Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
Las Moradas
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
Revisión del texto, notas y
comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
«Los
testigos que nos han precedido en el Reino (cf Hb 12, 1), especialmente los que
la Iglesia reconoce como "santos", participan en la tradición viva de
la oración por el testimonio de sus vidas, por la transmisión de sus escritos y
por su oración hoy» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 2683).
«¡Teresa
de Jesús! (...). Vives con Cristo en la gloria y estás presente en la Iglesia,
caminando con ella por los senderos de los hombres. En tus escritos plasmaste
tu voz y tu alma. En tu familia religiosa perpetúas tu espíritu (...). Descubre
a todos los cristianos el mundo interior del alma, tesoro escondido dentro de
nosotros, castillo luminoso de Dios» (Juan Pablo II, Plegaria ante el sepulcro
de la Santa en Alba de Tormes 1-11-1982).
INTRODUCCIÓN
El Castillo
interior es una lección magistral de la autora. Fruto maduro de su última
jornada terrena, refleja el estadio definitivo de su evolución espiritual, y
completa el mensaje de las obras anteriores, Vida y Camino. El relato
autobiográfico de Vida tiene ahora una nueva versión, más sobria y discreta, disfrazada
de anonimato e integrada por las experiencias del último decenio. Igualmente, la
pedagogía del Camino rebasa ahora los tanteos de entreno en la vida espiritual,
para bogar hacia lo hondo del misterio: la plenitud de la vida cristiana.
A completar la
lección vendrán sucesivamente las Fundaciones y las Cartas, para refrendar la
consigna de las séptimas moradas: que la suprema vivencia mística no saca de
órbita al cristiano, sino que lo mantiene con pie en tierra, en diálogo con los
hermanos.
El
punto de partida
El primer
proyecto del Castillo empalma con la autobiografía teresiana. Vista a distancia
de doce años, la Vida resultaba incompleta. Había que reanudar el relato y
ultimarlo. O quizás rehacerlo de sana planta con enfoque teológico nuevo.
En posdata a una
de sus cartas, escribe la Santa a su hermano Lorenzo el 17.1.1577: «Al obispo
(de Ávila, Don Alvaro) envié a pedir el libro (la Vida), porque quizá se me
antojará de acabarle con lo que después me ha dado el Señor, que se podría
hacer otro y grande».
El motivo del
«antojo» era doble: los últimos doce años habían aportado un caudal de
experiencias netamente superior a las historiadas en Vida. Las ha anotado
fragmentariamente en las Relaciones. Pero no se trataba sólo de nuevos
materiales de construcción. Las vivencias del último quinquenio –especialmente
a partir del magisterio de fray Juan de la Cruz (1572)– habían suministrado una
nueva clave de interpretación de todo el arco de su vida. Con visión más
unitaria y profunda. Con mejores posibilidades de síntesis teológica.
De momento, el
proyecto fracasó. Don Alvaro no envió el ejemplar de Vida. Y por remate, pocos
días después el exceso de trabajo quebraba la salud de la Santa. Fue una crisis
de agotamiento, con un profundo trauma físico. Grandes dolores y rumores de
cabeza, que la dejan «escarmentada» y temerosa de «quedar inhabilitada para
todo» (1)[1].
Tiene que recurrir a los servicios de una amanuense casera para despachar la
correspondencia, por expresa orden del médico. Así se desvanece el proyecto de
refundición de la Vida.
La
orden de escribir
Medianamente
repuesta del achaque de febrero, la Santa se encuentra a fines de mayo con el
padre Gracián. Los dos conversan en el locutorio del carmelo de Toledo. El va
de prisa, de Andalucía a Madrid, convocado por el Nuncio. Ella cumple la orden
de reclusión, impuesta por el capítulo general de la Orden. Un retazo de la
conversación nos llega directamente de la pluma de Gracián:
«Lo que pasa
acerca del libro de las Moradas es que, siendo yo su Prelado y tratando una vez
en Toledo muchas cosas de su espíritu, ella me decía: ¡Oh qué bien escrito está
ese punto en el libro de mi Vida que está en la Inquisición! Yo le dixe: Pues
que no lo podemos haber, haga memoria de lo que se le acordare y de otras cosas,
y escriba otro libro, y diga la doctrina en común, sin que nombre a quien le
haya sucedido aquello que allí dixere. Y así le mandé que escribiese este libro
de las Moradas, diciéndole para más la persuadir que lo tratase también con el
Doctor Velázquez, que la confesaba algunas veces. Y se lo mandó» (2)[2].
