Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS
SÉPTIMAS
Capítulo
2
Procede en lo mismo. Dice la diferencia que hay de unión espiritual a matrimonio espiritual. Decláralo por delicadas comparaciones, en que da a entender cómo muere aquí la mariposilla que ha dicho en la quinta morada.
1. Pues vengamos ahora a tratar del divino y espiritual matrimonio, aunque esta gran merced no debe cumplirse con perfección mientras vivimos pues si nos apartásemos de Dios, se perdería este tan gran bien.
La primera vez que Dios hace esta merced quiere Su Majestad mostrarse al alma por visión imaginaria de su sacratísima Humanidad, para que lo entienda bien y no esté ignorante de que recibe tan soberano don. A otras personas será por otra forma, a esta de quien hablamos, se le representó el Señor, acabando de comulgar, con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, como después de resucitado, y le dijo que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas, y él tendría cuidado de las suyas, y otras palabras que son más para sentir que para decir (1)[1].
2. Parecerá que no era esta novedad, pues otras veces se había representado el Señor a esta alma en esta manera. Fue tan diferente, que la dejó bien desatinada y espantada: lo uno, porque fue con gran fuerza esta visión; lo otro, por las palabras que le dijo, y también porque en lo interior de su alma, adonde se le representó, si no es la visión pasada (2)[2], no había visto otras; porque entended que hay grandísima diferencia de todas las pasadas a las de esta morada, y tan grande del desposorio espiritual al matrimonio espiritual como le hay entre dos desposados a los que ya no se pueden apartar (3)[3].
3. Ya he dicho (4)[4] que, aunque se ponen estas comparaciones, porque no hay otras más a propósito, que se entienda que aquí no hay memoria de cuerpo más que si el alma no estuviese en él, sino solo espíritu, y en el matrimonio espiritual, muy menos, porque pasa esta secreta unión en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está (5)[5] el mismo Dios, y a mi parecer no ha menester puerta por donde entre. Digo que no es menester puerta, porque en todo lo que se ha dicho hasta aquí, parece que va por medio de los sentidos y potencias, y este aparecimiento de la Humanidad del Señor así debía ser (6)[6]; mas lo que pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente.
Aparécese el Señor en este centro del alma sin visión imaginaria sino intelectual, aunque más delicada que las dichas (7)[7], como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo: «Pax vobis». Es un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí al alma en un instante, y el grandísimo deleite que siente el alma, que no sé a qué lo comparar, sino a que quiere el Señor manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo, por más subida manera que por ninguna visión ni gusto espiritual. No se puede decir más de que –a cuanto se puede entender– queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios que, como es también Espíritu, ha querido Su Majestad mostrar el amor que nos tiene en dar a entender a algunas personas hasta adonde llega para que alabemos su grandeza, porque de tal manera ha querido juntarse con la criatura, que así como los que ya no se pueden apartar, no se quiere apartar él de ella (8)[8].
4. El desposorio espiritual es diferente, que muchas veces se apartan, y la unión también lo es; porque, aunque unión es juntarse dos cosas en una, en fin, se pueden apartar y quedar cada cosa por sí, como vemos ordinariamente, que pasa de presto esta merced del Señor, y después se queda el alma sin aquella compañía, digo de manera que lo entienda. En estotra merced del Señor, no; porque siempre queda el alma con su Dios en aquel centro. Digamos que sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo que toda la luz fuese una, o que el pábilo y la luz y la cera es todo uno; mas después bien se puede apartar la una vela de la otra, y quedan en dos velas, o el pábilo de la cera. Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cual es el agua del río o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida se hace todo una luz.
5. Quizá es esto lo que dice San Pablo: El que se arrima y allega a Dios, hácese un espíritu con él (9)[9], tocando este soberano matrimonio, que presupone haberse llegado Su Majestad al alma por unión. Y también dice: Mihi vivere Chistus est, mori lucrum (10)[10]; así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla, que hemos dicho, muere y con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo.
