la oración esta merced, Señor, tan grande? En comenzando, nos henchís las manos y hacéis tan gran merced que sería harto bien henchirse el entendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra.
¡Oh qué bien venía aquí, hijas, contemplación perfecta! ¡Oh, con cuánta razón se entraría el alma en sí para poder mejor subir sobre sí misma (2)[2] a que le diese este santo Hijo a entender qué cosa es el lugar adonde dice que está su Padre, que es en los cielos! Salgamos de la tierra, hijas mías, que tal merced como ésta no es razón se tenga en tan poco, que después que entendamos cuán grande es nos quedemos en la tierra.
2. ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? (3)[3]. Obligaisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como al hijo pródigo hanos de perdonar (4)[4], hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en Él no puede haber sino todo bien cumplido (5)[5], y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos.
3. Mirad, Señor mío, que ya que Vos, con el amor que nos tenéis y con vuestra humildad, no se os ponga nada delante, en fin, Señor, estáis en la tierra y vestido de ella, pues tenéis nuestra naturaleza, parece tenéis causa alguna para mirar nuestro provecho; mas mirad que vuestro Padre está en el cielo; Vos lo decís; es razón que miréis por su honra. Ya que estáis Vos ofrecido (6)[6] a ser deshonrado por nosotros, dejad a vuestro Padre libre; no le obliguéis a tanto por gente tan ruin como yo, que le ha de dar tan malas gracias (7)[7].
4. ¡Oh buen Jesús, qué claro habéis mostrado ser una cosa con Él (8)[8], y que vuestra voluntad es la suya y la suya vuestra! ¡Qué confesión tan clara, Señor mío! ¡Qué cosa es el amor que nos tenéis! Habéis andado rodeando, encubriendo al demonio que sois Hijo de Dios, y con el gran deseo que tenéis de nuestro bien no se os pone cosa delante por hacernos tan grandísima merced. ¿Quién la podía hacer sino Vos, Señor? Yo no sé cómo en esta palabra no entendió el demonio quién erais, sin quedarle duda (9)[9]. Al menos bien veo, mi Jesús, que habéis hablado, como Hijo regalado, por Vos y por nosotros, y que sois poderoso para que se haga en el cielo lo que Vos decís en la tierra. Bendito seáis por siempre, Señor mío, que tan amigo sois de dar, que no se os pone cosa delante.
5. Pues ¿paréceos, hijas, que es buen maestro éste, pues para aficionarnos a que deprendamos lo que nos enseña, comienza haciéndonos tan gran merced? Pues ¿paréceos ahora que será razón que, aunque digamos vocalmente esta palabra, dejemos de entender con el entendimiento, para que se haga pedazos nuestro corazón con ver tal amor? Pues ¿qué hijo hay en el mundo que no procure saber quién es su padre, cuando le tiene bueno y de tanta majestad y señorío? Aun si no lo fuera, no me espantara no nos quisiéramos conocer por sus hijos, porque anda el mundo tal que si el padre es más bajo del estado en que está el hijo, no se tiene por honrado en conocerle por padre.
6. Esto no viene aquí, porque en esta casa nunca plega a Dios haya acuerdo de cosa de éstas, sería infierno; sino que la que fuere más, tome menos a su padre en la boca. Todas han de ser iguales.
¡Oh Colegio de Cristo, que tenía más mando San Pedro con ser un pescador y le quiso así el Señor, que San Bartolomé, que era hijo de rey! (10)[10]. Sabía Su Majestad lo que había de pasar en el mundo sobre cuál era de mejor tierra, que no es otra cosa sino debatir si será buena para adobes o para tapias (11)[11]. ¡Válgame Dios, qué gran trabajo traemos! Dios os libre, hermanas, de semejantes contiendas, aunque sea en burlas. Yo espero en Su Majestad que sí hará. Cuando algo de esto en alguna hubiese, póngase luego remedio y ella tema no sea estar Judas entre los Apóstoles; denla penitencias hasta que entienda que aun tierra muy ruin no merecía ser (12)[12].
Buen Padre os tenéis, que os da el buen Jesús. No se conozca aquí otro padre para tratar de él. Y procurad, hijas mías, ser tales que merezcáis regalaros con Él, y echaros en sus brazos. Ya sabéis que no os echará de sí, si sois buenas hijas. Pues ¿quién no procurará no perder tal Padre?
7. ¡Oh, válgame Dios!, y que hay aquí en qué os consolar, que por no me alargar más lo quiero dejar a vuestros entendimientos; que por disparatado que ande el pensamiento, entre tal Hijo y tal Padre forzado ha de estar el Espíritu Santo, que enamore vuestra voluntad y os la ate tan grandísimo amor, ya que no baste para esto tan gran interés.