Años más tarde, Gracián
mismo completa el informe:
«Persuadíale yo
estando en Toledo a la madre Teresa de Jesús con mucha importunación que
escribiese el libro que después escribió que se llama de Las Moradas. Ella me
respondía la misma razón que he dicho, y la dice muchas veces en sus libros, casi
con estas palabras:
¿Para qué
quieren que escriba? Escriban los letrados, que han estudiado, que yo soy una
tonta y no sabré lo que me digo: pondré un vocablo por otro, con que haré daño.
Hartos libros hay escritos de cosas de oración; por amor de Dios, que me dejen
hilar mi rueca y seguir mi coro y oficios de religión, como las demás hermanas,
que no soy para escribir ni tengo salud y cabeza para ello, etc.» (3)[3].
Gracián y
Velázquez vencieron la resistencia de la Madre. Lo recordará ella en el prólogo
del Castillo subrayando lo dificultoso de su «obediencia» y repitiendo los
motivos de su oposición: desde el dolor de cabeza, hasta la total falta de
inspiración literaria; con una velada alusión al libro de su Vida, que sigue
preso en la Inquisición, y a la imposibilidad de «traer a la memoria» las
muchas cosas contenidas en él, «que decían estaban bien dichas, por si se
hubieren perdido».
No refundirá el
relato autobiográfico. Se atendrá a las consignas de los dos consejeros, sujetándose
en todo a su parecer, «que son personas de grandes letras». Escribirá el nuevo
libro no para sus confesores, como el de la Vida, sino para las lectoras de sus
carmelos, gente sencilla y ojos benévolos, que acogerán con amor cualquier
página suya.
Proyecto
modestísimo, que será desbordado desde el primer capítulo del libro.
La
tarea de escribir
Grafía firme y
redacción rápida. De la aridez del prólogo no queda rastro. La Santa escribe
con fluidez, como conversa. En folios amplios, de 210 x 310 mm. Ha datado el
prólogo el 3 de junio de 1577. En quince días de tarea normal, alternando con
el coro y el carteo, redacta las moradas primeras, segundas y terceras. De
pronto llega de Madrid una noticia fatal: el «nuncio santo» Nicolás Ormaneto ha
muerto (18-19 de junio). Ella acusa el golpe que prevé catastrófico para la
Reforma, y prepara el viaje a su primer carmelo de San José de Ávila.
Ha escrito 26
folios (52 páginas llenas). Ha terminado el capítulo primero de las moradas
cuartas. Pero tiene que interrumpir la labor y tardará en reanudarla. «¡Válgame
Dios en lo que me he metido! Ya tenía olvidado lo que trataba, porque los
negocios y salud me hace dejarlo al mejor tiempo; y como tengo poca memoria, irá
todo desconcertado, por no poder tornarlo a leer» (V 2, 1).
Así, entre
interrupciones, viajes y sobresaltos, redactará los cinco capítulos siguientes:
19 folios más. Sólo cuatro o cinco meses más tarde reanudará la tarea en firme.
Es ya invierno en Ávila, y allí, en la gélida celdilla de San José, escribirá
de un tirón el resto del libro, a partir del capítulo cuarto de las moradas
quintas: 16 capítulos, de los 27 que cuenta la obra. Desde el folio 46r hasta
el 110r.
Siguen todavía
dos folios con el epílogo o carta de acompañamiento, colocados antes del prólogo
en el autógrafo primitivo (páginas 2-5) (4)[4].
Rezuman el sano humor de la autora al terminar la tarea: las lectoras
carmelitas, que no siempre disponen de espacio suficiente dentro del monasterio,
«sin licencia de la priora podéis entraros y pasearos por él (por este
castillo) a cualquier hora».
Para dar forma
de libro a esos 113 folios, faltan sólo dos operaciones: estructurarlos
internamente en moradas y capítulos, y darles un título. La Santa relee en
diagonal los cuadernillos, y busca un hueco entre líneas para intercalar la
indicación «moradas primeras», «capítulo» o similares (5)[5].
No ha quedado espacio para el epígrafe de cada capítulo, y por lo tanto lo
extenderá en folio aparte, hoy perdido. Utilizará el vuelto de la primera hoja
en blanco, para titular la obra: «Este tratado, llamado Castillo interior, escribió
Teresa de Jesús, monja de nuestra Señora del Carmen, a sus hermanas e hijas las
monjas carmelitas descalzas». En el margen superior de cada página ha ido
anotando el título corriente, como en los libros de molde: en la página de la
izquierda «mdas» (moradas), y en la de la derecha el número correspondiente
«primeras», «segundas», etc.
