Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 3
Trata
de la misma materia y dice de la manera que habla Dios al alma cuando es
servido, y avisa cómo se han de haber en esto y no seguirse por su parecer.
Pone algunas señales para que se conozca cuándo no es engaño y cuándo lo es. Es
de harto provecho (1)[1].
1.
Otra manera tiene Dios de despertar al alma, y aunque en alguna manera parece
mayor merced que las dichas (2)[2],
podrá ser más peligrosa, y por eso me detendré algo en ella, que son unas
hablas con el alma de muchas maneras: unas parece vienen de fuera, otras de lo
muy interior del alma, otras de lo superior de ella, otras tan en lo exterior
que se oyen con los oídos, porque parece es voz formada. Algunas veces, y
muchas, puede ser antojo, en especial en personas de flaca imaginación o
melancólicas, digo de melancolía notable.
2.
De estas dos maneras de personas no hay que hacer caso, a mi parecer, aunque digan
que ven y oyen y entienden, ni inquietarlas con decir que es demonio; sino
oírlas como a personas enfermas, diciendo la priora o confesor, a quien lo
dijere, que no haga caso de ello, que no es la sustancia para servir a Dios y
que a muchos ha engañado el demonio por allí, aunque no será quizá así a ella, por
no la afligir más que trae con su humor; porque si le dicen que es melancolía, nunca
acabará, que jurará que lo ve y lo oye, porque le parece así.
3.
Verdad es que es menester traer cuenta con quitarle la oración, y lo más que se
pudiere que no haga caso de ello; porque suele el demonio aprovecharse de estas
almas así enfermas, aunque no sea para su daño, para el de otros; y a enfermas
y sanas, siempre de estas cosas hay que temer hasta ir entendiendo el espíritu.
Y digo que siempre es lo mejor a los principios deshacérsele; porque si es de
Dios, es más ayuda para ir adelante, y antes crece cuando es probado. Esto es
así, mas no sea apretando mucho el alma e inquietándola, porque verdaderamente
ella no puede más.
4.
Pues tornando a lo que decía de las hablas con el ánima, de todas las maneras
que he dicho (3)[3], pueden
ser de Dios y también del demonio y de la propia imaginación. Diré, si acertare,
con el favor del Señor, las señales que hay en estas diferencias y cuándo serán
estas hablas peligrosas. Porque hay muchas almas que las entienden entre gente
de oración, y querría, hermanas, que no penséis hacéis mal en no las dar
crédito, ni tampoco en dársele cuando son solamente para vosotras mismas de
regalo o aviso de faltas vuestras, dígalas quien las dijere, o sea antojo, que
poco va en ello. De una cosa os aviso, que no penséis, aunque sean de Dios, seréis
por eso mejores, que harto habló a los fariseos, y todo el bien está cómo se
aprovechan de estas palabras; y ninguna que no vaya muy conforme a la Escritura
hagáis más caso de ellas que si las oyeseis al mismo demonio; porque aunque
sean de vuestra flaca imaginación, es menester tomarse como una tentación de
cosas de la fe, y así resistir siempre, para que se vayan quitando; y sí
quitarán, porque llevan poca fuerza consigo (4)[4].
5.
Pues tornando a lo primero (5)[5],
que venga de lo interior, que de lo superior, que de lo exterior, no importa
para dejar de ser de Dios. Las más ciertas señales que se puede tener, a mi
parecer, son estas (6)[6]:
La
primera y más verdadera es el poderío y señorío que traen consigo, que es
hablando y obrando. Declárome más: está un alma en toda la tribulación y
alboroto interior que queda dicho (7)[7]
y oscuridad del entendimiento y sequedad; con una palabra de estas que diga
solamente: No tengas pena, queda
sosegada y sin ninguna, y con gran luz, quitada toda aquella pena con que le
parecía que todo el mundo y letrados que se juntaran a darle razones para que
no la tuviese, no la pudieran con cuanto trabajaran quitar de aquella
aflicción. Está afligida por haberle dicho su confesor y otros, que es espíritu
del demonio el que tiene, y toda llena de temor: y con una palabra que se le
diga solo: Yo soy, no hayas miedo, se
le quita del todo y queda consoladísima, y pareciéndole que ninguno bastará a
hacerla creer otra cosa. Está con mucha pena de algunos negocios graves, que no
sabe cómo han de suceder: entiende que se sosiegue, que todo sucederá bien.
Queda con certidumbre y sin pena. Y de esta manera otras muchas cosas (8)[8].
6.
La segunda razón, una gran quietud que queda en el alma, y recogimiento devoto
y pacífico, y dispuesta para alabanzas de Dios. ¡Oh Señor! Si una palabra
enviada a decir con un paje vuestro (que a lo que dicen, al menos estas en esta
morada no las dice el mismo Señor, sino algún ángel), tienen tanta fuerza, ¿qué
tal la dejaréis en el alma que está atada por amor con Vos y Vos con ella?
7.
La tercera señal es no pasarse estas palabras de la memoria en muy mucho tiempo
y algunas jamás –como se pasan las que por acá entendemos, digo que oímos de
los hombres, que aunque sean muy graves y letrados, no las tenemos tan
esculpidas en la memoria, ni tampoco, si son en cosas por venir, las creemos
como a estas–, que queda una certidumbre grandísima, de manera que, aunque
algunas veces en cosas muy imposibles, al parecer, no deja de venirle duda si
será o no será y andan con algunas vacilaciones el entendimiento, en la misma
alma está una seguridad que no se puede rendir, aunque le parezca que vaya todo
al contrario de lo que entendió, y pasan años, no se le quita aquel pensar que
Dios buscará otros medios que los hombres no entienden, mas que, en fin, se ha
de hacer, y así es que se hace; aunque, como digo, no se deja de padecer cuando
ve muchos desvíos, porque como ha tiempo que lo entendió, y las operaciones y
certidumbre que al presente quedan de ser Dios es ya pasado, han lugar estas
dudas, pensando si fue demonio, si fue de la imaginación. Ninguna de estas le
queda al presente, sino que moriría por aquella verdad. Mas, como digo, con
todas estas imaginaciones, que debe poner el demonio para dar pena y acobardar
el alma, en especial si es en negocio que en el hacerse lo que se entendió ha
de haber muchos bienes de almas, y es obras para gran honra y servicio de Dios,
y en ellas hay gran dificultad, ¿qué no hará? Al menos enflaquece la fe, que es
harto daño no creer que Dios es poderoso para hacer obras que no entienden
nuestros entendimientos.
8.
Con todos estos combates, aunque haya quien diga a la misma persona que son
disparates (digo los confesores con quien se tratan estas cosas) (9)[9],
y con cuantos malos sucesos hubiere para dar a entender que no se pueden
cumplir, queda una centella –no sé dónde– tan viva de que será, aunque todas
las demás esperanzas estén muertas, que no podría, aunque quisiese, dejar de
estar viva aquella centella de seguridad. Y en fin –como he dicho– (10)[10]
se cumple la palabra del Señor, y queda el alma tan contenta y alegre, que no
querría sino alabar siempre a Su Majestad, y mucho más por ver cumplido lo que
se le había dicho que por la misma obra, aunque le vaya muy mucho en ella.
