Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
EL
CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS QUINTAS
Capítulo 3
Continúa
la misma materia. Dice de otra manera de unión que puede alcanzar el alma con
el favor de Dios, y lo que importa para esto el amor del prójimo. Es de mucho
provecho.
1.
Pues tornemos a nuestra palomica (1)[1]
y veamos algo de lo que Dios da en este estado. Siempre se entiende que ha de
procurar ir adelante en el servicio de nuestro Señor y en el conocimiento
propio; que si no hace más de recibir esta merced y, como cosa ya segura, descuidarse
en su vida y torcer el camino del cielo, que son los mandamientos, acaecerle ha
lo que a la que sale del gusano, que echa la simiente para que produzcan otras
y ella queda muerta para siempre. Digo que echa la simiente, porque tengo para
mí que quiere Dios que no sea dada en balde una merced tan grande; sino que ya
que no se aproveche de ella para sí, aproveche a otros. Porque como queda con
estos deseos y virtudes dichas, el tiempo que dura en el bien siempre hace
provecho a otras almas y de su calor les pega calor; y aun cuando le tienen ya
perdido, acaece quedar con esa gana de que se aprovechen otros, y gusta de dar
a entender las mercedes que Dios hace a quien le ama y sirve.
2.
Yo he conocido persona que le acaecía así (2)[2],
que estando muy perdida gustaba de que se aprovechasen otras con las mercedes
que Dios le había hecho y mostrarles el camino de oración a las que no le
entendían, e hizo harto provecho, harto. Después le tornó el Señor a dar luz.
Verdad es que aún no tenía los efectos que quedan dichos. Mas ¡cuántos debe
[de] haber que los llama el Señor al apostolado –como a Judas–, comunicando con
ellos, y los llama para hacer reyes –como a Saúl (3)[3]–,
y después por su culpa se pierden! De donde sacaremos, hermanas, que para ir
mereciendo más y más, y no perdiéndonos como estos, la seguridad que podemos
tener es la obediencia y no torcer de la ley de Dios, digo a quien hiciere
semejantes mercedes, y aun a todos.
3.
Paréceme que queda algo oscura, con cuanto he dicho, esta morada. Pues hay
tanta ganancia de entrar en ella, bien será que no parezca quedan sin esperanza
a los que el Señor no da cosas tan sobrenaturales; pues la verdadera unión se
puede muy bien alcanzar, con el favor de nuestro Señor, si nosotros nos
esforzamos a procurarla con no tener voluntad sino atada con lo que fuere la
voluntad de Dios. ¡Oh, qué de ellos habrá que digamos esto y nos parezca que no
queremos otra cosa y moriríamos por esta verdad, como creo ya he dicho! (4)[4]
Pues yo os digo, y lo diré muchas veces, que cuando lo fuere, que habéis
alcanzado esta merced del Señor, y ninguna cosa se os dé de estotra unión
regalada que queda dicha, que lo que hay de mayor precio en ella es por proceder
de esta que ahora digo y por no poder llegar a lo que queda dicho si no es muy
cierta la unión de estar resignada nuestra voluntad en la de Dios (5)[5].
¡Oh, qué unión esta para desear! Venturosa el alma que la ha alcanzado, que
vivirá en esta vida con descanso y en la otra también; porque ninguna cosa de
los sucesos de la tierra la afligirá, si no fuere si se ve en algún peligro de
perder a Dios o ver si es ofendido; ni enfermedad, ni pobreza, ni muertes, si
no fuere de quien ha de hacer falta en la Iglesia de Dios; que ve bien esta
alma, que él sabe mejor lo que hace que ella lo que desea.
4.
