Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SÉPTIMAS
Capítulo
3
Trata los grandes efectos que causa esta
oración dicha. Es menester ir con atención y acuerdo de los que hacen las cosas
pasadas, que es cosa admirable la diferencia que hay.
1. Ahora, pues, decimos que esta mariposica
ya murió, con grandisima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella
Cristo. Veamos qué vida hace, o qué diferencia hay de cuando ella vivía; porque
en los efectos veremos si es verdadero lo que queda dicho. A lo que puedo
entender, son los que diré: (1)[1]
2. El primero un olvido de sí, que
verdaderamente parece ya no es, como queda dicho (2)[2]; porque
toda está de tal manera que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de
haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios,
que parece que las palabras que le dijo Su Majestad hicieron efecto de obra, que
fue que mirase por sus cosas, que él miraría por las suyas (3)[3]. Y así, de
todo lo que puede suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido, que –como
digo– parece ya no es ni querría ser en nada nada, si no es para cuando
entiende que puede haber por su parte algo en que acreciente un punto la gloria
y honra de Dios, que por esto pondría muy de buena gana su vida.
3. No entendáis por esto, hijas, que deja de
tener cuenta con comer y dormir, que no le es poco tormento, y hacer todo lo
que está obligada conforme a su estado; que hablamos en cosas interiores, que
de obras exteriores poco hay que decir, que antes esa es su pena ver que es
nada lo que ya pueden sus fuerzas. En todo lo que puede y entiende que es
servicio de nuestro Señor, no lo dejaría de hacer por cosa de la tierra.
4. Lo segundo un deseo de padecer grande, mas
no de manera que la inquiete como solía; porque es en tanto extremo el deseo
que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo
lo que Su Majestad hace tienen por bueno: si quisiere que padezca, enhorabuena;
si no, no se mata como solía.
5. Tienen también estas almas un gran gozo
interior cuando son perseguidas, con mucha más paz que lo que queda dicho, y
sin ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer; antes les
cobran amor particular, de manera que si los ven en algún trabajo lo sienten
tiernamente, y cualquiera tomarían por librarlos de él, y encomiéndanlos a Dios
muy de gana, y de las mercedes que les hace Su Majestad holgarían perder por
que se las hiciese a ellos, porque no ofendiesen a nuestro Señor.
6. Lo que más me espanta de todo, es que ya
habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar
de nuestro Señor (4)[4]; ahora
es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de
aprovechar algún alma si pudiesen, que no solo no desean morirse, mas vivir muy
muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor
alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca. Y si supiesen cierto que en
saliendo el alma del cuerpo ha de gozar de Dios, no les hace al caso, ni pensar
en la gloria que tienen los santos; no desean por entonces verse en ella: su
gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial
cuando ven que es tan ofendido, y los pocos que hay que de veras miren por su
honra, desasidos de todo lo demás.
7. Verdad es que algunas veces que se olvida
de esto tornan con ternura los deseos de gozar de Dios y desear salir de este
destierro, en especial viendo lo poco que le sirve; mas luego torna y mira en
sí misma con la continuanza (5)[5] que le
tiene consigo, y con aquello se contenta y ofrece a Su Majestad el querer vivir,
como una ofrenda la más costosa para ella que le puede dar.
Temor ninguno tiene de la muerte más que
tendría de un suave arrobamiento. El caso es que el que daba aquellos deseos
con tormento tan excesivo, da ahora estotros. Sea por siempre bendito y
alabado.
8. El fin (6)[6] es que
los deseos de estas almas no son ya de regalos ni de gustos, como tienen
consigo al mismo Señor, y Su Majestad es el que ahora vive. Claro está que su
vida no fue sino continuo tormento, y así hace que sea la nuestra, al menos con
los deseos, que nos lleva como a flacos en lo demás; aunque bien les cabe de su
fortaleza cuando ve que la han menester.
