5.5.13

Moradas sextas, cap. 11


Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.

SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS

MORADAS SEXTAS

Capítulo 11

Trata de unos deseos tan grandes e impetuosos que da Dios al alma de gozarle, que ponen en peligro de perder la vida, y con el provecho que se queda de esta merced que hace el Señor.

1. ¿Si habrán bastado todas estas mercedes que ha hecho el Esposo al alma para que la palomilla o mariposilla esté satisfecha (no penséis que la tengo olvidada) y haga asiento adonde ha de morir? No, por cierto; antes está muy peor. Aunque haya muchos años que reciba estos favores, siempre gime y anda llorosa, porque de cada uno de ellos le queda mayor dolor. Es la causa, que como va conociendo más y más las grandezas de su Dios y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor; y viene en estos años creciendo poco a poco este deseo de manera que la llega a tan gran pena como ahora diré. He dicho años, conformándome con lo que ha pasado por la persona que he dicho aquí (1)[1], que bien entiendo que a Dios no hay que poner término, que en un momento puede llegar a un alma a lo más subido que se dice aquí. Poderoso es Su Majestad para todo lo que quisiere hacer y ganoso de hacer mucho por nosotros.

2. Pues viene veces que estas ansias y lágrimas y suspiros y los grandes ímpetus que quedan dichos (2)[2] (que todo esto parece procedido de nuestro amor con gran sentimiento, mas todo no es nada en comparación de estotro, porque esto parece un fuego que está humeando y puédese sufrir, aunque con pena), andándose así esta alma, abrasándose en sí misma, acaece muchas veces por un pensamiento muy ligero, o por una palabra que oye de que se tarda el morir, venir de otra parte –no se entiende de dónde ni cómo– un golpe, o como si viniese una saeta de fuego (3)[3]. No digo que es saeta, mas cualquier cosa que sea se ve claro que no podía proceder de nuestro natural. Tampoco es golpe, aunque digo golpe, mas agudamente hiere. Y no es adonde se sienten acá las penas, a mi parecer, sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo, que de presto pasa, todo cuanto halla de esta tierra de nuestro natural, lo deja hecho polvos, que por el tiempo que dura es imposible tener memoria de cosa de nuestro Señor; porque en un punto ata las potencias de manera que no quedan con ninguna libertad para cosa sino para las que le han de hacer acrecentar este dolor.

3. No querría pareciese encarecimiento, porque verdaderamente voy viendo que quedo corta, porque no se puede decir. Ello es un arrobamiento de sentidos y potencias para todo lo que no es, como he dicho, ayudar a sentir esta aflicción. Porque el entendimiento está muy vivo para entender la razón que hay que sentir de estar aquel alma ausente de Dios; y ayuda Su Majestad con una tan viva noticia de Sí en aquel tiempo, de manera que hace crecer la pena en tanto grado, que procede quien la tiene en dar grandes gritos. Con ser persona sufrida y mostrada a padecer grandes dolores, no puede hacer entonces más; porque este sentimiento no es en el cuerpo –como queda dicho– (4)[4], sino en lo interior del alma. Por esto sacó esta persona cuán más recios son los sentimientos de ella que los del cuerpo, y se le representó ser de esta manera los que padecen en purgatorio, que no les impide no tener cuerpo para dejar de padecer mucho más que todos los que acá, teniéndole, padecen.

4. Yo vi una persona así (5)[5], que verdaderamente pensé que se moría, y no era mucha maravilla, porque, cierto, es gran peligro de muerte. Y así, aunque dure poco, deja el cuerpo muy descoyuntado, y en aquella sazón los pulsos tienen tan abiertos como si el alma quisiese ya dar a Dios, que no es menos; porque el calor natural falta y le abrasa de manera que con otro poquito más hubiera cumplídole Dios sus deseos. No porque siente poco ni mucho dolor en el cuerpo, aunque se descoyunta, como he dicho, de manera que queda dos o tres días después sin poder aún tener fuerza para escribir, y con grandes dolores; y aun siempre me parece le queda el cuerpo más sin fuerza que de antes. El no sentirlo debe ser la causa ser tan mayor el sentimiento interior del alma, que ninguna cosa hace caso del del cuerpo; como si acá tenemos un dolor muy agudo en una parte: aunque haya otros muchos, se sienten poco; esto yo lo he bien probado. Acá, ni poco ni mucho, ni creo sentiría si la hiciesen pedazos.

