Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo
11
Trata de unos deseos tan grandes e impetuosos
que da Dios al alma de gozarle, que ponen en peligro de perder la vida, y con
el provecho que se queda de esta merced que hace el Señor.
1. ¿Si habrán bastado todas estas mercedes
que ha hecho el Esposo al alma para que la palomilla o mariposilla esté
satisfecha (no penséis que la tengo olvidada) y haga asiento adonde ha de
morir? No, por cierto; antes está muy peor. Aunque haya muchos años que reciba
estos favores, siempre gime y anda llorosa, porque de cada uno de ellos le
queda mayor dolor. Es la causa, que como va conociendo más y más las grandezas
de su Dios y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el
deseo; porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece
ser amado este gran Dios y Señor; y viene en estos años creciendo poco a poco
este deseo de manera que la llega a tan gran pena como ahora diré. He dicho
años, conformándome con lo que ha pasado por la persona que he dicho aquí (1)[1], que
bien entiendo que a Dios no hay que poner término, que en un momento puede
llegar a un alma a lo más subido que se dice aquí. Poderoso es Su Majestad para
todo lo que quisiere hacer y ganoso de hacer mucho por nosotros.
2. Pues viene veces que estas ansias y
lágrimas y suspiros y los grandes ímpetus que quedan dichos (2)[2] (que
todo esto parece procedido de nuestro amor con gran sentimiento, mas todo no es
nada en comparación de estotro, porque esto parece un fuego que está humeando y
puédese sufrir, aunque con pena), andándose así esta alma, abrasándose en sí
misma, acaece muchas veces por un pensamiento muy ligero, o por una palabra que
oye de que se tarda el morir, venir de otra parte –no se entiende de dónde ni
cómo– un golpe, o como si viniese una saeta de fuego (3)[3]. No digo
que es saeta, mas cualquier cosa que sea se ve claro que no podía proceder de
nuestro natural. Tampoco es golpe, aunque digo golpe, mas agudamente hiere. Y
no es adonde se sienten acá las penas, a mi parecer, sino en lo muy hondo e
íntimo del alma, adonde este rayo, que de presto pasa, todo cuanto halla de
esta tierra de nuestro natural, lo deja hecho polvos, que por el tiempo que
dura es imposible tener memoria de cosa de nuestro Señor; porque en un punto
ata las potencias de manera que no quedan con ninguna libertad para cosa sino
para las que le han de hacer acrecentar este dolor.
3. No querría pareciese encarecimiento, porque
verdaderamente voy viendo que quedo corta, porque no se puede decir. Ello es un
arrobamiento de sentidos y potencias para todo lo que no es, como he dicho, ayudar
a sentir esta aflicción. Porque el entendimiento está muy vivo para entender la
razón que hay que sentir de estar aquel alma ausente de Dios; y ayuda Su
Majestad con una tan viva noticia de Sí en aquel tiempo, de manera que hace
crecer la pena en tanto grado, que procede quien la tiene en dar grandes
gritos. Con ser persona sufrida y mostrada a padecer grandes dolores, no puede
hacer entonces más; porque este sentimiento no es en el cuerpo –como queda
dicho– (4)[4], sino en
lo interior del alma. Por esto sacó esta persona cuán más recios son los
sentimientos de ella que los del cuerpo, y se le representó ser de esta manera
los que padecen en purgatorio, que no les impide no tener cuerpo para dejar de
padecer mucho más que todos los que acá, teniéndole, padecen.
4. Yo vi una persona así (5)[5], que
verdaderamente pensé que se moría, y no era mucha maravilla, porque, cierto, es
gran peligro de muerte. Y así, aunque dure poco, deja el cuerpo muy
descoyuntado, y en aquella sazón los pulsos tienen tan abiertos como si el alma
quisiese ya dar a Dios, que no es menos; porque el calor natural falta y le
abrasa de manera que con otro poquito más hubiera cumplídole Dios sus deseos.
No porque siente poco ni mucho dolor en el cuerpo, aunque se descoyunta, como
he dicho, de manera que queda dos o tres días después sin poder aún tener
fuerza para escribir, y con grandes dolores; y aun siempre me parece le queda
el cuerpo más sin fuerza que de antes. El no sentirlo debe ser la causa ser tan
mayor el sentimiento interior del alma, que ninguna cosa hace caso del del
cuerpo; como si acá tenemos un dolor muy agudo en una parte: aunque haya otros
muchos, se sienten poco; esto yo lo he bien probado. Acá, ni poco ni mucho, ni
creo sentiría si la hiciesen pedazos.
