Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 2
Trata
de algunas maneras con que despierta nuestro Señor al alma, que parece no hay
en ellas qué temer, aunque es cosa muy subida.
1.
Parece que hemos dejado mucho la palomica, y no hemos; porque estos trabajos
son los que la hacen tener más alto vuelo.
Pues
comencemos ahora a tratar de la manera que se ha con ella el Esposo y cómo
antes que del todo lo sea se lo hace bien desear, por unos medios tan delicados,
que el alma misma no los entiende, ni yo creo acertaré a decir para que lo
entienda, si no fueren las que han pasado por ello; porque son unos impulsos
tan delicados y sutiles, que proceden de lo muy interior del alma, que no sé
comparación que poner que cuadre.
2.
Va bien diferente de todo lo que acá podemos procurar y aun de los gustos que
quedan dichos (1)[1], que
muchas veces estando la misma persona descuidada y sin tener la memoria en Dios,
Su Majestad la despierta a manera de una cometa que pasa de presto, o un trueno,
aunque no se oye ruido (2)[2];
mas entiende muy bien el alma que fue llamada de Dios, y tan entendido, que
algunas veces, en especial a los principios, la hace estremecer y aun quejar, sin
ser cosa que le duele. Siente ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni
quién la hirió; mas bien conoce ser cosa preciosa y jamás querría ser sana de
aquella herida. Quéjase con palabras de amor, aun exteriores, sin poder hacer
otra cosa, a su Esposo; porque entiende que está presente, mas no se quiere
manifestar de manera que deje gozarse. Y es harta pena, aunque sabrosa y dulce;
y aunque quiera no tenerla, no puede; mas esto no querría jamás: mucho más le
satisface que el embebecimiento sabroso que carece de pena de la oración de
quietud.
3.
Deshaciéndome estoy, hermanas, por daros a entender esta operación de amor, y
no sé cómo. Porque parece cosa contraria dar a entender el Amado claramente que
está con el alma, y parecer que la llama con una seña tan cierta que no se
puede dudar y un silbo tan penetrativo para entenderle el alma que no le puede
dejar de oír; porque no parece sino que en hablando el Esposo, que está en la
séptima morada, por esta manera que no es habla formada, toda la gente que está
en las otras no se osan bullir, ni sentidos, ni imaginación, ni potencias.
¡Oh
mi poderoso Dios, qué grandes son vuestros secretos, y qué diferentes las cosas
del Espíritu Santo (3)[3]
a cuanto por acá se puede ver ni entender, pues con ninguna cosa se puede
declarar esta tan pequeña para (4)[4]
las muy grandes que obráis con las almas!
4.
Hace en ella tan gran operación, que se está deshaciendo de deseo y no sabe qué
pedir, porque claramente le parece que está con ella su Dios.
Direisme:
pues si esto entiende, ¿qué desea, o qué le da pena?, ¿qué mayor bien quiere?
No lo sé; sé que parece le llega a las entrañas esta pena, y que, cuando de
ellas saca la saeta el que la hiere, verdaderamente parece que se las lleva
tras sí (5)[5], según
el sentimiento de amor siente. Estaba pensando ahora si sería que de este fuego
del brasero encendido que es mi Dios, saltaba alguna centella y daba en el alma,
de manera que se dejaba sentir aquel encendido fuego, y como no era aún
bastante para quemarla y él es tan deleitoso, queda con aquella pena y al tocar
hace aquella operación; y paréceme es la mejor comparación que he acertado a
decir. Porque este dolor sabroso –y no es dolor– no está en un ser; aunque a
veces dura gran rato, otras de presto se acaba, como quiere comunicarle el
Señor, que no es cosa que se puede procurar por ninguna vía humana. Mas aunque
está algunas veces rato, quítase y torna; en fin, nunca está estante (6)[6],
y por eso no acaba de abrasar el alma, sino ya que se va a encender, muérese la
centella y queda con deseo de tornar a padecer aquel dolor amoroso que le
causa.
5.