6. Y esto se entiende mejor, cuando anda el tiempo, por los efectos, porque se entiende claro, por unas secretas aspiraciones, ser Dios el que da vida a nuestra alma, muy muchas veces tan vivas, que en ninguna manera se puede dudar (11)[11], porque las siente muy bien el alma, aunque no se saben decir, mas que es tanto este sentimiento que producen algunas veces unas palabras regaladas, que parecen no se pueden excusar de decir: ¡Oh vida de mi vida y sustento que me sustentas!, y cosas de esta manera.
Porque de aquellos pechos divinos adonde parece está Dios siempre sustentando el alma, salen unos rayos de leche que toda la gente del castillo conforta; que parece quiere el Señor que gocen de alguna manera de lo mucho que goza el alma, y que de aquel río caudaloso, adonde se consumió esta fontecita pequeña, salgan algunas veces algún golpe de aquel agua para sustentar los que en lo corporal han de servir a estos dos desposados. Y así como sentiría este agua una persona que está descuidada si la bañasen de presto en ello, y no lo podía dejar de sentir, de la misma manera, y aun con más certidumbre se entienden estas operaciones que digo. Porque así como no nos podría venir un gran golpe de agua, si no tuviese principio –como he dicho–, así se entiende claro que hay en lo interior quien arroje estas saetas y dé vida a esta vida, y que hay sol de donde procede una gran luz, que se envía a las potencias, de lo interior del alma. Ella –como he dicho– (12)[12] no se muda de aquel centro ni se le pierde la paz; porque el mismo que la dio a los apóstoles, cuando estaban juntos se la puede dar a ella.
7. Heme acordado que esta salutación del Señor debía ser mucho más de lo que suena, y el decir a la gloriosa Magdalena que se fuese en paz (13)[13]; porque como las palabras del Señor son hechas como obras en nosotros, de tal manera debían hacer la operación en aquellas almas que estaban ya dispuestas, que apartase en ellos todo lo que es corpóreo en el alma y la dejase en puro espíritu, para que se pudiese juntar en esta unión celestial con el Espíritu increado, que es muy cierto que en vaciando nosotros todo lo que es criatura y desasiéndonos de ella por amor de Dios, el mismo Señor la ha de henchir de sí. Y así, orando una vez Jesucristo nuestro Señor por sus apóstoles –no sé adónde es– dijo que fuesen una cosa con el Padre y con él, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en él (14)[14]. ¡No sé qué mayor amor puede ser que este! Y no dejaremos de entrar aquí todos, porque así dijo Su Majestad: No solo ruego por ellos, sino por todos aquellos que han de creer en mí también, y dice: Yo estoy en ellos.
8. ¡Oh, válgame Dios, qué palabras tan verdaderas!, y ¡cómo las entiende el alma, que en esta oración lo ve por sí! Y ¡cómo lo entenderíamos todas si no fuese por nuestra culpa, pues las palabras de Jesucristo nuestro Rey y Señor no pueden faltar! (15)[15] Mas como faltamos en no disponernos y desviarnos de todo lo que puede embarazar esta luz, no nos vemos en este espejo que contemplamos, adonde nuestra imagen está esculpida.
9. Pues tornando a lo que decíamos (16)[16], en metiendo el Señor al alma en esta morada suya, que es el centro de la misma alma, así como dicen que el cielo empíreo, adonde está nuestro Señor, no se mueve como los demás, así parece no hay los movimientos en esta alma, en entrando aquí, que suele haber en las potencias e imaginación, de manera que la perjudiquen ni la quiten su paz.