5. Direisme que es imperfección; que por qué
no se conforma con la voluntad de Dios, pues le está tan rendida. Hasta aquí
podía hacer eso, y con eso pasaba la vida. Ahora no, porque su razón está de
suerte, que no es señora de ella, ni de pensar, sino la razón que tiene para
penar, pues está ausente de su Bien, que para qué quiere vida. Siente una soledad
extraña, porque criatura de toda la tierra no la hace compañía, ni creo se la
harían los del cielo como no fuese el que ama, antes todo la atormenta. Mas
vese como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo
puede subir; abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua; y no sed que
puede sufrir, sino ya en tal término que con ninguna se le quitaría, ni quiere
que se le quite, si no es con la que dijo nuestro Señor a la Samaritana (6)[6], y eso
no se lo dan.
6. ¡Oh, válgame Dios, Señor, cómo apretáis a
vuestros amadores! Mas todo es poco para lo que les dais después. Bien es que
lo mucho cueste mucho. Cuánto más que, si es purificar esta alma para que entre
en la séptima morada, como los que han de entrar en el cielo se limpian en el
purgatorio, es tan poco este padecer, como sería una gota de agua en la mar.
Cuánto más que con todo este tormento y aflicción, que no puede ser mayor, a lo
que yo creo, de todas las que hay en la tierra (7)[7] (que
esta persona había pasado muchas, así corporales como espirituales, mas todo le
parece nada en esta comparación), siente el alma que es de tanto precio esta
pena, que entiende muy bien no la podía ella merecer; sino que no es este
sentimiento de manera que la alivia ninguna cosa, mas con esto la sufre de muy
buena gana y sufriría toda su vida, si Dios fuese de ello servido; aunque no
sería morir de una vez, sino estar siempre muriendo, que verdaderamente no es
menos.
7. Pues consideremos, hermanas, aquellos que
están en el infierno, que no están con esta conformidad, ni con este contento y
gusto que pone Dios en el alma, ni viendo ser ganancioso este padecer, sino que
siempre padecen más y más (digo más y más, cuanto a las penas accidentales) (8)[8]. Siendo
el tormento del alma tan más recio que los del cuerpo y los que ellos pasan
mayores sin comparación que este que aquí hemos dicho, y estos ver que han de
ser para siempre jamás, ¿qué será de estas desventuradas almas? Y ¿qué podemos
hacer en vida tan corta, ni padecer, que sea nada para librarnos de tan
terribles y eternales tormentos? Yo os digo que será imposible dar a entender
cuán sentible cosa es el padecer del alma, y cuán diferente al del cuerpo, si
no se pasa por ello; y quiere el mismo Señor que lo entendamos, para que más
conozcamos lo mucho que le debemos en traernos a estado que, por su
misericordia, tenemos esperanza de que nos ha de librar y perdonar nuestros
pecados.
8. Pues tornando a lo que tratábamos (9)[9] (que
dejamos esta alma con mucha pena), en este rigor es poco lo que le dura; será, cuando
más, tres o cuatro horas, a mi parecer, porque si mucho durase, si no fuese por
milagro, sería imposible sufrirlo la flaqueza natural. Acaecido ha no durar más
que un cuarto de hora y quedar hecha pedazos. Verdad es que esta vez del todo
perdió el sentido, según vino con rigor (y estando en conversación, Pascua de
Resurrección, el postrer día, y habiendo estado toda la Pascua con tanta
sequedad, que casi no entendía lo era), de solo oír una palabra de no acabarse
la vida. ¿Pues pensar que se puede resistir?, no más que si, metida en un fuego,
quisiese hacer a la llama que no tuviese calor para quemarle. No es el
sentimiento que se puede pasar en disimulación, sin que las que están presentes
entiendan el gran peligro en que está, aunque de lo interior no pueden ser
testigos; es verdad que le son alguna compañía, como si fuesen sombras, y así
le parecen todas las cosas de la tierra.
