Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
MORADAS QUINTAS
Capítulo 1
Comienza
a tratar cómo en la oración se une el ama con Dios. Dice en qué se conocerá no
ser engaño.
1.
¡Oh hermanas!, ¿cómo os podría yo decir la riqueza y tesoros y deleites que hay
en las quintas moradas? Creo fuera mejor no decir nada de las que faltan, pues
no se ha de saber decir ni el entendimiento lo sabe entender ni las
comparaciones pueden servir de declararlo, porque son muy bajas las cosas de la
tierra para este fin.
Enviad,
Señor mío, del cielo luz para que yo pueda dar alguna a estas vuestras siervas,
pues sois servido de que gocen algunas de ellas tan ordinariamente de estos
gozos, porque no sean engañadas, transfigurándose el demonio en ángel de luz
(1)[1],
pues todos sus deseos se emplean en desear contentaros.
2.
Y aunque dije «algunas», bien pocas hay que no entren en esta morada que ahora
diré. Hay más y menos, y a esta causa digo que son las más las que entran en
ellas. En algunas cosas de las que aquí diré que hay en este aposento, bien
creo que son pocas; mas aunque no sea sino llegar a la puerta, es harta
misericordia la que las hace Dios; porque, puesto que son muchos los llamados,
pocos son los escogidos (2)[2].
Así digo ahora que aunque todas las que traemos este hábito sagrado del Carmen
somos llamadas a la oración y contemplación (porque este fue nuestro principio,
de esta casta venimos, de aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo que
en tan gran soledad y con tanto desprecio del mundo buscaban este tesoro, esta
preciosa margarita de que hablamos), pocas nos disponemos para que nos la
descubra el Señor. Porque cuanto a lo exterior vamos bien para llegar a lo que
es menester; en las virtudes para llegar aquí, hemos menester mucho, mucho, y
no nos descuidar poco ni mucho. Por eso, hermanas mías, alto a pedir al Señor,
que pues en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, que nos dé su
favor para que no quede por nuestra culpa y nos muestre el camino y dé fuerzas
en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido (3)[3],
pues es verdad que le hay en nosotras mismas, que esto querría yo dar a
entender, si el Señor es servido que sepa.
3.
Dije «fuerzas en el alma», porque entendáis que no hacen falta las del cuerpo a
quien Dios nuestro Señor no las da. No imposibilita a ninguno para comprar sus
riquezas; con que dé cada uno lo que tuviere, se contenta. Bendito sea tan gran
Dios. Mas mirad, hijas, que para esto que tratamos no quiere que os quedéis con
nada; poco o mucho, todo lo quiere para sí, y conforme a lo que entendiereis de
vos que os han dado, se os harán mayores o menores mercedes (4)[4].
No hay mejor prueba para entender si llega a unión o si no nuestra oración. No
penséis que es cosa soñada, como la pasada (5)[5].
Digo soñada, porque así parece está el alma como adormizada, que ni bien parece
está dormida ni se siente despierta. Aquí con estar todas dormidas, y bien
dormidas, a las cosas del mundo y a nosotras mismas (porque en hecho de verdad
se queda como sin sentido aquello poco que dura, que ni hay poder pensar,
aunque quieran), aquí no es menester con artificio suspender el pensamiento;
[4] hasta el amar, si lo hace, no entiende cómo, ni qué es lo que ama ni qué querría.
En
fin, como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios, que
así es una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas las operaciones
que puede tener estando en el cuerpo; deleitosa, porque aunque de verdad parece
se aparta el alma de él para mejor estar en Dios –de manera que aun no sé yo si
le queda vida para resolgar (ahora lo estaba pensando y paréceme que no, al
menos si lo hace no se entiende si lo hace) (6)[6]–,
todo su entendimiento se querría emplear en entender algo de lo que siente y,
como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado; de manera que, si no se
pierde del todo, no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona que está
tan desmayada que nos parece está muerta.
¡Oh
secretos de Dios!, que no me hartaría de procurar dar a entenderlos si pensase
acertar en algo, y así diré mil desatinos, por si alguna vez atinase, para que
alabemos mucho al Señor.
5.