Aquí no hay que pensar si es cosa movida del mismo natural, ni causada de
melancolía, ni tampoco engaño del demonio, ni si es antojo; porque es cosa que
se deja muy bien entender ser este movimiento de adonde está el Señor, que es
inmutable; y las operaciones no son como de otras devociones, que el mucho
embebecimiento del gusto nos puede hacer dudar. Aquí están todos los sentidos y
potencias sin ningún embebecimiento, mirando qué podrá ser, sin estorbar nada
ni poder acrecentar aquella pena deleitosa ni quitarla, a mi parecer.
A
quien nuestro Señor hiciere esta merced (que, si se la ha hecho, en leyendo
esto lo entenderá), dele muy muchas gracias, que no tiene que temer si es engaño;
tema mucho si ha de ser ingrato a tan gran merced, y procure esforzarse a
servir y a mejorar en todo su vida, y verá en lo que para y cómo recibe más y
más; aunque a una persona (7)[7]
que esto tuvo pasó algunos años con ello y con aquella merced estaba bien
satisfecha, que si multitud de años sirviera al Señor con grandes trabajos, quedaba
con ella muy bien pagada. Sea bendito por siempre jamás, amén.
6.
Podrá ser que reparéis en cómo más en esto que en otras cosas hay seguridad A
mi parecer por estas razones: la primera,
porque jamás el demonio debe dar pena sabrosa como esta; podrá él dar el sabor
y el deleite que parezca espiritual; mas juntar pena, y tanta, con quietud y
gusto del alma, no es de su facultad; que todos sus poderes están por las
adefueras (8)[8], y
sus penas, cuando él las da, no son, a mi parecer, jamás sabrosas ni con paz, sino
inquietas y con guerra. La segunda, porque
esta tempestad sabrosa viene de otra región de las que él puede señorear. La tercera, por los grandes provechos
que quedan en el alma, que es lo más ordinario determinarse a padecer por Dios
y desear tener muchos trabajos, y quedar muy más determinada a apartarse de los
contentos y conversaciones de la tierra, y otras cosas semejantes.
7.
El no ser antojo (9)[9],
está muy claro; porque aunque otras veces lo procure, no podrá contrahacer
aquello. Y es cosa tan notoria, que en ninguna manera se puede antojar, digo
parecer que es, no siendo, ni dudar de que es; y si alguna (10)[10]
quedare, sepan que no son estos verdaderos ímpetus; digo, si dudare en si le
tuvo, o si no; porque así se da a sentir, como a los oídos una gran voz. Pues
ser melancolía, no lleva camino ninguno, porque la melancolía no hace y fabrica
sus antojos sino en la imaginación; estotro procede de lo interior del alma.
Ya
puede ser que yo me engañe, mas hasta oír otras razones a quien lo entienda, siempre
estaré en esta opinión; y así sé de una persona harto llena de temor de estos
engaños, que de esta oración jamás le pudo tener (11)[11].
8.
También suele nuestro Señor tener otras maneras de despertar el alma: que a
deshora, estando rezando vocalmente y con descuido de cosa interior, parece
viene una inflamación deleitosa, como si de presto viniese un olor tan grande
que se comunicase por todos los sentidos (no digo que es olor, sino pongo esta
comparación) o cosa de esta manera, solo para dar a sentir que está allí el
Esposo; mueve un deseo sabroso de gozar el alma de él, y con esto queda
dispuesta para hacer grandes actos y alabanzas a nuestro Señor. Su nacimiento
de esta merced es de donde lo que queda dicho; mas aquí (12)[12]
no hay cosa que dé pena, ni los deseos mismos de gozar a Dios son penosos: esto
es más ordinario sentirlo el alma. Tampoco me parece que hay aquí que temer, por
algunas razones de las dichas (13)[13],
sino procurar admitir esta merced con hacimiento de gracias.
COMENTARIO
Llegamos
a la región de los deseos
En
esa gran parábola que es el castillo de siete moradas, antes de llegar a la
última hay que hacer la travesía de una zona poblada de grandes deseos. Deseos
que se apoderan de todas las energías del caminante. Deseos de llegar. Deseos
de «ver a Dios», no ya como aquellos que tuvo Teresa de niña cuando emprendió
la primera fuga acompañada de su hermano Rodrigo. Ahora son deseos como saetas
que hieren. Como saetas disparadas desde dentro, desde lo más hondo del castillo.