5. Direisme que es imperfección; que por qué no se conforma con la voluntad de Dios, pues le está tan rendida. Hasta aquí podía hacer eso, y con eso pasaba la vida. Ahora no, porque su razón está de suerte, que no es señora de ella, ni de pensar, sino la razón que tiene para penar, pues está ausente de su Bien, que para qué quiere vida. Siente una soledad extraña, porque criatura de toda la tierra no la hace compañía, ni creo se la harían los del cielo como no fuese el que ama, antes todo la atormenta. Mas vese como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo puede subir; abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua; y no sed que puede sufrir, sino ya en tal término que con ninguna se le quitaría, ni quiere que se le quite, si no es con la que dijo nuestro Señor a la Samaritana (6)[6], y eso no se lo dan.

6. ¡Oh, válgame Dios, Señor, cómo apretáis a vuestros amadores! Mas todo es poco para lo que les dais después. Bien es que lo mucho cueste mucho. Cuánto más que, si es purificar esta alma para que entre en la séptima morada, como los que han de entrar en el cielo se limpian en el purgatorio, es tan poco este padecer, como sería una gota de agua en la mar. Cuánto más que con todo este tormento y aflicción, que no puede ser mayor, a lo que yo creo, de todas las que hay en la tierra (7)[7] (que esta persona había pasado muchas, así corporales como espirituales, mas todo le parece nada en esta comparación), siente el alma que es de tanto precio esta pena, que entiende muy bien no la podía ella merecer; sino que no es este sentimiento de manera que la alivia ninguna cosa, mas con esto la sufre de muy buena gana y sufriría toda su vida, si Dios fuese de ello servido; aunque no sería morir de una vez, sino estar siempre muriendo, que verdaderamente no es menos.

7. Pues consideremos, hermanas, aquellos que están en el infierno, que no están con esta conformidad, ni con este contento y gusto que pone Dios en el alma, ni viendo ser ganancioso este padecer, sino que siempre padecen más y más (digo más y más, cuanto a las penas accidentales) (8)[8]. Siendo el tormento del alma tan más recio que los del cuerpo y los que ellos pasan mayores sin comparación que este que aquí hemos dicho, y estos ver que han de ser para siempre jamás, ¿qué será de estas desventuradas almas? Y ¿qué podemos hacer en vida tan corta, ni padecer, que sea nada para librarnos de tan terribles y eternales tormentos? Yo os digo que será imposible dar a entender cuán sentible cosa es el padecer del alma, y cuán diferente al del cuerpo, si no se pasa por ello; y quiere el mismo Señor que lo entendamos, para que más conozcamos lo mucho que le debemos en traernos a estado que, por su misericordia, tenemos esperanza de que nos ha de librar y perdonar nuestros pecados.

8. Pues tornando a lo que tratábamos (9)[9] (que dejamos esta alma con mucha pena), en este rigor es poco lo que le dura; será, cuando más, tres o cuatro horas, a mi parecer, porque si mucho durase, si no fuese por milagro, sería imposible sufrirlo la flaqueza natural. Acaecido ha no durar más que un cuarto de hora y quedar hecha pedazos. Verdad es que esta vez del todo perdió el sentido, según vino con rigor (y estando en conversación, Pascua de Resurrección, el postrer día, y habiendo estado toda la Pascua con tanta sequedad, que casi no entendía lo era), de solo oír una palabra de no acabarse la vida. ¿Pues pensar que se puede resistir?, no más que si, metida en un fuego, quisiese hacer a la llama que no tuviese calor para quemarle. No es el sentimiento que se puede pasar en disimulación, sin que las que están presentes entiendan el gran peligro en que está, aunque de lo interior no pueden ser testigos; es verdad que le son alguna compañía, como si fuesen sombras, y así le parecen todas las cosas de la tierra.