COMENTARIO AL CAPÍTULO 27
Orar es decir "Padre"
1. Antes de leer el capítulo 27
Antes de abordar la lectura del capítulo 27 de Camino, conviene recordar dos o tres cosas.
Primera: que el presente capítulo prosigue el tema del recogimiento, iniciado en el capítulo anterior y que completarán los siguientes 28 y 29. Ya dijimos que Teresa entiende por recogimiento la "interiorización" de la oración, pasándola suavemente del rezo vocal o de la meditación a la contemplación, y que articula su explicación en dos tiempos: atención a Cristo (caps. 26-27) y entrar en el templo del propio espíritu (caps. 28-29).
Aquí, en el capítulo 27, sigue desarrollando el primer aspecto cristológico: orar con Cristo, decir "Padre nuestro" con Jesús. Desde Jesús Hijo contemplar el misterio del Padre hasta sentirnos hijos en el Hijo.
Segunda: la hechura del capítulo. Basta recordar su proceso redaccional. En el borrador, Teresa lo dividió en dos capítulos distintos. El primero (nn. 1-4) glosaba expresamente la palabra "Padre", la paternidad de Dios, nuestra filiación en Cristo. El segundo (nn. 5-7) hablaba, por contraste, de las paternidades humanas, de su posible deterioro deformante dentro de la familia orante que es el Carmelo.
En la redacción definitiva unió ambos temas en un solo capítulo. En la oración vivimos la paternidad de Dios más allá de los deterioros y deformaciones de cualquier forma de paternidad o de fraternidad humana.
En todo caso, lo importante es la primera parte del tema: decir "Padre" desde el misterio del Hijo y desde nuestras entrañas filiales. Es decir, desde el corazón mismo del Evangelio de Jesús y desde la teología de San Pablo.
Tercera: el tratamiento teresiano del tema. Teresa no hace teologías, no expone el tema de la paternidad divina o de nuestra filiación, sino que lo ora. El capítulo es, en su mayor parte, una oración. El lector, o entra en la oración de la Autora, o queda en el umbral de su lección de recogimiento.
He aquí, pues, una página de la Santa, escrita para ser leída en oración.
2. ¿A quién orar: al Padre o a Jesús?
La liturgia, expresión perfecta de la oración cristiana, ora al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
Plantear al texto de la Santa una pregunta que parta de ese esquema, quizá sea proyectar sobre ella nuestras preocupaciones doctrinarias. Si en algún momento Teresa se abandona a su instinto de libertad, o a la libertad del Espíritu, es en la oración. Ella misma lo aconsejará a las lectoras poco más adelante: "... tratad con Él como con padre, y como con hermano, y como con señor, y como con esposo; a veces de una manera, a veces de otra; que Él os enseñará lo que habéis de hacer para contentarle. Dejaos de ser bobas; pedidle la palabra, que vuestro Esposo es, que os trate como a tal" (28, 3).
Así aquí.
Con todo, el curso de la oración teresiana a lo largo del capítulo refleja el esquema trinitario que sella necesariamente a toda auténtica oración cristiana. Comienza con la palabra al Padre: "Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo..." (n. 1). Pasa rápidamente al diálogo con el Hijo: "Oh Hijo de Dios y Señor mío..." (n. 2). Y concluye con la convicción de que el Espíritu Santo está implicado en esas invocaciones: que no podríamos prorrumpir en ellas sino accionados por el Espíritu: "Entre tal Hijo y tal Padre, forzado (= necesariamente) ha de estar el Espíritu Santo, que enamore vuestra voluntad y os la ate con tan grandísimo amor, ya que no baste para esto tan gran interés" (n. 7).
En el engranaje mismo de la oración teresiana hay una orientación intencionada -especie de centro focal de la oración- que causa la sorpresa del lector. Teresa, en el fondo, ora al Padre por el Hijo. Pero en el sentido de suplicarle "por Él", "en favor de Él". Empeño en despertar o remover sus entrañas de Padre ante el misterio del Hijo hecho hombre, antes de atraer su mirada hacia las cosas y necesidades de nosotros, los otros hijos.
No es la primera vez que la Santa propone al lector este tipo de oración, ni será la última que ocurra en el Camino. Si el lector vuelve sobre sus pasos y relee la hermosa oración al Padre Eterno en los números finales del capítulo tercero, se encontrará con la viva emoción de la Santa y del grupo de sus hijas, orando al Padre por Cristo, es decir, por el Cristo místicamente implicado en los avatares de la Iglesia: "Oh Padre Eterno, mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos... ¿Cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras...?" (3, 8).
