Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS
SÉPTIMAS
Capítulo
4
Con que acaba, dando a entender lo que le
parece pretende nuestro Señor en hacer tan grandes mercedes al alma, y cómo es
necesario que anden juntas Marta y María. Es muy provechoso.
1. No habéis de entender, hermanas, que
siempre en un ser están estos efectos que he dicho (1)[1] en estas
almas, que por eso adonde se me acuerda digo «lo ordinario»; que algunas veces
las deja nuestro Señor en su natural, y no parece sino que entonces se juntan
todas las cosas ponzoñosas del arrabal y moradas de este castillo para vengarse
de ellas por el tiempo que no las pueden haber a las manos.
2. Verdad es que dura poco: un día lo más, o
poco más; y en este gran alboroto, que procede lo ordinario de alguna ocasión, se
ve lo que gana el alma en la buena compañía que está, porque la da el Señor una
gran entereza para no torcer en nada de su servicio y buenas determinaciones, sino
que parece le crecen, y por un primer movimiento muy pequeño no tuercen de esta
determinación. Como digo, es pocas veces, sino que quiere nuestro Señor que no
pierda la memoria de su ser, para que siempre esté humilde, lo uno; lo otro, porque
entienda más lo que debe a Su Majestad y la grandeza de la merced que recibe, y
le alabe.
3. Tampoco os pase por pensamiento que por
tener estas almas tan grandes deseos y determinación de no hacer una
imperfección por cosa de la tierra, dejan de hacer muchas, y aun pecados. De
advertencia no, que las debe el Señor a estas tales dar muy particular ayuda
para esto. Digo pecados veniales, que de los mortales, que ellas entiendan, están
libres, aunque no seguras (2)[2]; que
tendrán algunos que no entienden, que no les será pequeño tormento. También se
le dan (3)[3] las
almas que ven que se pierden; y aunque en alguna manera tienen gran esperanza
que no serán de ellas, cuando se acuerdan de algunos que dice la Escritura que
parecía eran favorecidos del Señor, como un Salomón, que tanto comunicó con Su
Majestad, no pueden dejar de temer, como tengo dicho (4)[4]; y la
que se viere de vosotras con mayor seguridad en sí, esa tema más, porque bienaventurado el varón que teme a Dios,
dice David. Su Majestad nos ampare siempre; suplicárselo para que no le
ofendamos es la mayor seguridad que podemos tener. Sea por siempre alabado, amén.
4. Bien será, hermanas, deciros qué es el fin
para que hace el Señor tantas mercedes en este mundo. Aunque en los efectos de
ellas lo habréis entendido, si advertisteis en ello, os lo quiero tornar a
decir aquí, porque no piense alguna que es para solo regalar estas almas, que
sería grande yerro; porque no nos puede Su Majestad hacer (5)[5] mayor que
es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo
yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza –como
aquí he dicho alguna vez– (6)[6] para
poderle imitar en el mucho padecer.
5. Siempre hemos visto que los que más
cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos:
miremos los que pasó su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles. ¿Cómo pensáis
que pudiera sufrir San Pablo tan grandísimos trabajos? Por él podemos ver qué
efectos hacen las verdaderas visiones y contemplación, cuando es de nuestro
Señor y no imaginación o engaño del demonio. ¿Por ventura escondiose con ellas
para gozar de aquellos regalos y no entender en otra cosa? Ya lo veis, que no
tuvo día de descanso, a lo que podemos entender, y tampoco le debía tener de
noche, pues en ella ganaba lo que había de comer (7)[7]. Gusto
yo mucho de San Pedro cuando iba huyendo de la cárcel y le apareció nuestro
Señor y le dijo que iba a Roma a ser crucificado otra vez. Ninguna rezamos esta
fiesta adonde esto está, que no me es particular consuelo (8)[8]. ¿Cómo
quedó San Pedro de esta merced del Señor, o qué hizo? Irse luego a la muerte; y
no es poca misericordia del Señor hallar quien se la dé.
6. ¡Oh hermanas mías, qué olvidado debe tener
su descanso, y qué poco se le debe de dar de honra, y qué fuera debe estar de
querer ser tenida en nada el alma adonde está el Señor tan particularmente!
Porque si ella está mucho con él, como es razón, poco se debe de acordar de sí;
toda la memoria se le va en cómo más contentarle, y en qué o por dónde mostrará
el amor que le tiene. Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este
matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras.
