Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
MORADAS QUINTAS
Capítulo 2
Prosigue
en lo mismo. Declara la oración de unión por una comparación delicada. Dice los
efectos con que queda el alma. Es muy de notar.
1.
Pareceros ha que ya está todo dicho lo que hay que ver en esta morada, y falta
mucho, porque –como dije– hay más y menos (1)[1].
Cuanto a lo que es unión, no creo sabré decir más; mas cuando el alma a quien
Dios hace estas mercedes se dispone, hay muchas cosas que decir de lo que el
Señor obra en ella. Algunas diré y de la manera que queda. Para darlo mejor a
entender, me quiero aprovechar de una comparación que es buena para este fin, y
también para que veamos cómo, aunque en esta obra que hace el Señor no podemos
hacer nada, mas para que Su Majestad nos haga esta merced, podemos hacer mucho
disponiéndonos (2)[2].
2.
Ya habréis oído sus maravillas en cómo se cría la seda, que solo él pudo hacer
semejante invención, y cómo de una simiente, que dicen que es a manera de
granos de pimienta pequeños (que yo nunca la he visto, sino oído, y así si algo
fuere torcido no es mía la culpa) (3)[3],
con el calor, en comenzando a haber hoja en los morales, comienza esta simiente
a vivir; que hasta que hay este mantenimiento de que se sustentan, se está
muerta; y con hojas de moral se crían, hasta que después, de grandes, les ponen
unas ramillas y allí con las boquillas van de sí mismos hilando la seda y hacen
unos capuchillos muy apretados adonde se encierran; y acaba este gusano que es
grande y feo, y sale del mismo capucho una mariposica blanca, muy graciosa.
Mas
si esto no se viese, sino que nos lo contaran de otros tiempos, ¿quién lo
pudiera creer? ¿Ni con qué razones pudiéramos sacar que una cosa tan sin razón
como es un gusano y una abeja, sean tan diligentes en trabajar para nuestro
provecho y con tanta industria, y el pobre gusanillo pierda la vida en la
demanda? Para un rato de meditación basta esto, hermanas, aunque no os diga más,
que en ello podéis considerar las maravillas y sabiduría de nuestro Dios. Pues
¿qué será si supiésemos la propiedad de todas las cosas? De gran provecho es
ocuparnos en pensar estas grandezas y regalarnos en ser esposas de Rey tan
sabio y poderoso.
3.
Tornemos a lo que decía. Entonces comienza a tener vida este gusano, cuando con
el calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general (4)[4]
que a todos nos da Dios y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que
dejó en su Iglesia, así de continuar las confesiones, como con buenas lecciones
y sermones, que es el remedio que un alma que está muerta en su descuido y
pecados y metida en ocasiones puede tener. Entonces comienza a vivir y vase
sustentando en esto y en buenas meditaciones, hasta que está crecida, que es lo
que a mí me hace al caso, que estotro poco importa.
4.
Pues crecido este gusano –que es lo que en los principios queda dicho de esto
que he escrito– (5)[5], comienza
a labrar la seda y edificar la casa adonde ha de morir. Esta casa querría dar a
entender aquí que es Cristo. En una parte me parece he leído u oído que nuestra
vida está escondida en Cristo, o en Dios, que todo es uno, o que nuestra vida
es Cristo. En que esto sea o no, poco va para mi propósito (6)[6].
5.
Pues veis aquí, hijas, lo que podemos con el favor de Dios hacer: que Su
Majestad mismo sea nuestra morada, como lo es en esta oración de unión, labrándola
nosotras. Parece que quiero decir que podemos quitar y poner en Dios, pues digo
que él es la morada y la podemos nosotras fabricar para meternos en ella. Y
¡cómo si podemos!, no quitar de Dios ni poner, sino quitar de nosotros y poner,
como hacen estos gusanitos; que no habremos acabado de hacer en esto todo lo
que podemos, cuando este trabajillo, que no es nada, junte Dios con su grandeza
y le dé tan gran valor que el mismo Señor sea el premio de esta obra. Y así
como ha sido el que ha puesto la mayor costa, así quiere juntar nuestros
trabajillos con los grandes que padeció Su Majestad y que todo sea una cosa.