Habéis de notar que hay penas y penas; porque algunas penas hay producidas de
presto de la naturaleza, y contentos lo mismo, y aun de caridad de apiadarse de
los prójimos, como hizo nuestro Señor cuando resucitó a Lázaro (6)[6];
y no quitan estas el estar unidas con la voluntad de Dios, ni tampoco turban el
ánima con una pasión inquieta, desasosegada, que dura mucho. Estas penas pasan
de presto; que, como dije (7)[7]
de los gozos en la oración, parece que no llegan a lo hondo del alma, sino a
estos sentidos y potencias. Andan por estas moradas pasadas, mas no entran en
la que está por decir postrera, pues para esto es menester lo que queda dicho
(8)[8]
de suspensión de potencias, que poderoso es el Señor de enriquecer las almas
por muchos caminos y llegarlas a estas moradas y no por el atajo que queda
dicho.
5.
Mas advertid mucho, hijas, que es necesario que muera el gusano, y más a
vuestra costa; porque acullá (9)[9]
ayuda mucho para morir el verse en vida tan nueva; acá es menester que, viviendo
en esta, le matemos nosotras. Yo os confieso que será a mucho o más trabajo, mas
su precio se tiene; así será mayor el galardón si salís con victoria. Mas de
ser posible no hay que dudar como lo sea la unión verdaderamente con la
voluntad de Dios (10)[10].
Esta
es la unión que toda mi vida he deseado; esta es la que pido siempre a nuestro
Señor y la que está más clara y segura.
6.
Mas ¡ay de nosotros, qué pocos debemos de llegar a ella, aunque a quien se
guarda de ofender al Señor y ha entrado en religión le parezca que todo lo
tiene hecho! ¡Oh!, que quedan unos gusanos que no se dan a entender, hasta que,
como el que royó la yedra a Jonás (11)[11],
nos han roído las virtudes, con un amor propio, una propia estimación, un
juzgar los prójimos, aunque sea en pocas cosas, una falta de caridad con ellos,
no los queriendo como a nosotros mismos; que, aunque arrastrando cumplimos con
la obligación para no ser pecado, no llegamos con mucho a lo que ha de ser para
estar del todo unidas con la voluntad de Dios.
7.
¿Qué pensáis, hijas, que es su voluntad? Que seamos del todo perfectas; que
para ser unos con él y con el Padre, como Su Majestad le pidió (12)[12],
mirad qué nos falta para llegar a esto. Yo os digo que lo estoy escribiendo con
harta pena de verme tan lejos, y todo por mi culpa; que no ha menester el Señor
hacernos grandes regalos para esto; basta lo que nos ha dado en darnos a su
Hijo que nos enseñase el camino. No penséis que está la cosa en si se muere mi
padre o hermano, conformarme tanto con la voluntad de Dios que no lo sienta; y
si hay trabajos y enfermedades, sufrirlos con contento. Bueno es, y a las veces
consiste en discreción, porque no podemos más, y hacemos de la necesidad virtud.
Cuántas cosas de estas hacían los filósofos, o aunque no sea de estas, de otras,
de tener mucho saber. Acá solas estas dos que nos pide el Señor: amor de Su
Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar (13)[13].
Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con él.
Mas ¡qué lejos estamos de hacer, como debemos a tan gran Dios, estas dos cosas,
como tengo dicho! Plega a Su Majestad nos dé gracia para que merezcamos llegar
a este estado, que en nuestra mano está, si queremos.
8.
La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, es
guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede
saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del
prójimo, sí (14)[14].
Y estad ciertas que mientras más en este os viereis aprovechadas, más lo estáis
en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en
pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad
por mil maneras. En esto yo no puedo dudar.
9.
Impórtanos mucho andar con gran advertencia cómo andamos en esto, que si es con
mucha perfección, todo lo tenemos hecho; porque creo yo que según es malo
nuestro natural, que si no es naciendo de raíz del amor de Dios, que no
llegaremos a tener con perfección el del prójimo. Pues tanto nos importa esto, hermanas,
procuremos irnos entendiendo en cosas aun menudas, y no haciendo caso de unas
muy grandes que así por junto vienen en la oración de parecer que haremos y
aconteceremos por los prójimos y por sola un alma que se salve; porque si no
vienen después conformes las obras no hay para qué creer que lo haremos. Así
digo de la humildad también y de todas las virtudes. Son grandes los ardides
del demonio, que por hacernos entender que tenemos una, no la teniendo, dará
mil vueltas al infierno. Y tiene razón, porque es muy dañoso, que nunca estas
virtudes fingidas vienen sin alguna vanagloria como son de tal raíz; así como
las que da Dios están libres de ella ni de soberbia.
