Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS QUINTAS
Capítulo 4
Prosigue
en lo mismo, declarando más esta manera de oración (1)[1].
Dice lo mucho que importa andar con aviso, porque el demonio le trae grande
para hacer tornar atrás de lo comenzado.
1.
Paréceme que estáis con deseo de ver qué se hace esta palomica y adónde asienta,
pues queda entendido que no es en gustos espirituales ni en contentos de la
tierra: más alto es su vuelo. Y no os puedo satisfacer de este deseo hasta la
postrera morada, y aun plega a Dios se me acuerde o tenga lugar de escribirlo;
porque han pasado casi cinco meses desde que lo comencé hasta ahora (2)[2];
y como la cabeza no está para tornarlo a leer, todo debe ir desbaratado y por
ventura dicho algunas cosas dos veces. Como es para mis hermanas, poco va en
ello.
2.
Todavía quiero más declararos lo que me parece que es esta oración de unión.
Conforme a mi ingenio pondré una comparación; después diremos más de esta
mariposica, que no para (aunque siempre fructifica haciendo bien a sí y a otras
almas) (3)[3],
porque no halla su verdadero reposo.
3.
Ya tendréis oído muchas veces (4)[4]
que se desposa Dios con las almas espiritualmente. ¡Bendita sea su misericordia
que tanto se quiere humillar! Y aunque sea grosera comparación, yo no hallo
otra que más pueda dar a entender lo que pretendo que el sacramento del
matrimonio. Porque aunque de diferente manera, porque en esto que tratamos
jamás hay cosa que no sea espiritual (esto corpóreo va muy lejos, y los
contentos espirituales que da el Señor y los gustos (5)[5],
al que deben tener los que se desposan, van mil leguas lo uno de lo otro), porque
todo es amor con amor, y sus operaciones son limpísimas y tan delicadísimas y
suaves, que no hay cómo se decir, mas sabe el Señor darlas muy bien a sentir.
4.
Paréceme a mí que la unión aún no llega a desposorio espiritual; sino, como por
acá cuando se han de desposar dos, se trata si son conformes y que el uno y el
otro quieran, y aun que se vean, para que más se satisfaga el uno del otro, así
acá (6)[6],
presupuesto que el concierto está ya hecho y que esta alma está muy bien
informada cuán bien le está y determinada a hacer en todo la voluntad de su
Esposo de todas cuantas maneras ella viere que le ha de dar contento, y Su
Majestad, como quien bien entenderá si es así, lo está de ella, y así hace esta
misericordia, que quiere que entienda más y que –como dicen– vengan a vistas
(7)[7]
y juntarla consigo. Podemos decir que es así esto, porque pasa en brevísimo
tiempo. Allí no hay más dar y tomar, sino un ver el alma, por una manera
secreta, quién es este Esposo que ha de tomar; porque por los sentidos y
potencias en ninguna manera podía entender en mil años lo que aquí entiende en
brevísimo tiempo; mas como es tal el Esposo, de sola aquella vista la deja más
digna de que se vengan a dar las manos, como dicen; porque queda el alma tan
enamorada, que hace de su parte lo que puede para que no se desconcierte este
divino desposorio. Mas si esta alma se descuida a poner su afición en cosa que
no sea él, piérdelo todo, y es tan grandísima pérdida como lo son las mercedes
que va haciendo, y mucho mayor que se puede encarecer.
5.
Por eso, almas cristianas a las que el Señor ha llegado a estos términos, por él
os pido que no os descuidéis, sino que os apartéis de las ocasiones, que aún en
este estado no está el alma tan fuerte que se pueda meter en ellas como lo está
después de hecho el desposorio, que es en la morada que diremos tras esta;
porque la comunicación no fue más de una vista –como dicen– (8)[8]
y el demonio andará con gran cuidado a combatirla y a desviar este desposorio;
que después, como ya la ve del todo rendida al Esposo, no osa tanto, porque la
ha miedo, y tiene experiencia que, si alguna vez lo hace, queda con gran
pérdida y ella con más ganancia.
6.