6.
Pues ¡ea, hijas mías!, prisa a hacer esta labor y tejer este capuchillo, quitando
nuestro amor propio y nuestra voluntad, el estar asidas a ninguna cosa de la
tierra, poniendo obras de penitencia, oración, mortificación, obediencia, todo
lo demás que sabéis; que ¡así obrásemos como sabemos y somos enseñadas de lo
que hemos de hacer! ¡Muera, muera este gusano, como lo hace en acabando de
hacer para lo que fue criado!, y veréis cómo vemos a Dios (7)[7]
y nos vemos tan metidas en su grandeza como lo está este gusanillo en este
capucho. Mirad que digo ver a Dios, como dejo dicho que se da a sentir en esta
manera de unión.
7.
Pues veamos qué se hace este gusano, que es para lo que he dicho todo lo demás,
que cuando está en esta oración, bien muerto está al mundo, sale una mariposita
blanca (8)[8].
¡Oh grandeza de Dios, y cuál sale una alma de aquí, de haber estado un poquito
metida en la grandeza de Dios y tan junta con él, que a mi parecer nunca llega
a media hora! Yo os digo de verdad que la misma alma no se conoce a sí; porque,
mirad la diferencia que hay de un gusano feo a una mariposica blanca, que la
misma hay acá. No sabe de dónde pudo merecer tanto bien –de dónde le pudo venir,
quise decir, que bien sabe que no le merece–; vese con un deseo de alabar al
Señor, que se querría deshacer, y de morir por él mil muertes. Luego le
comienza a tener de padecer grandes trabajos, sin poder hacer otra cosa. Los
deseos de penitencia grandísimos, el de soledad, el de que todos conociesen a
Dios; y de aquí le viene una pena grande de ver que es ofendido. Y aunque en la
morada que viene se tratará más de estas cosas en particular (9)[9],
porque aunque casi lo que hay en esta morada y en la que viene después es todo
uno, es muy diferente la fuerza de los efectos; porque –como he dicho– (10)[10]
si después que Dios llega a un alma aquí se esfuerza a ir adelante, verá
grandes cosas.
8.
¡Oh, pues ver el desasosiego de esta mariposita, con no haber estado más quieta
y sosegada en su vida, es cosa para alabar a Dios! Y es que no sabe adónde
posar y hacer su asiento, que como le ha tenido tal, todo lo que ve en la
tierra le descontenta, en especial cuando son muchas las veces que le da Dios
de este vino (11)[11];
casi de cada una queda con nuevas ganancias. Ya no tiene en nada las obras que
hacía siendo gusano, que era poco a poco tejer el capucho; hanle nacido alas, ¿cómo
se ha de contentar, pudiendo volar, de andar paso a paso? Todo se le hace poco
cuanto puede hacer por Dios, según son sus deseos. No tiene en mucho lo que
pasaron los santos, entendiendo ya por experiencia cómo ayuda el Señor y
transforma un alma, que no parece ella ni su figura. Porque la flaqueza que
antes le parecía tener para hacer penitencia, ya la halla fuerte; el atamiento
con deudos o amigos o hacienda (que ni le bastaban actos, ni determinaciones, ni
quererse apartar, que entonces le parecía se hallaba más junta), ya se ve de
manera que le pesa estar obligada a lo que, para no ir contra Dios, es menester
hacer. Todo le cansa, porque ha probado que el verdadero descanso no le pueden
dar las criaturas.
9.
Parece que me alargo, y mucho más podría decir, y a quien Dios hubiere hecho
esta merced verá que quedo corta; y así no hay que espantar que esta
mariposilla busque asiento de nuevo, así como se halla nueva de las cosas de la
tierra. Pues ¿adónde irá la pobrecica? Que tornar adonde salió no puede, que –como
está dicho– (12)[12]
no es en nuestra mano, aunque más hagamos, hasta que es Dios servido de tornarnos
a hacer esta merced. Oh Señor, y qué nuevos trabajos comienzan a esta alma.