10.
Yo gusto algunas veces de ver unas almas, que cuando están en oración les
parece querrían ser abatidas y públicamente afrentadas por Dios, y después una
falta pequeña encubrirían si pudiesen, o que si no la han hecho y se la cargan,
Dios nos libre. Pues mírese mucho quien esto no sufre, para no hacer caso de lo
que a solas determinó, a su parecer; que en hecho de verdad no fue
determinación de la voluntad, que cuando esta hay verdadera es otra cosa; sino
alguna imaginación, que en esta hace el demonio sus saltos y engaños (15)[15];
y a mujeres o gente sin letras, podrá hacer muchos, porque no sabemos entender
las diferencias de potencias e imaginación y otras mil cosas que hay
interiores. ¡Oh hermanas, cómo se ve claro adónde está de veras el amor del
prójimo en algunas de vosotras, y en las que no está con esta perfección! Si
entendieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro estudio (16)[16].
11.
Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy
encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el
pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido,
háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y
piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el
Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé
nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te
duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por
ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello. Esta es la verdadera unión
con su voluntad, y que si vieres loar mucho a una persona te alegres más mucho
que si te loasen a ti. Esto, a la verdad, fácil es, que si hay humildad, antes
tendrá pena de verse loar. Mas esta alegría de que se entiendan las virtudes de
las hermanas es gran cosa, y cuando viéremos alguna falta en alguna, sentirla
como si fuera en nosotras y encubrirla.
12.
Mucho he dicho en otras partes (17)[17]
de esto, porque veo, hermanas, que si hubiese en ello quiebra vamos perdidas.
Plega al Señor nunca la haya, que como esto sea, yo os digo que no dejéis de
alcanzar de Su Majestad la unión que queda dicha. Cuando os viéreis faltas en
esto, aunque tengáis devoción y regalos, que os parezca habéis llegado ahí, y
alguna suspensioncilla en la oración de quietud (que algunas luego les parecerá
que está todo hecho), creedme que no habéis llegado a unión, y pedid a nuestro
Señor que os dé con perfección este amor del prójimo, y dejad hacer a Su
Majestad, que él os dará más que sepáis desear como vosotras os esforcéis y
procuréis en todo lo que pudiereis esto; y forzar vuestra voluntad para que se
haga en todo la de las hermanas, aunque perdáis de vuestro derecho, y olvidar
vuestro bien por el suyo, aunque más contradicción os haga el natural; y
procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis
que no ha de costar algo y que os lo habéis de hallar hecho. Mirad lo que costó
a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte la murió
tan penosa como muerte de cruz.
COMENTARIO
El
amor fraterno. Esperanza para las flores
Teresa
ha llegado al capítulo tercero de las moradas quintas. «Continúa la misma
materia» –escribe ella en el epígrafe del capítulo–. Es decir, prosigue el
delicado tema de «la unión con Dios por amor». Y lo borda, reanudando la
alegoría del gusano de seda ya convertido en mariposa. Comienza: «Pues tornemos
a nuestra palomica, y veamos algo de lo que Dios (le) da en este estado...».
Palomica, en el léxico
popular utilizado por Teresa, es la mariposa recién salida del capullo. Y este
estado es la internada en las moradas quintas del castillo. Ahora a la mariposa
de la alegoría le toca ir volando de flor en flor y «echar la simiente para que
nazcan otras» (n. 1). Porque comienza a ser fecunda y benéfica.
Hay
un cuento mejicano que glosa, a su modo, este momento de la alegoría de Teresa.
