Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
MORADAS TERCERAS
Capítulo 1
Trata
de la poca seguridad que podemos tener mientras se vive en este destierro,
aunque el estado sea subido, y cómo conviene andar con temor. Hay algunos
buenos puntos.
1.
A los que por la misericordia de Dios han vencido estos combates, y con la
perseverancia entrado a las terceras moradas, ¿qué les diremos sino
bienaventurado el varón que teme al Señor? (1)[1]
No ha sido poco hacer Su Majestad que entienda yo ahora qué quiere decir el
romance de este verso a este tiempo, según soy torpe en este caso. Por cierto,
con razón le llamaremos bienaventurado, pues si no torna atrás, a lo que
podemos entender lleva camino seguro de su salvación (2)[2].
Aquí veréis, hermanas, lo que importa vencer las batallas pasadas; porque tengo
por cierto que nunca deja el Señor de ponerle en seguridad de conciencia, que
no es poco bien. Digo en seguridad, y dije mal, que no la hay en esta vida, y
por eso siempre entended que digo «si no torna a dejar el camino comenzado».
2.
Harto gran miseria es vivir en vida que siempre hemos de andar como los que
tienen los enemigos a la puerta, que ni pueden dormir ni comer sin armas, y
siempre con sobresalto si por alguna parte pueden desportillar esta fortaleza.
¡Oh Señor mío y bien mío!, ¿cómo queréis que se desee vida tan miserable, que
no es posible dejar de querer y pedir nos saquéis de ella si no es con
esperanza de perderla por Vos o gastarla muy de veras en vuestro servicio, y
sobre todo entender que es vuestra voluntad? Si lo es, Dios mío, muramos con
Vos, como dijo Santo Tomás (3)[3],
que no es otra cosa sino morir muchas veces vivir sin Vos y con estos temores
de que puede ser posible perderos para siempre. Por eso digo, hijas, que la
bienaventuranza que hemos de pedir es estar ya en seguridad con los
bienaventurados; que con estos temores, ¿qué contento puede tener quien todo su
contento es contentar a Dios? Y considerad que éste, y muy mayor, tenían
algunos santos que cayeron en graves pecados; y no tenemos seguro que nos dará
Dios la mano para salir de ellos y hacer la penitencia que ellos (entiéndese
del auxilio particular) (4)[4].
3.
Por cierto, hijas mías, que estoy con tanto temor escribiendo esto, que no sé
cómo lo escribo ni cómo vivo cuando se me acuerda, que es muy muchas veces.
Pedidle, hijas mías, que viva Su Majestad en mí siempre; porque si no es así,
¿qué seguridad puede tener una vida tan mal gastada como la mía? Y no os pese
de entender que esto es así, como algunas veces lo he visto en vosotras cuando
os lo digo, y procede de que quisierais que hubiera sido muy santa, y tenéis
razón: también lo quisiera yo; mas ¡qué tengo de hacer si lo perdí por sola mi
culpa! Que no me quejaré de Dios que dejó (5)[5]
de darme bastantes ayudas para que se cumplieran vuestros deseos; que no puedo
decir esto sin lágrimas y gran confusión de ver que escriba yo cosa para las
que me pueden enseñar a mí. ¡Recia obediencia ha sido! Plega al Señor que, pues
se hace por él, sea para que os aprovechéis de algo porque le pidáis perdone a
esta miserable atrevida. Mas bien sabe Su Majestad que solo puedo presumir de
su misericordia, y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro
remedio, sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la
Virgen, Madre suya, cuyo hábito indignamente traigo y traéis vosotras.
Alabadle, hijas mías, que lo sois de esta Señora verdaderamente; y así no
tenéis para qué os afrentar de que sea yo ruin, pues tenéis tan buena madre.
Imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de
tenerla por patrona (6)[6],
pues no han bastado mis pecados y ser la que soy para deslustrar en nada esta
sagrada Orden.
4.