Parece que quiero decir que llegando el alma a hacerla Dios esta merced, está segura de su salvación y de tornar a caer. No digo tal, y en cuantas partes tratare de esta manera, que parece está el alma en seguridad, se entienda mientras la divina Majestad la tuviere así de su mano y ella no le ofendiere. Al menos sé cierto que, aunque se ve en este estado y le ha durado años, que no se tiene por segura, sino que anda con mucho más temor que antes en guardarse de cualquier pequeña ofensa de Dios y con tan grandes deseos de servirle como se dirá adelante (17)[17], y con ordinaria pena y confusión de ver lo poco que puede hacer y lo mucho a que está obligada, que no es pequeña cruz, sino harto gran penitencia, porque el hacer penitencia esta alma, mientras más grande, le es mayor deleite. La verdadera penitencia es cuando le quita Dios la salud para poderla hacer y fuerzas; que aunque en otra parte he dicho (18)[18] la gran pena que esto da, es muy mayor aquí, y todo le debe venir de la raíz adonde está plantada; que así como el árbol que está cabe las corrientes de las aguas está más fresco y da más fruto, ¿qué hay que maravillar de deseos que tenga esta alma, pues el verdadero espíritu de ella está hecho uno con el agua celestial que dijimos? (19)[19].
10. Pues, tornando a lo que decía (20)[20], no se entienda que las potencias y sentidos y pasiones están siempre en esta paz; el alma sí; mas en estotras moradas no deja de haber tiempos de guerra y de trabajos y fatigas; mas son de manera que no se quita de su paz y puesto: esto es lo ordinario (21)[21].
Este centro de nuestra alma, o este espíritu, es una cosa tan dificultosa de decir y aun de creer, que pienso, hermanas, por no me saber dar a entender, no os dé alguna tentación de no creer lo que digo; porque decir que hay trabajos y penas, y que el alma se está en paz, es cosa dificultosa. Quiéroos poner una comparación o dos. Plega a Dios que sean tales que diga algo; mas si no lo fuere, yo sé que digo verdad en lo dicho.
11. Está el Rey en su palacio, y hay muchas guerras en su reino y muchas cosas penosas, mas no por eso deja de estarse en su puesto; así acá, aunque en estotras moradas anden muchas barahúndas y fieras ponzoñosas y se oye el ruido, nadie entra en aquella que la haga quitar de allí; ni las cosas que oye, aunque le dan alguna pena, no es de manera que la alboroten y quiten la paz, porque las pasiones están ya vencidas, de suerte que han miedo de entrar allí, porque salen más rendidas.
Duélenos todo el cuerpo; mas si la cabeza está sana, no porque duele el cuerpo, dolerá la cabeza.
Riéndome estoy de estas comparaciones, que no me contentan, mas no sé otras. Pensad lo que quisiereis; ello es verdad lo que he dicho.
COMENTARIO
Nuestro vivir es Cristo
Leyendo el capítulo segundo de las moradas séptimas, nos adentramos en lo más hondo del castillo del alma. Es decir, en lo más hondo y misterioso de nuestra vida de gracia.
Teresa sigue exponiendo el tema de la santidad, que ocupa todo el espacio de las moradas séptimas. No tanto en el plano ético de las virtudes humanas, cuanto a nivel teologal: misterio de Dios en el hombre.
Ha tratado del aspecto trinitario (inhabitación) en el capítulo primero. Ahora, en el segundo, le interesa poner a foco el aspecto cristológico de esa fase cimera de la vida, en que finalmente se pone de manifiesto que «nuestra vida es Cristo». Ahí el misterio profundo: que uno pueda ser vida de otro, Cristo vida del hombre. Que en última instancia la vida cristiana no consiste en mera relación o imitación o seguimiento de Jesús, sino en la compenetración de las dos vidas, la de él y la nuestra; y eso no por simple empatía, sino por unión misteriosa de ambas vidas y de ambas personas.
Para el lector de hoy, esta página de Teresa, aparentemente teórica y abstracta, tiene doble interés: lo aleja de toda superficialidad, acercándolo a la profunda visión que tiene san Pablo de la vida del cristiano. Y en segundo lugar le interesa porque Teresa –como Pablo– habla de ello desde la experiencia vivida, no desde ideologías y teologías.