9. Y porque veáis que es posible, si alguna vez os viereis en esto, acudir aquí nuestra flaqueza y natural, acaece alguna vez que estando el alma como habéis visto, que se muere por morir cuando aprieta tanto que ya parece que para salir del cuerpo no le falta casi nada, verdaderamente teme y querría aflojase la pena por no acabar de morir. Bien se deja entender ser este temor de flaqueza natural que por otra parte no se quita su deseo ni es posible haber remedio que se quite esta pena hasta que la quita el mismo Señor, que casi es lo ordinario con un arrobamiento grande, o con alguna visión, adonde el verdadero Consolador la consuela y fortalece, para que quiera vivir todo lo que fuere su voluntad.

10. Cosa penosa es esta, mas queda el alma con grandísimos efectos y perdido el miedo a los trabajos que le pueden suceder; porque en comparación del sentimiento tan penoso que sintió su alma, no le parece son nada. De manera queda aprovechada, que gustaría padecerle muchas veces. Mas tampoco puede eso en ninguna manera, ni hay ningún remedio para tornarle a tener hasta que quiere el Señor, como no le hay para resistirle ni quitarle cuando le viene. Queda con muy mayor desprecio del mundo que antes, porque ve que cosa de él no le valió en aquel tormento, y muy más desasida de las criaturas, porque ya ve que solo el Criador es el que puede consolar y hartar su alma, y con mayor temor y cuidado de no ofenderle, porque ve que también puede atormentar como consolar.

11. Dos cosas me parece a mí que hay en este camino espiritual que son peligro de muerte: la una esta, que verdaderamente lo es y no pequeño; la otra, de muy excesivo gozo y deleite, que es en tan grandísimo extremo, que verdaderamente parece que desfallece el alma de suerte que no le falta tantito para acabar de salir del cuerpo: a la verdad, no sería poca dicha la suya.

Aquí veréis, hermanas, si he tenido razón en decir que es menester ánimo (10)[10] y que tendrá razón el Señor, cuando le pidiéreis estas cosas, de deciros lo que respondió a los hijos del Zebedeo, si podrían beber el cáliz (11)[11]. [12] Todas creo, hermanas, que responderemos que sí, y con mucha razón; porque Su Majestad da esfuerzo a quien ve que le ha menester, y en todo defiende a estas almas, y responde por ellas en las persecuciones y murmuraciones, como hacía por la Magdalena (12)[12], aunque no sea por palabras, por obras; y en fin, en fin, antes que se mueran se lo paga todo junto, como ahora veréis. Sea por siempre bendito y alábenle todas las criaturas, amén.


COMENTARIO

La llama del amor y de los deseos

Momento cimero de las sextas moradas del castillo: estamos en la antesala de la morada final.

Para leer a tono este capítulo undécimo, habría que poner de rodillas el alma, al unísono con la autora. Y acercarse de puntillas, como Moisés a la zarza ardiente. Como si fuéramos a tocar metal incandescente. De hecho la autora recurrirá con insistencia a la imagen del fuego y de la llama. Estas páginas conclusivas del «período extático» de Teresa podrían servir de preludio a la Llama de amor viva de fray Juan de la Cruz. Lo referido en ellas fue, efectivamente, vivido y compartido por los dos en el período de la Encarnación de Ávila, como comprobaremos enseguida.

