Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA
TERESA DE JESÚS
EL
CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 1
Trata
cómo en comenzando el Señor a hacer mayores mercedes hay más grandes trabajos.
Dice algunos y cómo se han en ellos los que están ya en esta morada. Es bueno
para quien los pasa interiores.
1.
Pues vengamos con el favor del Espíritu Santo a hablar en las sextas moradas, adonde
el alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar para estar sola
y quitar todo lo que puede, conforme a su estado, que la puede estorbar de esta
soledad.
Está
tan esculpida en el alma aquella vista (1)[1],
que todo su deseo es tornarla a gozar. Ya he dicho que en esta oración no se ve
nada que se pueda decir ver, ni con la imaginación; digo vista, por la
comparación que puse (2)[2].
Ya el alma bien determinada queda a no tomar otro esposo; mas el Esposo no mira
a los grandes deseos que tiene de que se haga ya el desposorio, que aún quiere
que lo desee más y que le cueste algo Bien que es el mayor de los bienes. Y
aunque todo es poco para tan grandísima ganancia, yo os digo, hijas, que no
deja de ser menester la muestra y señal que ya se tiene de ella para poderse
llevar. ¡Oh, válgame Dios, y qué son los trabajos interiores y exteriores que
padece hasta que entra en la séptima morada!
2.
Por cierto que algunas veces lo considero y que temo que, si se entendiesen
antes, sería dificultosísimo determinarse la flaqueza natural para poderlo
sufrir, ni determinarse a pasarlo, por bienes que se le representasen, salvo si
no hubiese llegado a la séptima morada, que ya allí nada no se teme de arte que
no se arroje muy de raíz el alma a pasarlo por Dios (3)[3].
Y es la causa que está casi siempre tan junta a Su Majestad, que de allí le viene
la fortaleza. Creo será bien contaros algunos de los que yo sé que se pasan con
certidumbre. Quizá no serán todas las almas llevadas por este camino, aunque
dudo mucho que vivan libres de trabajos de la tierra de una manera o de otra
las almas que a tiempos gozan tan de veras de cosas del cielo.
3.
Aunque no tenía por mí de tratar de esto, he pensado que algún alma que se vea
en ello le será gran consuelo saber que pasa en las que Dios hace semejantes
mercedes, porque verdaderamente parece entonces que está todo perdido. No
llevaré por concierto cómo suceden, sino como se me ofreciere a la memoria. Y
quiero comenzar de los más pequeños, que es una grita de las personas con quien
se trata, y aun con las que no trata sino que en su vida le pareció se podían
acordar de ella: «Que se hace santa» (4)[4];
«que hace extremos para engañar el mundo y para hacer a los otros ruines; que
son mejores cristianos sin esas ceremonias»; y hase de notar que no hay ninguna,
sino procurar guardar bien su estado. Los que tenía por amigos, se apartan de
ella y son los que le dan mejor bocado, y es de los que mucho se sienten: «Que
va perdida aquel alma y notablemente engañada»; «que son cosas del demonio»;
«que ha de ser como aquella y la otra persona que se perdió, y ocasión de que
caiga la virtud»; «que trae engañados los confesores», e ir a ellos y decírselo,
poniéndole ejemplos de lo que acaeció a algunos que se perdieron por aquí; mil
maneras de mofas y de dichos de estos.
4.
Yo sé de una persona (5)[5]
que tuvo harto miedo no había de haber quien la confesase, según andaban las
cosas, que por ser muchas no hay para qué me detener. Y es lo peor que no pasan
de presto, sino que es toda la vida, y el avisarse unos a otros que se guarden
de tratar personas semejantes.