Lo sorprendente y casi desconcertante aquí es que el testimonio autobiográfico de Pablo pasa a ser dato autobiográfico de Teresa. El pasaje en que él asegura que «mi vivir es Cristo» (Gal 2, 20) es la primera palabra del Apóstol incorporada a los escritos de la santa carmelita. Se diría que los dos «definen» así la existencia cristiana y la propia.
Teresa mantiene esa «definición» desde sus primeros escritos autobiográficos hasta este postrer pasaje de las Moradas. Confidencialmente, en uno de sus primerísimos escritos había asegurado: «Me acuerdo infinitas veces de lo que dice san Pablo..., que ni me parece vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza; y ando como casi fuera de mí» (Relación 3, 10: del año 1563. Lo glosará poco después en su primer poema «vivo ya fuera de mí...»). Más incisivamente lo repetirá en las primeras páginas de su relato autobiográfico: «¿Qué es esto, Señor mío?... que escribiendo esto estoy y me parece que... podría decir lo que san Pablo, aunque no con esa perfección, que no vivo yo ya, sino que Vos, Criador mío, vivís en mí...» (Vida 6, 9; cf 18, 14).
Esa experiencia primeriza de Teresa y esa su manera de entender la propia existencia cristiana en términos paulinos como «vida en Cristo» reaflora al final de su carrera de escritora (a los 62 años) en la hondura de las moradas séptimas. Pero aquí ensamblando ya los dos planos: el autobiográfico y el doctrinal. En el plano autobiográfico, Teresa contará cómo en la plenitud de su vida ella experimenta de nuevo y con mayor clarividencia lo de Pablo: que para ella vivir es Cristo (n. 6). Y en el plano doctrinal codificará el último estadio de la vida cristiana como unión consumada de las dos vidas, la de él y la nuestra, hasta ser «un solo espíritu».
En ese doble lema paulino –«un vivir», «un espíritu»– se cifrará el contenido de este capítulo segundo de las moradas séptimas.
El regreso temático a la Humanidad de Jesús
Antes de entrar en la lectura del capítulo, recordemos a modo de premisa previa una de las lecciones más fuertes de todo el libro. Al hablar de la Humanidad de Jesús y de su presencia insuplantable en la vida del cristiano, Teresa prometió desarrollar ciertos flecos doctrinales en estas moradas finales del Castillo. Lo haría aquí «si se me acordare», añadía entonces. Los dos datos insistentemente anticipados allí eran estos:
Que la Humanidad de Jesús, su historia humana, los hechos y palabras referidos en el Evangelio, incluso las connotaciones corporales de su condición de hombre –sufrimientos, humillaciones, pasión– no eran cosa reservada a solos los aprendices de cristiano, válidas para un primer tramo del camino, sino que eran recurso insuplantable para toda la extensión de la vida cristiana: para neófitos y para perfectos. Que Jesús mismo dijo que el camino es él.
Y que, por tanto, nadie, ni los candidatos a la más refinada experiencia mística de la divinidad quedan exentos de la propia condición corpórea –«no somos ángeles», decía ella–, ni dispensados de la referencia a la existencia corpórea de Jesús. Afirmaba eso contra toda interpretación espiritualoide de la vida cristiana, y contra toda tentación de entenderla en clave neoplatonizante, como si nuestra vida de gracia fuera solo vida de nuestro espíritu. Pero con una acotación más: «que a quien mete ya el Señor en la séptima morada... es muy continuo no se apartar de andar con Cristo nuestro Señor por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre su compañía» (6M 7, 9).
La primera de esas afirmaciones la escribía Teresa en diálogo abierto con los teólogos de su tiempo y con libros y teorías que venían de lejos y que todavía hoy reviven en el diálogo de la espiritualidad cristiana con las religiones y filosofías orientales. A ella le interesaba, en el plano doctrinal, no poner límites a la mediación de Cristo en la vida del cristiano.