Se titula «Esperanza para las flores». Y cuenta la historia de una pareja de
oruguitas –Peluso él, Manchitas ella–, que un buen día
descubren su vocación de ser otra cosa más y mejor; deciden no seguir siendo
gusanos, se transforman en mariposas, van volando de flor en flor y, casi sin
apercibirse, fecundan el cáliz de todas las flores del jardín: ser mariposa se
ha convertido en «esperanza para las flores».
Por
ahí comienza Teresa su exposición. Al llegar a la altura de las moradas
quintas, el morador del castillo –que como veremos puede ser cualquier
cristiano– comienza a «ser para los otros»; ya no le basta «recibir» e
incorporar en su haber los dones de Dios; los tiene que irradiar.
Y
desde ese presupuesto, aparentemente teórico, Teresa no puede menos de evocar
su propia historia: «Yo he conocido una persona que le acaecía así...». Esa
persona es ella. Le ha acaecido hace muchos años, cuando era joven. Por una
especie de atajo y fidelidad a ultranza, había llegado a entrar en esa morada
de su castillo. (Lo refiere en Vida cc. 4 y 7). Pero ¡ay!, la suya fue una
fidelidad quebradiza. La vivió en una especie de paradoja: mientras ella misma
perdía cota, incluso perdía el rumbo, seguía irradiando y empeñándose en ser un
elevador de los otros: «Estando muy perdida, gustaba (yo) de que se
aprovechasen otros con las mercedes que el Señor me había hecho, y mostrarles
el camino de la oración a las que no entendían, e hizo harto provecho, harto»
(n. 2). Así, el idilio de la mariposa se tiñe de tonos agridulces.
Al
lector le resulta algo paradójico este planteamiento que del tema hace la
autora. Paradójico en la apariencia, pero no en la realidad. Atemos cabos. Son
tres los hilos del discurso de Teresa. Va a hablarle al lector de una etapa de
crecimiento espiritual que lo introduzca en la madurez de creyente adulto. Ese
grado de madurez va a poner de relieve la importancia de su relación con los
otros –«de amor al prójimo»–, dirá ella. Pero con una pincelada en contraluz:
que viva alerta; que para él la vida sigue siendo lucha y riesgo; que las
consignas evangélicas de la vigilancia siguen pautando una ineludible
dimensión de la vida cristiana. De ahí el regreso de Teresa sobre el realismo
de la propia historia (ella no se mantuvo alerta en la noche), y la evocación
de los tipos bíblicos del riesgo que sufrieron una especie de vértigo en la
altura: Judas y Saúl. Teresa los recordará insistentemente en el libro, porque
«el riesgo» acompañará al lector hasta la última morada, y será urgente
recordárselo.
Así
planteado el tema, ahora a Teresa le importa hablar de esa nueva situación del
creyente; de su posibilidad de unión a Dios por amor. O más exactamente, unión
a Dios por amor a los hermanos. Veámoslo.
Una
propuesta para nosotros, modestos lectores de a pie
Ya
en el título del capítulo, Teresa ha anunciado que tratará «de otra manera de
unión».
Recordemos
que «unión» es vocablo portante, denso de sentido en la pluma de los místicos.
Baste recordar la carga de mensaje espiritual que en esa voz deposita fray Juan
de la Cruz.
También
Teresa es mística. Como tal, posee una visión profunda de la vida cristiana. El
seguimiento de Cristo, según ella, tiene su desenlace normal y terminal en una
profunda y misteriosa unión con él. «Metamorfosis» radical –nos explicó Teresa
en el capítulo anterior–. Efecto de gracias místicas como las que ella ha
recibido. Las ha celebrado en su poema «Ya toda me entregué y di, y de tal
suerte he trocado...».
Pero
ahora, de pronto, advierte que esa suprema experiencia de la unión, tal como se
realiza en los místicos, puede parecer un hito excepcional e inasequible al
cristiano común y corriente, o al creyente de a pie no dotado de gracias y
experiencias místicas. Y no es así. A ella le urge decirle que también él y
cualquier cristiano fiel a su vocación están llamados a vivir esa especie de
simbiosis de lo humano con lo divino en la unión del hombre con Dios. Se lo
explica en tres o cuatro afirmaciones la mar de sencillas.
