Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 10
Dice de otras mercedes que hace Dios al alma
por diferente manera que las dichas, y del gran provecho que queda de ellas.
1. De muchas maneras se comunica el Señor al
alma con estas apariciones; algunas, cuando está afligida; otras, cuando le ha
de venir algún trabajo grande; otras, por regalarse Su Majestad con ella y
regalarla. No hay para qué particularizar más cada cosa, pues el intento no es
sino dar a entender cada una de las diferencias que hay en este camino, hasta
donde yo entendiere, para que entendáis, hermanas, de la manera que son y los
efectos que dejan; porque no se nos antoje que cada imaginación es visión, y
porque cuando lo sea, entendiendo que es posible, no andéis alborotadas ni
afligidas, que gana mucho el demonio y gusta en gran manera de ver afligida e
inquieta un alma, porque ve que le es estorbo para emplearse toda en amar y
alabar a Dios.
Por otras maneras se comunica Su Majestad
harto más subidas y menos peligrosas, porque el demonio creo no las podrá
contrahacer, y así se pueden mal decir, por ser cosa muy oculta, que las
imaginarias puédense más dar a entender.
2. Acaece, cuando el Señor es servido, estando
el alma en oración y muy en sus sentidos, venirle de presto una suspensión, adonde
le da el Señor a entender grandes secretos, que parece los ve en el mismo Dios;
que estas no son visiones de la sacratísima Humanidad, ni aunque digo que ve, no
ve nada, porque no es visión imaginaria, sino muy intelectual, adonde se le
descubre cómo en Dios se ven todas las cosas y las tiene todas en sí mismo (1)[1].
Y es de gran provecho, porque, aunque pasa en un momento, quédase muy esculpido
y hace grandísima confusión, y vese más claro la maldad de cuando ofendemos a
Dios, porque en el mismo Dios –digo, estando dentro en él– hacemos grandes
maldades. Quiero poner una comparación, si acertare, para dároslo a entender, que
aunque esto es así y lo oímos muchas veces, o no reparamos en ello, o no lo
queremos entender; porque no parece sería posible, si se entendiese como es, ser
tan atrevidos.
3. Hagamos ahora cuenta que es Dios como una
morada o palacio muy grande y hermoso y que este palacio, como digo, es el
mismo Dios (2)[2]. ¿Por
ventura puede el pecador, para hacer sus maldades, apartarse de este palacio?
No, por cierto; sino que dentro en el mismo palacio, que es el mismo Dios, pasan
las abominaciones y deshonestidades y maldades que hacemos los pecadores. ¡Oh
cosa temerosa y digna de gran consideración y muy provechosa para los que
sabemos poco, que no acabamos de entender estas verdades, que no sería posible
tener atrevimiento tan desatinado! Consideremos, hermanas, la gran misericordia
y sufrimiento de Dios en no nos hundir allí luego, y démosle grandísimas
gracias, y hayamos vergüenza de sentirnos de cosa que se haga ni se diga contra
nosotras; que es la mayor maldad del mundo ver que sufre Dios nuestro Criador
tantas a sus criaturas dentro en Sí mismo y que nosotras sintamos alguna vez
una palabra que se dijo en nuestra ausencia y quizá con no mala intención.
4. ¡Oh miseria humana! ¿Hasta cuándo, hijas, imitaremos
en algo este gran Dios? ¡Oh!, pues no se nos haga ya que hacemos nada en sufrir
injurias, sino que de muy buena gana pasemos por todo y amemos a quien nos las
hace, pues este gran Dios no nos ha dejado de amar a nosotras aunque le hemos
mucho ofendido, y así tiene muy gran razón en querer que todos perdonen por
agravios que los hagan.
Yo os digo, hijas, que aunque pasa de presto
esta visión (3)[3], que es
una gran merced que hace nuestro Señor a quien la hace, si se quiere aprovechar
de ella, trayéndola presente muy ordinario.
5. También acaece (4)[4],
así muy de presto y de manera que no se puede decir, mostrar Dios en sí mismo
una verdad, que parece deja oscurecidas todas las que hay en las criaturas, y
muy claro dado a entender que él solo es verdad que no puede mentir; y dase
bien a entender lo que dice David en un salmo, que todo hombre es mentiroso (5)[5],
lo que no se entendiera jamás así, aunque muchas veces se oyera. Es verdad que
no puede faltar. Acuérdaseme de Pilatos lo mucho que preguntaba a nuestro Señor
cuando en su Pasión le dijo qué era verdad (6)[6],
y lo poco que entendemos acá de esta suma Verdad.
