Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
Camino de Perfección.
2º Redacción (Códice de Valladolid)
Capítulo 15
Que trata del gran bien que hay en no disculparse, aunque se vean condenar sin culpa.
1. Confusión grande me hace lo que os voy a persuadir (1)[1], porque había de haber obrado siquiera algo de lo que os digo en esta virtud; es así que yo confieso haber aprovechado muy poco. Jamás me parece me falta una causa para parecerme mayor virtud dar disculpa. Como algunas veces es lícito y sería mal no lo hacer, no tengo discreción -o, por mejor decir, humildad- para hacerlo cuando conviene. Porque, verdaderamente, es de gran humildad verse condenar sin culpa y callar, y es gran imitación del Señor que nos quitó todas las culpas. Y así os ruego mucho traigáis en esto gran estudio, porque trae consigo grandes ganancias, y en procurar nosotras mismas librarnos de culpa, ninguna, ninguna veo, si no es -como digo- en algunos casos que podría causar enojo o escándalo no decir la verdad. Esto quien tuviere más discreción que yo lo entenderá.
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2. Creo va mucho en acostumbrarse a esta virtud, o en procurar alcanzar del Señor verdadera humildad, que de aquí debe venir; porque el verdadero humilde ha de desear con verdad ser tenido en poco y perseguido y condenado sin culpa, aun en cosas graves. Porque si quiere imitar al Señor, ¿en qué mejor puede que en esto? Que aquí no son menester fuerzas corporales ni ayuda de nadie, sino de Dios.
3. Estas virtudes grandes, hermanas mías, querría yo estudiásemos mucho e hiciésemos penitencia, que en demasiadas penitencias ya sabéis os voy a la mano, porque pueden hacer daño a la salud si son sin discreción. En estotro no hay que temer, porque por grandes que sean las virtudes interiores, no quitan las fuerzas del cuerpo para servir la religión, sino fortalecen el alma; y de cosas muy pequeñas se pueden -como he dicho otras veces- acostumbrar para salir con victoria en las grandes (2)[2]. En éstas no he yo podido hacer esta prueba, porque nunca oí decir cosa mala de mí que no viese quedaban cortos; porque, aunque no era en las mismas cosas, tenía ofendido a Dios en otras muchas, y parecíame habían hecho harto en dejar aquéllas, y siempre me huelgo yo más que digan de mí lo que no es, que no las verdades (3)[3].
4. Ayuda mucho traer consideración de lo mucho que se gana por todas vías y cómo nunca -bien mirado- nunca nos culpan sin culpas, que siempre andamos llenas de ellas, pues cae siete veces al día el justo, y sería mentira decir no tenemos pecado (4)[4]. Así que, aunque no sea en lo mismo que nos culpan, nunca estamos sin culpa del todo, como lo estaba el buen Jesús.
5. ¡Oh Señor mío!, cuando pienso por qué de maneras padecisteis y cómo por ninguna lo merecíais, no sé qué me diga de mí, ni dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer, ni adónde estoy cuando me disculpo. Ya sabéis Vos, Bien mío, que si tengo algún bien, que no es dado por otras manos sino por las vuestras. Pues ¿qué os va, Señor, más en dar mucho que poco? Si es por no lo merecer yo, tampoco merecía las mercedes que me habéis hecho. ¿Es posible que he yo de querer que sienta nadie bien de cosa tan mala, habiendo dicho tantos males de Vos, que sois bien sobre todos los bienes? No se sufre, no se sufre, Dios mío -ni querría yo lo sufrieseis Vos- que haya en vuestra sierva cosa que no contente a vuestros ojos. Pues mirad, Señor, que los míos están ciegos y se contentan de muy poco. Dadme Vos luz y haced que con verdad desee que todos me aborrezcan, pues tantas veces os he dejado a Vos, amándome con tanta fidelidad.
6. ¿Qué es esto, mi Dios? ¿Qué pensamos sacar de contentar a las criaturas? ¿Qué nos va en ser muy culpadas de todas ellas, si delante del Señor estamos sin culpa? ¡Oh hermanas mías, que nunca acabamos de entender esta verdad, y así nunca acabamos de estar perfectas, si mucho no la andamos considerando y pensando qué es lo que es y qué es lo que no es!