7. Esta es la verdadera muestra de ser cosa y
merced hecha de Dios –como ya os he dicho– (9)[9], porque
poco me aprovecha estarme muy recogida a solas haciendo actos con nuestro Señor,
proponiendo y prometiendo de hacer maravillas por su servicio, si en saliendo
de allí, que se ofrece la ocasión, lo hago todo al revés. Mal dije que
aprovechará poco, que todo lo que se está con Dios aprovecha mucho; y estas
determinaciones, aunque seamos flacos en no las cumplir después, alguna vez, nos
dará Su Majestad cómo lo hagamos, y aun quizá aunque nos pese, como acaece
muchas veces: que, como ve un alma muy cobarde, dale un muy gran trabajo, bien
contra su voluntad, y sácala con ganancia; y después, como esto entiende el
alma, queda más perdido el miedo, para ofrecerse más a él. Quise decir que es
poco, en comparación de lo mucho más que es que conformen las obras con los
actos y palabras, y que la que no pudiere por junto, sea poco a poco; vaya
doblando su voluntad, si quiere que le aproveche la oración: que dentro de
estos rincones (10)[10] no
faltarán hartas ocasiones en que lo podáis hacer.
8. Mirad que importa esto mucho más que yo os
sabré encarecer. Poned los ojos en el Crucificado y se os hará todo poco. Si Su
Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo
queréis contentarle con solo palabras? ¿Sabéis qué es ser espirituales de
veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de
la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos
de todo el mundo, como él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña
merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho, porque
todo este edificio –como he dicho– (11)[11] es su
cimiento humildad; y si no hay esta muy de veras, aun por vuestro bien no
querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo. Así que, hermanas,
para que lleve buenos cimientos, procurad ser la menor de todas y esclava suya,
mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir; pues lo que
hiciereis en este caso, hacéis más por vos que por ellas, poniendo piedras tan
firmes, que no se os caiga el castillo.
9. Torno a decir que para esto es menester no
poner vuestro fundamento solo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis
virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas; y aun plega a
Dios que sea solo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, descrece;
porque el amor tengo por imposible contentarse de estar en un ser, adonde le
hay.
10. Pareceros ha que hablo con los que
comienzan, y que después pueden ya descansar. Ya os he dicho (12)[12] que el
sosiego que tienen estas almas en lo interior, es para tenerle muy menos, ni
querer tenerle, en lo exterior. ¿Para qué pensáis que son aquellas
inspiraciones que he dicho, o por mejor decir aspiraciones, y aquellos recaudos
que envía el alma del centro interior a la gente de arriba del castillo, y a
las moradas que están fuera de donde ella está? ¿Es para que se echen a dormir?
¡No, no, no!, que más guerra les hace desde allí, para que no estén ociosas
potencias y sentidos y todo lo corporal, que les ha hecho cuando andaba con
ellos padeciendo; porque entonces no entendía la ganancia tan grande que son
los trabajos, que por ventura han sido medios para traerla Dios allí, y cómo la
compañía que tiene le da fuerzas muy mayores que nunca. Porque si acá dice
David que con los santos seremos santos (13)[13], no hay
que dudar, sino que, estando hecha una cosa con el Fuerte por la unión tan
soberana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza, y así veremos
la que han tenido los santos para padecer y morir.
11. Es muy cierto que aun de la que ella allí
se le pega acude a todos los que están en el castillo, y aun al mismo cuerpo, que
parece muchas veces no se siente; sino, esforzado con el esfuerzo que tiene el
alma bebiendo del vino de esta bodega, adonde la ha traído su Esposo (14)[14] y no la
deja salir, redunda en el flaco cuerpo, como acá el manjar que se pone en el
estómago da fuerza a la cabeza y a todo él (15)[15]. Y así
tiene harta mala ventura mientras vive; porque, por mucho que haga, es mucho
más la fuerza interior y la guerra que se le da, que todo le parece nonada. De
aquí debían venir las grandes penitencias que hicieron muchos santos, en
especial la gloriosa Magdalena, criada siempre en tanto regalo, y aquella
hambre que tuvo nuestro padre Elías de la honra de su Dios (16)[16] y tuvo
Santo Domingo y San Francisco de allegar almas para que fuese alabado; que yo
os digo que no debían pasar poco, olvidados de sí mismos.
12. Esto quiero yo, mis hermanas, que
procuremos alcanzar, y no para gozar, sino para tener estas fuerzas para
servir: deseemos y nos ocupemos en la oración; no queramos ir por camino no
andado, que nos perderemos al mejor tiempo; y sería bien nuevo pensar tener
estas mercedes de Dios por otro que el que él fue y han ido todos sus santos;
no nos pase por pensamiento. Creedme que Marta y María han de andar juntas para
hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le
dando de comer (17)[17]. ¿Cómo
se lo diera María, sentada siempre a sus pies, si su hermana no le ayudara? Su
manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se
salven y siempre le alaben.