Direisme
que también hay quien diga bien. ¡Oh hijas, y qué pocos hay que crean ese bien,
en comparación de los muchos que abominan! ¡Cuánto más que ese es otro trabajo
mayor que los dichos! Porque, como el alma ve claro que si tiene algún bien es
dado de Dios y en ninguna manera no suyo, porque poco antes se vio muy pobre y
metida en grandes pecados, esle un tormento intolerable, al menos a los
principios, que después no tanto, por algunas razones: la primera, porque la
experiencia le hace claro ver que tan presto dicen bien como mal, y así no hace
más caso de lo uno que de lo otro; la segunda, porque le ha dado el Señor mayor
luz de que ninguna cosa es buena suya, sino dada de Su Majestad, y como si la
viese en tercera persona, olvidada de que tiene allí ninguna parte, se vuelve a
alabar a Dios; la tercera, si ha visto algunas almas aprovechadas de ver las
mercedes que Dios la hace, piensa que tomó Su Majestad este medio de que la
tuviesen por buena no lo siendo, para que a ellas les viniese bien; la cuarta, porque
como tiene más delante la honra y gloria de Dios que la suya, quítase una
tentación que da a los principios de que esas alabanzas han de ser para
destruirla, como ha visto algunas, y dásele poco de ser deshonrada a trueco de
que siquiera una vez sea Dios alabado por su medio; después, venga lo que
viniere (6)[6].
5.
Estas razones y otras aplacan la mucha pena que dan estas alabanzas, aunque
casi siempre se siente alguna, si no es cuando poco ni mucho se advierte; mas
sin comparación es mayor trabajo verse así en público tener por buena sin razón,
que no los dichos (7)[7];
y cuando ya viene a no le tener mucho de esto, muy mucho menos le tiene de
esotro, antes se huelga y le es como una música muy suave. Esto es gran verdad,
y antes fortalece el alma que la acobarda; porque ya la experiencia la tiene
enseñada la gran ganancia que le viene por este camino, y parécele que no
ofenden a Dios los que la persiguen; antes, que lo permite Su Majestad para
gran ganancia suya; y como la siente claramente, tómales un amor particular muy
tierno, que le parece aquellos son más amigos y que la dan más a ganar que los
que dicen bien.
6.
También suele dar el Señor enfermedades grandísimas. Este es muy mayor trabajo,
en especial cuando son dolores agudos, que en parte, si ellos son recios, me
parece el mayor que hay en la tierra –digo exterior– aunque entren cuantos
quisieren (8)[8];
si es de los muy recios dolores, digo, porque descompone lo interior y exterior
de manera que aprieta un alma que no sabe qué hacer de sí; y de muy buena gana
tomaría cualquier martirio de presto, que estos dolores; aunque en grandísimo
extremo no duran tanto, que en fin no da Dios más de lo que se puede sufrir, y
da Su Majestad primero la paciencia; mas de otros grandes en lo ordinario y
enfermedades de muchas maneras, [7] yo conozco una persona (9)[9]
que desde que comenzó el Señor a hacerla esta merced que queda dicha, que ha
cuarenta años, no puede decir con verdad que ha estado día sin tener dolores y
otras maneras de padecer, de falta de salud corporal, digo, sin otros grandes
trabajos. Verdad es que había sido muy ruin, y para el infierno que merecía,
todo se le hace poco. Otras, que no hayan ofendido tanto a nuestro Señor, las
llevará por otro camino; mas yo siempre escogería el del padecer, siquiera por
imitar a nuestro Señor Jesucristo, aunque no hubiese otra ganancia; en especial,
que siempre hay muchas.
¡Oh!,
pues si tratamos de los interiores (10)[10],
estotros parecerían pequeños, si estos se acertasen a decir, sino que es
imposible darse a entender de la manera que pasan.
8.
