Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS
SÉPTIMAS
Capítulo
1
Trata de mercedes grandes que hace Dios a las
almas que han llegado a entrar en las séptimas moradas. Dice cómo, a su parecer,
hay diferencia alguna del alma al espíritu, aunque es todo uno. Hay cosas de
notar.
1. Pareceros ha, hermanas, que está dicho
tanto en este camino espiritual, que no es posible quedar nada por decir. Harto
desatino sería pensar esto; pues la grandeza de Dios no tiene término, tampoco
le tendrán sus obras. ¿Quién acabará de contar sus misericordias y grandezas?
(1)[1] Es
imposible, y así no os espantéis de lo que está dicho y se dijere, porque es
una cifra de lo que hay que contar de Dios. Harta misericordia nos hace que
haya comunicado estas cosas a persona que las podamos venir a saber, para que
mientras más supiéremos que se comunica con las criaturas, más alabaremos su
grandeza y nos esforzaremos a no tener en poco almas con que tanto se deleita
el Señor, pues cada una de nosotras la tiene, sino que como no las preciamos
como merece criatura hecha a la imagen de Dios, así no entendemos los grandes
secretos que están en ella.
Plega a Su Majestad, si es servido, menee la
pluma y me dé a entender cómo yo os diga algo de lo mucho que hay que decir y
da Dios a entender a quien mete en esta morada. Harto lo he suplicado a Su
Majestad, pues sabe que mi intento es que no estén ocultas sus misericordias, para
que más sea alabado y glorificado su nombre.
2. Esperanza tengo que, no por mí, sino por
nosotras, hermanas, me ha de hacer esta merced, para que entendáis lo que os
importa que no quede por vosotras el celebrar vuestro Esposo este espiritual
matrimonio con vuestras almas, pues trae tantos bienes consigo como veréis. ¡Oh
gran Dios!, parece que tiembla una criatura tan miserable como yo de tratar en
cosa tan ajena de lo que merezco entender. Y es verdad que he estado en gran
confusión pensando si será mejor acabar con pocas palabras esta morada; porque
me parece que han de pensar que yo lo sé por experiencia, y háceme grandísima
vergüenza, porque, conociéndome la que soy, es terrible cosa. Por otra parte, me
ha parecido que es tentación y flaqueza, aunque más juicios de estos echéis.
Sea Dios alabado y entendido un poquito más, y gríteme todo el mundo; cuánto
más que estaré yo quizá muerta cuando se viniere a ver. Sea bendito el que vive
para siempre y vivirá, amén.
3. Cuando nuestro Señor es servido haber
piedad de lo que padece y ha padecido por su deseo esta alma que ya
espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio
espiritual métela en su morada, que es esta séptima; porque así como la tiene
en el cielo, debe tener en el alma una estancia adonde solo Su Majestad mora, y
digamos otro cielo. Porque nos importa mucho, hermanas, que no entendamos es el
alma alguna cosa oscura; que como no la vemos, lo más ordinario debe parecer
que no hay otra luz interior sino esta que vemos, y que está dentro de nuestra
alma alguna oscuridad. De la que no está en gracia yo os lo confieso, y no por
falta del Sol de Justicia (2)[2] que está
en ella dándole ser; sino por no ser ella capaz para recibir la luz, como creo
dije en la primera morada, que había entendido una persona que estas desventuradas
almas es así que están como en una cárcel oscura, atadas de pies y manos para
hacer ningún bien que les aproveche para merecer (3)[3], y
ciegas y mudas. Con razón podemos compadecernos de ellas y mirar que algún
tiempo nos vimos así y que también puede el Señor haber misericordia de ellas.