Un desasimiento grande de todo y deseo de
estar siempre o solas u ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma. No
sequedades ni trabajos interiores, sino con una memoria y ternura con nuestro
Señor, que nunca querría estar sino dándole alabanzas; y cuando se descuida, el
mismo Señor la despierta de la manera que queda dicho (7)[7], que se
ve clarísimamente que procede aquel impulso, o no sé cómo le llame, de lo
interior del alma, como se dijo de los ímpetus (8)[8]. Acá es
con gran suavidad, mas ni procede del pensamiento, ni de la memoria, ni cosa
que se pueda entender que el alma hizo nada de su parte. Esto es tan ordinario
y tantas veces –que se ha mirado bien con advertencia–, que así como un fuego
no echa la llama hacia abajo, sino hacia arriba, por grande que quieran
encender el fuego, así se entiende acá que este movimiento interior procede del
centro del alma y despierta las potencias.
9. Por cierto, cuando no hubiera otra cosa de
ganancia en este camino de oración, sino entender el particular cuidado que
Dios tiene de comunicarse con nosotros y andarnos rogando –que no parece esto
otra cosa– que nos estemos con él, me parece eran bien empleados cuantos
trabajos se pasan por gozar de estos toques de su amor, tan suaves y
penetrativos.
Esto habréis, hermanas, experimentado; porque
pienso, en llegando a tener oración de unión, anda el Señor con este cuidado, si
nosotros no nos descuidamos de guardar sus mandamientos. Cuando esto os
acaeciere, acordaos que es de esta morada interior, adonde está Dios en nuestra
alma, y alabadle mucho; porque, cierto, es suyo aquel recaudo o billete escrito
con tanto amor, y de manera que solo vos quiere entendáis aquella letra y lo
que por ella os pide (9)[9], y en
ninguna manera dejéis de responder a Su Majestad, aunque estéis ocupadas
exteriormente y en conversación con algunas personas; porque acaecerá muchas
veces en público querer nuestro Señor haceros esta secreta merced, y es muy
fácil –como ha de ser la respuesta interior– hacer lo que digo haciendo un acto
de amor, o decir lo que San Pablo: ¿Qué queréis, Señor, que haga? (10)[10]. De
muchas maneras os enseñará allí con qué le agradéis y es tiempo acepto; porque
parece se entiende que nos oye, y casi siempre dispone el alma este toque tan
delicado para poder hacer lo que queda dicho con voluntad determinada.
10. La diferencia que hay aquí en esta morada
es lo dicho (11)[11]:
que casi nunca hay sequedad ni alborotos interiores de los que había en todas
las otras a tiempos, sino que está el alma en quietud casi siempre; el no temer
que esta merced tan subida puede contrahacer el demonio, sino estar en un ser
con seguridad que es Dios; porque –como está dicho– (12)[12] no
tienen que ver aquí los sentidos ni potencias, que se descubrió Su Majestad al
alma y la metió consigo adonde, a mi parecer, no osará entrar el demonio ni le
dejará el Señor; ni todas las mercedes que hace aquí al alma –como he dicho– (13)[13] son con
ningún ayuda de la misma alma, sino la que ya ella ha hecho de entregarse toda
a Dios.
11. Pasa con tanta quietud y tan sin ruido
todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como
en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido
(14)[14]; así en
este templo de Dios, en esta morada suya, solo él y el alma se gozan con grandísimo
silencio. No hay para qué bullir ni buscar nada el entendimiento, que el Señor
que le crió le quiere sosegar aquí, y que por una resquicia pequeña mire lo que
pasa; porque aunque a tiempos se pierde esta vista y no le dejan mirar, es
poquísimo intervalo; porque, a mi parecer, aquí no se pierden las potencias
(15)[15], mas no
obran, sino están como espantadas.