9.
No sé en qué va esto que tiene en tanto el alma que salgan estas palabras
verdaderas, que si a la misma persona la tomasen en algunas mentiras, no creo
sentiría tanto; como si ella en esto pudiese más, que no dice sino lo que la
dicen. Infinitas veces se acordaba cierta persona de Jonás, profeta, sobre esto,
cuando temía no había de perderse Nínive (11)[11].
En fin, como es Espíritu de Dios, es razón se le tenga esta fidelidad en desear
no le tengan por falso, pues es la suma verdad. Y así es grande la alegría, cuando
después de mil rodeos y en cosas dificultosísimas lo ve cumplido. Aunque a la
misma persona se le hayan de seguir grandes trabajos de ello, los quiere más
pasar que no que deje de cumplirse lo que tiene por cierto le dijo el Señor.
Quizá no todas personas tendrán esta flaqueza, si lo es, que no lo puedo
condenar por malo.
10.
Si son de la imaginación (12)[12],
ninguna de estas señales hay, ni certidumbre ni paz y gusto interior; salvo que
podría acaecer, y aun yo sé de algunas personas a quien ha acaecido, estando
muy embebidas en oración de quietud y sueño espiritual, que algunas son tan
flacas de complexión o imaginación, o no sé la causa, que verdaderamente en
este gran recogimiento están tan fuera de sí, que no se sienten en lo exterior,
y están tan adormecidos todos los sentidos, que como una persona que duerme, y
aun quizá es así que están adormecidas, como manera de sueño les parece que las
hablan y aun que ven cosas, y piensan que es de Dios, y dejan los efectos en
fin como de sueño. Y también podría ser pidiendo una cosa a Nuestro Señor
afectuosamente, parecerles que le dicen lo que quieren, y esto acaece algunas
veces. Mas a quien tuviere mucha experiencia de las hablas de Dios, no se podrá
engañar en esto –a mi parecer– de la imaginación (13)[13].
11.
Del demonio hay más que temer. Mas si hay las señales que quedan dichas (14)[14],
mucho se puede asegurar ser de Dios, aunque no de manera que si es cosa grave
lo que se le dice y que se ha de poner por obra de sí o de negocios de terceras
personas, jamás haga nada, ni le pase por pensamiento, sin parecer de confesor
letrado y avisado y siervo de Dios, aunque más y más entienda y le parezca
claro ser de Dios; porque esto quiere Su Majestad, y no es dejar de hacer lo
que él manda, pues nos tiene dicho (15)[15]
tengamos al confesor en su lugar, adonde no se puede dudar ser palabras suyas;
y estas ayudan a dar ánimo, si es negocio dificultoso, y Nuestro Señor le
pondrá al confesor y le hará crea es espíritu suyo, cuando él lo quisiere; y si
no, no están más obligados. Y hacer otra cosa sino lo dicho y seguirse nadie
por su parecer en esto, téngolo por cosa muy peligrosa; y así, hermanas, os
amonesto de parte de Nuestro Señor que jamás os acaezca (16)[16].
12.
Otra manera hay como habla el Señor al alma, que yo tengo para mí ser muy
cierto de su parte, con alguna visión intelectual, que adelante diré cómo es
(17)[17].
Es tan en lo íntimo del alma, y parécele tan claro oír aquellas palabras con
los oídos del alma al mismo Señor y tan en secreto, que la misma manera del
entenderlas, con las operaciones que hace la misma visión, asegura y da
certidumbre no poder el demonio tener parte allí. Deja grandes efectos para
creer esto; al menos hay seguridad de que no procede de la imaginación; y
también, si hay advertencia, la puede siempre tener de esto (18)[18],
por estas razones:
La
primera, porque debe ser diferente en la claridad de la habla, que lo es tan
clara, que una sílaba que falte de lo que entendió, se acuerda, y si se dijo
por un estilo o por otro, aunque sea todo una sentencia; y en lo que se antoja
por la imaginación, será no habla tan clara ni palabras tan distintas, sino
como cosa medio soñada.
13.
La segunda, porque acá no se pensaba muchas veces en lo que se entendió –digo
que es a deshora y aun algunas estando en conversación–, aunque hartas se
responde a lo que pasa de presto por el pensamiento o a lo que antes se ha
pensado; mas muchas es en cosas que jamás tuvo acuerdo de que habían de ser ni
serían, y así no las podía haber fabricado la imaginación para que el alma se
engañase en antojársele lo que no había deseado ni querido ni venido a su
noticia.
14.
La tercera, porque lo uno es como quien oye, y lo de la imaginación es como
quien va componiendo lo que él mismo quiere que le digan, poco a poco.
15.
La cuarta, porque las palabras son muy diferentes, y con una se comprende mucho,
lo que nuestro entendimiento no podría componer tan de presto.
16.
La quinta, porque junto con las palabras muchas veces, por un modo que yo no
sabré decir, se da a entender mucho más de lo que ellas suenan sin palabras.
En
este modo de entender hablaré en otra parte más (19)[19],
que es cosa muy delicada y para alabar a Nuestro Señor. Porque en esta manera y
diferencias ha habido personas muy dudosas –en especial alguna por quien ha
pasado (20)[20] y
así habrá otras– que no acababan de entenderse; y así sé que lo ha mirado con
mucha advertencia, porque han sido muy muchas veces las que el Señor le hace
esta merced, y la mayor duda que tenía era en esto si se le antojaba, a los
principios; que el ser demonio más presto se puede entender, aunque son tantas
sus sutilezas, que sabe bien contrahacer el espíritu de luz; mas será –a mi
parecer– en las palabras, decirlas muy claras, que tampoco quede duda si se
entendieron como en el espíritu de verdad; mas no podrá contrahacer los efectos
que quedan dichos (21)[21],
ni dejar esa paz en el alma, ni luz, antes inquietud y alboroto. Mas puede
hacer poco daño o ninguno si el alma es humilde y hace lo que he dicho (22)[22],
de no se mover a hacer nada por cosa que entienda.
17.
Si son favores y regalos del Señor, mire con atención: si por ello se tiene por
mejor y si mientras mayor palabra de regalo no quedare más confundida, crea que
no es espíritu de Dios. Porque es cosa muy cierta que, cuando lo es, mientras
mayor merced le hace, muy más en menos se tiene la misma alma y más acuerdo
trae de sus pecados y más olvidada de su ganancia y más empleada su voluntad y
memoria en querer solo la honra de Dios, ni acordarse de su propio provecho, y
con más temor anda de torcer en ninguna cosa su voluntad, y con mayor
certidumbre de que nunca mereció aquellas mercedes, sino el infierno. Como
hagan estos efectos todas las cosas y mercedes que tuviere en la oración, no
ande el alma espantada, sino confiada en la misericordia del Señor, que es fiel
y no dejará al demonio que la engañe, aunque siempre es bien se ande con temor
(23)[23].