Yo os digo, hijas, que he conocido a personas muy encumbradas, y llegar a este
estado y con la gran sutileza y ardid del demonio, tornarlas a ganar para sí;
porque debe de juntarse todo el infierno para ello, porque, como muchas veces
digo (9)[9],
no pierden un alma sola, sino gran multitud. Ya él tiene experiencia en este
caso; porque, si miramos la multitud de almas que por medio de una trae Dios a
sí, es para alabarle mucho los millares que convertían los mártires: ¡una
doncella como Santa Úrsula! Pues ¡las que habrá perdido el demonio por Santo
Domingo y San Francisco y otros fundadores de Órdenes, y pierde ahora por el
Padre Ignacio, el que fundó la Compañía!, que todos está claro –como lo leemos–
(10)[10]
recibían mercedes semejantes de Dios. ¿Qué fue esto sino que se esforzaron a no
perder por su culpa tan divino desposorio? ¡Oh hijas mías!, que tan aparejado
está este Señor a hacernos merced ahora como entonces, y aun en parte más
necesitado de que las queramos recibir, porque hay pocos que miren por su honra,
como entonces había. Querémonos mucho; hay muy mucha cordura para no perder de
nuestro derecho. ¡Oh qué engaño tan grande! El Señor nos dé luz para no caer en
semejantes tinieblas, por su misericordia.
7.
Podreisme preguntar o estar con duda de dos cosas: la primera, que si está el
alma tan puesta con la voluntad de Dios como queda dicho (11)[11],
que ¿cómo se puede engañar, pues ella en todo no quiere hacer la suya? La segunda,
¿por qué vías puede entrar el demonio tan peligrosamente que se pierda vuestra
alma, estando tan apartadas del mundo y tan llegadas a los sacramentos y en
compañía –podemos decir– de ángeles, pues por la bondad del Señor todas no
traen otros deseos sino de servirle y agradarle en todo?; que ya los que están
metidos en las ocasiones del mundo, no es mucho. Yo digo que en esto tenéis
razón, que harta misericordia nos ha hecho Dios; mas cuando veo –como he dicho–
que estaba Judas en compañía de los Apóstoles, y tratando siempre con el mismo
Dios, y oyendo sus palabras, entiendo que no hay seguridad en esto (12)[12].
8.
Respondiendo a lo primero, digo que si esta alma se estuviese siempre asida a
la voluntad de Dios, que está claro que no se perdería; mas viene el demonio
con unas sutilezas grandes, y debajo de color de bien vala desquiciando en
poquitas cosas de ella y metiendo en algunas que él le hace entender que no son
malas, y poco a poco oscureciendo el entendimiento y entibiando la voluntad y
haciendo crecer en ella el amor propio, hasta que de uno en otro la va
apartando de la voluntad de Dios y llegando a la suya.
De
aquí queda respondido a lo segundo; porque no hay encerramiento tan encerrado
adonde él no pueda entrar, ni desierto tan partado adonde deje de ir. Y aun
otra cosa os digo, que quizá lo permite el Señor para ver cómo se ha aquel alma
a quien quiere poner por luz de otras; que más vale que en los principios, si
ha de ser ruin, lo sea que no cuando dañe a muchas.
9.
La diligencia que a mí se me ofrece más cierta (después de pedir siempre a Dios
en la oración que nos tenga de su mano, y pensar muy continuo cómo, si él nos
deja, seremos luego en el profundo, como es verdad, y jamás estar confiadas en
nosotras, pues será desatino estarlo), es andar con particular cuidado y aviso,
mirando cómo vamos en las virtudes: si vamos mejorando o disminuyendo en algo, en
especial en el amor unas con otras y en el deseo de ser tenida por la menor y
en cosas ordinarias; que si miramos en ello y pedimos al Señor que nos dé luz, luego
veremos la ganancia o la pérdida. Que no penséis que alma que llega Dios a
tanto la deja tan aprisa de su mano que no tenga bien el demonio que trabajar, y
siente Su Majestad tanto en que se le pierda, que le da mil avisos interiores
de muchas maneras; así que no se le podrá esconder el daño.
10.
En fin, sea la conclusión en esto, que procuremos siempre ir adelante, y si
esto no hay, andemos con gran temor, porque sin duda algún salto nos quiere
hacer el demonio; pues no es posible que, habiendo llegado a tanto, deje ir
creciendo, que el amor jamás está ocioso, y así será harto mala señal. Porque
alma que ha pretendido ser esposa del mismo Dios y tratádose ya con Su Majestad
y llegado a los términos que queda dicho, no se ha de echar a dormir.