A medida que la
Autora redacta los cuadernillos, los va pasando a una amanuense que los
transcribe: es la primera copia del Castillo, antes que intervengan las
manipulaciones de los censores.
La
censura y otros avatares del autógrafo
Falta al
manuscrito el espaldarazo de los teólogos. Indispensable para poder presentarse
en sociedad y pasar a mano de las lectoras. Se prestan a ejecutar la operación
dos amigos de la Santa: el carmelita Gracián, y Diego de Yanguas dominico.
Improvisan un tribunal casero en el carmelo de Segovia. Gracián está interesado
en prevenir percances y acusaciones al libro. Yanguas es profesor de teología
en la ciudad, y para esas fechas ya ha intervenido en la quema del autógrafo de
los Conceptos. Entre los dos se reparten los papeles de juez, fiscal y
defensor. Cuenta Gracián:
«Después leímos
este libro en su presencia el padre fray Diego de Yanguas y yo, arguyéndole yo
muchas cosas de él, diciendo ser malsonantes, y el padre fray Diego
respondiéndome a ellas, y ella diciendo que las quitásemos; y así quitamos
algunas, no porque fuese mala doctrina sino alta y dificultosa de entender para
muchos; porque con el celo que yo la quería, procuraba que no hubiese cosa en
sus escritos en que nadie tropezase» (6)[6].
Es cierto que
Gracián tachó y enmendó siempre con suma delicadeza, dejando legible el
original de la Santa. Pero tachó demasiado, y sus enmiendas pecaron por carta
de más: puras quisquillas de teólogo o de humanista. Cuando unos años después
cae el autógrafo en manos del primer biógrafo de la Santa, el jesuita Francisco
de Ribera, los retoques provocan protestas en cadena: Ribera encuentra que
siempre estaba mejor el texto de la Santa que el del censor, y por fin se
decide a escribir de propia mano una «contracensura»: «...me pareció avisar a
quien lo leyere, que lea como escribió la Santa Madre, que lo entendía y decía
mejor, y deje todo lo añadido, y lo borrado de la letra de la Santa delo por no
borrado...» (7)[7].
Afortunadamente, tampoco fray Luis de León dio paso en la edición príncipe a
las enmiendas de Gracián.
En cambio, las
últimas páginas del autógrafo acogerán la aprobación incondicional de otro
censor, hombre de Inquisición, que años atrás afrontó con severidad el caso de
la Madre Teresa. Es el jesuita Rodrigo Álvarez. Ha intervenido en el amago de
proceso inquisitorial contra la Santa, en Sevilla, por los años 1575-1576.
Ahora es ya entrañable admirador de la Madre y tiene deseos de leer su último
escrito, enviado a Sevilla para que la sagacísima madre María de San José
esquive los peligros de secuestro. En data 8.11.1581 escribe la Santa a la
depositaria del tesoro:
«...Ahora recibí
otra (carta)... de mi padre Rodrigo Álvarez, que en forma le tengo gran
obligación por lo bien que lo ha hecho en esa casa, y quisiera responder a su
carta y no sé... Nuestro padre (Gracián) me dijo había dejado allá un libro de
mi letra (que a osadas que no está vuestra reverencia por leerlo); cuando vaya
allá, debajo de confesión –que así lo pide él con harto comedimento–, para sola
vuestra reverencia y él léale la postrera «morada», y dígale que en aquel punto
llegó a aquella persona y con aquella paz que ahí va, y así se va con vida
harto descansada, y que grandes letrados dicen que va bien. Si no fuere leído
ahí, en ninguna manera lo dé allá, que podría suceder algo. Hasta que me
escriba lo que le parece en esto, no le responderé».
Tres meses más
tarde (22.2.1582), María de San José cumple escrupulosamente su cometido. Y el
padre Rodrigo Álvarez, luego de escuchar la lectura de los cuatro capítulos de
las moradas VII, se hace pasar el autógrafo y escribe, a continuación de la
última morada, una página memorable:
«La madre priora
de este convento de Sevilla me leyó esta séptima morada o habitación donde
llega un espíritu en esta vida: alaben todos los santos a la bondad infinita de
Dios que tanto se comunica a aquellas criaturas que de veras buscan su mayor
gloria y la salvación de sus prójimos. Lo que siento y juzgo de ello es que
todo esto que me leyó son verdades católicas según las divinas letras y
doctrinas de los santos. Quien fuere leído en la doctrina de los santos, como
es el libro de santa Jertrudis, y en las obras de santa Catirina de Sena, y
santa Bríxida y otros santos y libros espirituales, entenderá claramente ser
este espíritu de la madre Teresa de Jesús muy verdadero, pues que pasan en él
los mismos efectos que pasaron en los santos. Y porque es verdad que esto así
siento y entiendo, lo firmo de mi nombre hoy, 22 de febrero de 1582. El P.