Comencemos por el tormento que da topar con un confesor tan cuerdo (11)[11]
y poco experimentado, que no hay cosa que tenga por segura: todo lo teme, en
todo pone duda, como ve cosas no ordinarias; en especial si en el alma que las
tiene ve alguna imperfección (que les parece han de ser ángeles a quien Dios
hiciere estas mercedes, y es imposible mientras estuvieren en este cuerpo), luego
es todo condenado a demonio o melancolía. Y de esta está el mundo tan lleno, que
no me espanto; que hay tanta ahora en el mundo y hace el demonio tantos males
por este camino, que tienen muy mucha razón de temerlo y mirarlo muy bien los
confesores. Mas la pobre alma que anda con el mismo temor y va al confesor como
a juez, y ese la condena, no puede dejar de recibir tan gran tormento y
turbación, que solo entenderá cuán gran trabajo es quien hubiere pasado por
ello. Porque este es otro de los grandes trabajos que estas almas padecen, en
especial si han sido ruines, pensar que por sus pecados ha Dios de permitir que
sean engañadas; y aunque cuando Su Majestad les hace la merced están seguros y
no pueden creer ser otro espíritu sino de Dios, como es cosa que pasa de presto
y el acuerdo de los pecados se está siempre y ve en sí faltas –que estas nunca
faltan–, luego viene este tormento. Cuando el confesor la asegura, aplácase, aunque
torna; mas cuando él ayuda con más temor, es cosa casi insufrible; en especial,
cuando tras estos vienen unas sequedades, que no parece que jamás se ha
acordado de Dios ni se ha de acordar, y que como una persona de quien oyó decir
desde lejos es cuando oye hablar de Su Majestad.
9.
Todo no es nada, si no es que sobre esto venga el parecer que no sabe informar
a los confesores y que los trae engañados; y aunque más piensa y ve que no hay
primer movimiento que no los diga, no aprovecha; que está el entendimiento tan
oscuro que no es capaz de ver la verdad, sino creer lo que la imaginación le
representa que entonces ella es la señora), y los desatinos que el demonio la
quiere representar, a quien debe nuestro Señor de dar licencia para que la
pruebe y aun para que la haga entender que está reprobada de Dios. Porque son
muchas las cosas que la combaten con un apretamiento interior de manera tan
sentible e intolerable, que yo no sé a qué se pueda comparar, sino a los que
padecen en el infierno; porque ningún consuelo se admite en esta tempestad. Si
le quieren tomar con el confesor, parece han acudido los demonios a él para que
la atormente más; y así, tratando uno con un alma que estaba en este tormento, después
de pasado (que parece apretamiento peligroso por ser de tantas cosas juntas), la
decía le avisase cuando estuviese así, y siempre era tan peor, que vino él a
entender que no era más en su mano (12)[12].
Pues si se quiere tomar un libro de romance, persona que le sabía bien leer, le
acaecía no entender más de él que si no supiera letra, porque no estaba el
entendimiento capaz.
10.
En fin, que ningún remedio hay en esta tempestad, sino aguardar a la
misericordia de Dios, que a deshora, con una palabra sola suya o una ocasión
que acaso sucedió, lo quita todo tan de presto, que parece no hubo nublado en
aquel alma, según queda llena de sol y de mucho más consuelo; y como quien se
ha escapado de una batalla peligrosa con haber ganado la victoria, queda
alabando a nuestro Señor, que fue el que peleó para el vencimiento; porque
conoce muy claro que ella no peleó; que todas las armas con que se podía
defender le parece que las ve en manos de su contrario, y así conoce claramente
su miseria y lo poquísimo que podemos de nosotros si nos desamparase el Señor.
11.
Parece que ya no ha menester consideración para entender esto, porque la
experiencia de pasar por ello, habiéndose visto del todo inhabilitada, le hacía
entender nuestra nonada, y cuán miserable cosa somos; porque la gracia aunque
no debe estar sin ella, pues con toda esta tormenta no ofende a Dios ni le
ofendería por cosa de la tierra), está tan escondida, que ni aun una centella
muy pequeña le parece no ve de que tiene amor de Dios ni que le tuvo jamás;
porque si ha hecho algún bien o Su Majestad le ha hecho alguna merced, todo le
parece cosa soñada y que fue antojo. Los pecados ve cierto que los hizo.
12.