¿Quién dijera tal después de merced tan subida? En fin, fin, de una manera o de
otra ha de haber cruz mientras vivimos, y quien dijere que, después que llegó
aquí, siempre está con descanso y regalo, diría yo que nunca llegó, sino que
por ventura fue algún gusto, si entró en la morada pasada, y ayudado de
flaqueza natural, y aun, por ventura, del demonio, que le da paz para hacerle
después mucha mayor guerra.
10.
No quiero decir que no tienen paz los que llegan aquí, que sí tienen y muy
grande; porque los mismos trabajos son de tanto valor y de tan buena raíz que, con
serlo muy grandes, de ellos mismos sale la paz y el contento. Del mismo
descontento que dan las cosas del mundo nace un deseo de salir de él tan penoso,
que si algún alivio tiene es pensar que quiere Dios viva en este destierro, y
aun no basta, porque aun el alma con todas estas ganancias no está tan rendida
en la voluntad de Dios, como se verá adelante (13)[13],
aunque no deja de conformarse; mas es con un gran sentimiento, que no puede más,
porque no le han dado más, y con muchas lágrimas. Cada vez que tiene oración es
esta su pena. En alguna manera quizá procede de la muy grande que le da de ver
que es ofendido Dios y poco estimado en este mundo y de las muchas almas que se
pierden, así de herejes como de moros; aunque las que más la lastiman son las
de los cristianos, que aunque ve es grande la misericordia de Dios, que por mal
que vivan se pueden enmendar y salvarse, teme que se condenan muchos.
11.
¡Oh grandeza de Dios!, que pocos años antes estaba esta alma, y aun quizá días,
que no se acordaba sino de sí, ¿quién la ha metido en tan penosos cuidados? Que
aunque queramos tener muchos años de meditación, tan penosamente como ahora
esta alma lo siente no lo podremos sentir. Pues ¡válgame Dios!, si muchos días
y años yo me procuro ejercitar en el gran mal que es ser Dios ofendido y pensar
que estos que se condenan son hijos suyos y hermanos míos, y los peligros en
que vivimos, cuán bien nos está salir de esta miserable vida, ¿no bastará? Que
no, hijas, no es la pena que se siente aquí como las de acá; que eso bien
podríamos con el favor del Señor tenerla, pensando mucho esto; mas no llega a
lo íntimo de las entrañas como aquí, que parece desmenuza un alma y la muele, sin
procurarlo ella y aun a veces sin quererlo. Pues ¿qué es esto? ¿De dónde
procede? Yo os lo diré.
12.
¿No habéis oído –que ya aquí lo he dicho (14)[14]
otra vez, aunque no a este propósito– de la Esposa, que la metió Dios a la
bodega del vino y ordenó en ella la caridad? Pues esto es; que como aquel alma
ya se entrega en sus manos y el gran amor la tiene tan rendida que no sabe ni
quiere más de que haga Dios lo que quisiere de ella (que jamás hará Dios, a lo
que yo pienso, esta merced sino a alma que ya toma muy por suya), quiere que, sin
que ella entienda cómo, salga de allí sellada con su sello. Porque
verdaderamente el alma allí no hace más que la cera cuando imprime otro el
sello, que la cera no se le imprime a sí, solo está dispuesta, digo blanda; y
aun para esta disposición tampoco se ablanda ella, sino que se está queda y lo
consiente. ¡Oh bondad de Dios, que todo ha de ser a vuestra costa! Solo queréis
nuestra voluntad y que no haya impedimento en la cera.
13.
Pues veis aquí, hermanas, lo que nuestro Dios hace aquí para que esta alma ya
se conozca por suya; da de lo que tiene, que es lo que tuvo su Hijo en esta
vida; no nos puede hacer mayor merced. ¿Quién más debía querer salir de esta
vida? Y así lo dijo Su Majestad en la Cena: "Con deseo he deseado"
(15)[15].