Rodrigo Álvarez».
La aprobación
del padre Rodrigo es la primera reacción de la teología tradicional a la nueva
interpretación del misterio de la vida cristiana propuesta por el Castillo de
la Madre Teresa. Sobrevendrán pronto –en ese mismo decenio– los primeros
ataques violentos: reacción de una teología rutinaria, enquistada en prejuicios
antialumbrados, que afortunadamente llegó ya tarde, cuando el libro había sido
puesto definitivamente en salvo por las primeras ediciones de Fray Luis de León
(Salamanca 1588. Barcelona 1588).
El
tema de la obra
El padre Gracián,
que decidió la composición del Castillo, está seguro de haber sugerido a la autora
la línea temática. Cuando ella se resiste a empuñar la pluma alegando sus
obligaciones de coro e hilado, y sus dolores de cabeza, Gracián le arguye:
«Convencila con
el ejemplo de que algunas personas suelen sanar de enfermedades más fácilmente
con las recetas sabidas por experiencia que con la medicina de Galeno, Hipócrates
y de otros libros de mucha doctrina. Y que de la misma manera puede acaecer en
almas que siguen oración y espíritu, que más fácilmente se aprovechan de libros
espirituales escritos de lo que se sabe por experiencia, que no de lo que han
leído y estudiado en doctores... Porque como estas cosas del espíritu sean
prácticas y que se ponen por obra, mejor las declara quien tiene experiencia
que no quien tiene solo ciencia, aunque hable en propios términos» (8)[8].
Es cierto: la
Santa se rinde a la insistencia de Gracián aceptando su humilde papel de
escritora «curandera» de la vida espiritual. Lo confiesa en el prólogo: se
propone escribir de cosas prácticas, declarar «algunas dudas de oración», ir
hablando con «estas monjas de estos monasterios» carmelitas, «que mejor se
entienden el lenguaje unas mujeres de otras» y «el amor que me tienen» hará más
fácil la mutua inteligencia.
Pero ese
proyecto deslabazado del prólogo contrasta con las páginas que siguen. Desde la
primera, quedará focalizado el tema de la vida espiritual en términos
originales: misterio del hombre con un alma capaz de Dios, y misterio de la
comunicación con la divinidad que habita en él. Surgirá enseguida el proyecto
de desembarazarse rápidamente de los temas introductorios –primeros pasos de la
vida espiritual–, para afrontar de lleno el tema difícil, ése de que tan poco
se habla en los libros espirituales: últimas fases de la vida cristiana y pleno
desarrollo de la santidad.
De hecho, la
Autora despacha en solo cinco capítulos iniciales todo el tema ascético, que
había llenado casi íntegramente el Camino de perfección, y reserva el resto de
la obra –22 capítulos– para la jornada fuerte: entrada en la tierra santa de la
vida mística (moradas IV), unión y santificación inicial (V), el crisol del
amor (VI), consumación en la experiencia de los misterios cristológicos y
trinitario (VII).
En la apariencia,
el trazado del libro se improvisa sobre la marcha. La escritora no se ha
concedido una pausa previa para la gestación interior del tema y la
esquematización de su exposición. Pero en realidad la nueva síntesis cosechaba
en plena granazón la siembra de varios años. Sobre todo, las experiencias del
último quinquenio, a partir de su trato espiritual con fray Juan de la Cruz, le
han dado una nueva visión del horizonte espiritual. No sólo ha entrado ella
misma en la fase final (VII moradas) desde la gracia decisiva de la comunión en
la «octava de san Martín» (9)[9],
sino que las últimas gracias la han afianzado en un doble plano de experiencia
interior: el uno, antropológico, misterio del alma con los cambiantes extremos
de gracia y de pecado; y el otro, trinitario: experiencia de la inhabitación y
de las palabras evangélicas que la prometen a quien ama y guarda los
mandamientos.
A coronar ambos
ciclos de experiencia ha sobrevenido una gracia misteriosa, cifrada en la
consigna del «búscate en mí»: invitación a rebasar el movimiento de
interiorización (búsqueda de Dios dentro de Sí, a la manera agustiniana), con
una ulterior inmersión en el misterio trascendente de Dios. Es la gracia que, a
principios de este mismo año, motiva el Vejamen en que tercia fray Juan de la
Cruz, y la misma que inspira el poema teresiano «Alma, buscarte has en Mí / y a
Mí buscarme has en ti».