Mas una cosa os aviso: que no por ser tal y tener tal madre estéis seguras, que
muy santo era David, y ya veis lo que fue Salomón (7)[7];
ni hagáis caso del encerramiento y penitencia en que vivís, ni os asegure el
tratar siempre de Dios y ejercitaros en la oración tan continuo y estar tan
retiradas de las cosas del mundo y tenerlas a vuestro parecer aborrecidas.
Bueno es todo esto, mas no basta –como he dicho– para que dejemos de temer; y
así continuad este verso y traedle en la memoria muchas veces: Beatus vir, qui timet Dominum (8)[8].
5.
Ya no sé lo que decía, que me he divertido (9)[9]
mucho y, en acordándome de mí, se me quiebran las alas para decir cosa buena; y
así lo quiero dejar por ahora.
Tornando
a lo que os comencé (10)[10]
a decir de las almas que han entrado a las terceras moradas, que no las ha
hecho el Señor pequeña merced en que hayan pasado las primeras dificultades,
sino muy grande. De éstas, por la bondad del Señor, creo hay muchas en el
mundo: son muy deseosas de no ofender a Su Majestad, aun de los pecados
veniales se guardan (11)[11],
y de hacer penitencia amigas, sus horas de recogimiento, gastan bien el tiempo,
ejercítanse en obras de caridad con los prójimos, muy concertadas en su hablar
y vestir y gobierno de casa, los que las tienen. Cierto, estado para desear y
que, al parecer, no hay por qué se les niegue la entrada hasta la postrera
morada ni se la negará el Señor, si ellos quieren, que linda disposición es
para que les haga toda merced.
6.
¡Oh Jesús!, ¿y quién dirá que no quiere un tan gran bien, habiendo ya en especial
pasado por lo más trabajoso? No, ninguna. Todas decimos que lo queremos; mas
como aun es menester más para que del todo posea el Señor el alma, no basta
decirlo, como no bastó al mancebo cuando le dijo el Señor que si quería ser
perfecto (12)[12].
Desde que comencé a hablar en estas moradas le traigo delante; porque somos así
al pie de la letra, y lo más ordinario vienen de aquí las grandes sequedades en
la oración, aunque también hay otras causas; y dejo unos trabajos interiores
que tienen muchas almas buenas, intolerables y muy sin culpa suya, de los
cuales siempre las saca el Señor con mucha ganancia, y de las que tienen
melancolía (13)[13] y
otras enfermedades. En fin, en todas las cosas hemos de dejar aparte los
juicios de Dios. De lo que yo tengo para mí que es lo más ordinario es lo que
he dicho (14)[14];
porque como estas almas se ven que por ninguna cosa harían un pecado, y muchas
que aun venial de advertencia no le harían, y que gastan bien su vida y su
hacienda, no pueden poner a paciencia que se les cierre la puerta para entrar
adonde está nuestro Rey, por cuyos vasallos se tienen y lo son. Mas aunque acá
tenga muchos el rey de la tierra, no entran todos hasta su cámara. Entrad,
entrad, hijas mías, en lo interior; pasad adelante de vuestras obrillas, que
por ser (15)[15]
cristianas debéis todo eso y mucho más y os basta que seáis vasallas de Dios;
no queráis tanto, que os quedéis sin nada. Mirad los santos que entraron a la
cámara de este Rey, y veréis la diferencia que hay de ellos a nosotras. No
pidáis lo que no tenéis merecido, ni había de llegar a nuestro pensamiento que
por mucho que sirvamos lo hemos de merecer los que hemos ofendido a Dios.
7.
¡Oh humildad, humildad! No sé qué tentación me tengo en este caso que no puedo
acabar de creer a quien tanto caso hace de estas sequedades, sino que es un
poco de falta de ella. Digo que dejo los trabajos grandes interiores que he
dicho (16)[16],
que aquellos son mucho más que falta de devoción. Probémonos a nosotras mismas,
hermanas mías, o pruébenos el Señor, que lo sabe bien hacer, aunque muchas
veces no queremos entenderlo; y vengamos a estas almas tan concertadas, veamos
qué hacen por Dios y luego veremos cómo no tenemos razón de quejarnos de Su
Majestad. Porque si le volvemos las espaldas y nos vamos tristes, como el
mancebo del Evangelio (17)[17],
cuando nos dice lo que hemos de hacer para ser perfectos, ¿qué queréis que haga
Su Majestad, que ha de dar el premio conforme al amor que le tenemos? Y este
amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por
obras; y no penséis que ha menester nuestras obras, sino la determinación de
nuestra voluntad (18)[18].