Dije que no era cosa soñada (7)[7],
porque en la morada que queda dicha, hasta que la experiencia es mucha queda el
alma dudosa de qué fue aquello: si se le antojó, si estaba dormida, si fue dado
de Dios, si se transfiguró el demonio en ángel de luz. Queda con mil sospechas,
y es bien que las tenga, porque –como dije– (8)[8]
aun el mismo natural nos puede engañar allí alguna vez; porque aunque no hay
tanto lugar para entrar las cosas ponzoñosas, unas lagartijillas sí, que como
son agudas por doquiera se meten; y aunque no hacen daño, en especial si no
hacen caso de ellas –como dije– (9)[9],
porque son pensamientillos que proceden de la imaginación y de lo que queda
dicho, importunan muchas veces. Aquí, por ayudas que son las lagartijas, no
pueden entrar en esta morada; porque ni hay imaginación, ni memoria ni
entendimiento que pueda impedir este bien.
Y
osaré afirmar que si verdaderamente es unión de Dios, que no puede entrar el
demonio ni hacer ningún daño; porque está Su Majestad tan junto y unido con la
esencia del alma, que no osará llegar, ni aun debe de entender este secreto. Y
está claro: pues dicen que no entiende nuestro pensamiento, menos entenderá
cosa tan secreta, que aun no la fía Dios de nuestro pensamiento (10)[10].
¡Oh gran bien, estado adonde este maldito no nos hace mal! Así queda el alma
con tan grandes ganancias, por obrar Dios en ella sin que nadie le estorbe, ni
nosotros mismos. ¿Qué no dará quien es tan amigo de dar y puede dar todo lo que
quiere?
6.
Parece que os dejo confusas en decir si es unión de Dios y que hay otras
uniones. Y ¡cómo si las hay! Aunque sean en cosas vanas, cuando se aman mucho,
también los transportará el demonio (11)[11];
mas no con la manera que Dios ni con el deleite y satisfacción del alma y paz y
gozo. Es sobre todos los gozos de la tierra y sobre todos los deleites y sobre
todos los contentos y más, que no tiene que ver adonde se engendran estos
contentos o los de la tierra, que es muy diferente su sentir, como lo tendréis
experimentado. Dije yo una vez (12)[12]
que es como si fuesen en esta grosería del cuerpo, o en los tuétanos, y atiné
bien, que no sé cómo lo decir mejor.
7.
Paréceme que aún no os veo satisfechas, porque os parecerá que os podéis
engañar, que esto interior es cosa recia de examinar; y aunque para quien ha
pasado por ello basta lo dicho, porque es grande la diferencia, quiéroos decir
una señal clara por donde no os podréis engañar ni dudar si fue de Dios, que Su
Majestad me la ha traído hoy a la memoria, y a mi parecer es la cierta. Siempre
en cosas dificultosas, aunque me parece que lo entiendo y que digo verdad, voy
con este lenguaje de que «me parece»; porque si me engañare, estoy muy
aparejada a creer lo que dijeren los que tienen letras muchas; porque, aunque
no hayan pasado por estas cosas, tienen un no sé qué grandes letrados, que como
Dios los tiene para luz de su Iglesia, cuando es una verdad, dásela para que se
admita; y si no son derramados, sino siervos de Dios, nunca se espantan de sus
grandezas, que tienen bien entendido que puede mucho más y más. Y, en fin,
aunque algunas cosas no tan declaradas, otras deben hallar escritas, por donde
ven que pueden pasar estas.
8.
De esto tengo grandísima experiencia, y también la tengo de unos medioletrados
espantadizos, porque me cuestan muy caro (13)[13].
Al menos creo que quien no creyere que puede Dios mucho más y que ha tenido por
bien y tiene algunas veces comunicarlo a sus criaturas, que tiene bien cerrada
la puerta para recibirlas. Por eso, hermanas, nunca os acaezca, sino creed de
Dios mucho más y más, y no pongáis los ojos en si son ruines o buenos a quien
las hace, que Su Majestad lo sabe, como os lo he dicho (14)[14];
no hay para qué nos meter en esto, sino con simpleza de corazón y humildad
servir a Su Majestad y alabarle por sus obras y maravillas.
9.
Pues tornando a la señal que digo es la verdadera (15)[15],
ya veis esta alma que la ha hecho Dios boba del todo para imprimir mejor en
ella la verdadera sabiduría, que ni ve ni oye ni entiende en el tiempo que está
así, que siempre es breve, y aun harto más breve le parece a ella de lo que
debe de ser. Fija Dios a sí mismo en lo interior de aquel alma de manera que
cuando torna en si en ninguna manera pueda dudar que estuvo en Dios y Dios en
ella. Con tanta firmeza le queda esta verdad, que aunque pase años sin tornarle
Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida ni puede dudar que estuvo. Aun
dejemos por los efectos con que queda, que estos diré después (16)[16];
esto es lo que hace mucho al caso.