9. Y porque veáis que es posible, si alguna
vez os viereis en esto, acudir aquí nuestra flaqueza y natural, acaece alguna
vez que estando el alma como habéis visto, que se muere por morir cuando
aprieta tanto que ya parece que para salir del cuerpo no le falta casi nada, verdaderamente
teme y querría aflojase la pena por no acabar de morir. Bien se deja entender
ser este temor de flaqueza natural que por otra parte no se quita su deseo ni
es posible haber remedio que se quite esta pena hasta que la quita el mismo
Señor, que casi es lo ordinario con un arrobamiento grande, o con alguna visión,
adonde el verdadero Consolador la consuela y fortalece, para que quiera vivir
todo lo que fuere su voluntad.
10. Cosa penosa es esta, mas queda el alma
con grandísimos efectos y perdido el miedo a los trabajos que le pueden
suceder; porque en comparación del sentimiento tan penoso que sintió su alma, no
le parece son nada. De manera queda aprovechada, que gustaría padecerle muchas
veces. Mas tampoco puede eso en ninguna manera, ni hay ningún remedio para
tornarle a tener hasta que quiere el Señor, como no le hay para resistirle ni
quitarle cuando le viene. Queda con muy mayor desprecio del mundo que antes, porque
ve que cosa de él no le valió en aquel tormento, y muy más desasida de las
criaturas, porque ya ve que solo el Criador es el que puede consolar y hartar
su alma, y con mayor temor y cuidado de no ofenderle, porque ve que también
puede atormentar como consolar.
11. Dos cosas me parece a mí que hay en este
camino espiritual que son peligro de muerte: la una esta, que verdaderamente lo
es y no pequeño; la otra, de muy excesivo gozo y deleite, que es en tan
grandísimo extremo, que verdaderamente parece que desfallece el alma de suerte
que no le falta tantito para acabar de salir del cuerpo: a la verdad, no sería
poca dicha la suya.
Aquí veréis, hermanas, si he tenido razón en
decir que es menester ánimo (10)[10] y que
tendrá razón el Señor, cuando le pidiéreis estas cosas, de deciros lo que
respondió a los hijos del Zebedeo, si podrían beber el cáliz (11)[11]. [12]
Todas creo, hermanas, que responderemos que sí, y con mucha razón; porque Su
Majestad da esfuerzo a quien ve que le ha menester, y en todo defiende a estas
almas, y responde por ellas en las persecuciones y murmuraciones, como hacía
por la Magdalena (12)[12], aunque
no sea por palabras, por obras; y en fin, en fin, antes que se mueran se lo
paga todo junto, como ahora veréis. Sea por siempre bendito y alábenle todas
las criaturas, amén.
COMENTARIO
La llama del amor y de los deseos
Momento cimero de las sextas moradas del
castillo: estamos en la antesala de la morada final.
Para leer a tono este capítulo undécimo,
habría que poner de rodillas el alma, al unísono con la autora. Y acercarse de
puntillas, como Moisés a la zarza ardiente. Como si fuéramos a tocar metal
incandescente. De hecho la autora recurrirá con insistencia a la imagen del
fuego y de la llama. Estas páginas conclusivas del «período extático» de Teresa
podrían servir de preludio a la Llama de amor viva de fray Juan de la Cruz. Lo
referido en ellas fue, efectivamente, vivido y compartido por los dos en el
período de la Encarnación de Ávila, como comprobaremos enseguida.
Para recolocar este pasaje en su contexto,
dentro del Castillo interior, baste recordar:
– Que las moradas sextas son las más
abundosas del relato (once capítulos en total, casi la mitad del libro);
– Que comenzaron con dos temas fuertes: la
noche purificadora del místico (capítulo 1), y la explosión de los deseos
(capítulo segundo);
– Que ahora, en este capítulo once, se remata
la exposición con la definitiva cosecha de los deseos, que se han ido
desbordando a impulso de las gracias místicas recibidas a lo largo de toda la
trayectoria (capítulos 3-10);
– Y que todo ese caudal de gracias recibidas
ha servido para incentivar el amor. Es decir, que todo, éxtasis, heridas e
ímpetus, humanidad de Cristo y recuerdo de los pecados, hablas y visiones...,
todo ha venido a desembocar en esa pulsión incontenible de amor y deseos.