12. Yo lo estoy de ver que en llegando aquí
el alma todos los arrobamientos se le quitan, si no es alguna vez (el quitarse
llama aquí cuanto a perder los sentidos) (16)[16], y esta
no con aquellos arrebatamientos y vuelo de espíritu, y son muy raras veces y esas
casi siempre no en público como antes, que era muy ordinario; ni le hacen al
caso grandes ocasiones de devoción que vea, como antes, que si ven una imagen
devota u oyen un sermón –que casi no era oírle– o música, como la pobre
mariposilla andaba tan ansiosa, todo la espantaba y hacía volar. Ahora, o es
que halló su reposo, o que el alma ha visto tanto en esta morada que no se
espanta de nada, o que no se halla con aquella soledad que solía, pues goza de
tal compañía. En fin, hermanas, yo no sé qué sea la causa, que en comenzando el
Señor a mostrar lo que hay en esta morada y metiendo el alma allí, se les quita
esta gran flaqueza que les era harto trabajo, y antes no se quitó. Quizá es que
la ha fortalecido el Señor y ensanchado y habilitado; o pudo ser que quería dar
a entender en público lo que hacía con estas almas en secreto, por algunos
fines que Su Majestad sabe, que sus juicios son sobre todo lo que acá podemos
imaginar.
13. Estos efectos, con todos los demás que
hemos dicho que sean buenos en los grados de oración que quedan dichos, da Dios
cuando llega el alma a Sí, con este ósculo que pedía la Esposa (17)[17], que yo
entiendo aquí se le cumple esta petición. Aquí se dan las aguas a esta cierva, que
va herida, en abundancia. Aquí se deleita en el tabernáculo de Dios. Aquí halla
la paloma que envió Noé a ver si era acabada la tempestad la oliva, por señal
que ha hallado tierra firme dentro en las aguas y tempestades de este mundo.
¡Oh Jesús! Y ¡quién supiera las muchas cosas de la Escritura que debe haber
para dar a entender esta paz del alma! Dios mío, pues veis lo que nos importa, haced
que quieran los cristianos buscarla, y a los que la habéis dado, no se le
quitéis, por vuestra misericordia; que, en fin, hasta que les deis la verdadera,
y las llevéis adonde no se puede acabar, siempre se ha de vivir con temor. Digo
la verdadera, no porque entienda esta no lo es, sino porque se podría tornar la
guerra primera, si nosotros nos apartásemos de Dios.
14. Mas ¿qué sentirán estas almas de ver que
podrían carecer de tan gran bien? Esto les hace andar más cuidadosas y procurar
sacar fuerzas de su flaqueza, para no dejar cosa que se les pueda ofrecer, para
más agradar a Dios, por culpa suya. Mientras más favorecidas de Su Majestad, andan
más acobardadas y temerosas de sí. Y como en estas grandezas suyas han conocido
más sus miserias y se les hacen más graves sus pecados, andan muchas veces que
no osan alzar los ojos, como el publicano (18)[18]; otras
con deseos de acabar la vida por verse en seguridad, aunque luego tornan, con
el amor que le tienen, a querer vivir para servirle –como queda dicho– (19)[19] y fían
todo lo que les toca de su misericordia. Algunas veces las muchas mercedes las
hacen andar más aniquiladas, que temen que, como una nao que va muy demasiado
de cargada se va a lo hondo, no les acaezca así.
15. Yo os digo, hermanas, que no les falta
cruz, salvo que no las inquieta ni hace perder la paz, sino pasan de presto, como
una ola, algunas tempestades, y torna bonanza; que la presencia que traen del
Señor les hace que luego se les olvide todo. Sea por siempre bendito y alabado
de todas sus criaturas, amén.
COMENTARIO
El paisaje humano de las séptimas moradas
«Ahora pues decimos que esta palomica ya
murió... y que vive en ella Cristo» (n. 1).
Así comienza Teresa el capítulo dedicado «al
hombre» de las séptimas moradas. La mariposica –recordémoslo– era el hombre
nuevo, liberado de la reclusión y ataduras del capullo. El «alma» de ese hombre
nuevo ha volado, grácil y libre, desde las quintas a las sextas moradas. Ahora
en las séptimas, la inicial metamorfosis de la mariposilla (n. 12) sufre un
cambio radical de su ser. Teresa lo cifra en dos palabras clave: «muere» ella
(muere «con grandísima alegría»), y «vive», pero es otro quien vive en ella:
«vive en ella Cristo» (es el texto paulino anunciado en las moradas quintas, c.