10.
Pues direisme: ¿Cómo lo vio o cómo lo entendió, si no ve ni entiende? No digo
que lo vio entonces, sino que lo ve después claro; y no porque es visión, sino
una certidumbre que queda en el alma que solo Dios la puede poner. Yo sé de una
persona que no había llegado a su noticia que estaba Dios en todas las cosas
por presencia y potencia y esencia, y de una merced que le hizo Dios de esta
suerte lo vino a entender de manera que aunque un medioletrado de los que tengo
dichos (17)[17],
a quien preguntó cómo estaba Dios en nosotros (él lo sabía tan poco como ella
antes que Dios se lo diese a entender), le dijo que no estaba más de por
gracia, ella tenía ya tan fija la verdad, que no le creyó; y preguntolo a otros
(18)[18],
que le dijeron la verdad, con que se consoló mucho.
11.
No os habéis de engañar pareciéndoos que esta certidumbre queda en forma
corporal –como el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo está en el Santísimo Sacramento,
aunque no le vemos–, porque acá no queda así, sino de sola la divinidad. Pues
¿cómo lo que no vimos se nos queda con esa certidumbre? Eso no lo sé yo, son
obras suyas, mas sé que digo la verdad, y quien no quedare con esta
certidumbre, no diría yo que es unión de toda el alma con Dios, sino de alguna
potencia, y otras muchas maneras de mercedes que hace Dios al alma. Hemos de
dejar en todas estas cosas de buscar razones para ver cómo fue; pues no llega
nuestro entendimiento a entenderlo, ¿para qué nos queremos desvanecer? Basta
ver que es todopoderoso el que lo hace, y pues no somos ninguna parte (19)[19]
–por diligencias que hagamos– para alcanzarlo, sino que es Dios el que lo hace,
no lo queramos ser para entenderlo.
12.
Ahora me acuerdo, sobre esto que digo de que no somos parte, de lo que habéis
oído que dice la Esposa en los Cantares: Llevóme
el rey a la bodega del vino, o metiome,
creo que dice (20)[20].
Y no dice que ella se fue. Y dice también que andaba buscando a su Amado por
una parte y por otra. Esta entiendo yo es la bodega adonde nos quiere meter el
Señor cuando quiere y como quiere; mas por diligencias que nosotros hagamos, no
podemos entrar. Su Majestad nos ha de meter y entrar él en el centro de nuestra
alma; y para mostrar sus maravillas mejor, no quiere que tengamos en esta más
parte de la voluntad que del todo se le ha rendido ni que se le abra la puerta
de las potencias y sentidos, que todos están dormidos, sino entrar en el centro
del alma sin ninguna, como entró a sus discípulos cuando dijo: Pax vobis, y salió del sepulcro sin
levantar la piedra (21)[21].
Adelante veréis cómo Su Majestad quiere que le goce el alma en su mismo centro,
aun más que aquí mucho en la postrera morada.
13.
¡Oh hijas, qué mucho veremos si no queremos ver más de nuestra bajeza y
miseria, y entender que no somos dignas de ser siervas de un Señor tan grande,
que no podemos alcanzar sus maravillas! Sea por siempre alabado, amén.
COMENTARIO
Se introduce el
símbolo del gusano de seda. Cesa el gusano. Libre vuelo de la mariposa. El alma
renace y vive en Cristo. En clima de amor: «Llevome el rey a la bodega del
vino». Inicia el estado de unión: «Nuestra vida es Cristo». Bien sea unión
mística, desde lo más hondo de la esencia del alma, bien por conformidad de
voluntades, manifestada especialmente en el amor a los hermanos.
Imágenes
bíblicas: se vive ya en lo alto del monte, como los Padres y profetas del Monte
Carmelo; o como la esposa de los Cantares, que ya tiene en orden el amor
(«ordenó en mí la caridad»). Pero sin omitir el contrapunto de la tipología de
riesgo: «Judas y Saúl», llamados al amor, y fracasados.
En el umbral de la unión mística
«Moisés, Moisés,
descálzate, que la tierra que pisas es santa». Y Moisés, todo tembloroso, se
quitó las sandalias y adoró.