13. Decirme heis dos cosas: la una, que dijo
que María había escogido la mejor parte (18)[18]. Y es
que ya había hecho el oficio de Marta, regalando al Señor en lavarle los pies y
limpiarlos con sus cabellos (19)[19], y
¿pensáis que le sería poca mortificación a una señora como ella era irse por
esas calles, y por ventura sola, porque no llevaba hervor para entender cómo
iba, y entrar adonde nunca había entrado, y después sufrir la murmuración del
fariseo y otras muy muchas que debía sufrir? Porque ver en el pueblo una mujer
como ella hacer tanta mudanza, y como sabemos, entre tan mala gente, que
bastaba ver que tenía amistad con el Señor, a quien ellos tenían tan aborrecido,
para traer a la memoria la vida que había hecho, y que se quería ahora hacer
santa, porque está claro que luego mudaría vestido y todo lo demás; pues ahora
se dice a personas, que no son tan nombradas, ¿qué sería entonces? Yo os digo, hermanas,
que venía «la mejor parte» sobre hartos trabajos y mortificación, que aunque no
fuera sino ver a su Maestro tan aborrecido, era intolerable trabajo. Pues los
muchos que después pasó en la muerte del Señor y en los años que vivió, en
verse ausente de él, que serían de terrible tormento, se verá que no estaba
siempre con regalo de contemplación a los pies del Señor. Tengo para mí que el
no haber recibido martirio fue por haberle pasado en ver morir al Señor (20)[20].
14. La otra (21)[21], que no
podéis vosotras, ni tenéis cómo allegar almas a Dios; que lo haríais de buena
gana, mas que no habiendo de enseñar ni de predicar, como hacían los apóstoles,
que no sabéis cómo. A esto he respondido por escrito algunas veces (22)[22], y aun
no sé si en este Castillo; mas porque es cosa que creo os pasa por pensamiento,
con los deseos que os da el Señor, no dejaré de decirlo aquí: ya os dije en
otra parte (23)[23]
que algunas veces nos pone el demonio deseos grandes, porque no echemos mano de
lo que tenemos a mano para servir a nuestro Señor en cosas posibles, y quedemos
contentas con haber deseado las imposibles. Dejado que en la oración ayudaréis
mucho (24)[24],
no queráis aprovechar a todo el mundo, sino a las que están en vuestra compañía,
y así será mayor la obra, porque estáis a ellas más obligada. ¿Pensáis que es
poca ganancia que sea vuestra humildad tan grande, y mortificación, y el servir
a todas, y una gran caridad con ellas, y un amor del Señor, que ese fuego las
encienda a todas, y con las demás virtudes siempre las andéis despertando? No
será sino mucha, y muy agradable servicio al Señor, y con esto que ponéis por
obra –que podéis–, entenderá Su Majestad que haríais mucho más; y así os dará
premio como si le ganaseis muchas.
15. Diréis que esto no es convertir, porque
todas son buenas. ¿Quién os mete en eso? Mientras fueren mejores, más
agradables serán sus alabanzas al Señor y más aprovechará su oración a los
prójimos.
En fin, hermanas mías, con lo que concluyo es
que no hagamos torres sin fundamento, que el Señor no mira tanto la grandeza de
las obras como el amor con que se hacen; y como hagamos lo que pudiéremos, hará
Su Majestad que vayamos pudiendo cada día más y más, como no nos cansemos luego,
sino que lo poco que dura esta vida –y quizá será más poco de lo que cada una
piensa– interior y exteriormente ofrezcamos al Señor el sacrificio que
pudiéremos, que Su Majestad le juntará con el que hizo en la cruz por nosotras
al Padre, para que tenga el valor que nuestra voluntad hubiere merecido, aunque
sean pequeñas las obras.
16. Plega a Su Majestad, hermanas e hijas
mías, que nos veamos todas adonde siempre le alabemos, y me dé gracia para que
yo obre algo de lo que os digo, por los méritos de su Hijo, que vive y reina
por siempre jamás amén; que yo os digo que es harta confusión mía, y así os
pido por el mismo Señor que no olvidéis en vuestras oraciones esta pobre
miserable (25)[25].
COMENTARIO
La postrera lección del castillo: ¿Para qué
la santidad cristiana?
Llegamos al desenlace de «la vida en el
Castillo». Conclusión de la séptima morada, dedicada toda ella a la jornada
suprema de la existencia cristiana: la santidad en el castillo del alma.