La otra toma de posiciones acerca de «la manera admirable» en que la Humanidad divina de Jesús ejerce esa su mediación cuando la gracia llega a su plenitud en el crecimiento del cristiano, Teresa se propone testificarla desde la propia experiencia mística. A diferencia del cristiano común, que vive su incorporación a Cristo en fe y esperanza con experiencia limitada del misterio, al místico le toca experimentarla a fondo y testificarla ante los demás. Ejercer su misión de testigo y de profeta.
Pues bien, esa llegada del cristiano a la plenitud de gracia es una manifestación de la santidad. Aquí, en el vocabulario simbólico de las Moradas, Teresa le llama «matrimonio espiritual». Estado y experiencia que, según ella, solo se logra plenamente en el cielo. Acá en la tierra, «mientras vivimos, no debe cumplirse con perfección» (n. 1), pero es ya preludio y anticipo de lo que será nuestra incorporación definitiva a la gloria de Cristo en la Patria celeste (n. 3).
Solo de esta santidad posible acá, «mientras vivimos» en la tierra, nos hablará ella en el presente pasaje del Castillo. Comienza testificándola como hecho acontecido y culminante de su propia autobiografía. «A otras personas» quizás les acaezca eso mismo «por otra forma. A esta de quien hablamos (a Teresa misma)...» le ocurrió así. Es el punto en que comienza su relato.
Cristo Jesús en la séptima morada de Teresa
Teresa había contado ya otra vez ese acontecimiento cristológico terminal de su vida. Lo había referido en caliente, al filo de lo sucedido, en noviembre de 1572. Hacía exactamente cinco años. Estaba entonces de priora en la Encarnación de Ávila, bajo la dirección espiritual de fray Juan de la Cruz. Y el hecho cristológico aconteció precisamente al recibir la comunión de manos del Santo. Lo consignó ella por menudo en su Relación 35. Ahora, a distancia de cinco años, con la prolongada experiencia de la nueva manera de vida desencadenada por aquel suceso, lo entiende y sitúa mejor en el tejido de lo vivido. Aquella experiencia fortísima puso en marcha un creciente proceso de unión entre ella y el Señor Jesús. Por eso, al recordarlo ahora, distingue los dos tiempos de ese proceso: la gracia inicial, que lo pone en marcha, y el nuevo estado de vida y de santidad que deriva de aquella.
Hubo, efectivamente, una primera gracia mística que le permitió tomar conciencia objetiva de Cristo en la propia persona. «Fue con gran fuerza esta visión». Fue «en lo interior del alma». Fue algo como jamás había sucedido en sus experiencias místicas anteriores. Presencia del Señor refrendada por unas palabras brevísimas que le quedarán inscritas a cincel en la memoria (nn. 1-3).
Pero a continuación ese hecho misterioso despliega en el alma de Teresa una dimensión nueva: nueva percepción, puramente espiritual y permanente, de la presencia de él «en el centro muy interior del alma» (n. 3).
Si para cualquier bautizado ser cristiano es, en el fondo, vivir en relación personal con Cristo, ahora ella percibe eso mismo en plenitud. Percibe que «su vida es Cristo». «Entiende claro... ser Dios el que da vida al alma». Lo entiende «por unas secretas aspiraciones, muchas veces tan vivas que en ninguna manera se puede dudar, porque las siente muy bien el alma aunque no se saben decir, mas que es tanto este sentimiento que produce algunas veces unas palabras regaladas que parece no se pueden excusar de decir: ¡Oh vida de mi vida, y sustento que me sustentas!» (n. 6).
Ahora, para ella, Cristo es vida del alma, como lo fue para Pablo. Teresa está secretamente convencida de que su experiencia del misterio coincide con la del Apóstol, aun cuando lo afirme con un ligero titubeo de pluma («quizás es esto lo de san Pablo», escribe ella), o con el inevitable sonrojo que le produce la identificación de las dos experiencias. Si san Pablo escribe: «Para mí vivir es Cristo», ella puede añadir: «Así me parece puede decir aquí el alma (=el alma de ella misma), porque es adonde la mariposilla que hemos dicho muere con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo» (n. 5).
Pero... ¿cómo decir lo inefable?