Ha sido esa
serie de experiencias la que ha puesto en marcha la gestación interior del
libro. De ellas surte ahora el fogonazo que inspira una interpretación original
del misterio de la vida cristiana:
– Una base antropológica:
afirmación del hombre y su dignidad; su interioridad espaciosa; dentro, el alma
capaz de Dios; y en lo más hondo del alma, el espíritu, sede del Espíritu y de
la Trinidad (moradas primeras).
– Una fase
central cristológica: plenitud del misterio de muerte y resurrección, para
actuar en el cristiano la inserción y transformación en Cristo (moradas
quintas).
– Y un punto de
arribo trinitario: «divinización»; honda experiencia de Dios y de su presencia,
para elevar al sumo potencial la acción del hombre a favor de los otros y de la
Iglesia (séptimas moradas).
Poco a poco, la
Autora ha ido entrando en alta mar: hondura de la vida mística. A cada nuevo
paso, la sobrecoge un escalofrío de estupor: «Para comenzar a hablar de las
cuartas moradas, bien he menester lo que he hecho, que es encomendarme al
Espíritu Santo y suplicarle de aquí adelante hable por mí...» (IV 1, 1). Nueva
zozobra al iniciar las moradas quintas: «Creo fuera mejor no decir nada de las
(moradas) que faltan...; no se ha de saber decir...; enviad, Señor mío, del
cielo luz para que yo pueda...» (V 1, 1). Y antes de comenzar las sextas: «Si
Su Majestad y el Espíritu Santo no menea la pluma, bien sé que será
imposible... que acierte yo a declarar algo...» (V 4, 11). Por fin un
estremecimiento al comenzar las séptimas: «¡Oh gran Dios!, parece que tiembla
una criatura tan miserable como yo en tratar cosa tan ajena de lo que merezco
entender... Será mejor acabar con pocas palabras esta morada...; háceme
grandísima vergüenza...; es terrible cosa» (VII 1, 2).
De hecho
sucumbirá a esta última tentación: «con pocas palabras» quedará perfilada esa
jornada final, precisamente la más rica de todo el proceso.
Trazado
de la obra
En el Castillo
la Autora se mantiene fiel a sí misma y a las constantes de su magisterio. No
hace teología desde teorías propias o ajenas, o desde un sistema. Parte siempre
del dato empírico. Su fuente es la experiencia, en cuanto la vida de la gracia
es una teofanía del plan salvífico de Dios. Ella posee un modo peculiar de empalmar
con el dato bíblico a través de textos incorporados a su experiencia y gracias
a la sintonía con los grandes tipos bíblicos. Y por fin, es maestra en el arte
de las comparaciones y en la elaboración de los símbolos.
Los tres
recursos han servido para organizar y estructurar el Castillo: un sustrato de
material autobiográfico; una serie de referencias escriturísticas; y un
entramado de símbolos.
A) El soporte autobiográfico
El libro
mantiene el proyecto inicial de rehacer y completar la Vida (10)[10].
Pero ha cambiado el método. Aquí ya no se hace una narración autobiográfica, para
luego ofrecer al lector su profundo sentido teológico. Ese había sido, a
grandes trazos, el ensamblaje de «relatos» y «tesis» en Vida. En el Castillo se
invierten los dos planos, autobiográfico y doctrinal, y se logra fundirlos.
Ante todo, se da una lección de vida espiritual. Latente, bajo ella, hay un
encasillado de vivencias personales que sirven de soporte. El libro entero
codifica, a nivel de teología espiritual, la historia de la propia vida.
A grandes trazos,
es fácil entrever las tres fases de lucha ascética autobiográfica, a que aluden
las tres moradas primeras; y con mucha más exactitud, las tres jornadas
místicas de la Santa, que respaldan las tres moradas últimas. Es menos
discernible el periodo oscilante de transición a que corresponden las moradas
centrales: las cuartas.
Igualmente, es
fácil identificar en cada morada una o varias vivencias fuertes, que han
servido a la Autora para periodizar la correspondiente «etapa» de la vida
espiritual. Un estudio comprensivo de la síntesis del Castillo importaría un
regreso a los «lugares paralelos» de los restantes escritos de la Santa, en que
se halla disperso el material autobiográfico que aquí va siendo codificado morada
tras morada. Los materiales más abundantes se hallan en las páginas de Vida y
Relaciones.