Para recolocar este pasaje en su contexto, dentro del Castillo interior, baste recordar:

– Que las moradas sextas son las más abundosas del relato (once capítulos en total, casi la mitad del libro);

– Que comenzaron con dos temas fuertes: la noche purificadora del místico (capítulo 1), y la explosión de los deseos (capítulo segundo);

– Que ahora, en este capítulo once, se remata la exposición con la definitiva cosecha de los deseos, que se han ido desbordando a impulso de las gracias místicas recibidas a lo largo de toda la trayectoria (capítulos 3-10);

– Y que todo ese caudal de gracias recibidas ha servido para incentivar el amor. Es decir, que todo, éxtasis, heridas e ímpetus, humanidad de Cristo y recuerdo de los pecados, hablas y visiones..., todo ha venido a desembocar en esa pulsión incontenible de amor y deseos.

A modo de proemio, la Santa lo ha condensado todo en un par de afirmaciones (n. 1):

– Que «como el alma va conociendo más y más las grandezas de su Dios, y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo»: son años los que «viene creciendo este deseo»;

– Pero «también crece el amor, mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor».

Amor y deseos no son vino nuevo. Al contrario, previamente lo han ido llenando todo en esta región del castillo. Pero las «ansias y grandes ímpetus» experimentados hasta aquí eran «todo nada en comparación de lo de ahora». Eran como «un fuego que está humeando y puédese sufrir». Ahora anda «esta alma abrasándose en sí misma» de amor y deseos (n. 2).

Imposible glosar estas páginas de la Santa sin esquilmarlas y traicionarlas. Baste proponer al lector un elemental proyecto de lectura, desde tres claves de atención:

1ª clave, la autobiográfica: Teresa habla y escribe desde lo que a ella misma le pasó en un determinado momento de su vida mística. ¿Qué es eso que a ella le ha ocurrido?

2ª clave, atención a las imágenes: Teresa tiene que recurrir a una elemental simbología para decir de otro modo eso que le resulta indecible con palabras. ¿Por qué recurre a la imagen del fuego?

3ª clave, la doctrinal: cuál es el resorte que produce en ella –y en el místico– esa suma tensión de los deseos: tensión suma, pero pasajera, pues tendrá que ceder el paso a la gran distensión que sobrevenga con la paz de las moradas séptimas. ¿Por qué esos deseos incontenibles, y a qué diana apuntan?

El trasfondo autobiográfico

Dos o tres cosas resultan constantes y evidentes en este pasaje de Teresa: que testifica con absoluto rigor algo que ella ha vivido no hace mucho tiempo, y que está convencida de que esa vivencia sorprendente no es exclusiva suya; hay otros que han pasado por esa especie de fuego; y finalmente, que Teresa hace ese relato a cierta distancia, como desde otra ribera, ya desde la cima de las moradas finales, que le permiten comprender el sentido y el «para qué» de ese paso por la región ardiente de los deseos. Pues hubo un tiempo en que estuvo convencida de que esos deseos de vida eterna eran en sí mismos el desenlace..., pero se equivocaba. Lo había escrito en Vida, hablando de la herida producida por los deseos:

«Yo bien pienso [que] alguna vez ha de ser el Señor servido, si [esto] va adelante como ahora, que se acabe con acabar la vida, que a mi parecer bastante es tan gran pena para ello, sino que no lo merezco yo. Toda mi ansia es morirme entonces. Ni me acuerdo de purgatorio ni de los grandes pecados que he hecho... Todo se me olvida con aquella ansia de ver a Dios, y aquel desierto y soledad le parece [al alma] mejor que toda la compañía del mundo» (Vida 20, 13).

Era una falsa apreciación. Ahora la ha corregido desde la nueva perspectiva de las moradas finales. Lo que a ella le ha ocurrido ha sido, en síntesis, esto:

– Teresa ha sido, desde siempre, «mujer de deseos», como el Daniel bíblico: «Deseos siempre los tuve grandes» (Vida 13, 6). Todavía al final de su autobiografía escribirá: «Estoy hecha una imperfección, si no es en los deseos» (30, 17). «Siempre tuve grandísimos deseos» (Rel 4, 3):

– Pero su experiencia de ahora no fluye por ahí. No consiste en el crecimiento de ese su fondo anheloso. Los de ahora son deseos que le vienen de otra región, nacidos en lo más hondo del alma, más allá de la raíz de nuestros instintos viscerales o de nuestras apetencias y querencias racionales.