¡Oh Jesús, y qué es ver un alma desamparada de esta suerte, y –como he dicho– (13)[13]
cuán poco le aprovecha ningún consuelo de la tierra! Por eso no penséis, hermanas,
si alguna vez os viereis así, que los ricos y los que están con libertad
tendrán para estos tiempos más remedio. No, no, que me parece a mí es como si a
los condenados les pusiesen cuantos deleites hay en el mundo delante, no
bastarían para darles alivio, antes les acrecentaría el tormento; así acá viene
de arriba, y no valen aquí nada cosas de la tierra. Quiere este gran Dios que
conozcamos rey (14)[14]
y nuestra miseria, e importa mucho para lo de adelante.
13.
Pues ¿qué hará esta pobre alma cuando muchos días le durare así? Porque si reza,
es como si no rezase, para su consuelo, digo; que no se admite en lo interior, ni
aun se entiende lo que reza ella misma a sí, aunque sea vocal, que para mental
no es este tiempo en ninguna manera, porque no están las potencias para ello, antes
hace mayor daño la soledad, con que es otro tormento por sí estar con nadie ni
que la hablen. Y así, por muy mucho que se esfuerce, anda con un desabrimiento
y mala condición en lo exterior, que se le echa mucho de ver.
¿Es
verdad que sabrá decir lo que ha? Es indecible; porque son apretamientos y
penas espirituales, que no se saben poner nombre. El mejor remedio –no digo
para que se quite, que yo no le hallo, sino para que se pueda sufrir– es
entender en obras de caridad y exteriores, y esperar en la misericordia de Dios,
que nunca falta a los que en él esperan (15)[15].
Sea por siempre bendito, amén.
14.
Otros trabajos que dan los demonios, exteriores, no deben ser tan ordinarios, y
así no hay para qué hablar en ellos, ni son tan penosos con gran parte; porque,
por mucho que hagan, no llegan a inhabilitar así las potencias, a mi parecer, ni
a turbar el alma de esta manera; que, en fin, queda razón para pensar que no
pueden hacer más de lo que el Señor les diere licencia, y cuando esta (16)[16]
no está perdida, todo es poco en comparación de lo que queda dicho.
15.
Otras penas interiores iremos diciendo en esta morada, tratando diferencias de
oración y mercedes del Señor; que aunque algunas son aun más recio que lo dicho
en el padecer, como se verá por cuál deja el cuerpo, no merecen nombre de
trabajos, ni es razón que se le pongamos, por ser tan grandes mercedes del
Señor, y que en medio de ellos entiende el alma que lo son y muy fuera de sus
merecimientos. Viene ya esta pena grande para entrar en la séptima morada, con
otros hartos, que algunos diré (17)[17],
porque todos será imposible, ni aun declarar cómo son, porque vienen de otro
linaje que los dichos, muy más alto; y si en ellos, con ser de más baja casta, no
he podido declarar más de lo dicho, menos podré en estotro. El Señor dé para
todo su favor por los méritos de su Hijo, amén.
INTRODUCCIÓN
A LAS MORADAS SEXTAS
Período
extático y tensión escatológica: el místico vive intensamente las realidades
terrestres, pero en vigilante espera del encuentro definitivo con Cristo.
Predominio de la vida teologal. Grandes impulsos de amor. Nuevo modo de «sentir
los pecados pasados». Cristo presente «por una manera admirable, adonde divino
y humano junto es siempre compañía (del alma)». «Heridas de amor». Desposorio
místico. El alma queda sellada, en prenda de especial pertenencia a Dios en
Cristo Jesús.
El
cristiano de las moradas sextas evoca una serie de tipos bíblicos: Jacob y la
escala cuyo último peldaño toca el cielo; Moisés y la zarza ardiente, gran teofanía
de la divinidad; Pablo arrebatado al tercer cielo; la Samaritana invitada a
beber el agua viva; el hijo pródigo ahora entra en el banquete de fiesta; la Magdalena,
defendida por Jesús, la esposa de los Cantares... Con una fugaz alusión a la
figura trágica de Saúl, que ungido rey «se perdió».