4. Tomemos, hermanas, particular cuidado de
suplicárselo y no nos descuidar, que es grandísima limosna rogar por los que
están en pecado mortal; muy mayor que sería si viésemos un cristiano atadas las
manos atrás con una fuerte cadena y él amarrado a un poste y muriendo de hambre,
y no por falta de qué coma, que tiene cabe sí muy extremados manjares, sino que
no los puede tomar para llegarlos a la boca, y aun está con grande hastío, y ve
que va ya a expirar, y no muerte como acá, sino eterna, ¿no sería gran crueldad
estarle mirando y no le llegar a la boca qué comiese? Pues ¿qué si por vuestra
oración le quitasen las cadenas? Ya lo veis. Por amor de Dios os pido que
siempre tengáis acuerdo (4)[4] en
vuestras oraciones de almas semejantes.
5. No hablamos ahora con ellas, sino con las
que ya, por la misericordia de Dios, han hecho penitencia por sus pecados y
están en gracia, que podemos considerar no una cosa arrinconada y limitada, sino
un mundo interior, adonde caben tantas y tan lindas moradas como habéis visto;
y así es razón que sea, pues dentro de esta alma hay morada para Dios.
Pues cuando Su Majestad es servido de hacerle
la merced dicha (5)[5]
de este divino matrimonio, primero la mete en su morada, y quiere Su Majestad
que no sea como otras veces que la ha metido en estos arrobamientos, que yo
bien creo que la une consigo entonces y en la oración que queda dicha de unión
(6)[6], aunque
no le parece al alma que es tan llamada para entrar en su centro, como aquí en
esta morada, sino a la parte superior. En esto va poco: sea de una manera o de
otra, el Señor la junta consigo; mas es haciéndola ciega y muda, como lo quedó
San Pablo en su conversión (7)[7], y
quitándola el sentir cómo o de qué manera es aquella merced que goza; porque el
gran deleite que entonces siente el alma, es de verse cerca de Dios. Mas cuando
la junta consigo, ninguna cosa entiende, que las potencias todas se pierden.
6. Aquí es de otra manera: quiere ya nuestro
buen Dios quitarla las escamas de los ojos y que vea y entienda algo de la
merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella
morada, por visión intelectual (8)[8], por
cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima
Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su
espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas
distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con
grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y
un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos
decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo (9)[9], porque
no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan,
y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor:
que vendría él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y
guarda sus mandamientos (10)[10].
7. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es
oír estas palabras y creerlas (11)[11], a
entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta
alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente
ve, de la manera que queda dicho (12)[12], que
están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy honda
–que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras– siente en sí esta divina
compañía.
8. Pareceros ha que, según esto, no andará en
sí, sino tan embebida que no pueda entender en nada. Mucho más que antes, en
todo lo que es servicio de Dios, y en faltando las ocupaciones, se queda con
aquella agradable compañía; y si no falta a Dios el alma, jamás él la faltará, a
mi parecer, de darse a conocer tan conocidamente su presencia; y tiene gran
confianza que no la dejará Dios, pues la ha hecho esta merced, para que la
pierda; y así se puede pensar, aunque no deja de andar con más cuidado que
nunca, para no le desagradar en nada.
9. El traer esta presencia entiéndese que no
es tan enteramente, digo tan claramente, como se le manifiesta la primera vez y
otras algunas que quiere Dios hacerle este regalo; porque si esto fuese, era
imposible entender en otra cosa, ni aun vivir entre la gente; mas, aunque no es
con esta tan clara luz, siempre que advierte se halla con esta compañía.
Digamos ahora como una persona que estuviese en una muy clara pieza con otras y
cerrasen las ventanas y se quedase a oscuras; no porque se quitó la luz para
verlas y que hasta tornar la luz no las ve, deja de entender que están allí. Es
de preguntar si cuando torna la luz y las quiere tornar a ver, si puede. Esto
no está en su mano, sino cuando quiere nuestro Señor que se abra la ventana del
entendimiento; harta misericordia la hace en nunca se ir de con ella y querer
que ella lo entienda tan entendido.