En la historia íntima de Teresa ha habido, no hace mucho, un acontecimiento incisivo que ella recuerda siempre como punto de referencia en la crecida de los deseos. Es el episodio ocurrido en la Pascua de 1571, en Salamanca, durante la recreación comunitaria de ese día festivo. Lo hemos recordado ya. Una joven novicia, la segoviana Isabel de Jimena, canta con voz espléndida, ahí al aire libre, la canción: «Véante mis ojos / dulce Jesús bueno / véante mis ojos / muérame yo luego». Jesús es el Resucitado. A él va la saeta: Véante mis ojos, aunque sea muriendo. Es el anhelo del encuentro pascual. Para esa fecha, Teresa ha revivido y emulado tantas veces «el encuentro» de Jesús con la Magdalena (lo ha testificado en las Relaciones 21, 32 y 42). Ahora la canción suelta la rienda de los deseos, Teresa cae en éxtasis profundo, y tienen que llevarla en peso a un lugar más recatado dentro del convento.

Ella contará ese episodio repetidas veces: en la Relación 5, escrita poco antes de las Moradas. En el comentario a los Cantares (Conceptos 7, 2: no sabemos la fecha). Y ahora, en 1577, en el presente capítulo de las moradas sextas (n. 8).

No disponemos de espacio para más detalles, ni para recoger las variantes de matiz con que Teresa lo cuenta en cada ocasión. Aquí nos interesa únicamente notar que, apenas unos meses después de ese episodio, la Santa, de regreso a la Encarnación de Ávila, pone su alma bajo la dirección de fray Juan de la Cruz. Era, justamente, en el período de los grandes deseos.

Joven de apenas treinta años, fray Juan de la Cruz se halla en ese mismo trance. Así que los dos comparten y sintonizan en la onda de los deseos ardientes. Probablemente será a raíz de esa experiencia, vivida en paralelo, cuando los dos la glosen poéticamente y al unísono en las coplas vueltas a los divino: «Vivo sin vivir en mí», escritas en sendos poemas gemelos. Los dos hablarán de ella, aludiendo a un acontecimiento místico concreto: «Vivo ya fuera de mí / después que muero de amor», comienza el poema de Teresa. Y el de fray Juan: «En mí no vivo ya...».

En el caso de Teresa, ese período de grandes deseos se cierra con la gracia del ingreso en las moradas séptimas, que ella misma sitúa en noviembre de ese año 1572, al recibir «un día de la octava de san Martín» la comunión de manos de fray Juan de la Cruz (cf Rel 35, en que la Santa lo dice expresamente).

Con él volverá a encontrarse ahora, cinco años después, mientras escribe este pasaje de las moradas sextas. Cercanía que le facilitará la evocación de lo vivido. Tanto más que en fray Juan de la Cruz no ha cejado todavía el oleaje de los deseos incandescentes. Él mismo volverá a glosarlos poéticamente pocos meses después, al componer en la cárcel de Toledo su Cántico Espiritual: les dedicará la maravillosa estrofa: «Descubre tu presencia, / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura».

Ese trasfondo biográfico de los dos santos poetas explica por qué Teresa, al testificar su propio paso por esa racha ígnea de los deseos, esté convencida de que no es sola ella la agraciada, sino que esa experiencia marca un momento caracterizante de la jornada de los místicos, en el acercamiento a la unión consumada del alma con Dios, como les ha ocurrido a ella y a fray Juan de la Cruz. Fray Juan la glosará por extenso en la Llama de amor viva.

El recurso a las imágenes de fuego

¿Cómo explicar al lector esa marejada de los deseos sin recurrir a las imágenes? En la literatura de Teresa lo normal es que cada experiencia misteriosa, cuanto más inefable, más necesite el soporte expresivo de un nuevo símbolo o, a nivel inferior, de nuevas imágenes plásticas.