Pues
¿cómo, Señor, no se os puso delante la trabajosa muerte que habéis de morir tan
penosa y espantosa? No; porque el grande amor que tengo y deseo de que se
salven las almas sobrepuja sin comparación a esas penas; y las muy grandísimas
que he padecido y padezco, después que estoy en el mundo, son bastantes para no
tener esas en nada en su comparación.
14.
Es así que muchas veces he considerado en esto, y sabiendo yo el tormento que
pasa y ha pasado cierta alma que conozco (16)[16]
de ver ofender a nuestro Señor, tan insufridero que se quisiera mucho más morir
que sufrirla, y pensando si una alma con tan poquísima caridad, comparada a la
de Cristo, que se puede decir casi ninguna en esta comparación, sentía este
tormento tan insufridero, ¿qué sería el sentimiento de nuestro Señor Jesucristo,
y qué vida debía pasar, pues todas las cosas le eran presentes y estaba siempre
viendo las grandes ofensas que se hacían a su Padre?
Sin
duda creo yo que fueron muy mayores que las de su sacratísima Pasión; porque
entonces ya veía el fin de estos trabajos, y con esto y con el contento de ver
nuestro remedio con su muerte y de mostrar el amor que tenía a su Padre en
padecer tanto por él, moderaría los dolores, como acaece acá a los que con
fuerza de amor hacen grandes penitencias, que no las sienten casi, antes
querrían hacer más y más, y todo se le hace poco. Pues ¿qué sería a Su Majestad,
viéndose en tan gran ocasión para mostrar a su Padre cuán cumplidamente cumplía
el obedecerle, y con el amor del prójimo? ¡Oh gran deleite, padecer en hacer la
voluntad de Dios! Mas en ver tan continuo tantas ofensas a Su Majestad hechas, e
ir tantas almas al infierno, téngolo por cosa tan recia, que creo, si no fuera
más de hombre, un día de aquella pena bastaba para acabar muchas vidas, ¡cuánto
más una!
COMENTARIO
AL CAPÍTULO 2
El
símbolo de la transformación mística
«Metamorfosis»
es un vocablo con larga historia en la literatura profana y con versiones
equivalentes en la ciencia y en la mística. En la ciencia, la doctrina de la
evolución ascendente de la vida y de los vivientes. En la literatura, los mitos
de la transformación de árboles en animales, y de hombres en dioses. En la
mística (o en la religión), el anhelo profundo del hombre por entrar en la
espiral de lo divino: «divinización» en los Padres de la Iglesia, o nirvana en
las religiones orientales.
Un
resorte secreto, clavado en la entraña del ser humano o de la vida misma, es el
que dispara en todas las direcciones ese anhelo cósmico, biológico o religioso,
en escalada hacia el cambio en más y mejor.
Teresa
de Jesús es un testigo fuerte de ese anhelo. Testigo también de su realización
en cristiano. Ella ha vivido, no sin cierto estupor, un proceso de cambio en su
propia vida, remodelada por una fuerza superior, más allá del plano biológico,
no sin que el paisaje del cosmos se transfigurase en su pupila, pero sobre todo
operando una misteriosa reinserción de su persona entera –cuerpo y alma– en la
esfera trascendente de la vida de Dios. Metamorfosis mística.
Es
lo que ella va a exponer, emocionada, en este capítulo segundo de las moradas
quintas, la gran encrucijada del castillo. Lo plantea así:
–
En el proceso de crecimiento del cristiano y de su «vida en Cristo», lo normal
es que llegue un momento en que se logre la unión del hombre con Dios. «Unión»
–ya lo hemos visto en el capítulo anterior– es un vocablo y una realidad de
hondo calado en la experiencia del místico. Su expresión suprema es el caso de
Jesús: unión de lo humano y lo divino en su persona. En el cristiano ordinario,
esa unión modélica realizada en Jesús se va reiterando como una sombra que se
esclarece día a día y que tiene su máximo de esplendor en el místico.