8.
Parecernos ha que las que tenemos hábito de religión y le tomamos de nuestra
voluntad y dejamos todas las cosas del mundo y lo que teníamos por él (aunque
sea las redes de San Pedro (19)[19],
que harto le parece que da quien da lo que tiene), que ya está todo hecho.
Harto buena disposición es, si persevera en aquello y no se torna a meter en
las sabandijas de las primeras piezas, aunque sea con el deseo; que no hay duda
sino que si persevera en esta desnudez y dejamiento de todo, que alcanzará lo
que pretende. Mas ha de ser con condición, y mirad que os aviso de esto, que se
tenga por siervo sin provecho –como dice San Pablo, o Cristo– (20)[20]
y crea que no ha obligado a Nuestro Señor para que le haga semejantes mercedes;
antes, como quien más ha recibido, queda más adeudado (21)[21].
¿Qué podemos hacer por un Dios tan generoso que murió por nosotros y nos crio y
da ser, que no nos tengamos por venturosos en que se vaya desquitando algo de
lo que le debemos, por lo que nos ha servido (de mala gana dije esta palabra,
mas ello es así que no hizo otra cosa todo lo que vivió en el mundo), sin que
le pidamos mercedes de nuevo y regalos?
9.
Mirad mucho, hijas, algunas cosas que aquí van apuntadas, aunque arrebujadas,
que no lo sé más declarar. El Señor os lo dará a entender, para que saquéis de
las sequedades humildad y no inquietud, que es lo que pretende el demonio; y
creed que adonde la hay de veras, que, aunque nunca dé Dios regalos, dará una
paz y conformidad con que anden más contentas que otros con regalos; que muchas
veces –como habéis leído– (22)[22]
los da la divina Majestad a los más flacos; aunque creo de ellos que no los
trocarían por las fortalezas de los que andan con sequedad. Somos amigos de
contentos más que de cruz. Pruébanos, tú, Señor (23)[23],
que sabes las verdades, para que nos conozcamos.
COMENTARIO
Travesía
de un período de prueba. El hombre de las terceras moradas tiene que pasar «la
prueba del amor», liberadora de egoísmos y espejismos narcisistas en la vida
espiritual. Fijación de un programa de vida espiritual y de oración.
Estabilidad en él. Brotes de celo apostólico. Pero sobrevienen la aridez y las
fases de impotencia como estados de prueba. «Pruébanos tú, Señor, que sabes las
verdades».
Desde
la motivación bíblica: el cristiano de las terceras moradas tiene que
someterse a misteriosos controles de autenticidad: como el joven rico del
Evangelio; como el apóstol Tomás («muramos por vos...»); en riesgo permanente,
hasta sentirse personificado en las dos figuras paradigmáticas de David y
Salomón: uno, que supera el riesgo de la caída; el otro, que sucumbe a ella.
Como el joven
del Evangelio
Un
paso más, castillo adentro..., y se llega a las terceras moradas. Al lector le
espera una mediana sorpresa. Hasta aquí, el proceso de internada en el
«castillo del alma» ha sido lineal. El paso primero consistió en «entrar».
Entrar en las moradas primeras equivale a «comenzar»; ser de verdad lo que uno
es en lo hondo de sí mismo, y desde ahí poner en marcha un proceso de vida y de
relación con Dios y con los otros.
En
el castillo se lucha: es la segunda jornada del proceso. Para ser y vivir, hay
que esforzarse y batallar. Ahora, al pasar de las segundas a las terceras
moradas, el lector se espera que a la lucha siga la victoria y la paz. No va a
ser así. Teresa le va a hablar, todavía, de una jornada de ascesis, vigilancia
y esfuerzo. Le va a hablar de la prueba del amor, de los riesgos de espejismo y
narcisismo, del paso por una especie de adolescencia del espíritu.