Una vez más, mientras cuenta su propia experiencia, Teresa reitera el talante inefable de esta: que es cosa «que no se sabe decir», y que las palabras que a ella se le dicen «son más para sentir que para decir» (nn. 1 y 6). Para franquear esa barrera expresiva, echa mano de dos recursos dispares, uno teológico y otro puramente literario: la palabra bíblica, y las imágenes y símbolos. De la Biblia le sirven en este caso las palabras de Pablo y las de Jesús.
Las de Pablo, como ya hemos visto, por su sintonía autobiográfica con la experiencia de Teresa y porque doctrinalmente la definen. Las palabras autobiográficas de Pablo –«para mí vivir es Cristo»– le permiten a la Santa empatizar con el Apóstol y tener en él un refrendo calificado de la propia experiencia. Por eso ella se apropia el dicho paulino.
Pero antes de ese texto ya ha alegado la palabra lema: «El que se arrima y allega a Dios, se hace un espíritu con él» (n. 5: 1Co 6, 17). Especie de apotegma, cortado a la medida de lo que a Teresa le resulta inefable. Lo que ella vive es «unión de espíritu a espíritu», hasta hacerse «un espíritu» con Cristo Señor. Será precisamente lo hondo del misterio. Tratará de expresarlo recurriendo a la distinción entre alma y espíritu. Allá en el centro del alma, sede del espíritu, a un nivel de suma profundidad psicológica, ahí el espíritu humano se aúna con el espíritu divino (n. 6).
Más allá de las palabras de Pablo, Teresa se acoge a la palabra de Jesús: tres dichos del Señor, sencillos pero sumamente expresivos. Al cristiano que llega a esta cima, Jesús le repite las palabras de paz pronunciadas por el Resucitado:
– «Paz a vosotros», como se la dio a los apóstoles (n. 3);
– «Les dice que vayan en paz, como se lo dijo a la Magdalena tras perdonarle los pecados» (n. 7: Teresa también empatiza con esta mujer del Evangelio);
– Les asegura que «ruega por ellos», como en la oración sacerdotal de la última cena (n. 7);
– Por fin, el texto culminante: Jesús ora por ellos para que «sean una cosa con el Padre y con él, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en él» (n. 7);
– Y todavía una de las palabras más incisivas del Evangelio de Juan: «Yo estoy en ellos» (n. 7). Y Teresa subraya: «Las palabras de Jesucristo, nuestro Rey y Señor, no pueden faltar» (n. 8).
A nivel bien distinto, pero no menos eficaz, en el plano literario Teresa recurre a su típico juego de símbolos e imágenes. Baste recordar las más relevantes:
Ante todo, persiste el símbolo nupcial, de abolengo bíblico, introducido en el libro para estructurar las tres últimas moradas: matrimonio espiritual entre Cristo y el alma. Para ella, la santidad cristiana no consiste en un hecho ético de perfección personal (unipersonal); tiene carácter de simbiosis interpersonal entre dos: Dios y el hombre. Es la santidad de él la que ahora inunda al alma, como ocurre a la humanidad de Jesús en su unión a la divinidad. Pero «ya he dicho que, aunque se ponen estas comparaciones (esponsales), porque no hay otras más a propósito, se entienda que aquí no hay memoria de cuerpo más que si el alma no estuviese en él, sino solo espíritu...» (n. 3).
Reaparece igualmente el símbolo de la mariposa. La mariposa es el alma. Queda lejos el recuerdo del «gusano de seda» (el cuerpo). Y la mariposa queda definitivamente consumida en el fuego del amor divino (n. 5). «Ahora, pues, decimos que esta mariposica ya murió, con grandísima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella Cristo» (7M 3, 1).
La unión de los dos «en un solo espíritu» hace reaflorar otras dos imágenes con solera en páginas anteriores del Castillo: el fuego y el agua, fácilmente identificables con Cristo y el alma. La unión de los dos es como la fusión del fuego y el pábilo en la candela; como la fusión de la luz que ha penetrado en la estancia por dos ventanales, que «aunque entra dividida se hace todo una luz»; o «como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río o lo que cayó del cielo»; «o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse» (n. 4).