2, 4). Este último detalle sirve de empalme con el capítulo anterior: «Cristo
vida del alma».
Se completa así el tríptico con que la autora
analiza la situación final del cristiano en plenitud. El estadio de plenitud
comenzó con el hecho trinitario de la inhabitación (cap. 1); sigue con la plena
inserción en el misterio cristológico (cap. 2); y, abajando el vuelo, aterriza
en el hecho humano: cómo es por dentro y cómo actúa el cristiano así agraciado
por la Trinidad y por Cristo (cap. 3).
Imposible glosar aquí, uno a uno, los rasgos
psicológicos, éticos, teologales, acumulados por Teresa en la síntesis de este
capítulo. Los recorreremos al por mayor en tres planos:
– Acercándonos primero a ella mientras
escribe,
– Recopilando luego su descripción del
místico consumado,
– Y por fin, espigando en el simbolismo
forjado por Teresa para completar esa descripción.
«Cuando esto escribo...»
La Santa había comenzado el libro diciendo
cómo está ella, en cuerpo y en alma, cuando empuña la pluma para escribir el
Castillo (prólogo, 1). A lo largo del escrito ha tenido al corriente a sus
lectores de la situación y el talante de ella mientras va escribiendo. Aquí, en
las séptimas moradas, era normal que lo elevado de los capítulos primero y
segundo (trinitario y cristológico) le hiciese perder de vista el aquí y ahora
de ese contexto. Era también normal que aterrizase en ese orden de cosas al
tener que hablar del aspecto «humano». Tanto más que, al afrontarlo, tendría
que hacer la radiografía de sí misma, de su alma, tal como vive en esos
momentos su instalación en lo interior de la morada final y en el contexto de
la vida social.
Sabemos por otras fuentes el tremendo drama
humano que ella está viviendo. Pero ni un solo eco de la borrasca pasará a las
páginas empeñadas en referir ese paisaje final. Lo describirá, no desde la
orquestación exterior, sino desde la paz y hondura interiores.
Ya en páginas anteriores, hemos aludido a la
creciente crispación del entorno teresiano por esas fechas. Recordémoslo para
acercarnos al clima y trance en que nacen los capítulos finales del Castillo.
La Santa escribe este capítulo y el siguiente en pleno invierno de 1577 en su
celda de San José de Ávila. Al otro lado de la ciudad están fray Juan de la
Cruz y las carmelitas de La Encarnación. Él, fray Juan, es alejado
violentamente de su tarea de confesor en el monasterio. Ellas, las monjas de La
Encarnación, han elegido por priora a la Madre Teresa, hecho por el que
inmediatamente se las declara excomulgadas. La Madre Teresa vive intensamente
esa situación de las hermanas, privadas de misa y comunión, enclaustradas en
una comunidad desgarradoramente dividida, con un recurso pendiente ante la
corte de Madrid y entre el alboroto de toda la ciudad. Ella misma queda
envuelta en ese torbellino, y es incapaz de apaciguar los ánimos. Torbellino
que sigue subiendo de grado toda esa quincena de noviembre mientras ella ultima
su libro. Y que culminará en los primeros días del mes siguiente con la prisión
de fray Juan de la Cruz, mientras ella revisa y retoca lo escrito.
Pues bien, de todo ese episodio que acosa
desde fuera a la madre Teresa, ni un solo tenue rumor se filtra en el Castillo.
Como si una alta muralla hiciera de diafragma divisor entre lo de «las afueras»
y la escritora, que ahora mira todo el paisaje humano «desde la morada
interior».
Cuando a mitad de nuestro capítulo toque el
filón delicado de la relación con los enemigos (n. 5), todo será «gozo
interior», «paz», «amor particular», «ninguna enemistad», «sentir tiernamente»
sus trabajos... Sin que esa mirilla abierta sobre el posible campo de batalla
permita vislumbrar la más mínima alusión a lo que «aquí y ahora» circunda a la
escritora. En franco contraste con el tono fuerte que adoptará en las cartas
que escriba por esas fechas. De suerte que la tersura literaria del capítulo es
el mejor refrendo de la paz a ultranza que vive por dentro quien lo está
escribiendo.