Era su ingreso
en la experiencia fuerte de Yavéh. La zarza que tenía ante sí y la tierra que
pisaba no eran ni más ni menos que las otras zarzas del monte o la otra ladera
del Sinaí, pero de pronto habían acogido una teofanía de Yavéh-Dios. Por ellas
había pasado el fuego de la divinidad. Acontecimiento estremecedor. Entre
Moisés y Dios quedaba solo un tenuísimo velo de separación.
Algo de ese
estremecimiento religioso sobrecoge a Teresa en el umbral de las moradas
quintas. Como si la pluma y el papel hiciesen de zarza ardiente. Y las moradas
quintas hiciesen de Sinaí. Entrar en ellas con la pluma, no solo la obliga a
recordar su propia experiencia fuerte de Dios –la que tuvo hace casi veinte
años–, sino que la hace revivirla para describirla sin escamotearla. No solo se
tratará de la cercanía de Yavéh tras el símbolo de la zarza ardiente: Teresa
tendrá que hablar de «unión de los dos». Unión del alma con Cristo y con Dios
dentro del simbólico castillo del propio ser humano. Las moradas quintas son
las moradas de la unión. Un vocablo este tan común y corriente como la zarza y
la tierra del pasaje bíblico, casi anodino en nuestro lenguaje profano, pero
que para cualquier místico está pletórico de evocaciones y transido de
misterio, especie de sacramento consumador del amor que Dios tiene al hombre.
Es ese el motivo
por el que Teresa, pluma en mano, titubea un momento y se siente tentada de no
seguir escribiendo: «Creo que fuera mejor no decir nada..., pues no se ha de
saber decir, ni el entendimiento lo sabe entender, ni las comparaciones sirven
para declararlo, porque son muy bajas las cosas de la tierra para este fin» (n.
1).
De ese suspense
de sobrecogimiento inicial sale Teresa con un doble gesto de alma y de pluma.
Primero, un repliegue religioso de invocación profunda: «Enviad, Señor mío, del
cielo luz para que yo pueda dar alguna a estas vuestras siervas». Y en seguida,
la mano tendida a estas sus hermanas, porque también ellas –«algunas de ellas»–
han pasado por este Sinaí de la unión. Es el típico gesto del profeta, que en
la cima del monte ha tenido la experiencia de Dios, y desde la experiencia
vuelve a los hermanos con el rostro y la voz cambiados, para convocar e
interpelar.
Por eso ella
comenzará el capítulo dirigiéndose no ya a esas pocas que han llegado a la
cima, sino a todas las lectoras destinatarias del libro, porque «todas las que
traemos este hábito sagrado del Carmen somos llamadas a la oración y
contemplación, porque este fue nuestro principio, de esta casta venimos, de
aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo, que en tan gran soledad y
con tanto desprecio del mundo buscaban este tesoro, esta preciosa margarita de
que hablamos...» (n. 2).
Quizá ningún
otro pasaje de sus escritos ha afirmado tan categóricamente la vocación mística
del Carmelo. Vocación de casta, pues «de esta casta venimos». Todas las
destinatarias del libro, sin excepción, están llamadas a la unión. Como si la
autora necesitase sentirse en comunión profunda o en profunda empatía con ese
coro de lectoras inmediatas para hablar de lo inefable en la intimidad, o para
no entrar sola en la tierra santa de las moradas en que acontece la misteriosa
teofanía de la unión. «Por eso, hermanas mías, alto a pedir al Señor que, pues
en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, nos dé su favor para que
no quede por nuestra culpa» (n. 2).
Pues bien, a
través de ese coro de lectoras inmediatas, la palabra profética de Teresa llega
a nosotros, lectores de la calle. Quizá por eso ha comenzado recordándonos la
palabra de Jesús: «Que muchos son los llamados y pocos los escogidos» (n. 2).
Primera palabra evangélica consignada por ella en el relato de Vida (3, 1), y
que a ella misma le produjo un impacto decisivo en plena juventud, a sus 16
años.
La pregunta por
la unión
«Unión», o bien
«unión del alma con Dios», era palabra familiar y de sentido obvio en el
ambiente religioso de Teresa y de sus lectoras. Tantas veces la habrán
escuchado de boca de fray Juan de la Cruz, que a su vez escribirá las
«canciones del alma en la íntima unión de amor con Dios».