Pues cuando no hubiese otra ganancia sino la confusión que le quedará a la persona que os hubiere culpado de ver que vos sin ella os dejáis condenar, es grandísimo. Más levanta una cosa de éstas a las veces el alma que diez sermones. Pues todas hemos de procurar de ser predicadoras de obras, pues el Apóstol y nuestra inhabilidad nos quita que lo seamos en las palabras (5)[5].
7. Nunca penséis ha de estar secreto el mal o el bien que hiciereis, por encerradas que estéis. Y ¿pensáis que aunque vos, hija, no os disculpéis, ha de faltar quien torne de vos? Mirad cómo respondió el Señor por la Magdalena en casa del Fariseo y cuando su hermana la culpaba (6)[6]. No os llevará por el rigor que a sí, que ya al tiempo que tuvo un ladrón que tornase por Él, estaba en la cruz (7)[7]; así que Su Majestad moverá a quien torne por vosotras, y cuando no, no será menester. Esto yo lo he visto y es así, aunque no querría se os acordase, sino que os holgaseis de quedar culpadas, y el provecho que veréis en vuestra alma, el tiempo os doy por testigo. Porque se comienza a ganar libertad y no se da más que digan mal que bien, antes parece es negocio ajeno. Y es como cuando están hablando dos personas, y como no es con nosotras mismas, estamos descuidadas de la respuesta. Así es acá: con la costumbre que está hecha de que no hemos de responder, no parece hablan con nosotras.
Parecerá esto imposible a los que somos muy sentidos y poco mortificados. A los principios dificultoso es; mas yo sé que se puede alcanzar esta libertad y negación y desasimiento de nosotros mismos con el favor del Señor.
COMENTARIO AL CAPÍTULO 15
Aprender a callar. Callar, ¿consigna o paradoja?
El lector moderno acepta con facilidad la consigna del silencio para el diálogo. Saber callar es condición para escuchar. Mucho más entre las contemplativas carmelitas, destinatarias del Camino. Silencio insuplantable para la acogida de la palabra, y de nuevo silencio, como seno gestador de palabra profunda, para la respuesta.
Ocurre, sin embargo, que Teresa radicaliza la consigna. He aquí el título de este capítulo 15: "Que trata del gran bien que hay en no disculparse, aunque se vean condenar sin culpa". El subrayado es nuestro, pero, de hecho, a lo largo del capítulo se insistirá en ese dato una y otra vez.
Plato demasiado fuerte para el lector de hoy esa lección de silencio para el diálogo, cuando se trata de culpas y disculpas. Nos interesa vivamente ver cómo lo expone la Autora sin caer en la paradoja. Cómo lo expone ella, mujer conversadora y dialogante a ultranza. Precisamente en un libro como éste, altamente coloquial.
Tan coloquial, que ella misma hubo de cercenar de su cuaderno todo el párrafo de entrada en el tema del capítulo, por su tono exageradamente conversador y familiar. Párrafo brotado espontáneamente de su pluma al redactar el borrador, y eliminado de un plumazo al trascribirlo en el cuaderno definitivo. Pero de frescura encantadora. Aunque desechado por la Santa , merece la pena trascribirlo aquí.
Así pues, tras el epígrafe del título, el capítulo comenzaba así: "Mas ¡qué desconcertado escribo! Bien como quien no sabe qué hace. Vosotras tenéis la culpa, hermanas, pues me lo mandáis. Leedlo como pudiereis, que así lo escribo yo como puedo; y si no, quemadlo por mal que va. Quiérese asiento, y yo tengo tan poco lugar como veis, que se pasan ocho días que no escribo. Y así, se me olvida lo que he dicho, y aun lo que voy a decir. Que ahora será mal de mí, y rogaros no lo hagáis vosotras en esto que acabo de hacer, que es disculparme. Que veo ser una costumbre perfectísima y de gran edificación y mérito; y aunque os la enseño muchas veces -y por la bondad de Dios lo hacéis-, nunca Su Majestad me lo ha dado. Plega a él antes que me muera me la dé".
Pues bien, a ese chorro de confidencias coloquiales va a seguir la consigna del silencio. Una consigna escueta, sin ropaje de teorías. Teresa la amarrará fuertemente a la vida. Es decir, a un doble dato de experiencia: la vivida por ella y la de Cristo.