B) La inspiración bíblica
También aquí la
Santa es fiel a su vocación mística. No hace exégesis ni exhibe una erudición
bíblica que no posee. Su regreso frecuente y certero al dato bíblico se hace
generalmente siguiendo un proceso de evocación. Hay textos sagrados que han
pasado a la sustancia de su saber: hasta convertirse en firmes pilares de su
vida espiritual. Generalmente los ha incorporado en un momento crucial de su
drama interior; no a través del tamiz del estudio, sino de la experiencia.
Ahora, ante el tema correspondiente esos textos emergen y fundan toda una
lección. Cada morada está centrada en una o varias de esas unidades bíblicas.
No menos
importante es otro género de empalmes escriturísticos: el tipológico. La Santa
ha incorporado a su mundo interior una serie de figuras bíblicas. En ellas ve
cristalizadas o personificadas, determinadas situaciones del proceso
espiritual. La conversión, en Pablo y la Magdalena; el riesgo permanente, en
David, Salomón, Judas; la lucha, en los soldados de Gedeón; los comienzos, en
el hijo pródigo; la llegada al umbral de la mística, en los jornaleros de la
parábola; el misterio de la vida mística, en la esposa de los Cantares... Las
figuras jalonan el proceso, pero sin forcejeos por lograr la adaptación, y sin
hinchazón alguna. Es la fase misma del proceso espiritual, tal cual se va
perfilando en cada morada, la que entra en sintonía con el motivo tipológico de
la Biblia, logrando introducirlo en la exposición sin estridencias ni
manipulaciones.
Todo ello da al
Castillo calado bíblico de gran hondura y originalidad.
C) Los símbolos
Es el recurso
literario y doctrinal mejor manejado por la Santa. Ella no llega a elaborarlos
tan refinados y profundos como su «senequita» fray Juan de la Cruz. Pero en su
pluma, lo que pierden en finura y densidad lo ganan en sobriedad, transparencia
y eficacia pedagógica.
En el libro se
destacan cuatro símbolos mayores: el castillo, las dos fuentes, el gusano de
seda y el símbolo nupcial. Podríamos calificarlos en este mismo orden: un
símbolo antropológico, el castillo; un símbolo tomado de la naturaleza, el de
las fuentes; de matiz biológico, el del gusano de seda; sociológico, el símbolo
nupcial. Ningún símbolo de envergadura cósmica, como los de san Juan de la
Cruz. Pero en las cuatro creaciones teresianas, más que el trazado y el calado,
interesa la función de servicio doctrinal. Baste indicarla:
Hay un símbolo
base, el castillo (castillo guerrero, o joyel de orfebrería); sirve para
plantear la obra; sobre él reposa la versión que la Autora da del misterio de
la vida espiritual. Misterio profundamente humano, con extraña correspondencia
en el trazado ontológico del alma. Las siete moradas son siete fases del
proceso espiritual; pero a la vez corresponden a siete estratos del espíritu.
Grado de gracia, y nivel de vida se reclaman. La morada primera presenta una
vida espiritual estrechamente ligada al cuerpo y a la sensibilidad. La morada
última la describe unificada y en estrecha conjunción con el centro del alma, abertura
del espíritu a lo trascendente.
Siguen los otros
tres símbolos, con función complementaria. Los introduce la autora para poner a
foco un momento crucial del proceso: o el paso a la vida mística (fuentes), o
el comienzo de la unión mística (gusano de seda), o la santidad final (símbolo
nupcial). El primero de los tres centra el tema de las moradas cuartas y señala
la división de vertientes entre lo «natural y lo sobrenatural». Son dos
fuentes: una lejana, con el manantial en lo exterior del castillo, la otra
dentro, casi entreverada en los pliegues ontológicos de lo humano. El brote de
la segunda va a simbolizar el flujo de la gracia mística. Una gracia no
condicionada ya por el esfuerzo humano, pero que brota de lo hondo del hombre y
lo dilata, lo libera y lo introduce en otra forma de vida: aquí la vida es don
y gracia, mucho más que esfuerzo y lucha... como era en las jornadas pasadas, las
de la primera fuente.
El gusano de
seda es el símbolo más delicado y cuidado. Se lo introduce en las moradas
quintas (c. 2, 2) para centrar el punto focal: la transformación en Cristo como
término del proceso de muerte resurrección del cristiano. Las cuatro fases de
la metamorfosis del gusano calcan las cuatro jornadas centrales del castillo:
el gusano «grande y feo», que se nutre y se arrastra a ras de tierra, señala
los humildes comienzos que van hasta las moradas terceras; la reclusión del
gusano en el capullo, «con las boquillas van de sí mismos hilando la seda y
hacen unos capuchillos muy apretados adonde se encierran», indica el paso a la
vida mística, moradas cuartas; muerte (?) de la crisálida y nacimiento de la
mariposa dentro del capullo: unión a Cristo y vida nueva, estado de las moradas
quintas; vuelo libre y vida nueva de la mariposa: etapas finales, moradas VI-VII.