Y
para que veáis, hija, lo que hace con las que ya tiene por esposas, comencemos
a tratar de las sextas moradas, y veréis cómo es poco todo lo que pudiéremos
servir y padecer y hacer para disponernos a tan grandes mercedes. Que podrá ser
haber ordenado nuestro Señor que me lo mandasen escribir para que, puestos los
ojos en el premio y viendo cuán sin tasa es su misericordia, pues con unos
gusanos quiere así comunicarse y mostrarse, olvidemos nuestros contentillos de
tierra y, puestos los ojos en su grandeza, corramos encendidas en su amor.
11.
Plega a él que acierte yo a declarar algo de cosas tan dificultosas; que si Su
Majestad y el Espíritu Santo no menea la pluma (13)[13],
bien sé que será imposible. Y si no ha de ser para vuestro provecho, le suplico
no acierte a decir nada; pues sabe Su Majestad que no es otro mi deseo, a
cuanto puedo entender de mí, sino que sea alabado su nombre, y que nos
esforcemos a servir a un Señor que así paga aun acá en la tierra; por donde
podemos entender algo de lo que nos ha de dar en el cielo, sin los intervalos y
trabajos y peligros que hay en este mar de tempestades. Porque, a no le haber
de perderle y ofenderle, descanso sería que no se acabase la vida hasta el fin
del mundo, por trabajar por tan gran Dios y Señor y Esposo.
Plega
a Su Majestad merezcamos hacerle algún servicio, sin tantas faltas como siempre
tenemos, aun en las obras buenas, amén.
COMENTARIO
El
símbolo nupcial y la vida mística
Antes
de leer este capítulo final de las quintas moradas, recordemos algunos datos
orientadores:
– El
Castillo Interior es un libro místico;
– A
la autora le interesan, sobre todo, las etapas finales de la vida espiritual, y
testificar en ellas su experiencia de Dios, para que «sea alabado su nombre»;
– Esas
etapas finales corresponden, en el libro, a las moradas quintas, sextas y
séptimas;
– Y
para entrar en esa región del amor y de la experiencia de Dios, Teresa recurre
a dos símbolos;
– Al
comienzo de las moradas quintas (c. 2), el símbolo del gusano de seda que se
transforma en mariposa;
– Al
concluir la exposición (c. 4), el símbolo de los símbolos, el del Cantar de los
Cantares: el símbolo del amor nupcial;
– Es
eminentemente cristológico el primero; cristológico, teologal y trinitario el
segundo;
– El
primero le sirve para decir cómo en la vida cristiana hay un momento en que
estalla y se plenifica la mística bautismal del renacimiento en Cristo;
– El
símbolo segundo –apenas esbozado en estas moradas, pero desarrollado en las
siguientes– va a preconizar el primado del amor; y sirve a la autora para
resaltar uno de los matices diferenciales de la experiencia mística cristiana,
como hecho eminentemente interpersonal: profunda simbiosis de amor entre la
persona divina y la persona humana.
Al
abordar ahora la lectura de este capítulo final de las moradas quintas, el
lector va a tener su lugar de cita en ese símbolo esponsal: como si de pronto
se desplegase ante él un horizonte nuevo, que solo podrá abarcar con la mirada
cuando llegue a la altura de las moradas séptimas del Castillo.
Una
pausa previa: escribir no es un idilio
Escribiendo,
Teresa se interioriza. La ruta del Castillo conduce a la interioridad. Ahí se
convoca al lector: «Entrad, entrad, hijas mías, en lo interior; pasad
adelante...» (3M 1, 6). Como si las «afueras» se esfumasen o retrocediesen.
Como si para Teresa escribir de esas cosas fuese un idilio.
Es
la impresión del lector. Lo que él no se imagina es que mientras ella escribe
esas páginas místicas, las «afueras» de su alma crujen bajo el acoso de uno de
los más penosos embrollos de su vida. Por eso, al comenzar el capítulo, hace
una pausa para susurrárselo al lector. Que no se imagine que la vida mística es
algo así como el banquete delicioso de los diálogos de Platón. Hace casi cinco
meses que ella ha comenzado su escrito. Ha tenido que interrumpirlo. Ha viajado
apresuradamente de Toledo a Ávila. En Ávila lleva tres o cuatro meses sin
reanudar la escritura. Ahora, a contrapelo del crudo invierno abulense, a
primeros de noviembre, vuelve a la tarea. Con frío y mala salud: «Como la
cabeza no está para tornarlo a leer, todo debe ir desbaratado», así lo recela
ella.