COMENTARIO
AL CAPÍTULO 1
En
el umbral de las Sextas Moradas: emoción religiosa
Al
entrar Teresa en la exposición de las moradas quintas había tenido un momento
de sobrecogimiento. Pluma en mano, se había puesto en oración para invocar al
Espíritu Santo: «Enviad, Señor mío, luz del cielo, para que yo pueda dar alguna
(luz) a estas vuestras siervas», las lectoras del libro (5M 1, 1).
Había
hecho otro tanto al adentrarse en las moradas cuartas del Castillo (4M 1, 1).
Ahora, al acercarse a la tierra santa de las moradas sextas, repite el doble
gesto: estremecimiento religioso e invocación del Señor de lo alto, «porque si
Su Majestad y el Espíritu Santo no menean la pluma...», ella será incapaz de
«decir nada», amordazada por la inefabilidad de las cosas que tiene que referir
(5M 4, 11).
Importante.
El gesto de Teresa no es un recurso o un adorno literario. Es latido
irreprimible de su pluma ante el espacio religioso que tiene ante sí. Hablar de
él es como entrar en él: exige una actitud de profundo respeto. Escribir de
ello es un acto religioso de acercamiento a la zona de lo divino, latente y
presente en lo hondo del castillo, en lo hondo del hombre.
Ese
gesto es a la vez un aviso de alerta al lector. En las moradas sextas se le van
a contar cosas fuera de serie: heridas de amor, éxtasis y otros fenómenos
místicos. Incandescentes o fosforescentes. Dependerá de los ojos de quien lea, que
mientras la autora adopta ese su emocionado gesto religioso, él no se abandone
al curioseo de una lectura superficial que le impida entrar en contacto con el
fuego sagrado de esas páginas.
La
desmesura de las moradas sextas: ¿por qué?
Las
páginas de las moradas sextas rompen de pronto la andadura simétrica y
acompasada de la exposición. No solo son las más extensas del libro, sino que
ellas solas ocupan más de un tercio de la obra. La Santa les dedica once
capítulos de los 27 de que consta el Castillo. Como si, al evocar el período
extático de su vida –allá entre los 43 y los 57 de edad–, no tuviera prisa en
la exposición e intencionadamente se propusiera abundar y dar vuelos a su
pluma.
¿Por
qué esa desmesura? ¿Era exigencia autobiográfica o más bien se debía a la
espera y exigencia coyuntural de las lectoras destinatarias del libro, de las
que poco antes había escrito la Santa que casi «todas llegan a la contemplación
perfecta, y algunas van tan adelante, que llegan a arrobamiento» (Fundaciones
4, 8). Porque esos «arrobamientos» y sus aledaños místicos van a ser el
argumento de las presentes moradas sextas.
Pero
no. Esa aparente desmesura de las moradas sextas tiene otra motivación. Es
precisamente en ellas donde Teresa se propone reanudar el tema que había
quedado truncado y mal organizado en su primer libro, el de la Vida. Lo había
escrito doce años antes, cuando ella misma bogaba a media cota del período
extático. Por tanto, sin experimentar ni conocer su entera singladura, y menos
aún la función que a esa serie de gracias le corresponde en el proceso místico,
como preparación al desenlace final de las moradas séptimas, que tampoco ella
conocía al redactar las páginas de Vida.
Por
eso precisamente, al enfrentarse ahora con todo ese paisaje de gracias
místicas, se propone reordenarlas de sana planta, y describirlas más
atildadamente que en el remoto «tratadillo» de las cuatro maneras de regar el
huerto del alma. Allí había desdoblado el tema en lo que designó como tercera y
cuarta agua. Ahora aquellas dos jornadas las unifica en una sola morada del
Castillo, que nosotros podríamos titular: «Período extático del proceso
místico».
Ese
enfoque de las páginas finales del Castillo (moradas sextas y séptimas, más de
la mitad del libro), sugiere al lector una pauta de lectura. Sabemos que al
titular la obra en la página inicial, Teresa le concedió honores de «tratado».