No son tan
obvias para nosotros. ¿Qué quiere decir eso de «unión con Dios»? En cristiano,
¿no estamos convencidos de que en él vivimos, nos movemos y existimos?
¿Convencidos de que todo nuestro ser está inmerso y arraigado en él, lo mismo y
más que estamos inmersos y enraizados en el cosmos? ¿No nos lo ha dicho Teresa
misma desde la primera página del Castillo, cuando nos ha asegurado que Dios
es morador absoluto del hombre, «Castellano» indesalojable del castillo del
alma, pase lo que pase?
Puntualicemos.
También Teresa, antes de escribir estas páginas, se planteó repetidamente esa
pregunta. Ella incluso se la planteaba con asombro, casi con estupor, ante el
hecho de que Dios está presente y viviente en el hombre pecador. Para ella y
para nosotros, es un dato de catequesis elemental que Dios es la Presencia
absoluta y universal, el Presente insoslayable. La tradición cristiana ha
forjado, para afirmarlo, un adjetivo peculiar: Dios es «omnipresente». Teresa
misma repite más de una vez una fórmula arcaica de la antigua teología: que él
está en nosotros y en todo «por esencia, presencia y potencia». Formulita que
probablemente desborda la capacidad comprensiva de Teresa y la nuestra. Ella
recuerda además que Dios está en el hombre justo «por gracia». Y que si uno lo
ama y guarda sus mandamientos, la Trinidad Santa viene y habita en él. De ahí
que a Teresa le agrade tanto el pensamiento del evangelista Juan, según el cual
somos «morada» de Dios. En vocablo de su siglo, «posada» adonde él mora (Vida
1, 8).
Pero lo cierto
es que, si bien Dios está ahí, doquier, dentro y fuera de nosotros, nuestro
espíritu es extrañamente opaco a su presencia. Ni lo sentimos ni percibimos,
como sentimos los objetos. Ni experimentamos su presencia, como experimentamos
y gustamos la presencia de un amigo. Ni siquiera lo experimentamos con nuestra
fe, porque tampoco la fe elimina ese velo opaco que media entre nuestro
espíritu y el «Espíritu» que es él.
Esa especie de
barrera solo se desmonta por obra de su amor y de su gracia. A Teresa misma le
ocurrió de improviso en un momento de su camino espiritual «venirme a deshora
un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que
(él) estaba dentro de mí o yo toda engolfada en él» (Vida 10, 1). Pura
gratuidad amorosa de él.
Retengamos este
dato. En el delicado tejido de la relación personal del cristiano con Cristo, o
del hombre con Dios, es posible y quizá normal que llegue un momento de gracia
que introduzca al creyente en la experiencia de su presencia. Y que esa primera
grieta abierta en el velo opaco de nuestro espíritu dé paso a un chorro de luz
y se concierta en experiencia estable de que realmente en él vivimos, y que en
Cristo nos llega el efluvio de su amor. La teofanía del Sinaí se repite así,
multiforme y variadísima, en el Sinaí interior del creyente.
En el umbral de
las moradas quintas, Teresa se ha anticipado a advertir que en el misterio de
la unión «hay más y menos». Que hay una graduatoria en la travesía de esas
moradas de la unión. Y que su grado supremo se da, no en nosotros, sino en
Cristo: en él sí lo humano se unió sin velos ni celajes a la divinidad. De ese
supremo espécimen de unión deriva la nuestra.
«Oh secretos de
Dios, que no me cansaría de darlos a entender...»
Cedamos ahora la
palabra a Teresa. Si es cierto que en la unión «hay más y menos», ella va a
comenzar su exposición hablándonos de «lo más». Luego, en el capítulo tercero,
bajará la mira y nos hablará «de otra manera de unión», más a la medida del
lector novicio.
Así pues,
comienza con una página de neto corte místico: «Mirad, hijas, que para esto que
tratamos (para que sea posible la experiencia de la unión), no quiere Dios que
os quedéis con nada: poco o mucho, todo lo quiere para sí, y conforme a lo que
entendiereis de vos que habéis dado, se os harán mayores o menores mercedes. No
hay mejor prueba para entender si llega a unión o no nuestra oración. Aquí (en
la unión)... hasta el amar –si lo hace el alma– no entiende cómo, ni qué es lo
que ama, ni qué querría; como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir
más en Dios, que así es; una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas
las operaciones que puede tener estando en el cuerpo; deleitosa (muerte),
porque aunque de verdad parece se aparta el alma de él para mejor estar en
Dios..., todo su entendimiento se querría emplear en entender algo de lo que
siente y, como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado, de manera que,
si no se pierde del todo, no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona
que está tan desmayada que nos parece está muerta. ¡Oh secretos de Dios...!»