En los tres capítulos precedentes, la autora,
sin grandes alardes de teología académica, ha ido a lo esencial. Si el
cristiano llega a ser santo, es porque la Trinidad mora en él (capítulo 1); es
porque Cristo llega a ser plena vida del alma (capítulo 2); es porque el hombre
nuevo desarrolla todas las potencialidades inducidas en él por el bautismo
(capítulo 3).
Faltaba, a todas luces, un cuarto factor: el
cristiano es santo en la Iglesia; lo es para servir a los hermanos; y esto solo
podrá lograrlo configurándose con Cristo Jesús, que fue «el siervo» por
antonomasia: siervo de Yavéh y servidor de los hombres.
Será este cuarto filón el que Teresa
desarrolle en el capítulo final de las moradas séptimas. Completará así su
respuesta progresiva a la pregunta de fondo: ¿en qué consiste la santidad
cristiana? En cuatro capítulos, cuatro respuestas: la santidad cristiana es,
ante todo, un hecho trinitario acontecido en el hombre; es un hecho
cristológico de plena incorporación a Cristo; un hecho antropológico de
plenitud y madurez humana; y, finalmente, es un hecho eclesiológico, carisma
otorgado a la persona para edificar el cuerpo místico de Jesús acá en la tierra,
al servicio de los hombres.
El epígrafe del capítulo cuarto
El título del capítulo es nuestra primera
pista de lectura. Recordemos que la autora escribe esos títulos muy al final de
su tarea redactora. Cuando ya ha terminado el libro, al releerlo para
fragmentarlo en capítulos y resumir su contenido en un epígrafe, a la luz de
una rápida lectura en diagonal de cuanto ha escrito. Escribió esos títulos en
papeles sueltos, que pronto se perdieron, aventados por los avatares del
manuscrito original. Por fortuna, ya los había transcrito uno de los primeros
admiradores del libro, Jerónimo Gracián. Por medio de él han llegado hasta
nosotros.
Esta vez, el epígrafe antepuesto al capítulo
final de la obra reza así: «Capítulo cuarto, con que acaba dando a entender lo
que le parece pretende nuestro Señor en hacer tan grandes mercedes al alma, y
cómo es necesario que anden juntas Marta y María. Es de mucho provecho». Es
decir, que al releer su texto final, las cosas que captaron la atención de la
autora y que ahora nos permitirán a nosotros penetrar en los pliegues de su
pensamiento, son dos o tres:
1ª, que la vida del cristiano o de todo
hombre no es una jornada a la ventura de lo que en ella suceda, sino que lleva
inscrita una tácita «pretensión» de Dios. Y que al final, tras la suma de
«grandes mercedes» (grandes gracias) recibidas por el hombre, resulta patente
qué es lo que él «pretendió» al otorgarle la vida. No, no se trata de la
imposición de un derrotero programado, sino de la misteriosa presencia
orientadora de lo divino en la entraña misma de lo humano. Veremos luego el
alcance de esa visión doctrinal.
2ª, por fin, en la última estancia del
Castillo «andan juntas Marta y María». Las dos hermanas de Betania son dos
símbolos alternativos de la vida humana. Marta es la acción, la operosidad,
imagen del hombre obrero, artesano de la propia vida. María es la
contemplación, con todo el substrato de anhelos, ideales, pulsiones de
trascendencia, imagen del hombre artista, filósofo, metafísico, místico. Dos
planos dispares: altura de los deseos, frente al bajo nivel de los hechos o de
los logros. «Es necesario» que en la meta final esas dos vertientes de lo
humano confluyan o «anden juntas», porque lo normal en las jornadas previas de
la vida del hombre (moradas primeras... hasta las sextas) es la disociación
entre una y otra: ¿cuándo será que la altura de ideales y anhelos eleve a nivel
parigual lo menguado –o lo rastrero– de lo que realmente obramos? Llegar a la
fusión de «Marta» y «María», de acción y contemplación, será lograr la
unificación de esos dos planos en la persona.
3ª, que «es muy provechoso» lo que se dice en
este capítulo. No es que la autora tenga el recelo de teorizar o que el lector
tema dejarse embarcar en utopías místicas. La Santa está convencida del
realismo y valor práctico de lo escrito. Ese su sentido de lo práctico está
constantemente presente en la pedagogía del libro. Lo ha ido subrayando en lo
epígrafes de los capítulos, que van advirtiendo al lector: «Es muy de notar» (5M
2); «es de gran provecho» (5M 3); «es de harto provecho» (6M 3); «es harto
provechoso» (6M 5), etc. De ahí el refrendo final: el contenido doctrinal de
este postrer capítulo del Castillo «es muy provechoso». Que el lector no lo lea
en clave informativa y teórica, sino espiritual y existencial.