Aun
más dramática es su situación familiar, digamos «socioambiental». A Madrid ha
llegado el nuevo Nuncio papal, que es francamente adverso a ella y a su obra.
Desde Sevilla han enviado a la Corte un grueso lote de memoriales calumniosos
contra su persona, sus monjas, su predilecto padre Gracián. Teresa tiene que
escribir al rey para defenderse y defenderlos. Ahí mismo, a dos pasos del Carmelo
de San José, las monjas de la Encarnación se han empeñado en reelegirla por
priora, y han incurrido –todas cuantas le han dado el voto– en excomunión.
Siguen excomulgadas. Desde la Encarnación le llegan los ayes doloridos a través
de fray Juan de la Cruz y otros incidentes.
Ella
misma «anda tan ruin de la cabeza» (carta a María de San José), que con
frecuencia no es capaz de escribir de propia mano, sino que dicta la
correspondencia a una de sus monjas. Pese a todo lo cual, tiene que bregar para
pasar el Carmelo de San losé –donde reside– a la jurisdicción de la Orden,
luchando a brazo partido para obtener el consentimiento del Obispo de Ávila,
don Álvaro, y el de sus propias monjas, más adictas al prelado diocesano que al
provincial.
Lo
inverosímil es cómo en esa barahúnda de las afueras del castillo la pobre
escritora logra instalarse en una pausa de calma para reemprender la redacción
del escrito. Labor literaria a fondo. De un tirón llega hasta el final del
libro. Todo en este mes de noviembre de 1577. Cuando el día 29 data el epílogo,
la borrasca en torno se ha encrespado. Esa misma semana es apresado fray Juan
de la Cruz y llevado a la cárcel toledana... Y ella volverá a escribir al rey
pidiendo ayuda para el santico de fray Juan, etc., etc.
Sí,
pero nada de eso filtra un mínimo eco en las páginas del libro. Teresa escribe
desde más allá de la borrasca. Instalada en su oasis del «nada te turbe, nada
te espante, todo se pasa...».
El
símbolo del amor esponsal: «todo es amor con amor»
Precede
un momentáneo saludo de despedida a la «mariposica» del precedente símbolo:
«Paréceme que estáis con deseo de ver qué se hace esta palomica y adónde
asienta, pues queda entendido que no es en gustos espirituales ni en contentos
de la tierra; más alto es su vuelo. Y no os puedo satisfacer de este deseo
hasta la postrera morada...» (n. 1). Y de pronto se abre paso el nuevo símbolo
nupcial. Es preciso cederle la palabra a Teresa:
«Ya
tendréis oído muchas veces que se desposa Dios con las almas espiritualmente.
¡Bendita sea su misericordia que tanto se quiere humillar! Y aunque sea grosera
comparación, yo no hallo otra que más pueda dar a entender lo que pretendo que
el sacramento del matrimonio. Porque aunque de diferente manera, porque en esto
que tratamos jamás hay cosa que no sea espiritual (esto corpóreo va muy lejos,
y los contentos espirituales que da el Señor y los gustos, al que deben de
tener los que se desposan, van mil leguas lo uno de lo otro), porque todo es
amor con amor y sus operaciones son limpísimas y tan delicadas y suaves que no
hay cómo se decir, mas sabe el Señor muy bien darlas a entender» (n. 3).
Apenas
una página más adelante (n. 6), Teresa evocará expresamente las lecturas que se
hacen públicamente en la comunidad de San José: «... como lo leemos (en las
vidas de los Santos)». Ahora, en cambio, al introducir el símbolo nupcial, lo
evocado no son las lecturas y los libros, sino las pláticas y conversaciones: «Ya
tendréis oído muchas veces que se desposa Dios con las almas...».