–
Pero esa unión del hombre con Dios pasa a través de la muerte: una manera de
muerte radical a la anterior forma de vida humana, tan arraigada en lo
terrestre, tan limitada por el lastre del mal y del pecado. Ese paso por la
muerte para llegar a la unión lo expresó fray Juan de la Cruz en una pincelada
poética: «Matando, muerte en vida la has trocado».
–
Porque ese paso por la muerte es para renacer a otra manera de vivir, con
horizonte nuevo, con psicología nueva, con nueva apertura a los trascendente,
con insaciable apetencia de más vida en un estadio superior, entrevisto y
presagiado desde la unión.
Unión,
muerte mística y vida nueva son los tres eslabones de esa cadena. De la unión a
Dios, ya nos ha dicho la autora en el capítulo anterior. Ahora hablará de las
otras dos.
El
símbolo de la transformación: el gusano que renace mariposa
Teresa
escribe estas páginas de su Castillo apenas ha regresado de Andalucía. En
Andalucía ha conocido de cerca la maravilla del gusano de seda. En su huerto
conventual no ha tenido moreras ni gusanos de seda. Pero probablemente le han
traído a casa más de un cesto de capullos, ha participado en el hilado de la
seda y, sobre todo, ha escuchado la historia del gusano.
Ahora,
de pronto, esa historia se le convierte en un símbolo, que le brota y se le
crece desde lo hondo de su admiración por el cosmos y por la vida, de su
estupor ante «las maravillas y sabiduría de Dios» (n. 2). Así, en el símbolo de
la metamorfosis del gusano se le van a unir los dos extremos: el de la
transformación biológica y el de la transformación mística. Al elevar la
pequeña historia del gusano a rango de símbolo, Teresa pone el acento en tres o
cuatro momentos del proceso. Son estos:
Momento primero,
cómo nace el gusano casi de la nada, «de una simiente que es a manera de granos
de pimienta pequeños» (n. 2), bajo el influjo del calor del sol y ante el reclamo
de la hoja de los morales recién brotados.
Momento segundo,
cómo el gusano, ya crecido, «grande y feo», se desentraña para tejer su propio
cobijo: «con las boquillas van de sí mismos hilando la seda, y hacen unos
capuchillos muy apretados en que se encierran» (n. 2)
Momento tercero.
Ahora Teresa introduce en el proceso un dato de propia cosecha, sin base real
en la historia de la crisálida: la muerte. «Que el pobre gusanillo pierde la
vida en la demanda» (n. 2), muriendo en lo oculto del misterioso capullo, para
dar paso a la historia de una vida nueva. La muerte, sin embargo, hace de
empalme entre las dos vidas del proceso. Más adelante, Teresa recurrirá al mito
del ave fénix, que renace de sus propias cenizas. Jesús mismo, dando una
versión anticipada de su paso de esta vida a la otra a través de la muerte,
había utilizado la misma técnica parabólica: «Si el grano de trigo, enterrado
bajo tierra, no muere, no da fruto, pero si muere, entonces sí da fruto
copioso» (Jn 12, 24).
Por fin, el capullo se
rompe, y de él sale una mariposa blanca, que ya no se arrastra por tierra, sino
que vuela: «Hanle nacido alas», y va a ser invitada a beber el vino adobado en
la interior bodega de los Cantares (n. 8).
Y
la historia de la mariposa-símbolo queda abierta, hasta que reaparezca entrando
en el foco ardiente del sol divino, en que se consuma para la última
transformación.
La
lección del símbolo
Al
introducir en el castillo el nuevo símbolo del gusano-mariposa, Teresa lo ha
motivado así: «Para que veáis, hermanas, qué es lo que en esta obra hace Dios,
y qué es lo que podemos hacer nosotros..., me quiero aprovechar de una
comparación, que es buena para este fin» (n. 1).