Por tanto, el Castillo nació con aliento de exposición doctrinal, como un
tratado de teología espiritual. Pero teología espiritual de corte y talante
teresianos. Como soporte de la exposición doctrinal, la autora cimentó su
Castillo sobre una plataforma subyacente de autobiografía personal. A la vez
que exposición teológica, el libro debería contener la historia interior de la
autora, su currículum espiritual,
discretamente camuflado de anonimato.
Pues
bien, a partir de ese momento el filón autobiográfico se refuerza y consolida.
En realidad, estas moradas sextas son las vividas por Teresa en el castillo de
su propia alma. Lo serán igualmente las séptimas, dos espléndidos jirones de su
autobiografía, ahora codificados por ella dentro del esquema teológico del
libro. Una lectura comprensiva de esas páginas obliga a empalmarlas con los
anteriores relatos autobiográficos. Para estas moradas sextas, conectarlas con
los respectivos capítulos paralelos de Vida (cc. 16-21 y 23-40). Y para las
moradas séptimas, con la Relación 35 y las siguientes... Todo un arsenal de
datos de alta vida espiritual. Pero en ninguno de esos escritos la codificación
de experiencias místicas ha sido tan perfecta como en estas páginas de las
Moradas.
El
paisaje de las moradas sextas del Castillo
Antes
de abordar la lectura del capítulo primero, concedámonos una pausa de oteo
sobre el horizonte de las moradas sextas. Recordemos que desde el punto de
vista autobiográfico, cubren un largo tramo de la vida de Teresa. En torno a
los quince años de duración. Aproximadamente, desde sus 43 o 44 de edad hasta
los 57. Son los años duros de su pugna con los teólogos de Ávila, que se niegan
a refrendar la autenticidad de sus vivencias místicas. Los años de la promesa
del «libro vivo» y de la transverberación del corazón. Años en que recibe la
«misión» de fundadora y se le otorga la gracia de la más fascinante mariofanía.
Período de alta tensión interior, de incontenibles ímpetus y deseos, de
frecuentes éxtasis y arrobamientos. Es entonces cuando estrena pluma y carisma
magisterial: compone el poema «Oh Hermosura que excedéis...», redacta Vida y
escribe por dos veces el Camino. Años en que estrena también su papel de líder:
funda su primer Carmelo, comienza las correrías de fundadora (Medina, Toledo,
Valladolid...), conquista a fray Juan de la Cruz y lo envía a Duruelo, etc.
Será
ese el paisaje que deberán reflejar las moradas sextas del libro. No todo ese
centón de episodios pasará a las páginas del Castillo, sino solo las vivencias
de calado interior que jalonaron la marcha o que marcaron los hitos salientes
de esa larga jornada. Podríamos resumirlas así:
– Ante
todo, ingreso en la noche; entrada y travesía de una larga escalada de «grandes
trabajos» y pruebas purificadoras: capítulo 1;
– Tensión
de vida teologal: amplio abanico de gracias y fenómenos místicos de todo tipo:
ímpetus, hablas, éxtasis, vuelos de espíritu, visiones...: capítulo 2 y
siguientes;
– Función
salvadora de la Humanidad de Cristo, frente al peso de los propios pecados
pasados: capítulo 7;
– Preludio
de las moradas séptimas: «verdad» y «deseos». Dios es la suma Verdad, que
coloca al alma en régimen de verdad (cap. 10) y de «unos deseos tan grandes e
impetuosos» que ponen en peligro la vida: capítulo 11.
El
capítulo primero: la noche de espíritu
Teresa
no utiliza ese vocablo técnico de fray Juan de la Cruz, aunque sí conoce el
simbolismo espiritual de la Noche. Pero aparte el vocablo y el símbolo, la
realidad purificadora de la noche mística (oscuridad, pruebas, cruz...) es el
primer dato, primer factor caracterizante de las moradas sextas. Al entrar en
ellas, se produce «la herida» definitiva del alma. Es la primera afirmación del
capítulo: «Pues vengamos con el favor del Espíritu Santo a hablar en las sextas
moradas, adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar
para estar sola y quitar todo lo que la pueda estorbar de esta soledad» (n. 1).