El punto central del capítulo
Justamente a mitad del capítulo (en el número
8, de los 16 que lo integran), la Santa imparte una de sus lecciones fuertes,
tallada a cincel y sin medias palabras. Es la versión teresiana del lema paulino
de la configuración a Cristo crucificado. Es necesario copiar sus palabras:
«Mirad que importa mucho esto, más que yo os
sabré encarecer: poned los ojos en el Crucificado, y todo se os hará poco. Si él
nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis
contentarle con solo palabras?
¿Sabéis qué es ser espirituales de veras?
Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz
–porque ya ellos le han dado su libertad–, los pueda vender por esclavos de todo
el mundo, como él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y
si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho...» (n. 8).
Texto perentorio. No necesita glosas
clarificadoras. Baste recordar su arraigo en la experiencia espiritual de quien
escribe. Ante todo, su inspiración bíblica. Teresa ha escuchado y meditado
tantas veces las palabras de Jesús resucitado, que invita a «mirar mis manos y
mis pies, yo soy, palpad y ved» (Lc 24, 36) o el episodio de Tomás: «Mira mis
manos, trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20, 27), o el texto de la carta
a los Hebreos (12, 2): «Tened fijos los ojos en Jesús, pionero y consumador de
nuestra fe...».
Hubo un momento en la vida de Teresa en que
esa consigna bíblica se convirtió en experiencia personal. Historiando sus
primeras experiencias cristológicas, ella misma refiere esta: «Díjome una
vez... que pusiese los ojos en lo que él había padecido, y todo se me haría
fácil» (Vida 26, 3). Es el lema que repetirá literalmente no solo en este
pasaje del Castillo, sino desde el comienzo del libro: «Pongamos los ojos en
Cristo nuestro bien, y allí aprenderemos» (1M 2, 11), y en numerosos pasajes
del Camino, desde las primeras páginas: «Los ojos en vuestro Esposo!...» (2, 1).
«¡Todo el daño nos viene de no tener los ojos puestos en Vos!» (16, 11)...
Ahora, al final de las Moradas, esa consigna
es radical: poner los ojos en el Crucificado es para la configuración total a él,
con dos exponentes evidenciadores: fortaleza en la cruz de cada día y servicio
incondicional a los hermanos".
La pregunta acuciante: ¿Para qué todo esto?
Formulado al final del Castillo, ese
«para-qué» es una pregunta envolvente. Compromete todo lo escrito, todo el
camino recorrido. Compromete a los dos actores del drama vivido: al
protagonista que es el Señor del Castillo, y al alma responsable de cada
morada. ¿Para qué las ha recorrido esta? ¿Para qué se las ha ido abriendo él
una a una? ¿Para qué «tantas mercedes», purificaciones, pruebas, gracias de
fino diamante?
La pregunta del filósofo de hoy –¿para qué la
vida? ¿para qué el hombre?– aparece ahora al final de las jornadas del
Castillo, pero elevada de grado y de tono en la pluma de la Santa, que en
realidad se pasa de la filosofía a la teología y se pregunta por qué interfiere
Dios «así» en la vida del hombre, hasta conducirlo a la suprema morada del
castillo. Es precisamente ahí donde arranca la exposición de este capítulo
postrero.
Sin patetismo, con la mayor sencillez
pedagógica, aborda el tema así:
«Bien será, hermanas, deciros qué es el fin
para que hace el Señor tantas mercedes en este mundo. Aunque en los efectos de
ellas lo habréis entendido, si advertisteis en ello, os lo quiero tornar a
decir aquí, porque no piense alguna que es para solo regalar estas almas, que
sería grande yerro» (n. 4).
Sigue una respuesta elemental, a tono con el
lema que acabamos de glosar: «Poned los ojos en el Crucificado». La formula
así:
«No puede Su Majestad hacernos mayor favor
que darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo
yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza... para
poderle imitar en el mucho padecer» (n. 4).
Es decir, todo lo vivido y recibido en el
castillo es para configurarnos a Cristo crucificado. Configurarnos a él en la
capacidad de sufrir. Para más servir. E inmediatamente eleva ella la mirada a
los grandes modelos de configuración a él y de servicio a los demás: «Su
gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles. ¿Cómo pensáis que pudiera sufrir san
Pablo tan grandísimos trabajos? Por él (por san Pablo) podemos ver qué efectos
hacen las verdaderas visiones y contemplación...» (n. 5). Y por san Pedro:
«Gusto yo mucho de san Pedro cuando iba huyendo de la cárcel y le apareció
nuestro Señor y le dijo que iba a Roma a ser crucificado otra vez... ¿Cómo
quedó san Pedro de esta merced del Señor, o qué hizo? Irse luego a la
muerte...» (n. 5).