18.
Podrá ser que a las que no lleva el Señor por este camino les parezca que
podrían estas almas no escuchar estas palabras que les dicen y, si son
interiores, distraerse de manera que no se admitan, y con esto andarán sin
estos peligros.
A
esto respondo que es imposible. No hablo de las que se les antoja, que con no
estar tanto apeteciendo alguna cosa ni queriendo hacer caso de las
imaginaciones, tienen remedio. Acá ninguno; porque de tal manera el mismo
Espíritu que habla hace parar todos los otros pensamientos y advertir a lo que
se dice, que en alguna manera me parece, y creo es así, que sería más posible
no entender a una persona que hablase muy a voces a otra que oyese muy bien;
porque podría no advertir, y poner el pensamiento y entendimiento en otra cosa;
mas en lo que tratamos no se puede hacer: no hay oídos que se tapar, ni poder
para pensar sino en lo que se le dice, en ninguna manera; porque el que pudo
hacer parar el sol –por petición de Josué creo era– (24)[24]
puede hacer parar las potencias y todo el interior de manera que ve bien el
alma que otro mayor Señor gobierna aquel castillo que ella, y hácela harta
devoción y humildad. Así que en excusarlo no hay remedio ninguno. Dénosle la
divina Majestad, para que solo pongamos los ojos en contentarle y nos olvidemos
de nosotros mismos, como he dicho, amén.
Plega
a él que haya acertado a dar a entender lo que en esto he pretendido y que sea
de algún aviso para quien lo tuviere.
COMENTARIO
I. EL
MÍSTICO ANTE LA PALABRA DE DIOS
La
autora del Castillo entra en zona de experiencia religiosa profunda. Y afronta
un argumento místico que automáticamente suscita el recelo del lector moderno.
Desde el epígrafe del capítulo, Teresa anuncia que va a «tratar de la manera
que habla Dios al alma». Es decir, de lo que luego llamará «hablas de Dios».
«Locuciones místicas», decimos nosotros.
Pues
bien, pese a nuestros recelos, diríase que la autora del capítulo lo ha pensado
y escrito expresamente para el lector de hoy. No ha tenido ella la suerte de leer
o asesorarse con psiquiatras y psicólogos, con López Ibor o Vallejo Nágera...
Sin embargo, comienza la exposición como si uno de esos especialistas la
hubiese alertado, más o menos así:
Madre
Teresa, antes de entrar en tema de «hablas místicas», ¿ya sabes que en el
paisaje de la psicología moderna es común y corriente toparse con personas que
se hablan y se escuchan a sí mismas, o que desde su apartamento del séptimo
piso oyen lo que de ellas están hablando en la calle, cuando allá abajo la
calle está desierta? Todavía, Madre Teresa, es reciente el impacto producido
por un pequeño libro en que lo tuyo se ha catalogado como «egregia epilepsia»,
se te ha emparentado con la epilepsia de Dostoiewski y de su famoso Idiota, y se te ha puesto en fila con
otros grandes presuntos epilépticos de la historia religiosa, que oían palabras
de Cristo Jesús o de Alá grande, como por ejemplo Pablo de Tarso o como Mahoma.
Y entre las mujeres, se te ha emparejado con la joven aquella de Domrémy, Juana
de Arco, que oía músicas y voces, y recibía mensajes para el salvamento de
Francia...
De
acuerdo o no con esos recelos, Teresa comienza su exposición como si un
especialista moderno la hubiera prevenido de todo eso. Lo primero que le
advierte al lector es que, efectivamente, hay personas y ella misma las ha
conocido, que oyen lo que se imaginan, y que son víctimas tan profundas de su
«melancolía» (vocablo en que ella incluye paranoia, neurosis, desdoblamientos
de personalidad, depresión profunda...) hasta el extremo de estar irremoviblemente
convencidas de que «ven y oyen y entienden», especialmente si son «melancólicas
de melancolía profunda».
Al
recordarlas y confrontarlas con la experiencia mística que ella quiere exponer,
Teresa está bien lejos de ironizar o ridiculizar. Ella las trata de «personas
enfermas». No hay que «inquietarlas», ni decirles a quemarropa que lo suyo es
melancolía o que es cosa del demonio. Suavemente «quitarles la oración» y «lo
más que se pudiere, que no hagan caso de ello». «Oírlas como a personas enfermas,
diciéndoles... que no hagan caso de ello, que no es la sustancia para servir a
Dios...; porque si les dicen que es melancolía, nunca acabarán, que jurarán que
lo ven y lo oyen» (n. 2).
Y a
continuación dará criterios para diagnosticar cómo esas personas enfermas están
a mil leguas de «lo suyo».
Los
dos enfoques
Antes
de ceder la palabra a la Santa, situémonos frente al insidioso tema de las
hablas místicas. Desde la más elemental metodología se impone la distinción de
dos enfoques, no ya posibles, sino reales e irreducibles. El enfoque religioso
del creyente o del teólogo. Y el enfoque científico del psiquiatra o del
psicólogo.
Para
el cristiano de a pie, lo mismo que para el teólogo de profesión, es elemental
hablar de «la palabra de Dios». Del hecho histórico de un Dios que interfiere
en la historia de los hombres y les habla. Les habla no solo a través de las
mediaciones ordinarias (simbólicas) de la belleza de lo creado y de la bondad
de las personas, sino abajándose al nivel dialogal humano, utilizando incluso
el pobre léxico del hombre. Nos resulta normal la súplica de Samuel: «Habla,
Señor, que te escucho», o el prólogo de la carta a los Hebreos: «De mil modos y
maneras habló Dios a nuestros padres», o el ritornelo de los viejos profetas: «Esto
es oráculo de Yavéh». Y episodios tan plásticos y realistas como el de Pablo,
que pregunta: «¿Quién eres?», y se oye decir: «Yo soy Jesús a quien tú
persigues».
Todo
ello normal y comprensible para el cristiano y para el teólogo desde el
presupuesto básico: nuestra religiosidad proviene radicalmente de la Revelación,
a través de la palabra y las palabras de Dios, que tuvieron su eslabón terminal
en el «logos» por antonomasia que es Cristo Jesús.
El
enfoque científico (o pseudocientífico) es diverso. Diríase que diametralmente
opuesto. La ciencia, por principio, cierra el ámbito de su saber en el círculo
de lo creado y de sus leyes inmanentes. Lo que haya más allá de ese espacio
creatural y empírico, o no interesa, o se lo rechaza, o se lo relega al rango
de los fenómenos paranormales, hoy no explicables, pero aparcados a un lado, en
espera del futuro detective científico que los esclarezca.