(nn. 3-4).
Clara pugna
entre el vivo deseo de explicar y el choque con la infranqueable barrera de lo
inefable. «Todo su entendimiento se querría emplear en entender algo de lo que
siente». Los extremos más notables de su esfuerzo por entender y explicar son:
– La entrega
total de sí a Dios. Ese extraño anhelo de todos los místicos por desposeerse de
sí mismos, para ser de él y en él.
– El
desplazamiento de las funciones y de todo el dinamismo del espíritu: sentir,
entender, amar, vivir en el propio cuerpo, todo ello queda transportado a otro
plano en que sea posible la irrupción de lo divino. Es ese el «arrancamiento
del alma de todas las operaciones que puede tener estando en el cuerpo».
– Especie de
muerte sabrosa y deleitosa. Pero mucho más lo segundo que lo primero. Lo
repetirá en seguida: «Es sobre todos los gozos de la tierra, y sobre todos los
deleites, y sobre todos los contentos, y más, que no tiene que ver adonde se
engendran estos contentos, o los de la tierra...».
En ese
torbellino de entrega, muerte y gozo, se hace presente Dios.
El diálogo entre
la Teresa mística y el teólogo de Salamanca
La sorpresa y el
deslumbramiento producido en Teresa por esta experiencia de Dios es tal que
tiene la impresión de que antes ella «no sabía» en absoluto que Dios está en el
alma. Como si su anterior saber «de oídas» fuese pura ignorancia.
Tuvo que someter
su experiencia a la prueba de los teólogos. Y por desgracia su confidencia cayó
en manos de un teólogo de medio pelo, «un medioletrado espantadizo» dirá ella,
incapaz de entenderla. «Yo sé de una persona (Teresa misma) que no había
llegado a su noticia que estaba Dios en todas las cosas por presencia y
potencia y esencia, y de una merced que le hizo Dios de esta suerte lo vino a
entender de manera que aunque un medioletrado de los que tengo dichos, a quien
preguntó cómo estaba Dios en nosotros, le dijo que no estaba más que «por
gracia», ella tenía ya tan fija la verdad, que no le creyó, y preguntolo a
otros, que le dijeron la verdad, con que se consoló mucho» (n. 10. Episodio que
ya había referido en Vida 18, 15).
Hasta nosotros
han llegado los restos de otro pequeño apunte suelto en que ella volvió a
someter su experiencia a un teólogo de Salamanca, probablemente uno de los que
«le dijeron la verdad» y refrendaron su experiencia. He aquí la consulta que le
hizo la Santa:
«Sobre darme a
entender qué es unión: (Teresa comienza transcribiendo las palabras de la voz
interior): "No pienses, hija, que unión es estar muy junta conmigo, porque
también lo están los que me ofenden, aunque no quieren, ni los regalos y gustos
de la oración, aunque sean en muy subido grado...". Estaba yo cuando esto
entendí en gran manera levantado el espíritu. Diome a entender qué era espíritu
y cómo estaba el alma entonces. Tornando a la unión, entendí que era este
espíritu limpio y levantado de todas las cosas de la tierra, no quedar cosa de
él que quiera salir de la voluntad de Dios, sino que de tal manera esté un
espíritu y una voluntad conforme con la suya, y un desasimiento de todo,
empleado en Dios, que no haya memoria de amor en sí ni en ninguna cosa
criada... Paréceme a mí que si esta es unión, estar tan hecha una nuestra
voluntad y espíritu con el de Dios, que no es posible tenerla quien no esté en
estado de gracia, que me habían dicho que sí. Así, me parece a mí será bien
dificultoso entender cuándo es unión, sino por particular gracia de Dios, pues
no se puede entender cuándo estamos en gracia. Escríbame vuestra merced su
parecer... y tórneme a enviar este papel» (Relación 29).
El teólogo que
tenía que devolverle ese «papel» era el Rector del Colegio de la Compañía en
Salamanca, P. Martín Gutiérrez, que poco después morirá en Francia a manos de
los hugonotes. (El apunte de la Santa es de 1571. El P. Martín Gutiérrez muere
en 1573, durante su viaje a Roma para asistir a la elección del General de la
Compañía, sucesor de san Francisco de Borja).