10. Parece que quiere aquí la divina Majestad
disponer el alma para más con esta admirable compañía; porque está claro que
será bien ayudada para en todo ir adelante en la perfección y perder el temor
que traía algunas veces de las demás mercedes que la hacía, como queda dicho
(13)[13]. Y así
fue, que en todo se hallaba mejorada, y le parecía que por trabajos y negocios
que tuviese, lo esencial de su alma jamás se movía de aquel aposento, de manera
que en alguna manera le parecía había división en su alma, y andando con
grandes trabajos, que poco después que Dios le hizo esta merced tuvo, se
quejaba de ella, a manera de Marta (14)[14] cuando
se quejó de María, y algunas veces la decía que se estaba ella siempre gozando
de aquella quietud a su placer, y la deja a ella en tantos trabajos y
ocupaciones, que no la puede tener compañía.
11. Esto os parecerá, hijas, desatino, mas
verdaderamente pasa así; que aunque se entiende que el alma está toda junta, no
es antojo lo que he dicho, que es muy ordinario. Por donde decía yo (15)[15] que se
ven cosas interiores de manera que cierto se entiende hay diferencia en alguna
manera, y muy conocida, del alma al espíritu, aunque más sea todo uno. Conócese
una división tan delicada, que algunas veces parece obra de diferente manera lo
uno de lo otro, como el sabor que les quiere dar el Señor. También me parece
que el alma es diferente cosa de las potencias y que no es todo una cosa. Hay
tantas y tan delicadas en lo interior, que sería atrevimiento ponerme yo a
declararlas. Allá lo veremos, si el Señor nos hace merced de llevarnos por su
misericordia, adonde entendamos estos secretos.
COMENTARIO
La santidad como estado terminal, plenitud
(«pléroma») de la vida nueva. Llegamos al centro del castillo, centro del alma,
centro de uno mismo. Plena unión del espíritu humano con el Espíritu divino:
Matrimonio místico. Dos gracias de ingreso en esa fase final: una cristológica,
otra trinitaria. «Aquí se comunican al alma todas tres personas divinas. Nunca
más se fueron de con ella». Notas psicológicas y éticas que caracterizan a ese
hombre en plenitud: «Olvido de lo creado», «gran gozo interior», «deseo de
servir», «paz profunda», cesan los arrebatos místicos. Plena configuración a
Cristo. Pleno rendimiento en la acción y el servicio: «Que nazcan siempre
obras, obras».
La llegada a las séptimas moradas queda
señalada por las más brillantes imágenes bíblicas: reaparece, aunque con signo
diverso, el dúo de convertidos de las primeras moradas, san Pablo y la
Magdalena del Evangelio; la séptima morada es como el templo de Salomón, que se
construye sin ruido; ahí recibe el alma el ósculo de la esposa de los Cantares;
y la paz, paz como la anunciada por la paloma del diluvio, o como la que en el
cenáculo produce la palabra del Resucitado. «Hambre de la honra de Dios», como
la tuvo Elías. «Hambre de allegar almas a Dios», como la tuvieron santo Domingo
y san Francisco. Consigna suprema: «¡Los ojos en Cristo Crucificado, y todo se
os hará poco!».
En el umbral de la morada más profunda
Días de crudo invierno en Ávila. Teresa
escribe en su celda de San José, promediado ya el mes de noviembre de 1577. Al
otro extremo de la ciudad, más allá de las murallas, reside fray Juan de la
Cruz, pocos días antes de ser recluido en su carcelilla de Toledo.
«Noviembre» y «fray Juan de la Cruz» son dos
coordenadas determinantes para el alma de la Madre Teresa y para su pluma de
escritora. En el calendario litúrgico, el corazón de ese mes está ocupado por
«la octava de san Martín», el santo que deseaba intensamente el cielo como san
Pablo, y que a la vez era capaz de dilacionar el cielo por seguir sirviendo a
los hermanos.