Frente
a los fenómenos místicos descritos por Teresa de Jesús, lo coherente dentro de
ese enfoque es considerarlos como alteraciones patológicas, más o menos
reducibles a taras o categorías conocidas, preferentemente a un determinado
tipo de epilepsia.
De
esta suerte, el tema de las hablas que va a explicarnos la autora del Castillo
plantea una disyuntiva de fondo: Dios sí, o Dios no. O mejor, la alternativa de
un Dios que es «Dios para los hombres» o un Dios que es «Dios para él solo» y
que hay que dejar aparcado más allá de los avatares de la vida humana y al
margen de la historia religiosa de los hombres. Para Teresa, Dios habla, Dios
ama, Dios salva.
Para
ella Dios no es un Dios comodín y dicharachero de ocasión. En la historia
bíblica, Dios habla en momentos cruciales. Habla a personas selectas,
patriarcas, profetas, caudillos, que son las cimas de la cordillera de la
historia de salvación. Esas cimas de cordillera no cesan con el último sello
del libro del Apocalipsis. Siguen surgiendo en la historia de la Iglesia,
también en místicos y profetas selectos: Francisco de Asís, Catalina de Sena,
Juana de Arco, Teresa...
Por
eso en su texto, Teresa va a colocar al lector frente a dos líneas temáticas.
La una, testifical: a ella le ha hablado el Señor y su primera misión es
testificarlo. La segunda, teológica y literaria: definir cómo puede ser eso, y
asegurar que «esa palabra de él» se diferencia netamente de las alucinaciones
de que ha comenzado hablando.
Testigo
y profeta
Pasadas
esas primeras líneas en que Teresa anticipa sus recelos de fina psicóloga, el
impacto que sufre el lector apenas se adentra en la lectura es que aquí no se
trata de teorizar. A Teresa le ha pasado eso de que está hablando, y necesita
testificarlo. Ella está segura de que allá en las cimas de la vida espiritual
hay personas –místicos o profetas– a quienes Dios dirige la palabra. No solo los
inspira, sino que los sorprende con su lenguaje divino. Sea por lo que sea,
necesita decir que así le ha pasado a ella.
Viene
a las mientes el caso de los viejos Profetas del Antiguo Testamento, apremiados
por Yavéh a trasmitir su palabra aun a costa de la vida. O el caso de Pablo,
que se siente en la necesidad de atestiguar a los de Corinto que él «sabe de un
cristiano –Pablo mismo– que fue arrebatado al cielo y que allí oyó palabras
irrepetibles», no sabe él si eso le ocurrió estando en el cuerpo o fuera del
cuerpo, pero hace exactamente catorce años que le sucedió (2Co 12, 4).
Así
a Teresa. Hace quince o dieciséis años que comenzó a ocurrirle. También ella,
como Pablo, tiende un velo de anonimato sobre la persona «por quien pasó» (n.
16). Pero en el fondo se propone hacer aquí un duplicado en síntesis del relato
autobiográfico escrito en Vida hace doce años, relato que ahora yace
secuestrado en las trastiendas de la Inquisición. Necesita ratificarse en ello
con toda la fuerza de quien lleva «esculpidas» en las entrañas las palabras que
se le dijeron. Y de las que ella sigue viviendo.
No
es el caso de levantar acta ahora de aquella secuencia de palabras. Pero aun
corriendo el riesgo de escamotear lo relatado en Vida y Relaciones, recopilemos
sumariamente ese historial. Recordemos únicamente las «palabras» más incisivas:
–
La primera palabra que Teresa escuchó, irrumpió en su vida como un torbellino y
la llenó de estupor. Se preguntaba ella con insistencia por qué «a una como yo»
Dios la colma de maravillas, si hay a la vista otras personas inmensamente más
santas... (como en el caso del Poverello
de Asís, que se pregunta y re-pregunta el «perché a te, Francesco!»: por qué
Dios lo ha preferido a él, a un pobre como Francisco!). La respuesta,
absolutamente inesperada que sobrecoge a Teresa es esta: «¡Sírveme tú a mí y no
te metas en eso!» (Vida 19, 9: como si fuera un eco de las palabras del
Resucitado a Pedro al borde del lago). «Fue la primera palabra que entendí
hablarme Vos, y así me espantó mucho» (Vida 19, 9).
– Sigue
de cerca la palabra más incisiva, una de las que Teresa llevará esculpidas a
cincel en sus entrañas: «YO soy» y «Soy todopoderoso». Pero reiterada en los
términos evangélicos del Resucitado: «No hayas miedo, Yo soy» (Vida 25, 18). Es
el «yo soy» de eficacia obradora y absoluta, que Teresa recordará en el corazón
del presente texto de las Moradas (n. 5).
–
De nuevo como el Apóstol Pablo, tras el «Yo soy» de Jesús, Teresa escucha una
palabra de envío, que le asigna su misión: que funde un Carmelo, «que él,
Cristo, andaría con nosotras» (Vida 32, 11: de nuevo, palabras del Resucitado,
ahora aplicadas a ella y a su misión de fundadora).
– Y
ya en lo más cimero de la vida mística de Teresa, la palabra de alianza de ella
con su Señor; pero es su Señor quien la pronuncia: «No hayas miedo, hija, que
nadie sea parte para quitarte de mí.. Serás mi esposa desde hoy» (Rel 35).
–
Todavía, en las postreras páginas que Teresa escriba, apenas unos meses antes
de su muerte, consignará nuevamente la palabra cinceladora de su Señor: «Díjome
luego: "Yo soy", y de nuevo: "El mismo soy, no hagas caso de
esos fríos, que yo soy la verdadera color"» (Fund. 29, 18; 31, 4. 11).
Lo
que está claro en la conciencia y en la memoria de Teresa es que sin esas
palabras identificadoras de su Señor, que refrendan la presencia de él en su
vida, que le confieren la misión de fundadora o le ratifican la alianza de amor
y la eficacia de su ayuda..., sin esas palabras ella y su vida serían
absolutamente otras. Sin ellas, Teresa no habría sabido ni una milésima parte
de lo que sabe y escribe. «Su Majestad fue siempre mi Maestro». «Muchas cosas
de las que escribo... me las decía este mi Maestro celestial» (Vida 12, 6; 39,
8). «Sin ruido de palabras, la está enseñando este Maestro divino» (Vida 25,
2).
Todo
eso lo resume ella en una afirmación: «Han sido muchas veces las que el Señor
me ha hecho esta merced» (n. 16).
Cómo
es el hablar de Dios
El
compromiso inicial de Teresa al abrir este capítulo de las Moradas era decirnos
«cómo» es el hablar de Dios, cuando él misteriosamente pero con absoluto
realismo dice al profeta: «Oráculo de Yavéh».