Saetas que «verdaderamente parece que se llevan tras sí las entrañas». Que
producen una «herida sabrosa y dulce». Que a veces se convierten en centella
incendiaria de todo el castillo del alma. Que convierten al alma en un brasero
de aromas finos, capaces de impregnar, una a una, todas las capas de la
interioridad. Deseos que van a durar toda la jornada, larguísima, de las
«sextas moradas», y que más de una vez van a poner en peligro la vida.
Teresa
comienza a diagramar la tensión de los deseos desde este segundo capítulo: es
el Señor quien los despierta o los enciende en el alma (título del capítulo).
Pero volverá a diagramar su último grado de tensión en el capítulo postrero de
las moradas sextas, en que «trata de unos deseos tan grandes e impetuosos, que
da Dios al alma de gozarle, que ponen en peligro de perder la vida» (título del
cap.).
Desde
esta mirilla de los deseos, se nos ofrece una síntesis de la jornada que
prepara al místico para el desenlace de su drama interior. En las moradas sextas
se entra por el crisol de las purificaciones y de la noche (cap. 1). Luego,
todo el marco de desarrollo de las mismas se extiende desde los deseos e
ímpetus que Dios desata en el castillo (cap. 2), hasta el paroxismo de los
deseos en que culminará toda esta jornada: deseos que hieren pero no matan, y
que son indispensables para entrar en la morada definitiva del castillo (cap.
11).
Regreso
de Teresa a la autobiografía
Lo
hemos indicado ya al glosar el capítulo anterior: para hacer el trazado de las
moradas finales, Teresa cuenta su propia historia. Aquí, a mitad de la
exposición (n. 5) evocará expresamente a «una persona que esto tuvo» y que es
–ya lo sabemos– ella misma, discretamente velada de anonimato. A ella ¿qué es
lo que le ocurrió?
En
la Biblia, para definir a uno de los grandes profetas del destierro, al joven
Daniel se le llama «varón de deseos» (Dn 9, 23). También Teresa es «mujer de
deseos». «Deseos siempre los tuve grandes» (Vida 13, 6). Cuando, por fin, los
deseos emprenden el vuelo y «se levantan» de las cosas de la tierra, ese cuadro
psicológico de «mujer deseosa», es presa de otro tipo de deseos: «No sabe qué
desee, mas bien entiende que no desea otra cosa sino a Vos» (ib. 16, 5).
Es
el momento en que la gavilla de deseos dispersivos, típicos de la psicología
polifacética de Teresa, se le concentran para apuntar, con tensión
unidireccional, hacia un objetivo concreto: deseo de Cristo o de Dios, deseo de
morir por verle («muero porque no muero»), o de vivir para servirle. Desazón de
tener deseos «sin obras». Necesidad insaciable de desear más...
Es
fácil fijar los hitos salientes de esa jornada de deseos nuevos. Se extiende
desde los años en que ella escribe su Vida (1562-1565) hasta el bienio en que
se somete al magisterio de fray Juan de la Cruz (1571-1572).
Cuando
escribe por segunda vez la Vida, Teresa experimenta «muchas veces... un deseo
que no sé cómo se mueve, y desde este deseo, que penetra toda el alma en un
punto, se comienza tanto a fatigar, que sube muy sobre sí y de todo lo criado,
y pónela Dios tan desierta de todas las cosas, que por mucho que ella trabaje,
ninguna que la acompañe le parece hay en la tierra, ni ella querría sino morir
en aquella soledad» (Vida 20, 9).
«Yo
pienso (que) alguna vez ha de ser el Señor servido –si va adelante (el deseo)
como ahora– que se acabe con acabar la vida, que, a mi parecer, bastante es tan
gran pena para ello, sino que no lo merezco yo. Toda mi ansia es morirme
entonces» (Vida 20, 13).