A modo de proemio, la Santa lo ha condensado
todo en un par de afirmaciones (n. 1):
– Que «como el alma va conociendo más y más
las grandezas de su Dios, y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle,
crece mucho más el deseo»: son años los que «viene creciendo este deseo»;
– Pero «también crece el amor, mientras más
se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor».
Amor y deseos no son vino nuevo. Al
contrario, previamente lo han ido llenando todo en esta región del castillo.
Pero las «ansias y grandes ímpetus» experimentados hasta aquí eran «todo nada
en comparación de lo de ahora». Eran como «un fuego que está humeando y puédese
sufrir». Ahora anda «esta alma abrasándose en sí misma» de amor y deseos (n.
2).
Imposible glosar estas páginas de la Santa
sin esquilmarlas y traicionarlas. Baste proponer al lector un elemental
proyecto de lectura, desde tres claves de atención:
1ª clave, la autobiográfica: Teresa habla y
escribe desde lo que a ella misma le pasó en un determinado momento de su vida
mística. ¿Qué es eso que a ella le ha ocurrido?
2ª clave, atención a las imágenes: Teresa
tiene que recurrir a una elemental simbología para decir de otro modo eso que
le resulta indecible con palabras. ¿Por qué recurre a la imagen del fuego?
3ª clave, la doctrinal: cuál es el resorte
que produce en ella –y en el místico– esa suma tensión de los deseos: tensión suma,
pero pasajera, pues tendrá que ceder el paso a la gran distensión que sobrevenga
con la paz de las moradas séptimas. ¿Por qué esos deseos incontenibles, y a qué
diana apuntan?
El trasfondo autobiográfico
Dos o tres cosas resultan constantes y evidentes
en este pasaje de Teresa: que testifica con absoluto rigor algo que ella ha
vivido no hace mucho tiempo, y que está convencida de que esa vivencia
sorprendente no es exclusiva suya; hay otros que han pasado por esa especie de
fuego; y finalmente, que Teresa hace ese relato a cierta distancia, como desde
otra ribera, ya desde la cima de las moradas finales, que le permiten
comprender el sentido y el «para qué» de ese paso por la región ardiente de los
deseos. Pues hubo un tiempo en que estuvo convencida de que esos deseos de vida
eterna eran en sí mismos el desenlace..., pero se equivocaba. Lo había escrito
en Vida, hablando de la herida producida por los deseos:
«Yo bien pienso [que] alguna vez ha de ser el
Señor servido, si [esto] va adelante como ahora, que se acabe con acabar la
vida, que a mi parecer bastante es tan gran pena para ello, sino que no lo
merezco yo. Toda mi ansia es morirme entonces. Ni me acuerdo de purgatorio ni
de los grandes pecados que he hecho... Todo se me olvida con aquella ansia de
ver a Dios, y aquel desierto y soledad le parece [al alma] mejor que toda la
compañía del mundo» (Vida 20, 13).
Era una falsa apreciación. Ahora la ha
corregido desde la nueva perspectiva de las moradas finales. Lo que a ella le
ha ocurrido ha sido, en síntesis, esto:
– Teresa ha sido, desde siempre, «mujer de
deseos», como el Daniel bíblico: «Deseos siempre los tuve grandes» (Vida 13,
6). Todavía al final de su autobiografía escribirá: «Estoy hecha una
imperfección, si no es en los deseos» (30, 17). «Siempre tuve grandísimos
deseos» (Rel 4, 3):
– Pero su experiencia de ahora no fluye por
ahí. No consiste en el crecimiento de ese su fondo anheloso. Los de ahora son
deseos que le vienen de otra región, nacidos en lo más hondo del alma, más allá
de la raíz de nuestros instintos viscerales o de nuestras apetencias y
querencias racionales.
En la historia íntima de Teresa ha habido, no
hace mucho, un acontecimiento incisivo que ella recuerda siempre como punto de
referencia en la crecida de los deseos. Es el episodio ocurrido en la Pascua de
1571, en Salamanca, durante la recreación comunitaria de ese día festivo. Lo
hemos recordado ya. Una joven novicia, la segoviana Isabel de Jimena, canta con
voz espléndida, ahí al aire libre, la canción: «Véante mis ojos / dulce Jesús
bueno / véante mis ojos / muérame yo luego». Jesús es el Resucitado. A él va la
saeta: Véante mis ojos, aunque sea muriendo. Es el anhelo del encuentro
pascual. Para esa fecha, Teresa ha revivido y emulado tantas veces «el
encuentro» de Jesús con la Magdalena (lo ha testificado en las Relaciones 21,
32 y 42). Ahora la canción suelta la rienda de los deseos, Teresa cae en
éxtasis profundo, y tienen que llevarla en peso a un lugar más recatado dentro
del convento.