Recordemos
el epígrafe del capítulo: «Trata... de la manera que habla Dios al alma». Casi
exactamente como había rotulado el capítulo paralelo de Vida 25: «En que trata
el modo y manera como se entienden estas hablas que hace Dios al alma, sin
oírse».
Como
ya ocurrió a Pablo, Teresa en su intento de explicarlo va a chocar con la
barrera de lo inefable. Lo escuchado por Pablo en «el tercer cielo» habían sido
«palabras indecibles / inefables». De la propia experiencia dirá Teresa «no sé
yo decir cómo». «Dijéronme, sin ver quién, mas bien entendí ser la misma
Verdad». «Quedome una verdad de esta divina Verdad que se me representó –sin
saber cómo ni qué esculpida, que me hace tener un nuevo acatamiento a Dios,
porque da noticia de su majestad y poder de una manera que no se puede decir.
Sé entender que es una gran cosa» (Vida 40, nn. 1 y 3).
Obviamente,
«palabras» y «hablar» son aquí vocablos inadecuados, tomados de nuestra pobre
gramática humana, para trasponerlos a la desmesura de la comunicación entre
Dios y el hombre. Las de Dios pueden ser hablas «sin palabras». Se escuchan y
entienden «sin oírse».
Pero
a la vez hay palabras de él que se formulan «tan en lo íntimo del alma, y
parécele (a esta) oír estas palabras con los oídos del alma al mismo Señor y
tan en secreto, que la misma manera del entenderlas, con las operaciones (=el
efecto) que hace la misma visión, asegura y da certidumbre» (n. 12). Y las hay,
en cambio, formuladas «tan en lo exterior, que se oyen con los oídos (del
cuerpo)» (n. 1). Lo cual en el fondo quiere decir que el interlocutor divino es
quien toma la iniciativa, y él puede a su placer servirse de todos los
registros del ser humano para hacerse escuchar: oídos del cuerpo, oídos del
alma, y más allá de todo oído o más allá de toda modulación verbal, «sin
palabras» o «sin oírse», de espíritu a espíritu, con una emisión de onda que,
probablemente, no tiene nada similar en los registros de la comunicación
humana. Él es el Señor! Su palabra es luz. Más de una vez Teresa ha reducido el
hablar divino a esa imagen de la luz que estalla en el interior del ser humano
y lo ilumina (ver, por ejemplo, la Relación 28.)
Ahora,
como si Teresa se propusiese definir todas esas modulaciones del hablar divino
desde la caja de resonancia que es el oyente humano, comienza distinguiendo los
varios niveles de escucha «unas (palabras de Dios) parece vienen de fuera,
otras de lo muy interior del alma, otras de lo superior de ella» (n. 1). Pero
en los tres casos, lo característico de la palabra de Dios es la irruencia y
«el poderío y suavidad» de su palabra cuando «viene sobre el hombre», como se
expresan gráficamente los profetas bíblicos. Teresa la describe como irruencia
absoluta e incontenible. Como grabación indeleble, «esculpida» en la memoria.
Como eficacia transformadora del hombre. «El poderío y señorío que (estas
palabras) traen consigo es hablando y obrando» (n. 5). «No pasan de la memoria
en muy mucho tiempo y algunas jamás» (n. 7). «De tal manera el Espíritu que
habla hace parar todos los otros pensamientos, y advertir a lo que se dice, que
en alguna manera me parece –y creo es así– que sería más posible no entender a
una persona que hablase muy a voces a otra que oyese muy bien; porque podría no
advertir y poner el... entendimiento en otra cosa». Frente a las palabras de él
«no se puede hacer: no hay oídos que tapar, ni poder para pensar sino en lo que
se le dice, en ninguna manera; porque el que pudo hacer parar el sol por
petición de Josué..., puede hacer parar las potencies y todo lo interior, de
manera que ve bien el alma que otro mayor Señor gobierna aquel castillo...» (n.
18).
En
su historia personal, Teresa está convencida de que a esas palabras-luz debe
ella la claridad de su mente. Desde su presente lucidez y luminosidad, está
convencida de que, por naturaleza, ella poseía un entendimiento mediocre y
«rudo». «Soy tan ignorante y de tan rudo entendimiento, que aunque mucho me lo
han querido declarar, no he aún acabado de entender... Que aunque a vuestra
merced le parezca que tengo vivo entendimiento, que no le tengo; porque en
muchas cosas lo he experimentado» (Vida 28, 6). Ahora, en cambio, está convencida
de que toda su luz mental, con el saber que de hecho posee, se la debe a la
palabra del Maestro interior. Ya en Vida había afirmado que «no es de mi
cabeza, sino que me lo dice este mi Maestro celestial» (39, 8). Es decir, que
la palabra interior le ha dilatado el espacio y la magnitud de su saber: porque
con una sola palabra de él «se comprende mucho» (n. 15). Al margen de cada
palabra suya, «por un modo que yo no sabré decir, se da a entender mucho más de
lo que ellas (las palabras) suenan, sin palabras» n. 16).
Cómo
discernir la palabra de Dios
Volvemos
al problema inicial: cómo distinguir entre anomalía psíquica y gracia mística.
Ya lo hemos notado. Mucho antes de que el psicólogo plantee ese interrogante al
místico, el místico –Teresa de Jesús en nuestro caso– se lo ha cuestionado expresamente
a sí mismo. Cómo distinguir y diagnosticar esos dos flancos laterales y contrapuestos
que pueden acompañar la vida común y corriente del individuo o la religiosidad
profunda del creyente: de un lado, las alteraciones psíquicas de la mente enferma;
del otro, los toques y dones que llegan al hombre religioso desde lo
trascendente, por gratuidad amorosa de Dios.
El
tema merece capítulo aparte, dada la importancia que Teresa le ha concedido. En
él analizaremos «las señales», es decir, la criteriología que Teresa ha
aplicado a su caso personal y que luego ha elevado a nivel doctrinal.
II.
EL GRAN PROBLEMA DEL MÍSTICO Y DEL PROFETA:
CÓMO
DISCERNIR LA PALABRA DE DIOS
La
palabra de Dios es como espada de dos filos. Penetra las entretelas del espíritu
humano, como jamás lo ha hecho palabra alguna. Es normal que su irruencia
produzca en el hombre un torbellino de desconcierto. Normal también que,
alcanzado por ella, el hombre se pregunte «qué es esto»: de dónde y de quién
procede esa palabra insólita. Le ocurre así, lo mismo al profeta que al
místico. Pablo apóstol, que ha recibido todo su evangelio «por revelación de
Jesús» (Ga 1, 11-12), necesita primero retirarse al desierto para sedimentarlo,
y luego ir a Jerusalén para confrontarlo una y otra vez (Ef 1, 18) con Pedro,
no sea que él esté ofuscado, o «no sea que corra en el vacío» (Ga 2, 2).
Entre
los místicos cristianos, pocos o quizá ninguno se haya planteado ese
interrogante con tanta insistencia y tan desgarradoramente como Teresa de
Jesús.