Precisamente
por esas fechas ejerce su magisterio en Ávila fray Juan de la Cruz. Él es, sin
duda, quien ha hecho oír –y quizá «muchas veces»– la lección del amor esponsal
y su predilección por las páginas bíblicas del Cantar de los Cantares. Él y la
Madre Teresa han compuesto en competencia poética sendos poemas gemelos sobre
lo que pasa «después que muero de amor». Y pocos días después, ya en la cárcel
de Toledo, fray Juan recreará el simbolismo esponsal del Cantar bíblico en las
estrofas de su Cántico Espiritual.
Todo
ello hace sospechar que, al introducir Teresa su símbolo nupcial en el
Castillo, estaba a la escucha de fray Juan de la Cruz, quien a su vez empalma
con toda la tradición espiritual cristiana, desde san Pablo y Orígenes, hasta san Bernardo y
Ruysbroeck.
Pero
la pluma de Teresa da un toque de originalidad al viejo símbolo. También ella
se inspira en la Biblia. Para esas fechas ya ha glosado, a su modo, los motivos
esponsales del Cantar bíblico en su librito Conceptos del amor de Dios. Pero
ella no es biblista. Desde el poema bíblico regresa espontáneamente al realismo
de la vida humana, tal como lo conoce en la liturgia del matrimonio («no hallo
otra cosa que más pueda dar a entender lo que pretendo que el sacramento del
matrimonio»), y en las usanzas de la vida social de su tiempo.
De
este último –digamos, del ritual profano– toma la base para articular el
símbolo en tres tiempos progresivos: «vistas», «desposorios» y «matrimonio»,
que corresponderían a las tres etapas finales del proceso espiritual: moradas
quintas, sextas y séptimas.
De
momento, Teresa se limita a insinuarlas. Ante todo, se apresura a interponer
distancias entre el símbolo y lo simbolizado: «Van mil leguas» entre el
matrimonio humano y el humano-divino. En este último «jamás hay cosa que no sea
espiritual»; «esto corpóreo va muy lejos»; «aquí todo es amor con amor»; «sus
operaciones son limpísimas y suaves». A esa desemejanza se debe que, en el
fondo, a Teresa le resulta «grosera la comparación». Pero sin que ello
signifique repudio: sigue pensando que no hay comparación (símbolo) mejor. Lo
veremos más adelante: desde su finura y exquisita sensibilidad femenina y
mística, Teresa no sentirá rubor ni titubeo alguno en asumir en toda su hondura
y realismo el hecho del amor humano para introducir al lector en el misterio
del amor divino.
Los
tres tiempos en que se articula el símbolo, Teresa los ilustra así:
1º
«Las vistas» (el noviazgo, diríamos hoy) corresponden a un proceso de fe y
conocimiento. En el plano social, es necesario que los futuros esposos se
conozcan «para que más se satisfagan el uno del otro». En la vertiente de lo
simbolizado, se trata de una iluminación no recíproca sino unidireccional:
conocerlo a Él. Conocimiento relámpago: «Porque pasa en brevísimo tiempo». Pero
novedoso, sapiencial, experiencial: es «un ver el alma, por una manera secreta,
quién es este Esposo que ha de tomar». Fulgurante: «En mil años no podría entender
lo que aquí entiende en brevísimo tiempo». Y trasformante: esa vista del Esposo
«la deja más digna de que se vengan a dar las manos». Es el mismo tema
sanjuanista: «Después que me miraste / gracia y hermosura en mí dejaste»
(Cántico, estrofa 33).
2º El
«desposorio»: es el paso del conocimiento al amor. Por primera vez aparece en
el libro la palabra «enamorada»: «Queda el alma tan enamorada, que hace lo que
puede por que no se desconcierte este divino desposorio» (n. 6). Vocablo que
reaparecerá sola otra vez en el libro (6M 9, 18). También lo utiliza fray Juan
de la Cruz en un verso maravilloso: «Cuán delicadamente me enamoras». Ella,
Teresa, por las fechas en que vivía esa jornada espiritual, se lo aplicaba a sí
misma con suma espontaneidad y realismo. Lo cuenta uno de sus teólogos
asesores (hacia 1562):
«Yo
le pregunté un día (a la madre Teresa) que me dijese cómo gastaba el tiempo, y
pensaba yo que tenía algunas horas de oración y que lo demás gastaba en otros
ejercicios. Respondiome, cómo yo trataba lo dificultoso...; que no se podía
imaginar persona enamorada tanto de otra, y que no se pudiese un punto hallar
sin lo que amaba, como ella era con nuestro Señor, consolándose con él, y
hablando siempre de él y con él» (BMC 2, 148).