Sin citar las palabras de san Pablo, Teresa
se identifica así con una de las líneas maestras del pensamiento paulino: «Dios
nos eligió, destinándonos a que reprodujéramos los rasgos de su Hijo, de modo
que este fuera el mayor de una multitud de hermanos» (Rm 8, 29). Por eso la
respuesta de ella al interrogante: «para qué tantas mercedes?» es lineal. Para
más configurarnos a Cristo, primero en la fortaleza y capacidad de sufrir, y
luego para más servir: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este
matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). De la
configuración y unión a él derivarán la fortaleza y fecundidad de nuestra vida:
«No hay que dudar sino que estando (el alma) hecha una cosa con el Fuerte por
la unión tan soberana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza»
(n. 10).
El lector de hoy no puede evitar un gesto de
sorpresa. Cada vez que, desde nuestra cultura, formulamos uno cualquiera de
nuestros «para-qué», quedamos al acecho de una respuesta utilitaria, cotizable
en nuestra escala de valores financieros, sociales o psicológicos. Pues bien,
las respuestas de san Pablo y de Teresa se sitúan más allá de ese horizonte
utilitario. Al rayar la cota más alta de su desarrollo, la vida del cristiano
es para remodelarse y fundirse en el misterio de Cristo, que fue «el hombre
para los otros».
Las otras preguntas del capítulo
Este postrer tramo del libro se desarrolla en
diálogo de pensamiento con las lectoras. Comienza: «No habéis de entender,
hermanas que...» (n. 1). «Tampoco os pase por pensamiento que...» (n. 3). «Bien
será, hermanas, deciros que...» (n. 4). «¿Cómo pensáis que...» (n. 5). «Ya os
he dicho... mal dije... quise decir que...» (n. 7). «Me diréis dos cosas...»
(n. 13): «¿Pensáis que es poca ganancia que...» (n. 14); «diréis (=objetaréis)
que esto no es convertir...» (n. 15). «¿Quién os mete en eso...?» (n. 15), etc.
En ese diálogo de pensamientos cruzados entre
la autora y las lectoras van emergiendo unos pocos problemas de fondo. Son
interrogantes formulados desde la altura de quien ha llegado a las moradas
séptimas, sobre el presupuesto de que en ellas se toca lo cimero de la vida
cristiana y se está perfilando la silueta del cristiano perfecto o la estampa
de la santidad: ¿Qué es y qué no es compatible con esta última, aquí en la
tierra? Reseñemos esa cadena de preguntas y respuestas.
A) La primera es la pregunta por la paz en el
castillo: en estas moradas finales, ¿ha llegado el místico a la paz
imperturbable del alma y de la vida? Recordemos que el castillo es un símbolo
batallero. Y que la pluma femenina de Teresa lo ha escogido para simbolizar el
entramado combativo de la vida humana. Y que en las últimas jornadas del
proceso se ha hecho presente la figura de Jesús resucitado, repitiendo el «paz
a vosotros», y otorgándosela de hecho al alma como se la dio a la Magdalena (7M
2, 7). Teresa misma ha escrito poco antes: «En metiendo el Señor el alma en
esta morada suya, que es el centro del alma..., ya no le quitan la paz»: está
el alma «como en el cielo empíreo», adonde nada se turba, nada se mueve (7M 2,
9).
¿Paz imperturbable, por tanto? Pues no. Será
esta la primera matización hecha por la autora al iniciar el capítulo: «No
habéis de pensar, hermanas, que siempre en un ser están estos efectos en estas
almas...; que algunas veces las deja nuestro Señor en su natural, y no parece
sino que entonces se juntan todas las cosas ponzoñosas del arrabal y moradas de
este castillo para vengarse de ellas por el tiempo que no las pueden haber a
las manos» (n. 1). Precisará enseguida: «Verdad es que dura poco, un día lo
más, o poco más...». Y aun en ese tiempo perdurará la paz imperturbable «en lo
interior», junto a la batalla fuerte «en lo exterior» (n. 10).
B) Los moradores de la suprema morada ¿poseen
por fin un seguro de vida eterna? Es el problema acuciante del místico: la
seguridad. Tener la seguridad íntima de que el amor jamás entrará en quiebra.