Recordemos
que el capítulo tercero de las moradas sextas afrontaba dos aspectos del
problema: primero, el hecho real de la palabra de Dios testificado por Teresa:
que él habla al hombre en casos cimeros de la historia de salvación; que ha
hablado en el caso de Teresa misma. Y segundo, que hay unos criterios certeros,
que permiten discernir la palabra de Dios en la selva de voces y luces que se
entrecruzan en las capas profundas del espíritu humano. Es esta segunda la
lección que ahora recogemos de la pluma de Teresa: criterios para discernir
(«señales», dice ella) la palabra de Dios al profeta o al místico.
Precisemos.
A Teresa se le ha planteado el interrogante del discernimiento de esos sus
fenómenos metapsicológicos, desde tres enfoques diversos:
– Desde el enfoque ético o moralizante:
eso que le ocurre ¿es bueno o es malo? Fue el problema que se plantearon –y le
plantearon casi obsesivamente sus primeros asesores teólogos, ante la
turbulencia producida en el ánimo de Teresa por «las palabras interiores». Y por
desgracia –o por fortuna, quién sabe– aquellos moralistas comenzaron
respondiendo negativamente: es malo, es diabólico lo que le pasa...
– Desde el enfoque psicológico: hace algo
así como un siglo y medio, a las experiencias de Teresa y a sus fulgurantes
testimonios escritos se les ha planteado a nivel científico la pregunta: ¿Normal
o anormal? Esas hablas que ella oye en sus adentros –lo mismo que las visiones
que ella dice ver– desde el punto de vista científico son sin duda alteraciones
de la psicología normal. Pero ¿son o no son alucinaciones? Es decir, ¿responden
a algo objetivo que rebasa de hecho el casillero de los fenómenos sanos de la
psique, o se sitúan en la zona del vacío y de los alucinógenos? Por desgracia
–o por fortuna, quién sabe– han sido muchos los psicólogos y psiquiatras que
han respondido en redondo: histeria, epilepsia, alucinaciones.
– Desde el punto de vista religioso: para
teólogos y metafísicos, es decir, para quienes el factor Dios entra como
hipótesis posible en el espacio de los interrogantes que el hombre se pone
frente a la propia vida, el discernimiento de esas palabras testificadas por
Pablo o por Teresa es, ante todo, un discernimiento religioso de lo
trascendente: palabras de Dios ¿sí o no? Cuando decimos «enfoque religioso» o
«discernimiento religioso», no abajamos el nivel del problema. Lo elevamos a la
altura del filósofo (de H. Bergson, por ejemplo), o a la altura del teólogo (de
Karl Rahner y Urs Von Balthasar, por ejemplo), o del profesor universitario que
de pronto se ha encontrado en situaciones existenciales similares a las de
Teresa (Morente o Frossard, por ejemplo).
Obviamente,
el enfoque de Teresa en su texto de las Moradas es este último. A ella le
interesa la pregunta religiosa radical: a ella le hablan Dios y Cristo, ¿sí o
no? Solo que ella se plantea esa pregunta radical en términos envolventes, que
implican los otros dos enfoques. Le interesa saber si lo suyo es bueno o es
malo. Incluso si es tan malo que ronda lo satánico. Por eso, en primera instancia,
lleva su caso al sacerdote y al sacramento de la penitencia («que por el
sacramento de la confesión le daría Dios más luz», escribe ella en Vida 23,
14). Luego, le interesa una instancia superior: recurre a los profesores de
universidad, para que desde su saber y sus letras le eliminen la hipótesis de
la «melancolía profunda» que hace sus trampantojos en la imaginación
(«melancolía y flaqueza de cabeza», había escrito también en Vida 24, 4).
Ultimo
detalle: recordemos que Teresa no se plantea nuestro problema en abstracto,
como lo haría un manual de teología o de psicología. A ella le interesa su caso
personal en vivo. Y cuando lo ha resuelto, le interesa proponer sus criterios
de discernimiento para uso y consumo «religioso» de «quienes se vieren en este
grado de oración» (Vida 25 título), es decir para quienes viven de hecho
experiencias místicas como la suya, personas concretas que ella conoce.
Subrayémoslo bien: a ella le interesan más los místicos que los psicólogos; más
los que hayan de vivir «eso», que quienes hayan de analizarlo en frío desde
otro tipo de óptica. Si bien ella misma evitará excluir de su óptica religiosa
un cierto y fino enfoque psicológico. Teresa es mujer atenta a la vida,
necesitada de verdad, francamente enemiga de andar en mentira.
Los
intentos de discernimiento en escalada
Hemos
dicho que pocos místicos a lo largo de la historia se habrán planteado con
tanta insistencia como Teresa ese problema del discernimiento. Hagamos una
pausa para historiar, al por mayor, la serie de ocasiones en que ella, pluma en
mano, va perfilando su criteriología.
Por
primera vez se plantea ella el tema del «discernimiento de las hablas místicas»
en el capítulo 25 del Libro de la Vida. Lo escribe probablemente en 1565. A sus
cincuenta de edad. Han pasado al menos ocho años desde que le ocurre escuchar
palabras en su interior. Ese hecho, absolutamente inesperado, le ha creado una
situación borrascosa. Sus asesores espirituales han sido implacables. Le han
dicho lisa y llanamente que era víctima del demonio. Ser víctima de los embelecos
del demonio en esas fechas era asunto de Inquisición. Teresa no se arredra;
somete su caso a teólogos selectos, aunque en principio le sean adversos. Entre
todos ellos destaca el dominico Pedro Ibáñez, máximo teólogo de la ciudad.
Ibáñez elabora dos dictámenes, especie de memoriales en que analiza el caso. El
segundo de ellos es un estudio de veinte páginas densas.
Para
Ibáñez, hay dos criterios decisivos a favor del origen divino de las palabras y
visiones que acontecen en el interior de Teresa: que se le han dicho numerosas
palabras de profecía, y todas se han cumplido. Y que las palabras que oye
producen en ella un efecto transformador, no solo del rostro, sino de la vida,
de la salud, de la fortaleza de ánimo: «Solía ser temerosa; ahora atropella a
todos los demonios». Incluso esas palabras tienen una avasalladora expansión de
onda, que alcanza e impacta a quienes tratan a la madre Teresa, y les hace
cambiar de vida, «y yo soy una de esas personas». Teresa conoce esos dictámenes.
Los tendrá presentes al redactar el pasaje de Vida en que afronte el argumento.
El
segundo intento ocurre ocho años después: 1573, capítulo 8 de las Fundaciones.