Las dos experiencias de fondo
Teresa escribe esa página a fines de 1566 o principios de 1567. Algo más de un año antes había contado, en su autobiografía, un lance dramático de su propia vida. Un lance del que había dependido la existencia misma de este Carmelo de San José. En el presente capítulo del Camino no alude a él en términos expresos, pero lo tiene presente.
Remito al lector al pasaje de Vida en que lo cuenta: capítulo 36, 11-14. Fuera por lo que fuese, Teresa había planteado a sus superiores (priora de La Encarnación y Provincial del Carmen) el hecho consumado de la nueva fundación. Y al primer alboroto de la ciudad se ve obligada a comparecer ante el tribunal de su antigua comunidad, de su priora y del Provincial. "Fui a juicio con harto gran contento de ver que padecía algo por el Señor, porque contra Su Majestad ni la Orden no hallaba haber ofendido nada en este caso... Acordéme del juicio de Cristo, y vi cuán nonada era aquél (el mío)... Después de haberme hecho una gran reprensión, aunque no con tanto rigor como merecía el delito y lo que muchos decían al Provincial, yo no quisiera disculparme, porque iba determinada a ello, antes pedí que me perdonase y castigase... En algunas cosas bien veía yo me condenaban sin culpa..., mas en otras claro entendía que decían verdad, en que era yo más ruin que otras..., que escandalizaba al pueblo... En fin, me mandó delante de las monjas diese mi descuento, y húbelo de hacer...".
Todo ello, tan diverso del amargor de boca con que había soportado, allá a sus 21 años, los contratiempos del noviciado, cuando "culpábanme sin tener culpa hartas veces; yo lo llevaba con harta pena e imperfección, aunque con el gran contento que tenía de ser monja todo lo pasaba" (Vida 5, 1).
Esa clara conciencia que Teresa tiene ante el tribunal de La Encarnación de que, aunque "la condenen sin culpa", en otras cosas está llena de ellas, pasa a su página del Camino: "Bien mirado, nunca nos culpan sin culpas". "Nunca estamos sin culpa del todo" (n. 4). Con la coletilla de una fina confidencia personal: a ella le duelen más las verdades que las falsedades: "Siempre me huelgo yo más que digan de mí lo que no es, que no las verdades" (n. 3).
La otra experiencia, la del Cristo callado de la Pasión , es mucho más fuerte y expresa. Sirve de telón de fondo a esta página del Camino.
El gesto y el rostro de Jesús en silencio profundo, reafloran constantemente en la exposición: números 1, 2, 4, 5, 6. Hasta la sobrecogedora pincelada final: aceptar que sea un ladrón quien tome la palabra por Él. Y eso, cuando ya Él "estaba en la cruz" (n. 7).
Desde esta segunda experiencia del Cristo callado y largamente contemplado por quien escribe, hay que releer el título y el texto del capítulo entero: "No disculparse, aunque se vean condenar sin culpa", que así lo hizo Él.
En ese marco de experiencia personal teresiana, y de ejemplaridad cristológica, Teresa puede formular, al final del capítulo, su palabra de seguridad total: "Esto yo lo he visto, y es así" (n. 7).
El corazón de la ascesis teresiana
No. No se trata de aconsejar una "práctica" convencional. La ascesis verdadera requiere una vuelta al Evangelio hasta encontrar en él a Cristo, aceptado como razón de vida y como programa, proponerse la configuración con Él.
A las primeras lectoras del Camino, Teresa les recordará su precedente enseñanza cotidiana: que las "virtudes grandes" no se identifican con las grandes penitencias. Se lo ha dicho otras veces: "En demasiadas penitencias ya sabéis que os voy la mano" (n. 3: "ir a la mano" es frenar, resistir). No es partidaria del "frenesí de hacer penitencias sin camino ni concierto" (cap. 10: primera redacción). Prefiere las "virtudes interiores, que no quitan las fuerzas del cuerpo..., sino que fortalecen las del alma" (n. 3).
Entre ellas -entre esas "grandes virtudes"- se halla el aprendizaje del silencio. La bienaventuranza de los perseguidos. No necesariamente la persecución por acoso violento: más bien, la aceptación silenciosa cuando se está de baja en el aprecio ajeno: "Desear con verdad ser tenido en poco" (n. 2). La soportación de los fallos perentorios en el tribunal de los juicios humanos: "¿Qué pensamos sacar de contentar a las criaturas? ¿Qué nos va en ser muy culpadas de todas ellas, si delante del Señor estamos sin culpa?" (n. 6).