La
comparación es el nuevo símbolo. «Esa obra», aludida por la Santa, es la
misteriosa unión del hombre con Dios. Pues bien, para ella nosotros solo
podemos hacer los preparativos («disponernos», dirá Teresa). Tejer el capullo
como el gusano, «quitando y poniendo», es decir, despojándonos de la carga de
egoísmo, soberbia, apego a lo desordenado; y «poniendo» nuestra voluntad a
punto de caramelo en la mano de Dios. Porque quien ha de hacer «esa obra»
decisiva en nosotros es él. Con actuación absolutamente gratuita. Por amor.
Una
vez más Teresa insiste en rechazar todo atisbo de prometeísmo humano en la
escalada de la experiencia de Dios. En pobres términos nuestros, no es el
hombre quien por fin «se une a...», quien subyuga y vincula a sí la divinidad.
Al hombre se le reserva él protagonismo de los preparativos. Es Dios quien
protagoniza el don de sí mismo, por amor. Difícilmente se hubiera podido
subrayar mejor esa negación del protagonismo humano, que con el símbolo
elaborado por Teresa: solo cuando el gusano muere, se le concede el milagro de
renacer mariposa.
Es
ese el motivo por el cual se ha introducido en el símbolo el momento ideal de
la muerte. Luego la ha celebrado con un pequeño canto triunfal, a modo de
epinicio. «¡Muera, muera este gusano, como (de hecho) lo hace en acabando de
hacer para lo que fue criado, y veréis cómo (entonces) veremos a Dios!» (n. 6).
Pese
a lo sombrío de los vocablos –«muerte, muera, morir»– ni en el símbolo ni en su
versión doctrinal se ha filtrado el más mínimo tufillo necrológico. Al
contrario, la muerte mística del hombre es el mayor triunfo, incluso
psicológico, sobre la muerte misma. En su historia personal, Teresa, mujer de
salud quebradiza, marcada por grandes traumas, había vivido intensamente el
miedo a la muerte. Largos años en que su «mal de corazón» le producía una
angustia atenazante que no le permitía estar sola en su celda monástica. Su
paso por la «unión» ha barrido como un vendaval ese tributo de miedos en el
peaje del camino de la vida: «Quedome poco miedo a la muerte, a quien yo
siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios,
porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso»
(Vida 38, 5). Lo ratificará es este mismo libro de las Moradas: «Temor ninguno
tiene a la muerte más que tendría de un suave arrobamiento» (7M 3, 7).
¿Y
después de la muerte del gusano? Después es cuando Teresa se para a pergeñar
por primera vez en el Castillo la fisonomía espiritual del hombre renacido. Lo
que suele definirse como la típica psicología del místico. Para diseñarla,
Teresa repliega sobre una especie de retrato siluetado de sí misma: mujer de
deseos, acosada por la necesidad de obrar y servir, con mirada abierta sobre el
inmenso paisaje de la humanidad y del drama humano, capaz de gozar y penar a la
vez, siempre en espera de más...
Desde
ese autorretrato en que ella reúne los rasgos típicos de todo místico,
rápidamente se eleva al gran paradigma de vida nueva, Cristo Jesús. Teresa
recordará la polivalencia de sentimientos y fuerzas espirituales que se
entrecruzan en el alma de Cristo, cuando en el cenáculo o en la cruz vive el
anticipo de la muerte y de la nueva vida. Para asegurar, en conclusión, que por
ese patrón está cortado el corazón del hombre que ha renacido a través de la
unión y la muerte mística.
Otros
símbolos complementarios
Como
en varios capítulos cruciales del libro, también aquí la Santa entreteje el
símbolo mayor con otros menores.
El
gusano de seda la ha hecho evocar la imagen de la abeja y la miel, ya recordada en 1M 2, 8: en ambos pasajes, los
dípticos «gusano-seda», «abeja-miel» le sirven para realzar la aportación del
hombre a la tarea espiritual: la abeja es la humildad «que siempre labra, como
la abeja en la colmena la miel». O como había escrito en otra ocasión: al
contrario de la araña, que todo lo que come lo convierte en ponzoña, la abeja
lo convierte en miel» (Fundaciones 8, 3).