La primera: que el
cristiano llega a «la unión» cuando desde lo hondo de su voluntad «se conforma
con la voluntad de Dios», es decir, entra en empatía real con la voluntad
salvífica de él. Ocurrirá eso cuando sea capaz de decir, no solo con los labios
sino con la vida y los hechos, el «hágase tu voluntad». Ya en el Camino de
Perfección había insistido en ello al glosar esa petición del Padrenuestro:
lema central y decisivo para que el cristiano se asemeje a Jesús, que siempre
hizo la voluntad del Padre.
Segunda: Bien entendido,
esa conformidad de voluntad no es un puro y seco acto volitivo ni una receta
mágica. Al contrario, es la actuación del amor. Amor a Dios y amor a los
hermanos; pero amor con el normal latido del amor humano: sensible y operativo.
Teresa nos lo explica reposadamente. La conformidad con la voluntad de Dios no
cancela el flujo de vibraciones –entre acordes y discordes– del corazón humano.
La conformidad cristiana no consiste en eso que los antiguos llamaron «apázeia»
o «ataraxía»: impasibilidad ante las muertes, las desgracias, los desgarros y
traumas íntimos difíciles de asimilar. Esa impasibilidad –insinúa Teresa– pudo
ser cosa de filósofos... (¿alusión a los estoicos paganos?). Al cristiano
seguirán doliéndole tantos acontecimientos adversos de la vida, permitidos o
dispuestos por la misteriosa y a veces incomprensible voluntad de Dios. Pero a
través de ellos deberá lograr la sumisión del corazón por amor. Corazón macerado,
pero anclado en el amor y regido por él.
Tercera: Para la unión
se requiere «amor de Dios y de los hermanos», porque el amor es unitivo (en la
misma medida en que el odio es repulsivo y disgregante). Pero a cada uno de
esos dos amores le corresponde su papel en el proceso de unión: el amor a los
hermanos hace de parámetro: «La más cierta señal que hay si guardamos estas dos
cosas es guardando bien la del amor del prójimo» (n. 8). Por él conocemos si es
verdad o es puro espejismo eso de la unión. Y al amor de Dios (amor a Dios) le
corresponde la función de raíz. Para Teresa, en Dios está la fuente del amor
humano. («Todos los demás amores dependen de este amor», había escrito ella en
Vida 40, 4): «Creo yo que, según es malo nuestro natural, si no es naciendo de
raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el amor del
prójimo» (n. 9).
Cuarta: Y ahora sí,
Teresa hace un balance entre esta «manera de unión» que ella augura a todo
lector, y la otra, la maravillosa unión otorgada a los místicos y de la que ha
hablado en los anteriores capítulos de estas moradas quintas. Todo el valor de
esta segunda proviene de la primera. Se lo inculca al lector: «Pues yo os digo,
y lo diré muchas veces, que cuando lo fuere (cuando fuere auténtico el amor a
los hermanos), habéis alcanzado esta merced del Señor (=1a unión verdadera), y
ninguna cosa se os dé de esotra unión regalada que queda dicha, que lo que hay
de mayor precio en ella es por proceder de esta que ahora digo...» (n. 3).
«Esta es la unión que toda mi vida he deseado; esta es la que pido siempre a
nuestro Señor, y la que está más clara y segura» (n. 5). Es decir, lo que ella
ha anhelado toda su vida es amar a Dios en el amor a los hermanos, para hacer
así la voluntad de él.
En
el fondo –confesémoslo– resulta sorprendente y confortante escuchar un programa
tan humano y tan realista en labios de una mística como Teresa de Jesús.