El problema teológico y la respuesta de
Teresa
Si un teólogo de entonces –pongamos el
salmantino padre Báñez o el complutense padre Gracián– hubiese planteado a
Teresa el argumento del presente capítulo, se lo hubieran formulado más o menos
así: «En qué consiste la perfección. Cómo es y cómo se porta el cristiano
perfecto, cuando ha llegado a la última fase de su madurez según el esquema
tradicional de las tres vías o las tres edades de la vida espiritual:
principiantes, aprovechados y perfectos».
Teresa conoce ese esquema tradicional. Pero
no va por ahí. Ni en este ni en los restantes capítulos de las moradas séptimas
comparecen los términos perfecto, perfección, perfeccionarse. Tampoco comparece
la correspondiente categoría doctrinal.
Para ella, el talante de quien ha llegado a
esta última etapa de la vida cristiana es resultado –«efecto», dice ella– de lo
que en él obra la Trinidad que lo habita y la Humanidad de Cristo que lo
santifica. La etapa final consiste en el sumo grado de relación del hombre con
Dios en Cristo.
Para exponerlo, ella articulará el texto de
su capítulo en dos partes. Por un lado, la nueva manera de ser, de vivir y de
actuar del cristiano que ha llegado ahí (aspecto psicológico y ético). Por
otro, «el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con él» (aspecto
teologal). La santidad cristiana es la plena comunión del hombre con Dios.
Al aspecto primero dedicará la primera mitad
del texto: números 1-8. Al tema segundo, la otra mitad del capítulo: números
9-15. Con la típica libertad de exposición que ella acostumbra, es decir, sin
atenerse rígidamente a ese trazado. Sigamos por separado una y otra sección.
Así es el cristiano de las séptimas moradas,
y así vive Teresa sus séptimas moradas
Doce años antes Teresa concluía así el Libro
de la Vida: «De esta manera vivo ahora, señor y padre mío. Suplique vuestra
merced a Dios, o me lleve consigo o me dé cómo le sirva» (V 40, 23). En suma, o
morir o servir. Alternativa en que prevalecía lo primero, el deseo de morir
para «ver a Dios». Convencida como ella estaba de que el desenlace era
inminente.
Ahora han cambiado las tornas. A la Santa le
interesa testificar ese cambio profundo: «Que es cosa admirable la diferencia
que hay» entre lo de entonces y lo de ahora (epígrafe del capítulo). Y sin más
comienza a enumerar las variantes.
Comienza por el aspecto psicológico. «Lo
primero, un olvido de sí, que verdaderamente parece que ya no es» (n. 2)
No se trata de ser y vivir desmemoriado. Lo
advertirá expresamente enseguida: ni siquiera habrá olvido de comer y dormir.
Es algo más profundo y radical. Algo que afecta a lo hondo del propio ser.
Total liberación de egoísmo y egocentrismo, en la vinculación de las cosas con
el centro del yo. Como si la atención y la memoria se hubieran vuelto
selectivas, dejando de lado todo un inmenso cuadrante de cosas y hechos
baladíes. Nueva manera de ser, que tiene la apariencia de «no ser en sí» sino
en Cristo. Insistirá en ese dato: «Que, como digo, parece que (ella) no es ni
querría ser en nada nada» (n. 2). Han sido las palabras de Cristo las que han
sanado la memoria y la vieja manera de ser. Cristo le había dicho «que (ella)
mirase por sus cosas (de él), que él miraría por las suyas (de ella)».
Otro rasgo: como siempre, para Teresa cuenta
mucho el parámetro de los deseos. Enumerará toda una gavilla de nuevas maneras
de desear. Comienza por el «deseo de padecer», por configurarse a Cristo. Pero
deseo frenado y rebasado por «el deseo de que se haga en todo la voluntad de
Dios» en la propia vida (n. 4).