Resumiendo
ahora cuanto ha dicho en los tres capítulos anteriores acerca del «estado de
unión» a Dios (=vistas), Teresa se limita a subrayar: «Presupuesto que el
concierto (entre el alma y Dios) está ya hecho, y que esta alma está muy bien
informada cuán bien le está, y determinada a hacer en todo la voluntad de su
Esposo de todas cuantas maneras ella viere que le ha de dar contento, y Su
Majestad –como quien bien entenderá si es así– lo está de ella, así (le) hace
esta misericordia... de juntarla consigo» (n. 4). Subrayemos los términos elegidos
por Teresa: concierto de Dios y el alma; información y total determinación de
esta; llega por parte de Su Majestad la hora de la misericordia y de la junta
con él. Todo ello «por una manera secreta...», que es el ingrediente de toda
mística experiencia de lo divino. Ascensión «por la secreta escala disfrazada»,
escribiría fray Juan de la Cruz
El
porqué del símbolo nupcial
¿No
es desconcertante este recurso de la escritora mística a materiales de calibre
humano, para explicar algo tan divino como es la experiencia de Dios en la
plenitud de la vida y de la gracia cristiana?
Sí,
desconcertante a primera vista. Desconcertante por partida doble: ¡topar con un
símbolo tan friable, tan próximo a lo sexual y erótico, al menos para la mirada
y la sensibilidad de nuestra cultura de lectores de hoy..., topar con ese símbolo
precisamente en la pluma femenina de una autora tan alertada y refinada como
Teresa de Jesús! Y en segundo lugar, ¡topar con él en el corazón de los libros
bíblicos y en la secuencia constante de toda la tradición mística cristiana...!
¿Tiene
explicación aceptable esa especie de recelo que se alza desde lo recóndito de
nuestra sensibilidad de lectores quizá con ojos demasiado erosionados por lo
profano? Probablemente la explicación más obvia y la más radical nos viene de
la Biblia. Es la misma respuesta que se da a quien pregunta el porqué del poema
bíblico del Cantar de los Cantares: Por qué Yavéh es un Dios enamorado de su
pueblo. Sencillamente porque «Dios es amor». Es normal que asuma el parámetro y
la parábola del amor humano para revelar comprensiblemente –con o sin
antropomorfismo– su amor divino.
Y
por eso mismo la mística del amor esponsal entre Dios y nosotros es típicamente
cristiana. En última instancia, en el régimen de la gracia cristiana, la
experiencia suma de Dios no asume las dimensiones de un acontecimiento cósmico,
sino que se realiza en la historia humana de la persona. Sí, pasa a través del
goce purificado de la belleza diseminada por el Creador en la tierra y en los
cielos –sembrados por él «mil gracias derramando»–, pero para culminar en el
amor entre las personas, la divina y las humanas. La historia de las moradas
secretas del Castillo Interior reitera en cada místico cristiano lo que es en
grande la historia de Dios con su pueblo, sintetizada y parabolizada en el
poema nupcial.
Centinela
en alerta
Teresa
recurre de nuevo a la consigna evangélica de la vigilancia. Solo que Jesús
imparte la consigna de «alerta en la noche»: no sea que el ladrón sorprenda en
la oscuridad al dueño de la casa; o el esposo sorprenda a las doncellas sin luz
ni aceite en las lámparas.
Aquí,
Teresa se apodera de la consigna de Jesús, para trasladarla de la noche a la
plena luz: para la jornada del amor, en plena alborada de la experiencia
mística. Es el místico enamorado quien tiene que montar guardia sobre los
luceros.
Al
lector le coge de sorpresa esta parte final del capítulo: números 5-10. Ese
tono patético que la autora imprime de pronto a su palabra: «Almas cristianas,
a las que el Señor ha llegado a estos términos, por él os pido que no os
descuidéis...» (n. 5). «Yo os digo que he conocido a personas muy encumbradas,
y llegar a este estado, y con la gran sutileza y ardid del demonio tornarlas a
ganar (el demonio) para sí...» (n. b).
Teresa
vuelve a evocar ciertos flecos de su propia historia, bien consciente de que es
reiterativa: «Muchas veces lo digo» (n. 6). La última, al concluir las moradas
cuartas (4M 3, 10).