También
Teresa hizo esa jornada: vocación de sus terceras moradas
Cuando
Teresa escribe estas páginas del Castillo interior, ha rebasado ya los 60 años
de edad. Desde esa altura, le resulta imposible hablar de esa zona del castillo
–moradas terceras– sin evocar su paso por ellas. Recuerdo agridulce. Sin
añoranza. Con rebordes doloridos, porque en la vida de Teresa esa jornada ocupa
una franja demasiado prolongada, llena de vaivenes e incertidumbres. Fue la
década de sus años treinta, iniciada probablemente a raíz de la muerte de don
Alonso, su padre, cuando ella entraba en los 29 de edad.
La
muerte de don Alonso la hace regresar, una vez más, a «la verdad de cuando
niña»: que «todo pasa», que «todo es nada»... Recupera sus ideales, su tabla de
salvación que es la oración, su determinada determinación de vivir en serio la
consagración religiosa, de ser coherente consigo misma y con la voz misteriosa
que la llama desde dentro.
Pero
en ese período, todo en Teresa es tan frágil, tan quebradizo. Hace y deshace.
Lucha y sucumbe. «Quisiera yo –escribió en el Libro de la Vida– saber figurar
la cautividad que en estos tiempos traía mi alma, porque bien entendía que
estaba cautiva, y no acababa de entender en qué... Deseaba vivir, que bien
entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había
quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía
razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a sí, y yo dejádole»
(Vida 8, 11-12).
El
mismo estremecimiento se apodera de su alma y de su pluma al abordar ahora el
tema de las moradas terceras: «Por cierto, hijas mías, que estoy con tanto
temor escribiendo esto, que no sé cómo lo escribo ni cómo vivo cuando se me
acuerda... Pedidle, hijas mías, que viva Su Majestad en mí siempre, porque si
no es así, ¿qué seguridad puede tener una vida tan mal gastada como la mía?...
Bien sabe Su Majestad que solo puedo presumir de su misericordia, y ya que no
puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio sino llegarme a ella
y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, Madre suya...» (n. 3).
Ese
recuerdo autobiográfico de sus terceras moradas servirá de trasfondo a la
exposición que hará ella ahora de esta zona del castillo. De la cantera de su
experiencia recabará materiales para «codificar» esta jornada del proceso
espiritual. Teresa está convencida de que, en el fondo, todos tendremos que
hacer la travesía de una experiencia similar a la suya. Experiencia agridulce
de la propia fragilidad. Con alternativas de autosuficiencia y de
incoherencia. De espejismos y humillaciones. De firmes determinaciones y de
dudas envolventes y totales. Experiencia de la propia inseguridad radical. Y
necesidad de descubrir la misericordia amorosa de Dios como única tabla de
salvación.
Esa
evocación dolorida de la propia historia (números 2 y 3) será como un fluido
que impregne de autenticidad y realismo toda la exposición de estas terceras
moradas del Castillo.
Dos
tipos bíblicos
Para
perfilar la semblanza del inquilino ideal de estas moradas, Teresa recurre
espontáneamente a dos personificaciones bíblicas. Una la elabora ella misma
desde la poesía de un salmo sapiencial. La otra la toma directamente del
Evangelio. Las utilizará como anverso y reverso de esta jornada del camino
espiritual.
Teresa
comienza las terceras moradas así: «A los que por la misericordia de Dios han
vencido estos combates y con la perseverancia entrado en las terceras moradas,
¿qué les diremos sino bienaventurado el varón que teme al Señor?... Con razón
le llamaremos bienaventurado, porque si no torna atrás.... lleva camino seguro
de su salvación». Es decir, en el cuadro de luces y sombras de las moradas
terceras, el lado luminoso está plasmado en ese personaje del salmo 112 (111):
«Dichoso quien teme al Señor». Dichoso él, mientras se mantiene en el temor del
Señor.