Símbolos de la
unión
Desde las
primeras líneas del capítulo (n. 1), la Santa nos ha dicho que el hecho místico
de la unión nos sitúa ante lo inefable; que no hay palabras para decirlo, «ni
el entendimiento lo sabe entender», «ni las comparaciones pueden servir para
declararlo».
«Comparaciones»
en el léxico teresiano son símbolos en embrión o juego de imágenes que abran al
lector nuevos espacios para la comprensión.
Ahora, pese a
esa inicial devaluación de la simbología frente a lo inefable de la experiencia
mística, Teresa se ve precisada a replegar sobre la imaginería simbólica. Lo
hará más expresamente a partir del capítulo segundo de estas moradas quintas.
Pero ya en este primer capítulo esboza una terna de motivos simbólicos que desarrollará
más adelante. Por eso, nos limitamos a indicarlos:
El primero es el sello y la cera: la experiencia de
Dios en la unión deja al alma sellada con su sello: «Fija Dios a sí mismo en lo
interior de aquel alma, de manera que cuando torna en sí en ninguna manera
puede dudar que estuvo en Dios y Dios en ella» (n. 9 – Lo desarrollará en el c.
2, 12).
El segundo está
tomado de ese arsenal de los místicos que es el bíblico Cantar de los Cantares:
la bodega del vino, «la interior
bodega» que dirá fray Juan de la Cruz. En la unión ocurre eso: que el Rey
«llevome a la bodega del vino», para saciarme de amor (n. 12 – Lo desarrollará
en el c. 2, 12).
El tercero es el cenáculo y el don de la paz. Como
Jesús entró en el cenáculo a puertas cerradas y pronunció sobre los discípulos
el «pax vobis», así ocurre en la unión: «Que Su Majestad nos mete o entra él en
el centro del alma, para mostrar sus maravillas» (n. 12 – Volverá sobre esa
imagen en las 7M 2, 7).
[6] Por
culpa de los numerosos incisos, la frase queda inconclusa. Fray Luis la
redondeó así: «Deleitosa, porque aunque está en él, según la verdad, parece se
aparta el alma de él, para mejor estar en Dios: es de manera que aun no sé yo
si le queda vida para resolgar. Ahora lo estaba pensando, y paréceme que no, a
lo menos si lo hace no lo entiende, todo su entendimiento querría emplear en
entender algo de lo que siente» (p. 90; conservamos la puntuación original).
[9] Aconsejó
no hacer caso de esas lagartijillas agudas en 4M c. 1, nn. 8-12 (cf. n. 3), que son pensamientillos que proceden de la
imagiación y de lo que queda dicho. En ese mismo capítulo de las moradas
cuartas advirtió que no proceden del entendimiento (n. 8) y los atribuyó a «la
miseria que nos quedó del pecado de Adán» (n. 11).
[10] Gracián
castigó intensamente este pasaje del autógrafo. Retocó la primera frase: si es unión de Dios «con sola el alma»,
para cercenar en la siguiente las palabras esencia
del alma; cambió pensamiento en entendimiento en la frase: no entiende nuestro pensamiento; y
finalmente anotó al margen: «Entiéndase de los actos de entendimiento y
voluntad, que los pensamientos de la imaginación claramente los ve el demonio,
si Dios no le ciega en aquel punto». Ribera tachó una a una todas las enmiendas
de Gracián (p. 92).
[16] Hablará
de los efectos de esta forma de oración infusa en el c. 2 (cf. título y nn.
7-14). – También en este número y en el siguiente atenuó Gracián las
expresiones que denotaban seguridad o certeza, con tres monótonos «me parece»:
«Pues tornando a la señal que digo que me parece que...» (n. 9); «en ninguna
manera le parece a ella que puede dudar» (n. 9); «no digo que lo vio entonces
sino que [tacha «lo ve»] después le quedó a su parecer [tachando: «claro y
porque es visión sino»] (n. 10); y más abajo: «Lo vino a entender» en lugar de
«lo vino a creer». Fray Luis prescindió de las enmiendas de Gracián.
[21] Jn
20, 19. – Adelante veréis: cf. 6M 2,
3, en que reanuda este tema. Alegará de nuevo el texto de San Juan en 7M 2, 3.
Moradas del Castillo Interior
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