Inundados de luz, ahora podemos «vernos en este espejo que contemplamos (Cristo), adonde nuestra imagen está esculpida» (n. 8: evocación de otra deliciosa página de Vida 40, 10). Y de nuevo: Dios es «río caudaloso adonde se consume la fontecica pequeña del alma» (n. 6). Él es sol y saeta disparada, de suerte que el alma «entiende claro que hay en lo interior quien arroje estas saetas y dé vida a esta vida, y que hay sol de donde procede una gran luz, que se envía a las potencias, de lo interior del alma...» (n. 6).
Reflujo sobre la vida de cada día
Realista como ella es, Teresa no suelta de la mano el timón de lo terrestre. Su inmersión en el misterio de Cristo y en el propio centro interior no le alejan la mirada de la vida peatonal por la calle de lo cotidiano. Lo expondrá expresamente en los dos capítulos que siguen, dedicados a la conducta (ética y psicológica) y al programa de servicio (fraterno y eclesial) del cristiano en plenitud.
Aquí concluirá su exposición apuntando en esa misma dirección. Ante todo reaparece el resorte de los deseos: «grandes deseos de servir, como se dirá más adelante» (n. 9). De hecho, «más adelante» los definirá como vivos deseos de servir a Cristo en los hermanos, hasta hacerse esclavo de ellos como lo fue Jesús. «¿Qué hay que maravillar de deseos que tenga esta alma, pues el verdadero espíritu de ella está hecho uno con el agua celestial que dijimos?» (n. 9).
Amor a la cruz, cuya presencia es ineludible en la vida: «El hacer penitencia esta alma, cuanto más grande (sea), le es mayor deleite» (n. 9). «Todo le debe venir de la raíz adonde está plantada..., que como el árbol que está cabe las corrientes de las aguas está más fresco y da más fruto...» (ib).
Lejos de toda arrogancia, con temor santo de Dios y clara conciencia de que la vida sigue siendo «riesgo». Teresa lo refrenda con una última pincelada autobiográfica, alusiva a los cinco años que lleva viviendo en esta séptima morada: «Sé cierto que aunque se ve (ella misma) en este estado y le ha durado años, no se tiene por segura, sino que anda con mucho más temor que antes en guardarse de cualquier ofensa de Dios...» (n. 9). En uno de los poemas teresianos escrito por esas fechas glosaba la Santa su vida en alternativa entre amor y temor, en diálogo con el Señor:
– «Si el amor que me tenéis, Dios mío, es como el que yo os tengo...
– Alma, ¿qué quieres de mí?
– Dios mío, no más que verte.
– Y ¿qué temes más de ti?
– Lo que más temo es perderte!»
«En puro espíritu... con el Espíritu increado»
«Este centro del alma, o este espíritu, es una cosa tan dificultosa de decir y aun de creer...».
Hablando de la inhabitación de la Trinidad en el alma, la Santa concluía el capítulo anterior insistiendo en la diferencia que hay entre «alma y espíritu», para puntualizar que es más allá del alma, en lo hondo y secreto del espíritu, donde ella experimenta esa presencia trinitaria de lo divino en sí misma.
Con la misma puntualización termina ahora su exposición de Cristo presente en el alma y vida del alma. También esta presencia y el fluir de esa vida los percibe ella en el centro de su castillo, que es el espíritu creado. «Dificultoso de decir», pero enunciado con un copioso cortejo lexical de variantes: «Lo interior del alma», o «lo interior del hombre» (nn. 2 y 6), «el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios» (n. 3), «puro espíritu» (n. 7), «lo muy muy interior, una cosa muy honda que no se sabe decir» (c.1, n. 7), «lo profundo de nosotros», «el hondón interior» (4M 2, 6)...