El
lado práctico de esa lección de Teresa
Una
cosa que siempre ha preocupado a Teresa ha sido la necesidad de discernir, en
el plano espiritual, la moneda falsa de la moneda auténtica. Para ella es tan
importante «andar en verdad». Y a la vez es tan pernicioso creerse lo que no se
es: «Creer que tenemos una virtud, no la teniendo» (n. 9). «Son grandes los
ardides del demonio» por hacernos caer en esa trampa.
Pues
la trampa es más grave aun en el caso del amor. Confundir el amor con el
sentimiento. Ya en páginas anteriores, la autora había puesto en guardia al
lector: «Quizás no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho, porque (el
amor) no está en el mayor gusto sino en la mayor determinación» (4M 1, 7).
El
gran espejismo que, a esta altura, puede ocurrirle al lector es pensar que
tiene verdadero amor a Dios, sin mojarse las manos a fondo en el amor a los
hermanos. Es cosa que fácilmente puede ocurrirle al llamado «hombre espiritual»
o al especialmente entregado a la oración. Y si le ocurre, es como si
contrajese un morbo que automáticamente lo vuelve «espiritualoide» y «falso
orante». Teresa, mujer espiritual y alma de oración, conoce casos así, incluso
los ha observado y sopesado. Ironiza sobre ellos:
«Yo
gusto algunas veces de ver unas almas que, cuando están en oración, les parece
querrían ser abatidas y públicamente afrentadas por Dios, y después una falta
pequeña encubrirían si pudiesen, o que si no lo han hecho y se la cargan, Dios
nos libre... Oh hermanas, ¡cómo se ve claro adónde está de veras el amor del
prójimo en algunas de vosotras, y en las que no está con esta perfección! Si
entendieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro estudio» (n. 10).
Y a
continuación escribe una de las páginas más hermosas de su libro, para
refrendar lo dicho: que el amor no es sentimiento ni emoción; que no hay ámor
sin obras; que, como había explicado en el capítulo séptimo del Camino, el amor
verdadero es oblativo, sacrificado, realista, en profunda simbiosis con el
amigo o con el Amado. Transcribamos esa página final del capítulo:
«Cuando
yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas
cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento
porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver
cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que
allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no: obras quiere el Señor, y que
si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder
esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y
si fuere menester lo ayunes porque ella lo coma...: esta es la verdadera unión
con su voluntad...» (n. 11).
Y
como ocurre siempre que Teresa imparte un consejo práctico, lo redondea con el
elevador cristológico: así fue Jesús, así el amor que él nos tuvo: «Forzar
vuestra voluntad para que se haga en todo la de las hermanas...; procurar tomar
trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis que no ha de
costar algo... Mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que
por librarnos de la muerte la murió tan penosa como muerte de cruz» (n. 12).
Notas del texto teresiano:
[1] Palomica: mariposa o
«mariposica» (5M 4, 1) en que se ha metamorfoseado la crisálida del capítulo
anterior. – La alegoría del gusano de seda llega quizá a prevalecer sobre la
del «castillo» en los capítulos que siguen: casi todos comienzan con la típica
alusión a la palomica o mariposica (cf. c. 4, n. 1; 6M 2, 1; 4, 1; 6, 1; 11, 1
(«la palomilla o mariposilla»): 3M 1 («ahora pues decimos que esta mariposica
ya murió»).
[5] Para
entender rectamente este pasaje, téngase en cuenta las dos «maneras de unión»
que la Santa distingue: «unión regalada» (gozosa, infusa) de que habló en los
capítulos anteriores, y «unión no regalada» (no infusa, que podemos «muy bien
alcanzar... si nos esforzamos a aprocurarla»): de esta última trata el presente
capítulo. El sentido, pues, es: si lográis conformar de verdad vuestra voluntad
con la de Dios (= unión no regalada), ninguna cosa se os dé de esotra unión (=
regalada) que queda dicha (en cc. 1-2); lo que hay de mayor precio en ella (=
en la unión regalada) es por proceder de esta (= de la unión no regalada); y
por no poder llegar a aquella sin esta. – Fray Luis omitió parte de este pasaje
(p. 110).