En esa octava y al filo de esa evocación, a
Teresa le han pasado «cosas del alma», que la han marcado. Una de ellas, la más
incisiva de todas, le ocurrió «en la octava de san martín, estando comulgando
de mano del padre fray Juan de la Cruz» (Relación 35): episodio del alma que
señaló el ingreso definitivo de Teresa en la región de la morada séptima de su
castillo.
De esa morada séptima tiene que escribir
ahora, justamente en la octava de san martín de este invierno azaroso de 1577,
cuando también ella vive tensa entre desear el cielo y servir a los hermanos.
Comienza dedicando al asunto un breve
capítulo, al que pone por título: «Trata de mercedes grandes que hace Dios a
las almas que han llegado a entrar en las séptimas moradas». «Mercedes grandes»
será, pues, el tema a tratar.
Y a pesar de la brevedad del capítulo, lo
divide en dos partes desiguales. Comienza con una mínima introducción a esta jornada
final (nn. 1-2). Luego, referirá el acontecimiento, místico y asombroso, que
ocurre en el umbral mismo de las moradas séptimas (nn. 2-11).
Quien conozca de cerca a Santa Teresa sabe
por anticipado que a ella le resulta prácticamente imposible entrar en tema –en
ese misterioso espacio de lo último del castillo– sin una pausa previa. Le es
necesaria para concederse a sí misma un respiro de estremecimiento en la
evocación de la propia historia. Imposible escribirla en frío. Le tiembla no
solo la mano y la pluma, sino todo el ser. Se lo dice a las lectoras:
«¡Oh gran Dios!, parece que tiembla una
criatura tan miserable como yo de tratar en cosa tan ajena de lo que merezco
entender. Y es verdad que he estado en gran confusión pensando si será mejor
acabar con pocas palabras esta morada; porque me parece que han de pensar que
yo lo sé por experiencia y háceme grandísima vergüenza, porque, conociéndome la
que soy, es terrible cosa. Por otra parte me ha parecido que es tentación y
flaqueza, aunque más juicios de estos echéis. Sea Dios alabado y entendido un
poquito más, y gríteme todo el mundo. Cuánto más que estaré yo quizá muerta
cuando se viniere a ver. Sea bendito el que vive para siempre y vivirá, amén»
(n. 2).
Es decir, estremecimiento mezclado de camuflaje
literario, porque le será inevitable desvelar ante las lectoras los secretos
del gran Rey, otorgados a ella misma. A esos secretos ha aludido en las
primeras líneas de esta introducción, al enunciar de soslayo el contenido de
esta postrera jornada de la vida espiritual del cristiano. Efectivamente, el
tema de las moradas séptimas es «la santidad»: la santidad de la vida, posible
ya acá en la tierra como culmen connatural de la vida de gracia. San Pablo la
llamó «plenitud de vida en Cristo» («pléroma»).
Pues el cristiano es «un hombre en Cristo» y está llamado a realizar en sí la
«estatura de Cristo». Desde la propia experiencia escribiría Pablo que para él
«vivir es ya Cristo». Y a su discípulo Timoteo puede decirle aquello de «cursum
consummavi, fidem servavi» (2Tm 4, 7).
Pues bien, para hablar de «la santidad»,
Teresa no recurrirá a esquemas teológicos de los que ella ha oído a Domingo
Báñez o a otros teólogos de Salamanca y de Alcalá. Ni siquiera a lo que ha
leído en el Audi, filia («Escucha,
hija») del Maestro san Juan de Ávila. A la pregunta «qué es la santidad
cristiana», Teresa le dará una respuesta personalísima, que refleje lo vivido y
experimentado por ella, como en el caso de san Pablo. Será una respuesta
cuádruple, en cuatro capítulos consecutivos. La anticipamos aquí como
complemento de esas líneas introductorias del capítulo primero. A saber:
¿En qué consiste la santidad del cristiano?
– Ante todo, la santidad es un hecho
trinitario que acontece en el alma del cristiano y le transforma la vida –
Respuesta del capítulo 1.