En el caso presente ese recurso a la eficacia expresiva de las imágenes tiene algo de peculiar. De los símbolos mayores utilizados para el entramado del Castillo interior, quedan apenas dos, uno y otro alegados solo de refilón. En primer lugar, el de «la palomilla o mariposilla», que ya ha dejado atrás su vida de gusano. Y, también de refilón, el símbolo del agua: los deseos llegarán al punto de tener al alma «abrasada de sed» y necesitada del agua prometida por Jesús a la Samaritana (n. 5; con nuevos matices en el n. 6).

En cambio, a lo largo de todo el pasaje campea la imagen del fuego. Se ha dicho, confrontando la simbología de Teresa con la de fray Juan, que ella es «hija del agua», y que fray Juan lo es «del fuego». Pues bien, aquí en este contexto de los deseos, Teresa pasa del agua al fuego. Poco a poco va desarrollando la nueva imagen así:

– Este es ya «fuego sin humo»: deseos que son pura llama (n. 2); llama que «abrasa al alma en sí misma» n. 2);

– Deseos que son llama arrojadiza que enviste al alma «como si viniera [sobre ella] una saeta de fuego» (n. 2);

– Y que a la vez son llama purificadora, como la del purgatorio (nn. 2 y 6)

– Llama que divide entre cuerpo y alma: mientras al cuerpo «el calor natural le falta», al alma «la abrasa de manera que con otro poquito más hubiera cumplídola Dios sus deseos» (n. 4);

– Todo ello, en «soledad extraña, porque criatura de toda la tierra no le hace compañía...; mas vese [el alma] como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo puede subir, abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua» (n. 5: extraña evocación del viejo mito de Tántalo);

– Llama irresistible: «Pues pensar que se puede resistir [al ímpetu de los deseos]..., no más que si metida en un fuego quisiese hacer a la llama que no tuviese calor para quemarle...» (n. 8)

En su moldeo de esa misma imagen de la llama, fray Juan de la Cruz la cincelará en un verso maravilloso: «En la noche serena / con llama que consume y no da pena» (Cántico c. 39). En Teresa, al contrario, ese fuego de los deseos es llama que «no consume y sí da pena»: «Viene en estos años creciendo poco a poco este deseo de manera que la llega a tan gran pena como ahora diré...» (n. 1). «No es adonde se sienten acá las penas, a mi parecer, sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo... todo cuanto halla de esta tierra de nuestro natural lo deja hecho polvos» (n. 2).

La clave doctrinal: deseos ¿de qué?

Al lector primerizo de los escritos teresianos es probable que lo más importante e impresionante en estas páginas de la Santa le parezca ese alto diapasón de los deseos. Deseos casi transhumanos. Que parecen escapar a todo parámetro psicológico.

No es esa, sin embargo, la clave de lectura doctrinal del contenido místico de estas páginas. En el fondo, la autora está respondiendo –como tantas otras veces– a un par de preguntas. ¿Por qué ese huracán de deseos? Y deseos ¿de qué?

A la pregunta primera –el porqué de ese brote apasionado–, la respuesta es compleja. Forma parte de la peculiar situación humana del místico. Al místico le llega un momento en que percibe, con la más fina punta de su espíritu, «la ausencia de Dios» en la propia vida. Ausencia y trascendencia de Alguien absolutamente necesario e indispensable para vivir, para amar y poseer. Y a la vez absolutamente inalcanzable, a causa de la condición terrestre de nuestro vivir, inserto y anclado en un mundo sensible que poco a poco se va extenuando y resultando insuficiente para quien vive. Como si todo lo creado se desplazase hacia una zona de vacuidad e insuficiencia. Es así como se produce en el místico la sensación de soledad total. «Colgado entre el cielo y la tierra», afirma ella, pero sin cielo y sin tierra para apoyar los pies o las alas. «Soledad extraña, porque ninguna criatura le hace compañía, ni creo se la harían las del cielo, como no fuese el que [ella] ama» (n. 5). Soledad creciente, en la misma medida en que crecen el amor y el conocimiento de él.