Y llega así el rasgo más profundo, el que
ella cree diferencial respecto de lo vivido anteriormente, la «admirable
diferencia» que anunció en el título del capítulo y que se sitúa de nuevo en la
tangente de los deseos: «Lo que más me espanta (=asombra) de todo, es que ya
habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar
de nuestro Señor; ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y de que
por ellas sea alabado y de aprovechar a algún alma si pudiesen, que no solo no
desean morirse, mas vivir muchos años padeciendo... por si pudiesen que fuese
el Señor alabado por ellos» (n. 6).
Como en san Pablo, es de nuevo la solución de
la tensión entre el «deseo de morir ("dissolvi")
para estar con Cristo» y el de «quedar en la carne» para ser útil a los
hermanos (Flp 1, 23). También en Teresa vence la exigencia apostólica, como
índice de la plena inserción en la Iglesia de la tierra: «No desea por entonces
verse en la gloria; su gloria tiene puesta en ayudar al Crucificado» (n. 6).
Siguen todavía dos rasgos: desaparece el
miedo a la muerte («la muerte, a quien yo temía siempre mucho», había escrito
en Vida 38, 5), y campa por sus anchas la libertad, tras soltar las amarras de
todo lo criado. En palabras suyas: «Temor ninguno tiene de la muerte más que
tendría de un suave arrobamiento» (n. 7). Y «un desasimiento de todo y deseo de
estar siempre o sola u ocupada en cosa que sea de provecho de algún alma» (n.
8).
En un breve balance podríamos sumariar el
perfil de ese hombre nuevo así:
– En sí misma, a esa alma se le ha cambiado
la manera de ser, de desear, de gozar, de enfrentarse con las realidades
terrestres;
– En sus relaciones sociales, han
desaparecido los enemigos, se ha secado la fuente de los odios y se la ha
sustituido por el amor y la necesidad de servir y ser útil;
– De cara a Dios, «gran deseo de servirlo y
de que por ellos sea alabado», total sumisión a su voluntad, «memoria y
ternura». Llamaradas de fuego que ascienden hacia él desde «lo interior del
alma».
– «Toda está empleada en procurar la gloria
de Dios». «Gloria y honra de Dios, que por esto pondría muy de buena gana su
vida» (n. 2). En plena sintonía con fray Juan de la Cruz, quien coronó la cima
del «Monte» con el lema: «Solo mora en este monte / la gloria y honra de Dios».
La dimensión teologal
Teresa entiende aquí esa dimensión teologal
como el papel de Dios en la vida de quien ha llegado a la plena madurez en
Cristo. Por eso, no describe en esta segunda mitad del capítulo el ejercicio
ascendente de las virtudes teologales. Sino más bien a la inversa: el estadio
final pone de manifiesto que la relación entre Dios y el ser humano es ante
todo descendente. Teresa lo enuncia así: «El particular cuidado que Dios tiene
de comunicarse con nosotros» (n. 9).
Y para certificarlo, nos ofrece una estampa
de su propia experiencia, si bien velada con el subterfugio de la experiencia
ajena: «Esto habréis, hermanas, experimentado: porque... anda el Señor con este
cuidado... Cuando esto os acaeciere, acordaos que es de esta morada interior
adonde está Dios en nuestra alma...; es suyo aquel billete o recaudo escrito
con tanto amor y de manera que solo vos quiere entendáis aquella letra y lo que
os pide...» (n. 9).
Ese requiebro venido de lo hondo, a ella le
acaece en plena vida social, estando «ocupada exteriormente y en conversación
con algunas personas..., en público». Y ella ha respondido como Pablo: «¿Qué
queréis, Señor, que haga?» (n. 9).