Acoger en silencio todo eso por amor a la verdad. Por amor a la verdad profunda... "considerando y pensando qué es lo que es y qué es lo que no es" (n. 6). Y para "alcanzar la libertad", hasta colocarse por encima de los juicios humanos y no depender de ellos: "Porque se comienza a ganar libertad, y no se nos da más que digan mal que bien, antes parece es negocio ajeno; y es como cuando están hablando dos personas, y como no es con nosotras mismas, estamos descuidadas de la respuesta" (n. 7).
En definitiva, acogerlo en silencio "por Cristo". A mitad del capítulo Teresa interrumpe la exposición para pararse a vivir lo que está escribiendo. Y se lo dice a Él: "Oh, Señor mío. Cuando pienso por qué de maneras padecisteis, y cómo por ninguna lo merecíais, no sé qué me diga de mí, ni dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer, ni adónde estoy cuando me disculpo..." (6).
Así, con ese soliloquio, queda completo el arco de la lección impartida en el capítulo. En torno a la consigna elemental de opción por el silencio, Teresa ha regresado a la propia experiencia contada en Vida, ha reafirmado su experiencia contemplativa del gran modelo de silencio, el Cristo de la Pasión , y ha vivido ante el lector su experiencia cristológica en un intenso momento orante, para poder clamar finalmente a las lectoras: "¡Oh, hermanas mías, que nunca acabamos de entender esta verdad...!" (n. 6).
Silencio para el diálogo
"Callar" no es consigna absoluta. Sería un convencionalismo más. E inhumano. Al contar su lance en Vida, Teresa recuerda lealmente cómo ella "dio su descuento". Es decir, del silencio pasó a la "disculpa". Aquí mismo (n. 1) recordará a las lectoras que hay "casos" en que es discreción hablar y disculparse: cuando "podría causar enojo o escándalo (el) no decir la verdad".
También esta vez, con la picante coletilla: "Esto, quien tuviere más discreción que yo, lo entenderá". Porque..., silencio no es mutismo.
Más adelante veremos cómo ella misma dedica páginas enteras e interesantes al diálogo, o al "estilo de lenguaje" que se usa en esta casa entre las destinatarias del libró. Así, como en el caso de Jesús, el misterio del silencio se hermana con la dignidad de la palabra.
[1] En la 1ª redacción precedía una introducción interesante: «Mas ¡qué desconcertado escribo! Bien como quien no sabe qué hace. Vosotras tenéis la culpa, hermanas, pues me lo mandáis. Leedlo como pudiereis, que así lo escribo yo como puedo; y si no, quemadlo por mal que va. Quiérese asiento, y yo tengo tan poco lugar como veis, que se pasan ocho días que no escribo; y así, se me olvida lo que he dicho y aun lo que voy a decir, que ahora será mal de mí y rogaros no lo hagáis vosotras en esto que acabo de hacer, que es disculparme; que veo ser una costumbre perfectísima y de gran edificación y mérito; y aunque os la enseño muchas veces, y por la bondad de Dios lo hacéis, nunca Su Majestad me la ha dado».
[2] Cf c. 12, nn. 1-2 y c. 11, n. 5. - En la 1ª redacción añadía: «Mas ¡qué bien se escribe esto, y qué mal lo hago yo! A la verdad, en cosas grandes nunca he podido hacer esta prueba».
[3] La 1ª redacción contenía otros detalles: «Estotras cosas, por graves que fuesen, no. Mas en cosas pequeñas seguía mi naturaleza -y sigo- sin advertir qué es lo más perfecto. Por eso querría yo lo comenzaseis temprano a entender, y cada una a traer consideración de lo mucho que gana por todas vías, y por ninguna pierde, a mi parecer. Gana lo principal en seguir en algo al Señor. Digo algo, porque -como he dicho- nunca nos culpan sin culpas».
[4] Alusiones a Prov 24, 16 y 1Jn 1, 8-10.
[5] Alusión a la prescripción paulina de 1Co 16, 34.
[6] Lc 7, 36-40 y 10, 38.
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