Ella contará ese episodio repetidas veces: en
la Relación 5, escrita poco antes de las Moradas. En el comentario a los
Cantares (Conceptos 7, 2: no sabemos la fecha). Y ahora, en 1577, en el
presente capítulo de las moradas sextas (n. 8).
No disponemos de espacio para más detalles,
ni para recoger las variantes de matiz con que Teresa lo cuenta en cada
ocasión. Aquí nos interesa únicamente notar que, apenas unos meses después de
ese episodio, la Santa, de regreso a la Encarnación de Ávila, pone su alma bajo
la dirección de fray Juan de la Cruz. Era, justamente, en el período de los
grandes deseos.
Joven de apenas treinta años, fray Juan de la
Cruz se halla en ese mismo trance. Así que los dos comparten y sintonizan en la
onda de los deseos ardientes. Probablemente será a raíz de esa experiencia,
vivida en paralelo, cuando los dos la glosen poéticamente y al unísono en las
coplas vueltas a los divino: «Vivo sin vivir en mí», escritas en sendos poemas
gemelos. Los dos hablarán de ella, aludiendo a un acontecimiento místico
concreto: «Vivo ya fuera de mí / después que muero de amor», comienza el poema
de Teresa. Y el de fray Juan: «En mí no vivo ya...».
En el caso de Teresa, ese período de grandes
deseos se cierra con la gracia del ingreso en las moradas séptimas, que ella
misma sitúa en noviembre de ese año 1572, al recibir «un día de la octava de
san Martín» la comunión de manos de fray Juan de la Cruz (cf Rel 35, en que la
Santa lo dice expresamente).
Con él volverá a encontrarse ahora, cinco
años después, mientras escribe este pasaje de las moradas sextas. Cercanía que
le facilitará la evocación de lo vivido. Tanto más que en fray Juan de la Cruz
no ha cejado todavía el oleaje de los deseos incandescentes. Él mismo volverá a
glosarlos poéticamente pocos meses después, al componer en la cárcel de Toledo
su Cántico Espiritual: les dedicará la maravillosa estrofa: «Descubre tu
presencia, / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor,
que no se cura / sino con la presencia y la figura».
Ese trasfondo biográfico de los dos santos
poetas explica por qué Teresa, al testificar su propio paso por esa racha ígnea
de los deseos, esté convencida de que no es sola ella la agraciada, sino que
esa experiencia marca un momento caracterizante de la jornada de los místicos,
en el acercamiento a la unión consumada del alma con Dios, como les ha ocurrido
a ella y a fray Juan de la Cruz. Fray Juan la glosará por extenso en la Llama
de amor viva.
El recurso a las imágenes de fuego
¿Cómo explicar al lector esa marejada de los
deseos sin recurrir a las imágenes? En la literatura de Teresa lo normal es que
cada experiencia misteriosa, cuanto más inefable, más necesite el soporte
expresivo de un nuevo símbolo o, a nivel inferior, de nuevas imágenes
plásticas.
En el caso presente ese recurso a la eficacia
expresiva de las imágenes tiene algo de peculiar. De los símbolos mayores
utilizados para el entramado del Castillo interior, quedan apenas dos, uno y
otro alegados solo de refilón. En primer lugar, el de «la palomilla o mariposilla»,
que ya ha dejado atrás su vida de gusano. Y, también de refilón, el símbolo del
agua: los deseos llegarán al punto de tener al alma «abrasada de sed» y
necesitada del agua prometida por Jesús a la Samaritana (n. 5; con nuevos
matices en el n. 6).