De ahí la paz que reina en su castillo, es
decir, en el alma de Teresa mientras escribe, pese a la borrasca del entorno
extramuros del convento y de la ciudad. Porque «se descubrió Su Majestad al
alma y la metió consigo adonde no osará entrar el demonio» (n. 10). Han cesado
«las sequedades y alborotos internos». Han cesado incluso «todos los
arrobamientos» y «vuelos de espíritu» (n.12). «Es que la ha fortalecido el
Señor, y ensanchado y habilitado». «Con tanta quietud y tan sin ruido» se
edifica ahora el templo de esta alma, como antaño el de Salomón. Será este uno
de los símbolos a que ella recurra para culminar su exposición.
Desde el lenguaje de los símbolos
También en este pasaje recurre Teresa a su
típico lenguaje múltiple: el narrativo de su experiencia, aunque sea camuflándola
de anonimato; el expositivo de su ideario doctrinal; y por fin el de los
símbolos con que intenta rebasar la barrera de lo inefable misterioso.
Comienza el capítulo regresando a uno de los
tres símbolos fuertes del libro: la mariposica. «Ahora, pues, decimos que esta
mariposica ya murió... y que vive en ella Cristo» (n. 1). Es el postrer
episodio del dramático símbolo «gusano-mariposa», pensado todo él en clave de
«muerte-para-la-vida». Aquí, en este último episodio, a Teresa el símbolo le
sirve para afirmar uno de los hechos más misteriosos y desconcertantes de la
vida del místico: ¿Vive o no vive él? ¿Vive él o es vivido por Cristo y en
Cristo? ¿Conserva su ser o se le ha cambiado el ser, con un anticipo del futuro
ser escatológico glorioso? El alma ¿se conoce a sí misma, o verdaderamente
«parece que ya no es..., porque toda está de tal manera, que no se conoce ni se
recuerda...» (n. 2). De hecho, la mariposica «ya murió con grandísima alegría
de haber hallado reposo» (n. 2, reiterado en el n. 12).
Bajo esa imagen de la mariposa, que nace del
gusano y luego muere como el ave fénix, late el recuerdo de san Pablo, que
«vive y no vive, porque su vida es ya Cristo». También él entra en el engranaje
del simbolismo, desde la primera mención del «gusano-mariposa» (5M 2, 4).
Teresa está, como él, en actitud de disponibilidad absoluta y le ocurre «decir
como san Pablo ¿qué queréis, Señor, que haga?» (n. 9).
Hay un momento en que ella se abandona a la
evocación de la simbología bíblica. Presiente que en la Biblia todo, palabras,
personas y gestos, tiene fuerza evocadora. Ahora, el racimo de imágenes
simbólicas reunidas para perfilar el «status» del místico terminal es
exquisito:
– A él se le da el ósculo de amor «que pedía
la esposa» de los Cantares;
– Como a la cierva herida del salmo, aquí se
le dan a su sed aguas «en abundancia»;
– Él mismo se convierte en tabernáculo de
Dios donde ambos «se deleitan»;
– Aquí regresa a él «la paloma que envió
Noé... por señal que ha hallado tierra firme dentro en las aguas y tempestades
de este mundo» (n. 13);
– Como el templo de Salomón, también aquí el
templo del alma se sigue construyendo «con quietud y sin ruido», porque ahora
se está labrando la morada interior, «la morada suya (de Dios)», en que «solo él
y el alma se gozan» (n. 11).
En ese juego de símbolos reaparecen otras dos
imágenes predilectas de la autora: el fuego y el agua: «fuego que no echa la
llama hacia abajo sino hacia arriba» (n. 8). Y agua de alta mar, con alguna ola
pasajera (n. 15), pero donde ya el alma (=Teresa misma) boga «como una nao que
va muy demasiado de cargada», a riesgo de «irse a lo hondo» (n. 14).
A esa imagen de la nave ha precedido de cerca
otra imagen evangélica que refleja al vivo el alma de Teresa, en paz y sosiego,
pero oscilando a la vez entre seguridad e inseguridad: «Anda muchas veces que
no osa alzar los ojos, como el publicano; otras, con deseos de acabar la vida
por verse en seguridad, aunque luego torna, con el amor que le tiene, a querer
vivir para servirle...», fiándolo todo a su misericordia (n. 14).