– La santidad del cristiano deriva de la
santidad de Cristo y realiza la plenitud de relación del hombre con él. –
Respuesta del capítulo 2.
– La santidad, en su dimensión antropológica,
es un hecho de plenitud humana: adultez y madurez del «hombre nuevo» en el
desarrollo de su vida nueva. – Respuesta del capítulo 3.
– Por fin, la santidad es algo que desborda
los estrechos límites del sujeto: es gracia para los otros, para la comunidad
humana, para asumir en pleno la condición de «siervo de Yavéh» que caracterizó
la existencia de Jesús, que fue «el hombre para los otros». Es decir, la
santidad cristiana tiene destino eclesial, y por ello entraña un carisma de
servicio a los hermanos. – Respuesta del capítulo 4.
El gran acontecimiento del ingreso en la
morada séptima
Teresa comienza testificándolo así: «Cuando
nuestro Señor es servido haber piedad de lo que padece y ha padecido por su
deseo esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se
consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es esta séptima;
porque así como la tiene en el cielo, debe tener en el alma una estancia adonde
solo Su Majestad mora y, digamos, otro cielo» (n. 3).
Enseguida completa el cuadro en términos
parecidos: «Pues cuando Su Majestad es servido de hacerle la merced dicha de
este divino matrimonio, primero la mete en su morada... Quiere ya nuestro buen
Dios quitarle las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced
que le hace, aunque es por una manera extraña» (nn. 5-6).
Sigue refiriendo el hecho de la experiencia
del misterio trinitario por parte del alma y concluye: «Aquí se le comunican
todas tres Personas (divinas) y la hablan, y le dan a entender aquellas
palabras... que dijo el Señor: que vendría él y el Padre y el Espíritu Santo a
morar en el alma que le ama y guarda sus mandamientos» (n. 6).
Las dos componentes de ese supremo
acontecimiento son: «lo humano» y «lo trinitario». Es decir: por el lado de lo
humano, emergen, en lo más profundo del hombre, ciertas capas subliminales y
primordiales que solo ahora se estrenan, por estar reservadas o destinadas para
conectar con «lo divino», y que expresan la dimensión de trascendencia que
anida en nuestro espíritu. Teresa distingue –quizás inspirada en san Pablo–
entre alma y espíritu humanos. El alma, con la función biológica de animar el
cuerpo. El espíritu, con dimensión de trascendencia. Ahora es este último el
convocado por el Espíritu.
Pero lo santificante en ese acontecimiento no
proviene de ahí, sino de la vertiente de lo divino, que se hace presente y
operante desde ese «hondón» del espíritu creado. También Teresa sabe que «solo
Dios es santo». Y que toda posible santidad humana es derivación de él y
comunión en la santidad de él.
En el cristiano, esa comunicación lleva sello
trinitario: desde el bautismo, el creyente está sellado por la gracia de la
Trinidad. Y como plenificación de esa gracia, Jesús hace al creyente la promesa
suprema de la inhabitación: si alguien le ama y le es fiel en la vida,
«vendremos a él y haremos morada en él».
El cumplimiento de esa promesa de Jesús
tendrá lugar, pues, en todo creyente que le sea fiel en el amor y en las obras.
Pero tendrá lugar en fe, como la gracia misma. Como todo el misterio de
salvación.
Lo que, en cambio, ocurre en el místico es
que ese hecho misterioso se desvela y pasa al ámbito de la experiencia.
Obviamente sin eliminar la fe, pero traspasándola de luz. Y eso sucede para que
el místico se convierta en testigo y profeta del misterio latente y presente en
la vida de todo cristiano.
Es precisamente eso lo que ocurre a esta
mística Teresa de Jesús. Por eso mismo ella se para un momento, pluma en mano,
para entregarse de nuevo al asombro: «¡Oh válgame Dios! Cuán diferente cosa es
oír estas palabras y creerlas (las palabras de la promesa de Jesús), a entender
por esta manera cuán verdaderas son!» (n. 7).