Es
el período en que Teresa se siente en profunda sintonía con santos como san
Martín –el hombre que oscilaba entre el deseo de morir por ver a Dios, y el
deseo de vivir para servir a los hermanos (Rel 7; Excl 15; 6M 6, 6)–, o como
san Pablo, tenso entre el deseo de «morir y verse con Cristo» y el de ser útil
a la Iglesia: «Conoce (ella) la razón que tenía san Pablo de suplicar a Dios le
librase de esta vida» (Vida 21, 6; Rel 3, 10).
La
herida de los deseos
Nosotros
hoy, en nuestro lenguaje corriente con asomos de psicologismo, hablamos de
trauma, traumático, traumatismo; más bien en sentido negativo. Trauma es una
lesión de los tejidos del cuerpo humano, infligida por agentes externos.
Trasladado al plano psicológico, trauma es la lesión producida en la psique o
en la afectividad o en el subconsciente por una persona o un acontecimiento
demoledor. También en sentido negativo.
Los
místicos no hablan de trauma sino de «herida». Casi exclusivamente «herida del
alma». Así, por ejemplo: «Oh llama de amor viva, / que tiernamente hieres / de
mi alma en el más profundo centro...». La herida es imagen y expresión de
origen bíblico. Comparece especialmente en dos pasajes clásicos: la cierva
herida que va en busca de las aguas (Salmo 41, 2)... Vienen insoslayables al
recuerdo los versos de san Juan de la Cruz: «Como ciervo huiste / habiéndome
herido...». También santa Teresa evocará a la cierva, cuando ella ha pasado ya
la región de los deseos y se ha adentrado en las moradas séptimas: «Aquí se dan
las aguas a esta cierva –que va herida– en abundancia» (7M 3, 13).
El
otro pasaje bíblico es más hermoso y sugeridor. Es la herida del Esposo, que
clama en el Cantar de los Cantares: «Vulnerasti cor meum» (Me has herido el
corazón). Como todos los grandes místicos, también santa Teresa se verá
precisada a poetizar esa imagen de los Cantares, en el poema de altanería:
«Cuando el dulce cazador...»: «Hiriome con una flecha / enherbolada de amor»
(poema 3).
Pero
la mejor glosa teresiana es, sin duda, la contenida en el presente capítulo de
las Moradas. No es el caso de rehacer aquí, malamente, la glosa de su glosa. El
lector interesado en ella no puede dispensarse de recorrer pausadamente la
primera mitad del capítulo, números 1-7. De antemano subrayamos los datos más
destacados de este recorrido:
– La «mariposica», liberada del capullo
de seda, emprende ahora su más alto vuelo, el vuelo de los deseos ardientes.
– Pero no es ella, sino el Esposo Dios
quien se los enciende: «¡Cómo el Esposo se lo hace bien desear!» (desear el
encuentro final: n. 1).
– Ahora los deseos tienen raíz
profunda: «Son unos impulsos tan delicados y sutiles, que proceden de lo muy
interior del alma» (n. 1), y «la despiertan» (n. 2), de suerte que el alma se
siente claramente «llamada de Dios» y «tan llamada» (n. 2).
– «Siente ser herida sabrosísimamente,
mas no atina cómo ni quién la hiere» (n. 2), y «jamás querría ser sana de
aquella herida» (n. 2).
– Ese adjetivo, formulado ahora por
primera vez en superlativo adverbial, «sabrosísimamente», se repetirá con
cadencia intencionada: la herida produce una «pena sabrosa y dulce» (n. 2),
produce «dolor sabroso» (n. 4), «pena sabrosa como esta» (n. 6), «deseo
sabroso» (n. 8), «embebecimiento sabroso» (n. 2).
– Todo lo cual es solamente el preludio
o el marco de la herida. Sirve para concentrar la atención en ella.
El
hecho real de la herida había sido anunciado –quizás como acontecimiento
central de estas moradas– desde la línea primera de ingreso en ellas (cap. 1,
n. 1): «Pues vengamos, con el favor del Espíritu Santo, a hablar de la sexta
morada, adonde ya el alma queda herida de amor del Esposo». En realidad se
trataba de un acontecimiento decisivo en la propia historia de amor. Volvamos
pues al panorama autobiográfico de Teresa.