En las moradas
finales se entrecruzan el símbolo nupcial y la figura tipológica de la Esposa
de los Cantares. Ambos marcan el ritmo del proceso en las tres jornadas
postreras, pero apuntan sobre todo al tema culminante de las moradas séptimas.
El símbolo queda perfilado ya en las quintas. Observa la Santa: «Ya habréis
oído muchas veces que se desposa Dios con las almas espiritualmente... Aunque
sea grosera comparación, yo no hallo otra que más pueda dar a entender lo que
pretendo que el sacramento del matrimonio» (V 4, 3).
Se toma, por
tanto, la más fuerte expresión de comunicación como símbolo de la unión
interpersonal humano divina. Realismo y trascendencia se funden. La Santa
desdobla el símbolo en una versión bivalente. Ya lo había hecho así con el
símbolo del castillo: por un lado, bastión guerrero al natural; por otro, castillo
de orfebrería a base de cristal y diamente. Aquí se evoca el símbolo bíblico de
los Cantares, y a la vez se lo articula según el ritual sociológico de la
nobleza castellana, en tres tiempos: vistas, desposorio, matrimonio; o sea, presentación
y mutuo conocimiento de los esposos, casamiento y mutua entrega. Corresponden a
la temática de las moradas quintas, sextas y séptimas; en un crescendo de fe:
experiencia de Dios y penetración en el misterio de Cristo (moradas V); de
esperanza y amor: tensión extática y purificaciones profundas (moradas VI); y
arribo a la experiencia estable del misterio trinitario (inhabitación) a través
del misterio de la Humanidad de Cristo, con nuevo empeño y fecundidad en la
acción a favor de la Iglesia (moradas VII).
El
proceso: siete jornadas de la vida espiritual
El castillo
tiene trazado lineal. Estructura y proceso dinámico coinciden. A grandes trazos,
se corresponden los elementos estético-espaciales (foso, puerta, moradas, hondón,
centro...) y los funcionales-vitales: penetración, lucha, interiorización, unión,
trascendencia. La Autora ha valorizado intencionadamente el contenido mistérico
de la vida cristiana: alma, gracia, Cristo, inhabitación, pecado. Pero sin
descuidar el lado práctico. Se ha fijado una doble mira: de entrada, comunicar
su experiencia cristiana, provocándola en el lector, haciéndole hambrearla, dándole
cita en la altura final de la unión con Dios; y en segundo lugar, empeñándolo
en un programa concreto: luchar, conocerse a fondo, no perder de vista la
exigencia del amor –amar a los otros–, mantenerse sensible al riesgo, programar
y esperar. Son las dos flexiones del magisterio teresiano: mistagógica la
primera, pedagógica la segunda.
El proceso
descrito en el castillo sigue dos líneas: interiorización (línea antropológica)
y unión, acercamiento a la persona divina (línea teologal cristológica). Las
desarrolla sobre presupuestos sencillos: un punto de partida: presencia de Dios
en el hombre; un punto de arribo: unión con Dios, quintaesencia de la santidad;
y un camino a recorrer: oración como actuación de la vida teologal, nervio de
la vida cristiana. No hay oración sin coherencia con la vida concreta, y ésta
tiene su tabla de valores en el amor a los otros. No está el juego en pensar
mucho, sino en amar mucho; pero amor es determinación y obras, más que
sentimiento y emoción.
Materialmente el
proceso de vida espiritual descrito en el libro se divide en dos tiempos, que
en nuestro vocabulario teológico podrían definirse: ascético el primero, místico
el segundo. La lucha ascética, en que es protagonista el hombre, se extiende a
lo largo de las moradas I-II-III; la vida mística, protagonizada por el actor
divino, predomina en las moradas V-VI-VII. Entre ambos grupos, las moradas
cuartas hacen de anillo de enlace: jornada en la que se imbrican «lo natural y
lo sobrenatural», que en el léxico de la Santa equivalen a «ascético y místico»
(IV 3, 14).
Un sumarísimo
pergeño de las siete moradas del proceso podría trazarse a base del dato
central de cada una, aunque sea con grave riesgo de ofrecer una visión
empobrecedora o quizás una caricatura del panorama teresiano:
– Primeras
moradas: «entrar en el castillo»: convertirse, iniciar el trato con Dios
(oración), conocerse a sí mismo y recuperar la sensibilidad espiritual.