Ya desde las primeras líneas del capítulo
había advertido ella a las lectoras: «Harta misericordia nos hace Dios, que
haya comunicado estas cosas a persona que las podamos venir a saber, para que
mientras más supiéremos que se comunica con las criaturas, más alabaremos su
grandeza...» (n. 1).
Bien consciente de esa su misión de profeta y
testigo, en el umbral del capítulo se ha detenido ella a orar y pedir al Señor
que «menee la pluma y me dé a entender cómo yo os diga algo de lo mucho que hay
que decir y da Dios a entender a quien mete en esta morada. Harto lo he
suplicado a Su Majestad» (n. 1).
Pero Teresa complica las cosas a los teólogos
de profesión
Hasta aquí, hemos rozado apenas la superficie
del texto y de las afirmaciones de Teresa.
En su específica función de profeta, llamada
a «testificar», a ella no le sirve el casillero teórico de los teólogos de
profesión. Ella tiene que referir en directo. Con realismo de testigo
experiencial. Salvando esa especie de abismo semántico que media entre lo
inefable de la experiencia mística y lo angosto del vocabulario corriente, o de
las abstractas categorías teológicas.
Es en ese punto donde ella incurre en una
serie de afirmaciones que han puesto en riesgo la supervivencia del libro de
las moradas. Apenas publicada esa página de su Castillo, se levanta un trío de
teólogos airados que la denuncian a la Inquisición por heterodoxa. Denuncia que
llegará hasta Roma mientras se tramita la causa de beatificación de la autora.
Para entender este episodio de «los teólogos
contra la mística que es Teresa», es necesario tener a la vista el pasaje
incriminado, precisamente el número central del capítulo, que dice así:
«Aquí... quiere ya nuestro buen Dios quitarle
las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace,
aunque es por una manera extraña: metida en aquella morada, por visión
intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la
Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene
a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas tres
personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con
grandísima verdad ser todas tres personas una sustancia y un poder y un saber y
un solo Dios, de manera que lo que
tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista de ojos,
aunque no es vista con los ojos del cuerpo» (n. 6).
En la transcripción del texto, he subrayado
en cursiva las afirmaciones que más dieron en ojo a los teólogos coetáneos de
Teresa: que lo que tenemos por fe, ella lo ha visto por vista de ojos! ¿No dijo Jesús que «a Dios nadie lo vio
jamás..., sino solo el Hijo»?
Fray Luis de León, al editar por primera vez
esa página de Teresa, se creyó en la necesidad de apostillarla. Le añadió una
larga nota marginal que fue flanqueando el lado externo de las páginas 234-235
de su edición. La nota de fray Luis comenzaba así:
«Aunque el hombre en esta vida, perdiendo el
uso de los sentidos y elevado por Dios, puede ver de paso su esencia, como
probablemente se dice de san Pablo y de Moisés..., mas no habla aquí la Madre
de esta manera de visión...».
O sea, que en el fondo, Teresa no dice lo que
dice, sino lo que según los teólogos debería decir... Pero ya antes que fray
Luis, otro teólogo amigo, el carmelita Jerónimo Gracián, medio alarmado ante la
osadía de la escritora, había tomado por su cuenta ese párrafo del autógrafo
teresiano y le había impuesto una buena pasada de correctivos. Tachó y enmendó,
de suerte que el autógrafo se leyese así:
«Lo que tenemos por fe, allí lo entiende más
el alma. Podemos decir que parece vista, aunque no es vista con los ojos del
cuerpo ni del espíritu». Era echar mucha agua en el vino puro del testimonio de
Teresa.
Para el lector de hoy, ante ese límpido
testimonio de la Santa en su función de profeta, la normal pregunta de los
teólogos –los de entonces y los de ahora– no es si coincide o no con los
cánones de la teología en curso, sino más bien si transmite o no una auténtica
experiencia del misterio cristiano en su más neta hondura. ¿Es realmente así?