Ante esta introspección de Teresa y su forcejeo por llegar a lo más hondo de su interioridad, no es posible perdernos en disquisiciones psicológicas. Como simples lectores, respetamos esos atisbos de su yo profundo. Los sentimos como una interpelación a nuestra posible superficialidad.
En cambio retenemos su línea doctrinal. La Santa se afana por decirnos que el misterio de su relación con Cristo –su unión a él– es absolutamente interior. «Unión en puro espíritu... con el Espíritu increado» (n. 7). Y que esa presencia de la Humanidad santa de Jesús en ella es el término de un proceso bien documentado en sus escritos autobiográficos.
Al historiar en Vida (cap. 27-28) el hecho decisivo de su entrada en la experiencia cristológica, Teresa insistía en que experimentaba a Jesús «cabe ella», o bien «al lado derecho», o en todo caso frente a sí, como lo ve Pedro en el lago o Pablo en el camino de Damasco.
Ahora, en el estadio final, ese Jesús se le ha interiorizado. Se le ha instalado en el centro orbital de su espíritu y de su vida. En términos parecidos a la Trinidad instalada en lo «muy muy interior» (c. 1, 7).
A nuestra pobre mirada miope no le es fácil vislumbrar lo que puede ser –en los planos psicológico, ético, relacional humano– la situación de una persona como Teresa, anclada normalmente en esa presencia trascendente y amorosa. «Pensad lo que quisiereis: ello es verdad lo que he dicho» (n. 11).
[1] Véase la correspondencia autobiográfica en la Relación 35.
[2] Referida en el c. 1, nn. 6-7.
[3] Esta frase ha sido muy retocada por la propia Santa. Había escrito: «Los que ya han consumado matrimonio».
[4] Lo ha dicho en las 5M c. 4, n. 3.
[5] Gracián atenuó y casi desvirtuó la afirmación, añadiendo en el autógrafo: «Más de asiento».
[6] Así debía ser, por ser visión imaginaria: cf n. 1, y Rel 35.
[7] Más delicada que las dichas en caps. anteriores (cf 6M c. 8), por realizarse «en lo interior de su alma» (n. 2), o «en lo muy profundo de ella» (c. 1, n. 7). Las palabras «sino intelectual, aunque más delicada que», fueron escritas por la Santa entre líneas, luego de tachar «ni intelectual ni cosa que se parezca a». – Todo este pasaje alude a la alegoría del «castillo» y al texto evangélico de Jn 20, 19-21, que la Santa escribirá enseguida en su típico latín: «Paz vobis». Cf 5M c. 1, n. 12.
[8] Tacha y enmienda, como al fin del n. 2. Había escrito: «Los que consumaron matrimonio».
[9] 1Co 6, 17.
[10] Flp 1, 21. – La Santa escribió su latín: «Mi [corregido de miqui] bivere Cristus es [corr. est] mori lucrun». – Todo el primer texto de San Pablo y la aplicación que sigue fueron escritos entre líneas por la Santa, después de tachar el texto primero, que decía: «Nos hacemos un espíritu con Dios si lo amamos; no dice que nos juntamos con él [siguen varias palabras ilegibles], sino que nos hacemos un espíritu con él».
[11] Por el consabido escrúpulo teológico, uno de los censores –quizá Gracián– tachó «que en ninguna manera se puede dudar».
[12] En el n. 4. – Sigue una alusión a Jn 20, 19-21.
[13] Lc 7, 50.
[14] Jn 17, 21. – Siguen dos citas de Jn 17, 20 y 23.
[15] Alusión a Lc 21, 33.
[16] En el n. 3.
[17] En el c. 3, nn. 3 y 6; c. 4, n. 2.
[18] Alude probablemente a 5M c. 2, nn. 7-11.
[19] En el n. 4 (comparaciones de la «gota de agua y la fuente», o del «arroyico y el mar»). Quizás aluda a la alegoría de las 4M c. 2.
[20] Al principio del n. 9.
[21] Esta frase fue añadida por la Santa al margen del autógrafo.
Moradas del Castillo Interior
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