«¡Oh vida mía, que has de vivir con tan poca seguridad de cosa tan
importante!», había escrito ella en su primera Exclamación. En cambio, ahora
todo hace pensar que con la llegada al «matrimonio espiritual» la unión con
Dios es ya irreversible, metal precioso e inquebrantable. «Como si un arroyico
pequeño entra en la mar (el alma, en el océano de la Divinidad), no habrá medio
de apartarlos» (7M 2, 4), porque «el que se arrima o allega a Dios, hácese un
espíritu con él» (7M 2, 5). Al entrar en esa morada, ¿no ha asegurado el Señor
al alma que «nadie será parte para quitarte de mí»? (Rel 35). Y eso ¿no
equivale a la famosa confirmación en gracia de que hablan los entendidos en
teologías? Parecería que sí...
Y sin embargo, Teresa sorprende al lector con
un «no». Un no inesperado: «Tampoco os pase por pensamiento que por tener estas
almas tan grandes deseos y determinaciones de no hacer una imperfección por
cosa de la tierra, dejan de hacer muchas, y aun pecados. De advertencia no.
Digo pecados veniales, que de los mortales –que ellas entiendan– están libres,
aunque no seguras, que tendrán algunos que no entienden, que no les será
pequeño tormento...» (n. 3). Y vuelven a comparecer, una vez más, los tipos
bíblicos del riesgo permanente y de la caída desde lo alto: «Cuando se acuerdan
de algunos que dice la Escritura que parecía eran favorecidos del Señor, como
un Salomón, que tanto comunicó con Su Majestad, no pueden dejar de temer» (n.
3).
Lo que, sin duda, ha ocurrido es que en el
pensamiento de Teresa se han interpolado las reservas y recelos de los teólogos
de profesión, para quienes la afirmación de ese «seguro de vida eterna» o
«certeza de amor confirmado en gracia» podría convertirse en índice de
heterodoxia doctrinal a tenor de las declaraciones del reciente Concilio de
Trento. El mismo fray Luis, al editar el pasaje de la Santa en que afirma el
«libres de pecado, aunque no seguras», se apresura a anotar al margen de la
página: «En estas palabras demuestra claramente la Santa Madre la verdad y limpieza
de su doctrina acerca de la certidumbre de la gracia, pues de almas tan
perfectas y favorecidas de Dios... dice que no están seguras de si tienen
algunos pecados mortales que no entienden...».
C) ¿Felicidad sin sombras? Estas séptimas
moradas ¿son o no son un preludio de paraíso? («un cielo, si le puede haber en
la tierra», como ella había escrito en otra ocasión). En la vieja tradición
espiritual, conocida por Teresa, existía ese señuelo de retorno a la felicidad
paradisíaca. Se afirmaba que esa etapa final de la vida mística comportaba una
especie de recuperación del estado de inocencia y felicidad del paraíso
terrenal. Pues no. Teresa no comparte esa óptica ilusionista. Aquí se sufre. Se
sigue sufriendo. La unión al Esposo Cristo es configuración al Señor
crucificado. «Tengo yo por cierto que estas mercedes (de las sextas y las
séptimas moradas) son para fortalecer nuestra flaqueza y poderle imitar (a
Jesús) en el mucho padecer» (n. 4).
D) Obras, obras, que nazcan siempre obras.
¿Es ese el objetivo último de quien ha llegado al hondón del castillo? Teresa
escribe rotundamente: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este
matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). Sería
demasiado arriesgado absolutizar esa consigna, para fundar nuestro activismo y
primar la eficacia como suprema norma de vida. Leída en el contexto del
capítulo, Teresa misma da su versión inequívoca. Es aquí, en la morada final,
donde el cristiano logra la unidad entre ser y hacer. Un «hacer» jamás
desconectado del ser. Marta y María han de andar juntas. Contemplación fecunda
en obras. De suerte que nuestro obrar forme parte de nuestra unión a Cristo. Lo
dirá Teresa expresamente: «... Lo poco que dura esta vida, interior y
exteriormente ofrezcamos al Señor el sacrificio que pudiéremos, que Su Majestad
le juntará con el que hizo en la cruz por nosotras al Padre, para que tenga el
valor que nuestra voluntad hubiere merecido, aunque sean pequeñas las obras»
(n. 15). Activismo sin unión a él sería desvarío.
E) La última objeción de las lectoras:
«Diréis que vosotras no podéis ni tenéis cómo allegar almas a Dios» (n. 14). A
sus lectoras carmelitas, Teresa les ha fijado desde las primeras páginas
pedagógicas del Camino, y ahora en el Castillo, el ideal apostólico de vivir,
luchar, amar y servir a la Iglesia. De pronto, adivina su objeción, sumamente
realista en el contexto epocal de exacerbado machismo: ¿Cómo lograr ese
objetivo, si ellas «no pueden ni enseñar ni predicar, como lo hacían los
apóstoles»? (n. 14).