Esas fuertes afirmaciones de Teresa ¿responden o no a una auténtica y profunda
experiencia cristiana?
Lo que Teresa experimentó de hecho al entrar
en sus séptimas moradas
La «octava de san Martín» nos ha servido para
tender un puente cronológico entre el momento en que Teresa escribe –noviembre
de 1577 en San José de Ávila– y el momento en que ella experimentó lo que
escribe: noviembre de 1572, ante fray Juan de la Cruz en la Encarnación de
Ávila.
Al redactar ahora el tema de las séptimas
moradas, Teresa escribe ante todo sobre las moradas séptimas de ella misma. No
olvidemos que este «Castillo interior del alma» es en primera instancia el
castillo del alma de la autora. Más de una vez advertirá ella misma que «a
otras personas será (les ocurrirá) por otra forma: a esta de quien
hablamos...», es decir a ella, le ocurrió exactamente así... (cf c. 2, 1).
Pues bien, afortunadamente Teresa misma nos
ha dejado un pequeño dossier de apuntes de lo que le ocurrió a ella en el plano
de la experiencia trinitaria a lo largo de los años 1571-1572, justamente en el
preludio de su ingreso en las séptimas moradas.
Se hallan esos apuntes en el florilegio de
papeles sueltos reunidos bajo el título de Relaciones: desde la que lleva el
número 16 hasta la 35. En aquella refiere Teresa su primera asombrosa
experiencia trinitaria «el martes después de la Ascensión, habiendo estado un
rato en oración después de comulgar»: era el 29 de mayo de 1571 (Relación 16).
Asegura luego que esa su experiencia mística se prolonga y le dura hasta el 30
de junio siguiente (Relación 18). Se le reitera, en forma dramática, meses
después (Relación 24). Y tiene su culminación en el ya mencionado episodio de
la octava de san martín, el 18 de noviembre de 1572 (Relación 35). Ahora Teresa
se experimenta a sí misma inmersa en la Trinidad, «como una esponja que embebe
el agua en sí» (Relación 45).
Son esos algunos de los jirones de vida, que
se condensarán en el osado texto trinitario que desbordó los esquemas de los
teólogos coetáneos de Teresa al leer nuestro capítulo primero de las moradas
séptimas.
Vida cristiana – vida trinitaria
La imagen teresiana de la esponja sumergida
en el agua de lo divino tiene abolengo en la tradición espiritual cristiana.
Incluso en los grafitos de las catacumbas se presenta a los catecúmenos recién
bautizados como pececillos («pisciculi») que viven y bogan en las aguas.
En nuestro capítulo, más allá de esa gracia
de entrada descrita por Teresa en los números 6 y 7, se indica la manera de
vida que deriva de esa gracia inicial. La autora se limita a insinuarla, en una
serie de rasgos sueltos:
Primero: el estado de asombro y estupor,
típico del místico que ya mira la realidad con ojos nuevos: «Cada vez se
espanta más el alma». («Espantarse», en el léxico teresiano expresa el estado
de ánimo entre asombro y estupor). De la vida cotidiana desaparecen la prosa y
la rutina. Crece la capacidad de admiración ante las personas, los
acontecimientos, la mezcla de bien y de mal, sobre todo ante esa insondable
trastienda de lo divino presente bajo la superficie de lo cotidiano.
Otro rasgo caracterizante: «Porque nunca más
le parece se fueron (las personas divinas) de con ella (de con el alma), sino
que notoriamente ve... que están en lo interior de su alma, en lo muy muy
interior, en una cosa muy honda que no sabe decir cómo es... siente en sí esta
divina compañía» (n. 7).
Un tercer rasgo, la sobredosis de dinamismo
en el hacer y servir: «Os parecerá que (esta alma) no andará en sí, sino tan
embebida que no pueda entender en nada. Mucho más que antes en todo lo que es
servicio de Dios...» (n. 8).