Otra
imagen, la del sello y la cera. El
sello es garantía de pertenencia y posesión. Para marcar la cera, se une
fuertemente a ella hasta hundirse en su interior: «Quiere (Dios) que, sin que
ella (el alma) entienda cómo, salga de allí sellada con su sello. Porque
verdaderamente el alma allí no hace más que la cera cuando imprime otro el
sello, que la cera no se lo imprime a sí, solo está dispuesta, digo blanda, y
aun para esta disposición tampoco se ablanda ella, sino que se está queda y lo
consiente» (n. 12).
Tercera
imagen: aparece por primera vez en el libro la evocación del Cantar de los
Cantares. Y de él, la imagen de la interior
bodega (n. 12). Le sirve para subrayar que aquí se entra en los dominios del
amor. Imagen que recuperará y desarrollará en el capítulo siguiente. Y de nuevo
en el simbolismo esponsal de las moradas finales.
Al
lector de hoy ¿le dicen algo esos símbolos...?
Una
pregunta más radical sería si al lector de hoy le dicen algo las categorías
místicas de Teresa, con las imágenes y símbolos en que ella las vierte.
Pues
bien, probablemente pocas cosas nos interesan tanto a nosotros, hombres de hoy,
como los grandes fenómenos de cambio que marcan nuestra vida y el rumbo de la
historia humana. Ese inabarcable cambio de nuestra humanidad, desde el hombre
de las cavernas al hombre de los rascacielos. La curva de nuestra existencia
personal, desde el niño al adulto, con el sello de la identidad sobre el cedazo
de la transformación.
Quienes
han vivido desde lo hondo esa experiencia de cambio –los convertidos, los
poetas, los místicos– la han expresado en imágenes y símbolos que nos
cuestionan mucho más que las palabras y las teorías.
«Metamorfosis»
fue el título de uno de los grandes poemas clásicos del latino Ovidio (siglo 1º
a.C.), en que el poeta cuenta un sinfín de episodios fabulosos de
transformación del hombre, siempre en dirección regresiva, degradándolo en
piedra o árbol o animal.
«Metamorfosis»
es, igualmente, el título del relato breve de Franz Kafka que hemos recordado
ya. También para él el simbólico proceso de transmutación humana va en
dirección pesimista y negativa. Su «metamorfosis» se concentra en un símbolo
similar al de Teresa. Quien se metamorfosea es Kafka mismo, y lo terrible en
esa «metamorfosis» es su simbolismo autobiográfico y su mensaje subliminal:
viviendo, el hombre se vuelve insecto de estercolero. ¿Entiende así Kafka el
sentido profundo de su existencia, o el torso de la existencia de los otros?
El
símbolo elaborado por Teresa también tiene contenido autobiográfico y
proyectivo. Pero de signo ascendente y optimista. No regresivo, como en las
versiones de Ovidio o del novelista checo. Para ella, el pobre gusano, «grande
y feo», nace para convertirse en mariposa blanca y maravillosa. Nacida para
volar y ser libre. Así entiende ella el sentido profundo de su existencia. Y
así diseña el perfil de la historia de todo hombre, inquilino del propio
«castillo», como la crisálida lo es de su capullo.
El
lector puede contrastar la fuerza de los dos símbolos: el optimismo y el
pesimismo de los dos mensajes. Y desde ellos volver la mirada sobre el secreto
de la propia existencia o sobre el misterioso destino de los otros.
Notas del texto teresiano:
[8]
Frase no muy clara. Fray Luis creyó que el segundo «está» era repetición
maquinal (véase un ejemplo al principio del n. 13), y lo suprimió leyendo así:
«Pues veamos lo que se hace de este gusano (que es para lo que he dicho todo lo
demás): que cuando está en esta oración bien muerto al mundo, sale una
mariposica blanca» (p. 101).
[16]
Ella misma: cf. Vida c. 39, n. 9; y c. 38, n. 18: «Hace un espanto al alma
grande de ver cómo osó ni puede nadie osar ofender una Majestad tan
grandísima».
MORADAS DEL CASTILLO INTERIOR
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