«La
herida» del alma trae al lector casi inevitablemente una serie de evocaciones:
el texto bíblico del Cantar de los Cantares «vulnerasti cor meum»; el
maravilloso simbolismo sanjuanista del «ciervo vulnerado» y de «la regalada llaga»;
el pasaje de la autobiografía teresiana en que la Santa cuenta la gracia del
dardo con que el ángel la hiere el corazón...
De
hecho, ya en Vida había contado ella la historia íntima de esa herida. Herida
de fuego, producida por una extraña centella de origen divino, o por una saeta
hincada en lo más vivo de las entrañas y que deja en pos de sí una «llaga» de
la ausencia de Dios. He aquí un breve jirón de esa página autobiográfica:
«No
ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos
echan dentro para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de
la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y
corazón, a las veces, que no sabe el alma qué ha ni qué quiere. Bien entiende
que quiere a Dios, y que la saeta parece traía hierba para aborrecerse a sí por
amor a este Señor, y perdería de buena gana la vida por él. No se puede
encarecer ni decir el modo con que llaga Dios al alma, y la grandísima pena que
da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay
deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma estar muriendo
de este mal... Oh, ¡qué es ver un alma herida!» (Vida 29, 10).
De
todo eso hablará de nuevo en los capítulos próximos de estas moradas sextas (c.
2, 2-4, y c. 11) Ahora, sin embargo, en este primero, presentará uno solo de
los aspectos de ese fuego de amor, el aspecto doloroso. La incandescencia del
amor y de los deseos van a producir un primer efecto abrasador y purificador.
Es la gran prueba, inseparable de la experiencia mística profunda. La que san
Juan de la Cruz –quizá a la luz del caso de Teresa– describirá como noche del
espíritu.
La
Santa, aun sintiéndose incapaz de describirla a fondo –«porque es indecible»,
notará ella–, la propone en un esquema sencillo y trasparente. Se trata, según
ella, de una prueba dolorosa y total a que es sometido el místico de forma
exhaustiva: desde fuera y desde dentro de sí mismo; en su dinamismo
psicológico, obscurecimiento e impotencia interior; en sus relaciones con los
demás, total incomprensión y aislamiento; y en su relación con Dios, radical
sentimiento de ausencia y desamparo.
Comienza
por lo exterior (n. 3): incomprensión y acoso de amigos y asesores de espíritu.
Tácitamente, Teresa aludirá al terrible período en que se la tuvo por posesa
del demonio, se la privó de la comunión, se la obligó a «no pensar» en Cristo
ni en su pasión, incluso a mofarse de la imagen del Señor y hacerle muecas
(«higas») cada vez que se le apareciese. «Yo sé de una persona que tuvo harto
miedo no había de haber quien la confesase, según andaban las cosas...» (n. 4).
«Cosas suficientes para quitarme el juicio», comenta ella misma (Vida 28, 18).
Pues bien, ahora piensa que por esa zona de total demolición de las apoyaturas
humanas tiene que pasar quien haga la travesía de las moradas sextas. Y sin
embargo, esa tribulación «exterior» es solo el umbral de la noche.
Lo
normal, cree ella, es pasar por el crisol de la enfermedad: «enfermedades
gravísimas» (n. 6). No solo del cuerpo. Lo peor y más recio sucede cuando a
estas se suman las crisis psicológicas: «porque descomponen lo exterior e
interior de manera que aprietan al alma, que no sabe qué hacer de sí, y de muy
buena gana tomaría cualquier martirio... (antes) que estos dolores; aunque en
tan grandísimo extremo no duran tanto, que en fin no da Dios más de lo que se
puede sufrir» (n. 6). También esto es puro recuerdo de su caso personal: «Yo
conozco una persona (ella misma), que desde que comenzó el Señor a hacerle esta
merced, que ha cuarenta años, no puede decir con verdad que ha estado día sin
tener dolores y otras maneras de padecer, de falta de salud corporal, digo, sin
otros grandes trabajos» (n. 7).