Todos
los lectores teresianos conocemos el hecho, tremendo y desconcertante, referido
por la Santa al final del capítulo 29 de Vida: la historia del ángel y el dardo
y el traspasamiento del corazón. Celebrado en la liturgia con el título de
«transverberación». Elogiado por san Juan de la Cruz en su Llama de amor viva
(2, 9-13). Plasmado en mármol blanco por Bernini. Y motivador de las más
bravías interpretaciones neuróticas por parte de ciertos especialistas
psiquiatras... Tengo a la vista la inconmensurable interpretación científica
(?) del doctor y escritor gallego Roberto Nóvoa Santos, que logra descubrir en
el corazón de la Santa conservado en Alba indicios delatores del infarto,
percibido por ella como dardo del ángel... Diagnóstico que haría sonreír a otro
gran doctor, coetáneo del escritor gallego, el Dr. Gregorio Marañón.
Para
una lectura objetiva y libre de prejuicios, lo lógico sería incorporar al
presente pasaje de las Moradas el párrafo íntegro de Vida (29, 13), con el
colofón que allí mismo le agregó la Santa: «Es un requiebro tan suave que pasa
entre el alma y Dios, que suplico yo a Su Bondad lo dé a gustar a quien pensare
que miento».
El
acontecimiento de la transverberación del corazón de Teresa fue tan reiterado e
incisivo en el tejido de la experiencia mística de la Santa, que volvió a
referirlo varias veces antes y después de resituarlo en las Moradas. Por menos
conocida y más sobria, reproduzcamos aquí la descripción de la herida hecha por
ella en la Relación quinta, un par de años antes de escribir el presente pasaje
de las Moradas. Dice así:
«Otra
manera harto ordinaria de oración es una manera de herida, que parece al alma
como si una saeta la metiesen por el corazón, o por ella misma. Así causa un
dolor grande que hace quejar, y tan sabroso, que nunca querría le faltase. Este
dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior
del alma, sin que parezca dolor corporal; sino que, como no se puede dar a
entender sino por comparaciones, pónense estas groseras, que para lo que ello
es lo son, mas no sé yo decirlo de otra suerte. Por eso, no son estas cosas
para escribir ni decir, porque es imposible entenderlo sino quien lo ha experimentado...
Porque las penas del espíritu son diferentísimas de las de acá» (Rel 5, 17).
No
son cosas para escribir ni decir
La
herida es «inefable». «Inefable» quiere decir irreducible al envase de nuestras
palabras comunes y corrientes. La herida es «inefable» como toda la experiencia
mística. Por eso Teresa, como hará después fray Juan de la Cruz, recurre a la
ayuda de los símbolos para decir algo de lo indecible...
En
ocasiones, el símbolo es todo de una pieza, como la parábola del hijo pródigo,
o como la noche de fray Juan de la Cruz o el castillo interior de Teresa. Otras
veces, el símbolo es el resultado de una constelación de imágenes que se
entrecruzan, se transforman e iluminan recíprocamente.
Ese
es el tipo de simbolismo desplegado por la Santa en el presente capítulo para
acercarnos a la inefable región de los deseos de Dios en que ella se mueve. Los
suyos son deseos como saetas, o como relámpagos y truenos sin ruido; se
instalan en las entrañas del alma; derivan de una llamada de Dios; una llamada
que es como «una seña tan cierta, que no se puede dudar» de su origen (n. 3), o
como «un silbo» tan penetrativo... que el alma no puede dejarle de oír» (n. 3).
Los deseos son «a manera de un cometa que pasa de presto» y deja surcado de
fuego el horizonte del alma. Esto último sobre todo: los deseos son brasero de
aromas, y llamarada de fuego. «Estaba yo pensando ahora si sería que en este
fuego del brasero encendido que es mi Dios saltaba alguna centella y daba en el
alma, de manera que se dejaba sentir aquel encendido fuego, y como no era aún
bastante para quemarla y él es tan deleitoso, queda con aquella pena y, al
tocar, hace aquella operación...» (n. 4). «Paréceme es la mejor comparación que
he acertado a decir» (ib).