La
sorpresa del lector deriva probablemente de su visión sesgada de las gracias
místicas y de la propia autora, algo que lo llevan a asociar la vida y los
estados místicos con la madurez y vigoría espirituales, como si al místico
cristiano lo acompañara un misterioso salvavidas o un seguro de gracia para el
resto del camino...
Pues
no. Para Teresa no hay nada de eso. Al contrario, las cimas conllevan el
peligro del vértigo. Y la vida es riesgo. Exige centinela permanente. Tanto en
la noche como en plena luz. Con el típico matiz que a ese sentido de riesgo le
añade el enamoramiento. Centinela de mística enamorada. Factor diferencial
entre la falsa y la genuina mística.
Así
interpreta Teresa la aventura humana de los grandes místicos cristianos: san
Francisco, santo Domingo, «el padre Ignacio, el que fundó la Compañía, que
todos, está claro, recibían mercedes semejantes de Dios», pero «se esforzaron a
no perder por su culpa tan divino desposorio» (n. 6).
A
la vez, Teresa extiende esa consigna de alerta a todo el espacio de la vida
cristiana, a todos los lectores, místicos o no. Lo decisivo, en última
instancia, no son las experiencias místicas, sino las virtudes, «en especial el
amor de unas a otras, y el deseo de ser tenida por la menor» (n. 9).
En
el cifrario espiritual de Teresa, es la prueba del nueve: amor fraterno y
humildad evangélica, como en la parábola del banquete regio.
[2]
Penosa alusión a las dificultades que acompañaron la composición de este libro;
comenzado en Toledo el 2 de junio de 1577 (cf. prólogo, n. 3), en menos de mes
y medio estaba redactado hasta el c. 2 (inclusive) de las moradas quintas, a
pesar de las continuas interrupciones impuestas por «los negocios y la salud»
(5M 2, 11). A mediados de julio, el viaje de la Autora desde Toledo a Ávila
impone una interrupción que casi se convierte en suspensión definitiva de la
obra: escribe el c. 3 de las moradas quintas durante el largo viaje o en sus
primeros días de vida avilesa; siguen meses de abandono total de la tarea,
hasta que a principios de noviembre se ve precisada a reanudar la redacción con
el capítulo 4, de las moradas quintas: «Han pasado casi cinco meses desde que
lo comencé hasta ahora», y aún no estaba a la mitad de la obra; pero en menos
de un mes escribirá el resto: datará el epílogo en Ávila el 29 de noviembre.
[7]
Que, como dicen, vengan a vistas: en
las usanzas del siglo de oro, «venir a vistas» o «a vista» (cf. n. 5) era un
rito prenupcial, anterior al desposorio, en que los novios se conocían
mutuamente y entrecruzaban los primeros regalos. – Al introducir en su libro
esta tercera alegoría matrimonial, la Santa irá tocando muy de pasada –como en
las dos anteriores: castillo y gusano de seda– los elementos reales o
materiales, que luego cargará de contenido simbólico. Así acaba de aludir al
«concierto» previo (n. 4), y en seguida al «dar y tomar» los dones (n. 4), al
«enamoramiento» (n. 4), al «dar las manos» (n. 4), y sucesivamente al
«desposorio» y «matrimonio». Estos dos últimos elementos tendrán amplio
desarrollo en las moradas VI y VII respectivamente.
Podemos facilitar al lector un
esquema –sumarísimo y solo aproximado– de la versión alegórica dada a los otros
elementos: el «concierto» corresponde vagamente a las gracias preparatorias de
las cuartas moradas; las «vistas» son ilustraciones brevísimas de entendimiento
y voluntad para iniciar al alma en un conocimiento de Dios más hondo y
despertar en ella un amor nuevo (nn. 4-5); el «enamoramiento» importa una
permanente herida de amor (6M c. 1, n. 1); el «darse las manos» indica el
compromiso de vigilancia y protección del esposo divino sobre el alma: «que no
ha de tocar nadie en ella» (6M 4, 16); el mutuo intercambio de dones tiene su
correspondencia mística en las tres «joyas que comienza el Esposo a dar a la
esposa»: «conocimiento de la grandeza de Dios», «propio conocimiento» y
desprecio de lo terreno (6M 5, 10-11).