El texto de Vida lo había escrito de cara a los teólogos destinatarios del
libro. Ahora, en las Fundaciones, afronta el tema de cara a las lectoras del
nuevo libro, que son las monjas de sus carmelos. Sabe que en estos hay un
número relativamente elevado de contemplativas de abolengo místico que tienen
experiencias similares a las suyas: «...si hay una o dos en cada una (de estas
casas) que la lleve ahora Dios por meditación, todas las demás llegan a
contemplación perfecta... No hay ahora casa que no haya una o dos o tres de
estas» (Fund. 4, 8). Sabe también el riesgo que corren esas carmelitas si caen
en manos de asesores recelosos o antimísticos. Para ellas, pues, escribe el
nuevo texto, en que entabla el diálogo de mística a místicas, interrumpiendo el
relato de caminos y fundaciones para dar «algunos avisos para revelaciones y
visiones». A nivel estrictamente práctico.
Por
tercera vez, en la Relación cuarta: tres años después de escrita la página de
Fundaciones, entre 1575 y 1576, casi en vísperas de escribir nuestro texto de
las Moradas. «Habrá como 18 años... que comenzó a parecerle que la hablaban
interiormente» (ib 2). Teresa ha viajado a Sevilla. Ha sido denunciada a la Inquisición.
Ya ha comparecido ante el tribunal de los señores inquisidores. Los ha rendido
sin dificultad. Pero la obligan a poner por escrito precisamente eso que a
nosotros nos interesa: sus experiencias fuertes («visiones y revelaciones»,
dice ella), y sus criterios de discernimiento y de conducta. Teresa escribe esa
su Relación IV con especial atención. Una vez redactada, y antes de entregarla,
vuelve a transcribirla para reservarse copia de lo dicho. Destinatarios
inmediatos del escrito son dos asesores de la inquisición sevillana: los
jesuitas Rodrigo Álvarez y Enrique Enríquez. Pocas páginas. Pero revisten tono
de declaración oficial: Teresa formaliza sus criterios. La declaración será,
por decirlo así, la síntesis preparatoria de cuanto escriba uno o dos años
después en el libro de las Moradas.
Los
tres hitos de su pensamiento
Hagamos
ahora el recorrido de esos tres momentos de reflexión teresiana, anteriores a
las Moradas: fluir de su pensamiento desde Vida a Fundaciones y a la Relación
IV. Ávila 1565, Salamanca 1573, Sevilla 1576.
En
el cap. 25 de Vida, a los señores teólogos que tan reciamente dictaminaron en
contra de Teresa y de las hablas que ella escucha en su interior («todos se
determinaban en que era demonio»: 25, 14), ella les garantiza lo contrario, que
esas sus experiencias son «palabra de Dios», y se lo refrenda con una tabla de
criterios, a saber:
–
El primero, las profecías cumplidas, todas sin excepción, tras anuncio «de dos
y tres años antes» (nn. 2 y 7). Ella sabe que ese delicado hilo de los anuncios
proféticos se lo habían vigilado y controlado minuciosamente. Uno de sus
teólogos censores había tomado nota: «Ninguna cosa le han dicho jamás, que no
se haya cumplido. Y esto es grandísimo argumento» (Dictamen de P. Ibáñez).
–
El segundo criterio es de calibre netamente teológico: la palabra de Dios es
inconfundible en sí misma. Inconfundible por su soberanía, majestad, poderío y
eficacia. Es «palabras y obras». Crea lo que dice, y lo graba a cincel en las
entrañas de quien la escucha.
–
Un tercer criterio, de cariz psicológico: la pasividad receptiva ante la
irruencia de esa palabra. La palabra de él llega inesperada, es escuchada, sin
ser pensada ni producida por los mecanismos normales del oyente.
–
Todavía un criterio ético: la palabra de él es transformadora; a Teresa le ha
cambiado la vida; es fuente de bien para el destinatario y para los otros.
–
Postrer criterio, frente a la pregunta «¿Y si esas palabras provienen del
espíritu del mal, el engañador por antonomasia?». A Teresa se lo han repetido
hasta la saciedad. Obsesivamente. Pues bien, según ella, lo de origen diabólico
es más fácil de diagnosticar que los posibles trucos de la propia
autosugestión: por el mal que lo satánico lleva en sí mismo, porque las suyas
son palabras sin la eficacia creadora que caracteriza la palabra de Dios, son
palabras sin paz, generadoras de alboroto psicológico, de disgusto, de
turbación: «Ninguna blandura dejan en el alma, sino como espantada y con gran
disgusto» (nn.10-11).
Más
allá de todos esos criterios de discernimiento y como parámetros absolutos de
conducta, Teresa propone en firme la coherencia total de la palabra interior
con la Palabra de Dios contenida en la Escritura y con la fe de la Iglesia: «La
verdad de lo que tiene la Iglesia» (nn. 12-13).
Total
cambio de enfoque en el cap. 5 de las Fundaciones: Ahora que no escribe para
teólogos sino para sus hermanas, Teresa toca solo de refilón la serie de
criterios enunciados en Vida 25, y pasa a otro problema de fondo, el de la
conducta del místico o del profeta: ¿qué hacer ante la voz interior?, ¿qué
hacer especialmente cuando la voz interior imparte órdenes o dicta profecías? A
Teresa le habían impuesto la norma tajante: «Resistir!» Pues bien, no es ese su
parecer. Pero formula, en cambio, una respuesta sorpresiva: jamás hacer nada,
jamás secundar el dictado interior, sin que medie el refrendo de un tercero competente,
confesor o teólogo.
Consigna
sorprendente en una carismática como Teresa, absolutamente convencida del
origen divino de lo que escucha. Para ella, esas palabras interiores necesitan
ser discernidas desde fuera, por alguien diverso de quien las recibe. Válvula
de seguridad. La experiencia mística que introduce al creyente en la órbita de
Dios, no lo arrebata y traslada a un islote aparte, lo mantiene inserto en el
tejido del consorcio humano. La palabra de él lo remite inexorablemente al
diálogo con los hombres.
En
el breve texto de la Relación IV, Teresa ampliará y clarificará esa
sorprendente consigna. Aquí, de cara a los inquisidores, su radical punto de
mira es que el «místico-carismático» en última instancia no se discierne a sí
mismo, sino que tiene que dejarse discernir por la Iglesia. En nuestro léxico
de hoy, lo resumiríamos en la fórmula: ni superioridad ni conflicto entre
carisma e institución (entre carisma de la palabra interior e institución
eclesial). Al contrario, el carisma –ese concreto carisma de profecía y de
soberana voz interior– se subordina a la institución Iglesia.
Por
esa razón, en esta Relación IV, Teresa cuenta cómo ella ha sometido su caso (el
hecho de «que le hablaban interiormente algunas veces»: n. 2), primero a una
serie de maestros espirituales, no menos de diez mencionados por su nombre;
luego, a otra serie de teólogos de profesión, también citados por su nombre,
para que confrontasen su caso con la verdad de la Escritura Sagrada, y con «lo
que tiene la Iglesia», y refrendasen su personal criterio de conducta: «Lo que
importa son virtudes»; «jamás hizo (ella misma) cosa por lo que entendía en la
oración, antes si le decían sus confesores al contrario, lo hacía luego» (n.