– Segundas
moradas: «luchar»; acecha todavía el pecado; persisten los dinamismos
desordenados; necesidad de afianzarse en una opción radical; progresiva
sensibilidad en la escucha de la palabra de Dios (oración meditativa).
– Terceras
moradas: la prueba del amor. Logro de un programa de vida espiritual y de
oración; estabilidad en él; brotes de celo apostólico; pero sobrevienen la
aridez y la impotencia como estados de prueba. «Pruébanos tú, Señor, que sabes
las verdades».
– Cuartas
moradas: brota la fuente interior, paso a la experiencia mística; pero a sorbos,
intermitentemente: momentos de lucidez infusa (recogimiento de la mente), y de
amor místico pasivo (quietud de la voluntad).
– Quintas
moradas: muere el gusano de seda; el alma renace en Cristo: «llevome el Rey a
la bodega del vino» (V 1, 12); «nuestra vida es Cristo» (V 2, 4). Estado de
unión, bien sea «mística» desde lo hondo de la esencia, bien sea «no regalada»,
por conformidad de voluntades, y manifestada especialmente en el amor del
prójimo (c. 3).
– Sextas
moradas: el crisol del amor. Periodo extático y tensión escatológica. Nuevo
modo de «sentir los pecados». Cristo presente «por una manera admirable, adonde
divino y humano junto es siempre su compañía (del alma)» (VI 7, 9). Desposorio
místico. El alma queda sellada.
– Séptimas
moradas: Matrimonio místico. Dos gracias de ingreso en el estado final: una
cristológica, otra trinitaria. «Aquí se le comunican (al alma) todas tres
personas (divinas)... Nunca más se fueron de con ella, sino que notoriamente
ve... que están en lo interior de su alma, en lo muy interior, en una cosa muy
honda, que no sabe decir cómo es...» (VI 1, 6-7). Plena inserción en la acción:
«que nazcan siempre obras, obras» (VII 4, 6). Como Elías, «hambre... de la
honra de Dios»; «hambre... de allegar almas» como santo Domingo y san Francisco
(VII 4, 11). Plena configuración a Cristo crucificado (VII 4, 4-5).
Cristo ha sido
el punto de mira a lo largo de todo el proceso. Desde las primeras moradas:
«Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien (cf. Hb 12, 9), y allí aprenderemos
la verdadera humildad» (I 1, 11). Hasta la última página de las séptimas: «¡Los
ojos en Cristo crucificado!» (VII 4, 8).
[5]
Empieza equivocándose: «Capítulo II», en lugar de capítulo I. Quizás cuenta el
«prólogo» como capítulo primero de la obra, y antepone el actual «epílogo» como
página introductoria. – A la vez que fracciona el texto y titula los capítulos,
va acotando los márgenes con breves anotaciones: «Entiéndese del auxilio
particular» (III 1, 2), tristes «como el mancebo del evangelio» (III 1, 7), «o
imaginación, por que mejor se entienda» (IV 1, 8), ...fructifica «haciendo bien
a sí y a otras almas» (V 4, 2), «hase de entender: con la disposición y medios
que esta alma habrá tenido, como la Iglesia lo enseña» (VI 4, 3), «mas por
junto acuérdase que lo vio» (VI 4, 8), «también dice el Señor que es luz» (VI
7, 6), ...San Agustín en sus Meditaciones « o confesiones» (VI 7, 9), «digo más y más cuanto a las penas
accidentales» (VI 11, 7), «esto es lo ordinario» (VII 2, 10), «el quitar se llama aquí cuanto a perder los
sentidos» (VII 3, 12). – En una ocasión hará una llamada marginal para añadir
un suplemento de explicación: «Cuando dice aquí os pide léase luego este papel». El entrefilete se ha perdido, pero
los amanuenses nos han trasmitido su contenido.
Por fin, algo anómalo ocurrió al
comienzo de las moradas séptimas, exactamente en el paso del capítulo primero
al segundo. La Autora hubo de arrancar el folio 97 (=XCVII, paginado
posteriormente con los nn. 198-199), y redactarlo de nuevo. El hecho resulta
claro de una serie de indicios anómalos: único folio con filigrana diversa del
resto del manuscrito, sin número de foliación autógrafa de la Santa, también
sin epígrafe en el margen superior («moradas» / «séptimas»), anomalías en el
incipit y explicit del folio (incipit c. 1, n. 9: «es de preguntar» repetido;
explicit c. 2, n. 1: «era tiempo de que sus», concluido a media línea para
empalmar con el folio siguiente).