Así,
la combinación de los dos símbolos –de la herida y del fuego– empalma la
experiencia profunda de Teresa con la de san Juan de la Cruz. En la Llama de
amor viva hablará este de «heridas de fuego», «lámparas de fuego», «cauterio
suave y regalada llaga». El exponente teresiano de «sabrosísima» herida, se
trueca en fray Juan en herida «que a vida eterna sabe».
La
Santa prosigue: es una llama «que no acaba de abrasar al alma, sino ya que se
va a encender, muérese la centella y queda con deseo de tornar a padecer aquel
doloroso amor que la causa». Ese «no acabarse de abrasar» también pasará al
poema de fray Juan, que grita a la llama: «Acaba ya si quieres, rompe la
tela...».
En
la exposición teresiana es patente el paso de los deseos desde un plano
psicológico a otro plano superior. La Teresa de «deseos siempre los tuve
grandes», ahora sabe que los «grandes deseos» no los tiene ella de su cosecha,
sino que se los dan servidos, y ella los recibe.
Por
eso no pierde de mira lo que será la constante tentación de los lectores
especializados en lecturas psicologistas, más o menos empeñados
en reducir ese plano de los deseos recibidos –reducir la herida y el fuego– al
plano inicial de los deseos nativos y los instintos subterráneos y reprimidos
de esa «mujer» que es Teresa. Y por eso la Santa
termina su capítulo planteándose –antes que los especialistas– el problema del
discernimiento y la calibración. No, esos deseos de Dios no son ni «antojo», ni
«melancolía», ni fantasía enfermiza, ni manipulación
diabólica. Teresa formula unos pocos criterios diferenciales que han dado
«seguridad» a su persona y se la darán al lector. «Ya puede ser que yo me
engañe, mas hasta oír otras razones a quien lo entienda,
siempre estaré en esta (mi) opinión. Y así sé de una persona (ella), harto
llena de temor de estos engaños (los trucos recelados por los analistas), que
de esta oración (deseos y herida) jamás le pudo tener» (n. 7).
[5] «Parece
que las lleva tras sí, según es el sentimiento de amor»: así aclaró fray Luis
(p. 138). – Todo este pasaje, con la doble experiencia del fuego y de la saeta,
tienen un hermoso paralelo biográfico en Vida c. 29, n. 19: «No ponemos
nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan
dentro para que nos quememos... Hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas
y corazón..., que no sabe el alma qué hace ni qué quiere». Sigue la conocida
descripción de la trasverberación (n. 13).
[7] Alude
a sí misma: era víctima de estos ímpetus irresistibles por los años en que
escribía el libro de la Vida, 1562-1565. En 1568 (?) san Juan de Ávila le
escribe asegurándole «que son buenos» (cf Rel. 5, n. 13; y la carta del Santo
en B.M.C., t. II, p. 208-210). Todavía en 1571 los tiene frecuentes, a pesar de
escribir: «De unos días acá me parecía no tener tan grandes ímpetus como solía»
(Rel. 15, n. 1; pero a continuación refiere el famoso «traspasamiento» de las
coplillas de Salamanca). Poco después, sin que sea posible fijar la fecha, esta
gracia mística cede el paso a otras menos violentas: «El deseo e ímpetus tan
grandes de morir se me han quitado» (Rel. 21).
[12] Su nacimiento... es de donde lo que
queda dicho: dijo en el n. 1 que los «impulsos delicados...
proceden de lo muy interior del alma»; la «herida sabrosísima» (n. 2) o el
«silbo penetrativo» (n. 3) proceden del «Esposo, que está en la séptima morada»
(n. 3) y «le llega a las entrañas» (n. 4); es un «movimiento» que procede «de
adonde está el Señor [centro del alma] que es inmutable» (n. 5). Véase además
el n. 1 del c. 3.