Y si el lector avanza unos capítulos más, se encontrará en la glosa a la petición "el pan nuestro de cada día..." (cap. 35) con otra oración, casi desgarradora, nuevamente dirigida al Padre por el Hijo, que sigue con nosotros extrañamente humillado en la Eucaristía, y profundamente fundido con las necesidades y el destino del mundo y de los hombres.
Para adentrarnos en el sentido profundamente cristiano de esa oración de la Santa, quizás habría que ordenar en tríptico esos tres pasajes (caps. 3, 27 y 35), y pulsar en ellos los latidos de la oración teresiana: que es, a la vez, contemplación del misterio "Padre-Hijo", y súplica sacerdotal por el misterio de los hijos adoptivos, que somos nosotros.
De momento, dejemos el tríptico y acerquémonos a la oración del presente capítulo.
3. Así oraba Teresa
Decir "Padre nuestro" es la mejor ocasión -piensa la Santa- para entrar el alma "dentro de sí", "subir sobre sí" y hacer el giro de la "contemplación perfecta".
De hecho, es ése el camino recorrido por ella misma apenas su pluma se ha encontrado con la palabra "Padre nuestro que estás en los cielos". Estalla rápidamente en un "¡oh!" de estupor: "¡Oh Señor mío...!". Es el "¡oh!" delator de asombro contemplativo ante el misterio. El capítulo entero estará escalado por ese gesto de asombro amoroso: "¡Oh Señor!" (n. 1); "¡oh hijas!" (n. 1); "¡oh Hijo de Dios!" (n. 2); "¡oh buen Jesús!" (n. 4); "¡oh colegio de Cristo!" (n. 6); "¡oh válgame Dios!" (n. 7).
Ese despliegue de asombro marca en cierto modo el vaivén de la oración de la Santa, su movimiento interior: del Padre al Hijo; de Jesús a los lectores y a la humanidad; de la oración rezada a la contemplación.
Sigamos de cerca ese proceso:
a) Orar es decir "Padre". Ante todo, Teresa para su atención ahí. Decir "Padre" es la gran fortuna del orante. Es el primero y definitivo don que se le hace. Poder decirlo "con Jesús", compartiendo sus sentimientos de Hijo, su misma relación personal con el Padre. Por tanto, invitación a decir esa palabra desde el propio sentido filial, entre estupor y amor, entre audacia y ternura.
b) "Bendito seáis, Padre". La oración de la Santa se adentra en el misterio del Padre. El misterio de su voluntad. Sobre todo, en su designio de "darnos el Hijo". Don que "nos hinche las manos", que "hinche el entendimiento" hasta "ocupar la voluntad" y dejarla sin palabras, en el silencio de su presencia.
c) El misterio del Hijo. "¡Oh Hijo de Dios y Señor mío! ¡Cómo dais tanto junto a la primera palabra!". El orante que con Jesús dice "Padre nuestro", recibe y comparte con Jesús el sentido de hijo. Se asocia a la oración de Él. Y, paso a paso, se encuentra con el misterio de ese Jesús que "está en la tierra" como nosotros, "vestido de tierra" como nosotros, compartiendo nuestra naturaleza, comprometido a "mirar por nuestro provecho", empeñando en favor nuestro y a costa suya la misteriosa voluntad de Dios.
Un Jesús "ofrecido a ser deshonrado por nosotros". Condicionando su misteriosa relación con el Padre desde esa serie de implicaciones que nosotros vamos a imponer a su Humanidad.
d) Y, por fin, el misterio de nosotros mismos. Ahí desemboca, inevitablemente, toda esa contemplación entrañable del misterio de la paternidad de Dios y de nuestra hermandad con Cristo. En nosotros, que no sólo nos enredamos en míseras rivalidades (como los doce...: que si Pedro, que si Bartolomé...), sino que nos perdemos en el enredo mezquino de pseudo paternidades humanas. Es decir, en el olvido de nuestra dignidad de hijos de Dios, llamados a compartir con Jesús el nuevo sentido filial. La Santa no puede evitar la evocación de "Judas entre los apóstoles" (n. 6). De ahí su encomienda final: "Buen Padre os tenéis, que os da el buen Jesús. No se conozca aquí otro por padre para tratar con él; y procurad, hijas mías, ser tales que merezcáis regalaros con Él y echaros en sus brazos. Ya sabéis que no os echará de sí si sois buenas hijas. Pues, ¿quién no procurará no perder tal Padre?" (n. 6).
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