En
el lenguaje bíblico, temor del Señor no es miedo de Dios. Es respeto y
conciencia amorosa de su papel de Dios: teme al Señor quien «ama de corazón sus
mandatos» (versículo segundo).
El
salmo sigue perfilando el rostro de ese «varón dichoso»: «En su casa habrá riquezas
y abundancia» (v. 3). «Su corazón está firme en el Señor» (v. 7). «Su corazón
está seguro, sin temor» (v. 8). «Reparte limosna a los pobres, su caridad es
constante, sin falta» (v. 9), mientras que «la ambición del malvado fracasará»
(v. 10).
Los
rasgos fundamentales retenidos por Teresa en ese tipo bíblico son la seguridad
y la bienaventuranza. En el castillo, las moradas terceras son un seguro de
vida solo si el morador de ellas deposita toda su confianza en Dios. Educarse
en el arte de una ilimitada confianza en él es tarea de esta jornada
espiritual. Solo la ilimitada confianza en él podrá salvarnos de la
inestabilidad e inseguridad permanente de uno mismo. En realidad, el refugio
seguro no es mi propio castillo. Solo Dios es garantía de seguridad para mi
inseguridad y mis miedos.
El
segundo tipo bíblico es el reverso de la medalla. Ya no es una imagen ideal
como la del salmo, sino un joven de carne y hueso, muy parecido a la Teresa de
los treinta años que acaba de evocar. En la escena evangélica reportada por san
Mateo, ese joven viene en busca de Jesús con alma generosa. Todo lo ha hecho
bien desde su juventud. La lástima es que lo ha hecho todo, menos lo que le
propone Jesús. Y el joven se retira entristecido (Mt 19, 16-22).
Sin
duda Teresa se ve reflejada en el joven del Evangelio. Ese muchacho, generoso
de pronto, y de pronto tacaño, es imagen viva de sus años treinta, cuando ella
tantas veces ofrecía al Señor la joya de su voluntad (su amor íntegro) y otras
tantas se la retiraba cuando el Señor extendía la mano para tomársela. Ya en el
Camino de Perfección había recordado ella ese gesto. Y lo había glosado así:
«No son estas burlas para con quien le hicieron tantas por nosotros... Démosle
ya de una vez la joya del todo de cuantas acometemos a dársela... Somos francos
de presto, y después tan escasos (tan tacaños) que valdría en parte más que nos
hubiéramos detenido en el dar» (Camino 32, 8).
Sí,
el morador de las terceras moradas debe espejarse en el joven del Evangelio.
Debe entrenarse en la compleja tarea de la generosidad, de cara a Dios y a los
hermanos. No solo ofrecer y ofrecerse («vuestra soy, para vos nací, qué mandáis
hacer de mí?»), sino recuperarse de la humillación del fracaso y de las
incoherencias de la propia generosidad juvenil. Sobre todo, debe entrenarse en
algo más difícil: en aceptar que Dios tome la iniciativa más allá de sus
proyectos de generosidad. Incluso cuando la iniciativa de él me coja de
sorpresa en los acontecimientos de la vida, en la intromisión de los demás en
lo mío, o en los sucesos que se cruzan de través frente a mi programa
espiritual. O cuando él expresamente desborda o desbarata mis esquemas, como al
joven del Evangelio.
¿Etapa
de inmadurez espiritual?
Al
joven del Evangelio, Mateo en última instancia lo llama «adolescente»
(«neaniskos»): «Al oír a Jesús, el adolescente se marchó entristecido, porque
poseía una gran fortuna» (Mt 19, 22).
Quizá
la versión castellana del Evangelio manejada por Teresa se lo presentó con la
consabida etiqueta de joven: «El joven rico». Pero en realidad la etapa que
ella describe en las terceras moradas corresponde a una especie de
«adolescencia del espíritu». Con los típicos rasgos de esa etapa de la vida
humana. Los analizará y caracterizará más y mejor en el capítulo siguiente. En
este capítulo primero se ceñirá a ofrecer los rasgos elementales. Y a inculcar
al lector que tome conciencia de su paso por esa zona de su vida espiritual.