Pues bien, tanto a sus lectoras de entonces
–mujeres claustrales de vida contemplativa– como a nosotros, lectores de hoy,
la Santa nos da una respuesta llana y alentadora: haz bien lo que haces. No te
refugies en el utópico deseo de cosas imposibles, para dejar de lado las
posibles. «Que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con
que se hacen; y como hagamos lo que pudiéremos, hará Su Majestad que vayamos
pudiendo cada día más y más...» (n. 15).
Realismo de lo concreto, pero con apertura de
amplios horizontes. Teresa se lo garantiza al lector: irá pudiendo «cada día
más y más».
El paisaje final del castillo parece haber
cambiado de luz y color. De pronto se ha abierto a las afueras y se ha
constelado de invitaciones e incitaciones al servicio de los hermanos. En este
capítulo postrero retornan con inusitada insistencia los vocablos «servir y
servicio», «hacerse esclavos de Dios», «dejarse vender por esclavos de todo el
mundo», «ser la menor de todas (las hermanas) y esclava suya», «tener fuerzas
para servir»...
Esos dos vocablos portantes, «servicio y
esclavitud», tienen abolengo evangélico: «diaconía y dulía». Han sido asumidos
por los dos personajes modélicos: Jesús y María: él, Siervo de Yavéh; ella, la
Esclava del Señor.
Cotejado ese paisaje final con el de los
incandescentes deseos que tiñeron de fuego el espacio de las moradas sextas, da
la impresión de que en el castillo se ha pasado de la región de los deseos a la
tensión de los servicios. Efectivamente el quinquenio último vivido por la
autora, a partir de esa postrera página de su libro –desde 1577 a 1582–, no
estará caracterizado por los éxtasis sino por la brega y los quehaceres. De no
haberse desprendido ella rápidamente del manuscrito de su libro, quizás hubiera
ratificado lo dicho añadiéndole, a modo de colofón, la última instantánea de su
propia alma, escrita en 1581. En todo caso, a nosotros nos sirve de refrendo y
colofón. La transcribimos:
«Nunca, ni por primer movimiento tuerce la
voluntad (=mi voluntad) de que se haga en ella la de Dios. Tiene tanta fuerza
este rendimiento a ella (a la voluntad de Dios), que ni la muerte ni la vida se
quiere, si no es por poco tiempo cuando se desea ver a Dios. Mas luego se le
representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas (la Trinidad Santa,
en su alma), que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia, y queda el
deseo de vivir, si él quiere, para servirle más. Y si pudiese ser parte que
siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, aunque fuese por
poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria» (Relación 6, 9).
[2]
Fray Luis en su edición príncipe (p. 256) imprimió este pasaje sin retoque ni
glosa alguna. Pero al reeditar las Moradas al año siguiente (1589) lo marginó
con una advertencia importante: «En estas palabras demuestra claramente la
Santa Madre la verdad y limpieza de su doctrina acerca de la certidumbre de la
gracia, pues de almas tan perfectas y favorecidas de Dios y que gozan de su
presencia por manera tan especial como las deste grado y morada, dicen que no
están seguras de si tienen algunos pecados mortales que no entienden, que el
recelo desto las atormenta».
[3]
«Se les dan las almas», escribió la Santa por desliz de aliteración. Sigo la
lectura de fray Luis (p. 256).
[4]
Alude a 3M 1, 1-4, en que adujo ya el ejemplo de Salomón (1R 11) y el salmo de
David (111, 1) aquí citados. Véase además 7M 3, 13-14.
[8]
Alusión a la leyenda del «Quo vadis Domine?», que figuraba en el oficio
carmelitano de San Pedro (29 de junio), cuya antífona del Magníficat decía: «Beatus
Petrus Apostolus vidit sibi Christum accurrere. Adorans eum, ait: Domine, quo
vadis? – Venio Romam iterum crucifigi».
[25] En
el autógrafo sigue un largo texto con la aprobación autógrafa de estas séptimas
moradas, por el Padre Rodrigo Álvarez, S.J., escrita en el locutorio del
Carmelo de Sevilla en presencia de María de San José a 22 de febrero de 1582. –
A continuación sigue el «epílogo», que en realidad es una carta de
acompañamiento del libro, dirigida como este a las Carmelitas, y que
primitivamente precedió al prólogo de las Moradas y fue paginada por el P.
Gracián con los nn. 2 y 3.
Moradas del Castillo Interior
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