Finalmente, la vinculación de lo presente a
lo escatológico. Fray Juan de la Cruz lo había dicho maravillosamente en verso:
«Que a vida eterna sabe». Teresa, a su vez: «Si no falta a Dios el alma, jamás él
la faltará, a mi parecer, de darle a conocer tan conocidamente su presencia; y
tiene gran confianza que no la dejará Dios» (n. 8).
De hecho, la jornada de las séptimas moradas
a Teresa se le prolongará todavía otros cinco años: desde ese invierno de 1577
hasta el otoño de 1582. Poco antes del ocaso final en Alba de Tormes, nos legó
ella el último testimonio sobre la perduración del estado descrito en el
presente capítulo. Escribía así en 1581:
Permanece «esta presencia tan sin poderse
dudar de las tres Personas, que parece claro se experimenta lo que dice san
Juan, "que haría morada en el alma", esto no solo por gracia, sino
porque quiere dar a sentir esta divina presencia...» (Relación 6, 9).
Volvía así al tema de san Martín y de san
Pablo en tensión permanente entre la experiencia de lo divino y el servicio de
los hermanos. Auténtica síntesis de la santidad cristiana.
[1] Es un eco de Ex 18, 2-4.
[2] Sol de justicia:
imagen bíblica (Malac. 4, 2), ya utilizada en 6M 5, 9. – A continuación: Como dije... de una persona: persiste el
recurso al anonimato de sí misma: remite a 1M 1-3. Otros pasajes
autobiográficos paralelos: Rel 29, 1 (visión de la presencia de Dios en el
alma), Rel 24 (alma en pecado), 45 (presencia divina de inmensidad), etc. Cf
asimismo Vida 40.
[3] Para merecer:
fue añadido por la Santa entre líneas cediendo probablemente a las presiones de
Gracián y de Yanguas. Ya en 1M 2, 1 hizo Gracián una corrección similar.
[4] Tengáis acuerdo:
os acordéis.
[5] En el n. 3.
[6] 5M.
[7] Según Hc 9, 8, San Pablo quedó ciego, no mudo. Cf 6M
c. 9, n. 10.
[8] El P. Gracián retocó este pasaje en el autógrafo:
«Por visión o conocimiento intelectual que nace de la fe». Ribera tachó la
enmienda. Fray Luis, en cambio, se creyó en el deber de proteger el texto
teresiano con una larga nota marginal, en su edición príncipe: «Aunque el
hombre en esta vida, perdiendo el uso de los sentidos y elevado por Dios, puede
ver de paso su esencia, como probablemente se dice de San Pablo y de Moisés y
de otros algunos, mas no habla aquí la Madre de esta manera de visión, que
aunque es de paso, es clara e intuitiva, sino habla de un conocimiento deste
misterio que da Dios a algunas almas por medio de una luz grandísima que les
infunde, y no sin alguna especie criada. Mas porque esta especie no es
corporal, ni que se figura en la imaginación, por eso la Madre dice que esta visión
es intelectual y no imaginaria» (p. 234).
[9] Había escrito: ni
del alma. Luego lo borró.
[10] Jn 14, 23. – En el autógrafo, todo este delicado
pasaje fue salpicado de correcciones y retoques por el P. Gracián: «Lo que
tenemos por fe, allí lo entiende más el alma; podemos decir que parece [tacha "por"]
vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo [tacha "ni del
alma"], porque Dios es espíritu ni con imaginación». Las cursivas son del
P. Gracián. – La gracia aquí descrita tiene su correspondencia autobiográfica y
redaccional en la Rel 16.
[11] Al margen del autógrafo, anotó de nuevo Gracián:
«Como comúnmente se creen y oyen». – Tanto esta acotación como las de la nota
anterior tachadas por Ribera.
[12] O sea, por visión intelectual: cf n. 6.
[13] Cf 6M 3, 3. 17; 6, 6; 7, 3; 8, 3-4.
[14] Se quejaba de ella, es decir, de la propia alma.
Alusión a Lc 10, 40.