De ahí el contenido único (diríase químicamente puro) de los deseos: lo necesita a él; lo desea a él. No hay subrogados posibles mínimamente válidos. Todos los valores creados quedan como rezagados en un plano netamente inferior al de los deseos. Es la respuesta a la otra pregunta.

En segundo lugar, el místico ha sido introducido en otra zona de experiencia: una nueva y extraña experiencia de la vida, de esta nuestra vida en su dimensión puramene biológica. Recordemos que, al verter esa experiencia en el molde de la poesía, tanto Teresa como fray Juan de la Cruz comienzan dirigiéndose a la propia vida e interpelándola: «Vivo sin vivir en mí...». Fray Juan terminará una de sus estrofas con el grito: «Que esta vida no la quiero». Y ella, Teresa, abrirá el primer soliloquio de sus Exclamaciones con este otro grito: «¡Oh vida, vida, cómo puedes sustentarte estando ausente de tu Vida...!».

Les ha ocurrido a los dos –y quizás a todos los místicos al adentrarse en la experiencia de Dios– que en un determinado momento descubren de pronto la verdadera dimensión de la vida humana. Es la vida la que entraña en sí misma una exigencia de culminación en otra vida. Otra vida, o más vida (quizá una forma de supervida), que no consiste en el desplazamiento de una ribera a la otra, sino que es sentida como la auténtica dimensión que da sentido a la vida presente. Percibida como aterrizaje indispensable para entrar en la órbita de Dios. De ahí su pulsión de «vida eterna», pero nacida de lo más recóndito y entrañable de la vida presente.

Lo dice mucho mejor ella en uno cualquiera de sus versos: «Mira que el amor es fuerte / vida, no me seas molesta, / mira que solo me resta / para ganarte perderte».

No menos expresivo el poema gemelo de fray Juan: «Esta vida que yo vivo / es privación de vivir; / y así es continuo morir / hasta que viva contigo. / Oye, mi Dios, lo que digo, / que esta vida no la quiero». Y por eso, su grito renovado: «Sácame de esta muerte, / mi Dios, y dame la vida, / no me tengas impedida / en este lazo tan fuerte, / mira que peno por verte...».

Poco antes de escribir este pasaje de las Moradas, Teresa misma lo había condensado en un breve escrito íntimo, paralelo del que estamos leyendo. Dice así en la Relación 5, 14: «Parécele [a ella misma] que está en una tan gran soledad y desamparo de todo, que no se puede escribir. Porque todo el mundo y sus cosas le dan pena y que ninguna cosa criada le hace compañía, ni quiere el alma sino al Criador, y esto velo imposible si no muere. Y como ella no se ha de matar, muere por morir, de tal manera que verdaderamente es peligro de muerte, y vese como colgada entre cielo y tierra, que no sabe qué se hacer de sí. Y de poco en poco dale Dios una noticia de sí para que vea lo que pierde, de una manera tan extraña, que no se sabe decir, porque ninguna hay en la tierra –a lo menos de cuantas yo he pasado– que se le iguale».

Oración desde los deseos

Como es normal, Teresa no es capaz de hablar de todo eso sin pasar del diálogo con el lector al monólogo ante Dios. Oración de deseos es su poema «Vivo sin vivir en mí». Le cedemos la palabra. Transcribimos la oración con que concluye su última Exclamación (17, 3):

«No me castiguéis (Señor) en darme lo que yo quiero o deseo, si vuestro amor –que en mí viva siempre– no lo deseare. Muera ya este yo y viva en mí otro que es más que yo, y para mí mejor que yo, para que yo le pueda servir. Él viva y me dé vida. Él reine, y le sea yo cautiva, que no quiere mi alma otra libertad. ¿Cómo será libre el que del Sumo estuviere ajeno? Dichosos los que con fuertes grillos de los beneficios de la misericordia de Dios se vieren presos e inhabilitados para ser poderosos para soltarse. Fuerte es como la muerte el amor, y duro como el infierno. ¡Oh quién se viese ya muerto de sus manos y arrojado en este divino infierno, de donde ya no se esperase poder salir, o por mejor decir, no se temiese verse fuera!».