Por
fin, lo más intenso de la noche: la prueba de la fe. Desolación y sequedad en
la relación con Dios. Sentimiento de su ausencia, hasta verse precisada a
gritar con el salmista: «Dónde está tu Dios», así había anotado en Vida 20, 11.
Ahora describe esa situación de alma en tres pinceladas:
– Recuerdo
sofocante de los pecados pasados, hasta «pensar que por ellos ha de permitir
Dios que sea engañada» (n. 8).
– Sequedades
en pleno mar de amor: «Es cosa insufrible, en especial cuando tras estos
temores vienen unas sequedades que no parece que jamás se ha acordado de Dios
ni se ha de acordar, y que como una persona de quien oyó decir desde lejos es
cuando oye hablar de Su Majestad» (n. 8).
– Oscuridad
en la mente y confusión en la fe, nubladas ambas por «los desatinos que el
demonio le quiere representar..., porque son muchas las cosas que la combaten,
con un apretamiento interior de manera tan sentible e intolerable, que yo no sé
a qué se pueda comparar sino a los que padecen en el infierno... Está el
entendimiento tan oscuro, que no es capaz de ver la verdad... La gracia está
tan escondida, que ni aun una centella muy pequeña le parece ver de que tiene
amor de Dios ni que le tuvo jamás» (nn. 9-11).
Ese
crisol... ¿para qué?
Ya
en la Biblia, Yavé es fuego; su acercamiento a Elías, por ejemplo, es
torbellino y huracán y terremoto.
Teresa
está convencida de que para recibir las joyas que al alma se le han de dar en
la vida mística, es indispensable un lavado profundo del espíritu,
desarraigándolo de tanta escoria como normalmente lo aqueja. Comenzó el
capítulo advirtiéndoselo al lector: aquí, a la altura de las sextas moradas,
«ya el alma queda bien determinada a no tomar otro esposo; mas el Esposo no
mira a los grandes deseos que tiene de que se haga ya el desposorio, que aún
quiere que lo desee más y que le cueste algo Bien que es el mayor de los
bienes. Y aunque todo es poco para tan grandísima ganancia, yo os digo, hijas,
que no deja de ser menester la muestra y señal que ya tiene de ella, para
poderse llevar» (n. 1).
En
definitiva, el para qué de la noche es en función de aquilatar los ojos para
entrar en la luz del amanecer. Ya en un pasaje paralelo del libro de la Vida
(20, 16), había escrito «que en esta pena se purifica el alma, y se labra o
purifica como el oro en el crisol, para poder mejor poner los esmaltes de sus
dones, y que se purga allí lo que había de estar en purgatorio».
Lo
repetirá al final de las moradas sextas: «Oh válgame Dios, Señor, cómo apretáis
a vuestros amadores. Mas todo es poco para lo que les dais después. Bien es que
lo mucho cueste mucho. Cuánto más que, si es purificar esta alma para que entre
en la séptima morada –como los que han de entrar en el cielo se limpian en el
purgatorio–, es tan poco este padecer como sería una gota de agua en la mar» (6M
11, 6).
[9]
Nueva alusión velada a sí misma y a su penosa historia. Cuenta 62 años cuando
escribe estas líneas. Descontados los 40 aludidos en el texto, habría que
regresar a los 22/23 de edad, entre su noviciado y la terrible enfermedad que
la lleva a Becedas y al borde de la muerte. Fue entonces, cuando «comenzó el
Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración
de quietud, y alguna vez llegaba a unión...» (V 4, 7).
[17]
Algunos diré en el c. 11, último de
las moradas sextas. – Vienen de otro linaje que los dichos en este capítulo.
MORADAS DEL CASTILLO INTERIOR
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