Estas imágenes finales conjuran el riesgo
evidente que corre el lector mientras lee: riesgo de que Teresa se le aleje y
se pierda en la altura. Pues no, ella sigue cercana y pies en tierra,
«temerosa», «los ojos bajos», «acobardada y temerosa de sí», «cuidadosa
procurando sacar fuerzas de su flaqueza», pues «las muchas mercedes (de Dios)
la hacen andar más aniquilada»..., hasta volverse al lector para hacer una
oración por él. Y ora así:
«Dios mío, pues veis lo que nos importa, haced
que quieran los cristianos buscar esta paz del alma, y a los que la habéis dado
no se la quitéis, por vuestra misericordia. Que, en fin, hasta que les deis la
paz verdadera y los llevéis adonde no se puede acabar, siempre se ha de vivir
con temor» (n. 13).
Bienvenida esa oración de la escritora por
nosotros sus lectores.
[1] La Santa hará a su modo la enumeración que sigue:
numera únicamente los «efectos» 1º y 2º; luego seguirá el recuento a través de
una selva de glosas y digresiones. En el autógrafo, sin embargo, cada efecto se
distingue netamente de los demás. Helos aquí en orden: 1º «olvido de sí» (n.
2); 2º «deseo de padecer» (n. 4); 3º «gran gozo interior» (n. 5); 4º «gran
deseo de servirle» y no de morir (n. 6); 5º «desasimiento de todo» (n. 8); 6º «el
no temer los disfraces del demonio» (n. 10); por fin, recapitulación de todos
en el n. 13: «estos efectos...».
[2] Queda algo oscura la frase: probablemente quiere
decir que el alma está tan trasfigurada que no parece ser ella, o no ser ella
la que existe «hecha ya una cosa con Dios» (c. 2, n. 3); véase el fin del
presente número: «Que, como digo, parece ya no es, ni querría ser en nada
nada». – La cita («como queda dicho») alude probablemente a la comparación de
la gota y la fuente (c. 2, n. 4; y nn. 3 y 5).
[3] Alusión a la gracia «matrimonial» referida en el c.
2, n. 1; cf Rel 35.
[4] Alusión global a las gracias de las 6M: cf c. 11.
[5] Continuidad.
Ya fray Luis corrigió «de contino» (p. 249).
[6] El fin es:
de lectura dudosa. Fray Luis trascribió: «Y así los deseos» (p. 249).
[7] En las 6M c. 2: véase el título.
[8] En las 6M c. 11, n. 2; y cf 6M c. 2, n. 1, donde
habló de «unos impulsos tan delicados y sutiles, que proceden de lo muy
interior del alma, que no sé comparación que poner que cuadre».
[9] Al margen escribió la Santa: «Cuando dice aquí os
pide, léase luego este papel». – La hojita a que alude, se ha perdido, pero la
conocieron y trascribieron el Padre Gracián (en su manuscrito), fr. Luis (en la
edición príncipe) y otros amanuenses antiguos. Contenía todo el párrafo que
sigue, hasta el fin del número. Lo editamos según la reconstrucción hecha por
el P. Silverio, mejorando la lectura de fray Luis y de Gracián.
[10] Hechos 9, 6.
[11] Lo dicho en
el n. 8.
[12] En el c. 2, nn. 3 y 10.
[13] En el c. 2, nn. 5-6 y 9.
[14] 1R 6, 7.
[15] Recuérdese que en el léxico teresiano «perderse las
potencias» equivale a «quedar arrobadas»; aquí, en estas moradas, quedan
atónitas, pero no suspensas extáticamente.
[16] El inciso entre paréntesis fue añadido por la Santa
al margen del autógrafo.
[17] Cf 1, 1. – Sigue una serie de alusiones bíblicas:
cierva que va herida a las aguas (Salmo 41, 2); tabernáculo de Dios (Ap 21, 3);
paloma de Noé (Gn 8, 8-9)...
[18] Lc 18, 13.