11).
Desconcertante
a primera vista. Entre la voz interior y la exterior, esa mística que es Teresa
se atiene a la segunda. Cuando ella escribe esa página de la Relación IV en
Sevilla, tiene reciente y presente el episodio de Beas (Jaén). No lo cuenta
ella, sino Gracián, es decir, el responsable de la «voz exterior». He aquí su
relato:
«Yo
deseaba que se hiciera monasterio de monjas en Sevilla; ella deseábalo en
Madrid... Díjele que lo tratase con Nuestro Señor con muchas veras para que nos
diese luz. Y al cabo de tres días que había hecho oración sobre este caso,
díjome que ya tenía respuesta clara: que fuese a fundar el monasterio de
Madrid. Yo le dije, con todo eso, fuese a fundar a Sevilla; y así, sin réplica
ninguna, se aderezaron carros para caminar allá. Preguntele, a cabo de pocos
días, si ella sabía que aquel su espíritu era verdadero –como se lo habían
certificado los más graves y santos hombres de España–, y ella deseaba hacer la
voluntad de Dios, por qué no había replicado. Respondiome sonriéndose: "¿Él
no sabe que todas las revelaciones que tengo no me hacen a mí certidumbre de fe
que lo manda Dios? ¿Para qué le había de replicar?" Díjele que lo volviese
a tratar con el Señor, y veamos qué le decía. Respondiome que le había dicho:
"Bien hiciste en obedecer..., mas costaraos grandísimos trabajos"»
(Gracián: Escolias).
Así
ocurrió de hecho. Teresa morirá sin lograr su anhelo de fundar en Madrid. Y la
orden de Gracián les costó caro. No solo a Gracián sino a ella y a cuantas
viajaron en los carros camino de Sevilla. Seguía costándoles caro cuando ella,
casi dos años después, escribía nuestro capítulo tercero de las moradas sextas.
El
balance de criterios en las moradas sextas
Leído
a la luz de esas tres jornadas de reflexión plasmadas en Vida, Fundaciones y
Relaciones, el texto de las Moradas es una síntesis de todo lo anteriormente
expuesto. Nos limitamos a seguir el trazado del capítulo, destacando lo más
relevante del pensamiento final de la Santa.
Recordemos
que escribe ese pasaje de las Moradas a finales de 1577. Está de nuevo en
Ávila, bajo la mirada de fray Juan de la Cruz, que tiene también criterios
definidos acerca de todo ese asunto de las palabras interiores: «Palabras
sucesivas», «palabras formales», «palabras sustanciales»... Fray Juan no ha
formulado aún por escrito su criteriología mística. Pero ha tenido que mojarse
en el caso de la madre Teresa, en el suyo propio y en el de no pocos más. Por
su parte, ella –la madre Teresa– no escribe al dictado de nadie. Lo hace desde
su experiencia y larga reflexión. No hace mucho que la voz interior le ha
susurrado: «Ya sabes que te hablo algunas veces: no dejes de escribirlo» (Rel
53).
Así
pues, lo escrito en el presente capítulo 3 de las moradas sextas puede cifrarse
así:
–
Se da por descontado que en el espíritu humano pueden resonar palabras de tres
tipos: palabras de Dios, palabras de la propia imaginación en desvarío, y
palabras diabólicas. Se impone la necesidad de discernir entre el trigo y la
cizaña.
–
La palabra de origen divino, de por sí no es hermética ni enigmática ni difícil
de identificar. Lleva en sí misma el sello de origen. Inconfundible. Viene en
majestad y soberanía y poderío. Es obradora y transformadora. Se graba a cincel
en el espíritu humano. Su misma soberanía produce en el espíritu de quien la
escucha una onda o todo un oleaje de acatamiento y humildad y conciencia de la
propia pequeñez creatural ante la magnitud y cercanía de lo divino.
–
Como «segunda y tercera señal», Teresa indica la pacificación psicológica y
moral del hombre bajo la palabra de Él (n. 6); y el carácter indeleble de la
palabra escuchada: «La tercera señal es no pasarse estas palabras de la memoria
en mucho tiempo, y algunas jamás...» (n. 7).
–
Vuelve a recordar como criterio de sentido común el cumplimiento de la palabra,
siempre que esta tenga alcance profético (nn. 8-9).
– Y
por fin, la decisiva norma de discernimiento: en última instancia el
carismático no se discierne a sí mismo sino dejándose discernir por otro.
Teresa lo dictamina así siempre que la palabra interior conlleve una instancia
de acción o una irradiación pública: «Si es cosa grave lo que se le dice y que
se ha de poner por obra, de sí o de negocios de terceras personas, jamás haga
nada, ni le pase por pensamiento, sin parecer de confesor letrado y avisado y
siervo de Dios... Hacer otra cosa sino lo dicho y seguirse nadie por su
(propio) parecer en esto, téngolo por cosa muy peligrosa; y así, hermanas os
amonesto de parte de nuestro Señor que jamás os acaezca» (n. 11).
Como
en ocasiones anteriores, la Santa no se limita a formular criterios éticos,
psicológicos y teológicos –que también los tiene en cuenta–, sino que tiene de
mira la inevitable dimensión eclesial de toda gracia profética o mística. De
ahí su consigna de subordinación eclesial del carismático. De ahí la gravedad
de esa su amonestación final: «Hermanas, os amonesto de parte de nuestro Señor
que jamás os acaezca», es decir, que jamás hagáis otra cosa.
[1] El
presente capítulo es una especie de duplicado del c. 25 de la Vida. En ambos
pasajes, la idea dominante es la preocupación de distinguir entre locuciones
místicas (procedentes de Dios y sus santos) y sus deformaciones (trucos de la
imaginación o del diablo): Cf. Vida c. 25, n. 2 y 6M c. 3, n. 4. – Téngase en
cuenta que en el presente capítulo trata primero de hablas místicas en general
(nn. 1-11), y luego de una especie de hablas místicas «con visión intelectual»
(nn. 12-18). – Facilitaremos la comparación de ambos pasajes, indicando en nota
los principales lugares paralelos.
[18] El
sentido es: puede siempre tener
seguridad de que esa «habla con visión intelectual» no procede de la imaginación,
por estas razones... – Las tres primeras razones coinciden a la letra con el
lugar paralelo de Vida c. 25: la primera, con el n. 4 («... voz tan clara que
no se pierde una sílaba de lo que dice»); la segunda, con el mismo n. 4 («halla
guisadas grandes sentencias»); la tercera, con los nn. 3, 4 y 6.
[24] Josué,
10, 12-13. Cf. Vida 25, 1: «El que todo lo puede quiere que entendamos se ha de
hacer lo que quiere...».
MORADAS DEL CASTILLO INTERIOR
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