– Adolescencia
del espíritu es ese gesto de arrojo y generosidad primaria, como la del
apóstol Tomás en la subida a Jerusalén: «Vayamos y muramos con él» (Jn 11, 16),
pero que luego se convierte en cerrazón y resistencia frente a Jesús muerto y
resucitado.
–
Adolescencia del espíritu es el ademán de seguridad ficticia, minado por la
realidad de una inseguridad de fondo, frente a las dificultades que
necesariamente han de sobrevenir en el camino.
–
Adolescencia del espíritu es la arrogancia mal disimulada, la fe secreta en la
fuerza de uno mismo, la convicción de que en la vida del espíritu –como en la
profesional– la iniciativa corresponde a uno mismo, y que Dios y su amor
colaboran como segundones. De ahí que... estos tales «no pueden poner a
paciencia que se les cierre la puerta para entrar adonde está nuestro Rey, por
cuyos vasallos se tienen, y lo son» (n. 6).
Y
Teresa concluye su capítulo con una doble oración: «¿Qué podemos hacer por un
Dios tan generoso que murió por nosotros y nos crio y da ser, que no nos
tengamos por venturosos en que se vaya desquitando algo de lo que le debemos,
por lo que nos ha servido...?» (n. 8). Y la petición final: «Pruébanos tú,
Señor, que sabes las verdades, para que nos conozcamos» (n. 9).
Precisamente
esta última invocación insinúa el tema que desarrollará en el capítulo
siguiente. Es necesario que el Señor –que sabe nuestras verdades– nos someta a
la prueba del amor. Pasar la prueba del amor marcará el paso de frontera a las
moradas cuartas.
Citas del texto teresiano:
[2] Camino seguro de salvación:
Por escrúpulo teológico, Gracián tachó seguro
y escribió derecho. Todo este
capítulo fue salpicado de correcciones por Gracián, temeroso de que la Santa afirmase
una certidumbre del estado de gracia, o una seguridad de la propia salvación,
contraria a la doctrina del Concilio de Trento y semejante a ciertas teorías de
alumbrados y quietistas. Afortunadamente, las tachas de Gracián han dejado el
original perfectamente legible. Otro egregio censor del autógrafo, el P. F.
Ribera, fue a su vez marginándolo para corregir la plana a Gracián, con
acotaciones como éstas: «No se ha de borrar nada de lo de la Santa Madre»
(anotación marginal a este pasaje, n. 1). Al fin del n. 2, Gracián enmienda la
frase: y no tenemos seguro que nos dará
Dios la mano para salir de ellos, en esta forma: «y no tenemos seguro el
aver de salir de ellos» y tacha además la simpática anotación marginal de la
Santa: entiéndase del auxilio particular:
pero sobreviene de nuevo Ribera con el palmetazo: no se borre esto. Es curioso notar que la aclaración del «auxilio
particular», de sabor netamente bañeciano, reminiscencia de conversaciones del
teólogo salmantino con la Santa, fue respetada íntegramente por fray Luis, en
la edición príncipe, incluyéndola dentro del texto (pp. 39-40). Todavía en el
n. 4 Gracián corrige la plana a la Santa tachando Salomón, y escribiendo
Absalón; y denuevo Ribera interviene: «Ha de decir Salomón, como lo escribió la
Madre». Por fin se repite la escaramuza en un delicado pasaje del n. 8: «... lo que nos ha servido [Dios]: de mala gana dije esta palabra, mas ello es
así... Gracián enmienda «nos ha servido» en «ha padecido» y tacha el resto.
Acto seguido Ribera advierte: «No se borre nada, que está muy bien dicho lo que
dice la Santa». – Recuérdese la nota de Ribera en la primera página del
autógrafo, y no se olvide que Gracián tuvo especial comisión de la Santa para
retocar su autógrafo.
[23] Pruébanos tú, Señor:
ya antes había aludido a esa palabra del Salterio (Salmos 25, 2; 138, 23):
«Pruébame, Señor, y conoce mi corazón»). Único pasaje del libro que utiliza el
tuteo en el diálogo con Dios.
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