En cambio, a lo largo de todo el pasaje
campea la imagen del fuego. Se ha dicho, confrontando la simbología de Teresa
con la de fray Juan, que ella es «hija del agua», y que fray Juan lo es «del
fuego». Pues bien, aquí en este contexto de los deseos, Teresa pasa del agua al
fuego. Poco a poco va desarrollando la nueva imagen así:
– Este es ya «fuego sin humo»: deseos que son
pura llama (n. 2); llama que «abrasa al alma en sí misma» n. 2);
– Deseos que son llama arrojadiza que enviste
al alma «como si viniera [sobre ella] una saeta de fuego» (n. 2);
– Y que a la vez son llama purificadora, como
la del purgatorio (nn. 2 y 6)
– Llama que divide entre cuerpo y alma:
mientras al cuerpo «el calor natural le falta», al alma «la abrasa de manera
que con otro poquito más hubiera cumplídola Dios sus deseos» (n. 4);
– Todo ello, en «soledad extraña, porque
criatura de toda la tierra no le hace compañía...; mas vese [el alma] como una
persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo puede subir,
abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua» (n. 5: extraña evocación del
viejo mito de Tántalo);
– Llama irresistible: «Pues pensar que se
puede resistir [al ímpetu de los deseos]..., no más que si metida en un fuego
quisiese hacer a la llama que no tuviese calor para quemarle...» (n. 8)
En su moldeo de esa misma imagen de la llama,
fray Juan de la Cruz la cincelará en un verso maravilloso: «En la noche serena
/ con llama que consume y no da pena» (Cántico c. 39). En Teresa, al contrario,
ese fuego de los deseos es llama que «no consume y sí da pena»: «Viene en estos
años creciendo poco a poco este deseo de manera que la llega a tan gran pena
como ahora diré...» (n. 1). «No es adonde se sienten acá las penas, a mi
parecer, sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo... todo
cuanto halla de esta tierra de nuestro natural lo deja hecho polvos» (n. 2).
La clave doctrinal: deseos ¿de qué?
Al lector primerizo de los escritos
teresianos es probable que lo más importante e impresionante en estas páginas
de la Santa le parezca ese alto diapasón de los deseos. Deseos casi
transhumanos. Que parecen escapar a todo parámetro psicológico.
No es esa, sin embargo, la clave de lectura
doctrinal del contenido místico de estas páginas. En el fondo, la autora está
respondiendo –como tantas otras veces– a un par de preguntas. ¿Por qué ese
huracán de deseos? Y deseos ¿de qué?
A la pregunta primera –el porqué de ese brote
apasionado–, la respuesta es compleja. Forma parte de la peculiar situación
humana del místico. Al místico le llega un momento en que percibe, con la más
fina punta de su espíritu, «la ausencia de Dios» en la propia vida. Ausencia y
trascendencia de Alguien absolutamente necesario e indispensable para vivir,
para amar y poseer. Y a la vez absolutamente inalcanzable, a causa de la
condición terrestre de nuestro vivir, inserto y anclado en un mundo sensible
que poco a poco se va extenuando y resultando insuficiente para quien vive.
Como si todo lo creado se desplazase hacia una zona de vacuidad e insuficiencia.
Es así como se produce en el místico la sensación de soledad total. «Colgado
entre el cielo y la tierra», afirma ella, pero sin cielo y sin tierra para
apoyar los pies o las alas. «Soledad extraña, porque ninguna criatura le hace
compañía, ni creo se la harían las del cielo, como no fuese el que [ella] ama»
(n. 5). Soledad creciente, en la misma medida en que crecen el amor y el
conocimiento de él.
De ahí el contenido único (diríase
químicamente puro) de los deseos: lo necesita a él; lo desea a él. No hay
subrogados posibles mínimamente válidos. Todos los valores creados quedan como
rezagados en un plano netamente inferior al de los deseos. Es la respuesta a la
otra pregunta.
En segundo lugar, el místico ha sido
introducido en otra zona de experiencia: una nueva y extraña experiencia de la
vida, de esta nuestra vida en su dimensión puramene biológica. Recordemos que,
al verter esa experiencia en el molde de la poesía, tanto Teresa como fray Juan
de la Cruz comienzan dirigiéndose a la propia vida e interpelándola: «Vivo sin
vivir en mí...». Fray Juan terminará una de sus estrofas con el grito: «Que
esta vida no la quiero». Y ella, Teresa, abrirá el primer soliloquio de sus
Exclamaciones con este otro grito: «¡Oh vida, vida, cómo puedes sustentarte
estando ausente de tu Vida...!».