[1] Ella misma (cf. c. 10, nn. 2-5).
[2] Quedan dichos en el c. 2, n. 1; c. 6, n. 6; c. 8, n. 4.
[3] Véase la correspondencia biográfica en la Relación 15, que refiere el «éxtasis de Salamanca» (1571), provocado por una novicia que cantó en recreación «Véante mis ojos...».
[4] En el n. 2.
[5] Ella misma: cf. Rel. 5, n. 14; y compárese esta descripción del éxtasis doloroso con Vida c. 20, nn. 12-13.
[6] Juan 4, 7-13.
[7] Osea: aflicción que no puede haberla mayor entre todas las que hay en la tierra.
[8] La declaración entre paréntesis fue añadida por la Santa al margen del autógrafo.
[9] Alude al mismo episodio de la Rel. 15, ya mencionado en los nn. 2 y 4. Cf. Conceptos c. 7, n. 2.
[10] En el c. 4; véase el título y el n. 1; y c. 1, n. 2.
[11] Mt 20, 22; cf. 2M n. 8.

Santa Teresa de Jesús, 15 de Octubre

Santa Teresa de Jesús
Virgen y Doctora de la Iglesia, Madre nuestra.
Celebración: 15 de Octubre.


Nace en Avila el 28 de marzo de 1515. Entra en el Monasterio de la Encarnación de Avila, el 2 de noviembre de 1535. Funda en Avila el primer monasterio de carmelitas descalzas con el título de San José el 24 de agosto de 1562.

Inaugura el primer convento de frailes contemplativos en Duruelo el 28 de noviembre de 1568. Llegará a fundar 32 casas. Hija de la Iglesia, muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.

La primera edición de sus obras fue el 1588 en Salamanca, preparadas por Fr. Luis de león. El 24 de abril de 1614 fue beatificada por el Papa Pablo V, y el 12 de marzo de 1622 era canonizada en San Pedro por el Papa Gregorio XV. El 10 de septiembre de 1965, Pablo VI la proclama Patrona de los Escritores Españoles.


Gracias a sus obras -entre las que destacan el Libro de la Vida, el Camino de Perfección, Las Moradas y las Fundaciones- ha ejercido en el pueblo de Dios un luminoso y fecundo magisterio, que Pablo VI iba a reconocer solemnemente, declarándola Doctora de la Iglesia Universal el 27 de septiembre de 1970.

Teresa es maestra de oración en el pueblo de Dios y fundadora del Carmelo Teresiano.

¿Qué significa la oración para Santa Teresa?
"Procuraba, lo más que podía, traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente. Y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con elentendimiento ni de aprovecharme con la imaginación; que la tengo tan torpe, que, aun para pensar y representar en mí (como lo procuraba traer) la humanidad del Señor, nunca acababa. Y, aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque, si falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos" (Vida 4,7).

"En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración), sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años; que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración ya no era en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes" (Vida 7, 17).

"Gran mal es un alma sola entre tantos peligros. Paréceme a mí que, si yo tuviera con quién tratar todo esto, que me ayudara a no tornar a caer, siquiera por vergüenza, ya que no la tenía de Dios. Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con su oración. ¡Cuánto más, que hay muchas más ganancias! Yo no sé por qué (pues de conversa ciones y voluntades humanas, aunque no sean muy buenas, se procuran amigos con quien descansar y para más gozar de contar aquellos placeres vanos) no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos; que de todo tienen los que tienen oración" (Vida 7, 20).

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí..., se me ofreció lo que ahora diré... que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay muchas moradas... Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?... no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo... ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no (nos) entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería qran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra?.... (1 Moradas 1,1-2)