Les ha ocurrido a los dos –y quizás a todos
los místicos al adentrarse en la experiencia de Dios– que en un determinado
momento descubren de pronto la verdadera dimensión de la vida humana. Es la
vida la que entraña en sí misma una exigencia de culminación en otra vida. Otra
vida, o más vida (quizá una forma de supervida), que no consiste en el
desplazamiento de una ribera a la otra, sino que es sentida como la auténtica
dimensión que da sentido a la vida presente. Percibida como aterrizaje
indispensable para entrar en la órbita de Dios. De ahí su pulsión de «vida
eterna», pero nacida de lo más recóndito y entrañable de la vida presente.
Lo dice mucho mejor ella en uno cualquiera de
sus versos: «Mira que el amor es fuerte / vida, no me seas molesta, / mira que
solo me resta / para ganarte perderte».
No menos expresivo el poema gemelo de fray
Juan: «Esta vida que yo vivo / es privación de vivir; / y así es continuo morir
/ hasta que viva contigo. / Oye, mi Dios, lo que digo, / que esta vida no la
quiero». Y por eso, su grito renovado: «Sácame de esta muerte, / mi Dios, y
dame la vida, / no me tengas impedida / en este lazo tan fuerte, / mira que
peno por verte...».
Poco antes de escribir este pasaje de las
Moradas, Teresa misma lo había condensado en un breve escrito íntimo, paralelo
del que estamos leyendo. Dice así en la Relación 5, 14: «Parécele [a ella
misma] que está en una tan gran soledad y desamparo de todo, que no se puede
escribir. Porque todo el mundo y sus cosas le dan pena y que ninguna cosa
criada le hace compañía, ni quiere el alma sino al Criador, y esto velo
imposible si no muere. Y como ella no se ha de matar, muere por morir, de tal
manera que verdaderamente es peligro de muerte, y vese como colgada entre cielo
y tierra, que no sabe qué se hacer de sí. Y de poco en poco dale Dios una
noticia de sí para que vea lo que pierde, de una manera tan extraña, que no se
sabe decir, porque ninguna hay en la tierra –a lo menos de cuantas yo he
pasado– que se le iguale».
Oración desde los deseos
Como es normal, Teresa no es capaz de hablar
de todo eso sin pasar del diálogo con el lector al monólogo ante Dios. Oración
de deseos es su poema «Vivo sin vivir en mí». Le cedemos la palabra.
Transcribimos la oración con que concluye su última Exclamación (17, 3):
«No me castiguéis (Señor) en darme lo que yo
quiero o deseo, si vuestro amor –que en mí viva siempre– no lo deseare. Muera
ya este yo y viva en mí otro que es más que yo, y para mí mejor que yo, para
que yo le pueda servir. Él viva y me dé vida. Él reine, y le sea yo cautiva,
que no quiere mi alma otra libertad. ¿Cómo será libre el que del Sumo estuviere
ajeno? Dichosos los que con fuertes grillos de los beneficios de la
misericordia de Dios se vieren presos e inhabilitados para ser poderosos para
soltarse. Fuerte es como la muerte el amor, y duro como el infierno. ¡Oh quién
se viese ya muerto de sus manos y arrojado en este divino infierno, de donde ya
no se esperase poder salir, o por mejor decir, no se temiese verse fuera!».
[1] Ella misma (cf. c. 10, nn. 2-5).
[2] Quedan dichos
en el c. 2, n. 1; c. 6, n. 6; c. 8, n. 4.
[3] Véase la correspondencia biográfica en la Relación
15, que refiere el «éxtasis de Salamanca» (1571), provocado por una novicia que
cantó en recreación «Véante mis ojos...».
[4] En el n. 2.
[5] Ella misma: cf. Rel. 5, n. 14; y compárese esta
descripción del éxtasis doloroso con Vida c. 20, nn. 12-13.
[6] Juan 4, 7-13.
[7] Osea: aflicción
que no puede haberla mayor entre todas las que hay en la tierra.
[8] La declaración entre paréntesis fue añadida por la
Santa al margen del autógrafo.
[9] Alude al mismo episodio de la Rel. 15, ya mencionado
en los nn. 2 y 4. Cf. Conceptos c. 7, n. 2.
[10] En el c. 4; véase el título y el n. 1; y c. 1, n. 2.