6. Yo quisiera poder dar más a entender en
este caso, mas no se puede decir. Saquemos de aquí, hermanas, que para
conformarnos con nuestro Dios y Esposo en algo, será bien que estudiemos
siempre mucho de andar en esta verdad. No digo solo que no digamos mentira, que
en eso, gloria a Dios, ya veo que traéis gran cuenta en estas casas con no
decirla por ninguna cosa; sino que andemos en verdad delante de Dios (7)[7]
y de las gentes de cuantas maneras pudiéremos, en especial no queriendo nos
tengan por mejores de lo que somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es
suyo y a nosotras lo que es nuestro, y procurando sacar en todo la verdad, y
así tendremos en poco este mundo, que es todo mentira y falsedad, y como tal no
es durable.
7. Una vez estaba yo considerando por qué
razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme
delante –a mi parecer sin considerarlo, sino de presto– esto: que es porque
Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad (8)[8],
que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser
nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada
más a la suma Verdad, porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga
merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén.
8. De estas mercedes hace nuestro Señor al
alma, porque como a verdadera esposa, que ya está determinada a hacer en todo
su voluntad, le quiere dar alguna noticia de en qué la ha de hacer y de sus
grandezas. No hay para qué tratar de más, que estas dos cosas he dicho (9)[9]
por parecerme de gran provecho; que en cosas semejantes no hay que temer, sino
que alabar al Señor porque las da; que el demonio, a mi parecer, ni aun la
imaginación propia, tienen aquí poca cabida, y así el alma queda con gran
satisfacción.
COMENTARIO
La verdad os hará libres
La autora del Castillo nos acerca a la morada
central, la más honda, la de los grandes secretos. A esa especie de antesala
del «palacio grande y hermoso», hito terminal del proceso, le concede dos
capítulos: décimo y undécimo de las moradas sextas. Antes de adentrarse en la
morada terminal, el morador del castillo tiene que pasar por dos zonas, una de
luz y otra de fuego. Primero por la luz de la verdad (o de la Verdad): de ella
tratará el capítulo 10. Luego por la tensión de los deseos incontenibles,
«deseos tan grandes e impetuosos, que ponen en peligro de perder la vida»: de
ellos tratará el capítulo once, último de las moradas sextas y preludio de las
séptimas.
Así pues, verdad y deseos son las dos alas
con que emprender el vuelo a la región misteriosa de la morada última del
castillo, donde pasan las cosas más secretas entre Dios y el alma.
La verdad os hará libres
La trabazón entre verdad y libertad es uno de
los temas fuertes del evangelio de san Juan. Recordando el episodio de Pilato,
que pregunta a Jesús «¿y la verdad qué es?», pero luego vuelve la espalda sin
esperar respuesta, repercute en Teresa casi instándola a hacer y repetir la
misma pregunta, pero subrayando enseguida «lo poco que entendemos acá de esa
suma Verdad», pasando así del librillo de nuestras verdades a la Verdad con
mayúscula, que se identifica con Dios mismo (n. 5).
Como siempre, ella se apoya en la propia
vivencia. En la historia personal de Teresa hubo un momento en que tuvo la
sensación de haber llegado –ella misma– a la Verdad de Dios. Es la experiencia
suprema con que, años atrás, había cerrado el relato de su Vida, en el capítulo
último de aquel libro (40, 1-5).
Ahora no solo evoca aquella experiencia
teofánica, sino que la propone como escalón de acercamiento a la morada final.
Para entrar en las moradas séptimas, hay que liberarse de la mentira. Porque en
el fondo de todo hombre anida algo de mentira: «Todo hombre es mentiroso»,
advierte ella con la palabra del salmista, lo cual –prosigue ella– «no se
entendiera jamás así, aunque muchas veces se oyera», sino cayendo en la cuenta
de que «él solo es verdad que no puede mentir..., verdad que no puede faltar»
(n. 5).
En el capítulo final de Vida, ese definitivo
aterrizaje en la verdad de Dios, lo había formulado así: «Esta verdad que se me
dio a entender es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las
demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este
amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza...» (40, 4).
Y concluía con un grito de adoración a ese
Dios de las verdades: «¡Oh grandeza y majestad mía! ¿Qué hacéis, Señor mío
todopoderoso? Mirad a quién hacéis tan soberanas mercedes. ¿No os acordáis que
ha sido esta alma (mía) un abismo de mentiras y piélago de vanidades?, y todo
por mi culpa: que con haberme Vos dado natural de aborrecer el mentir, yo misma
me hice tratar en muchas cosas mentira» (ib.).
Teresa cerraba así, en forma fulgurante, el
relato de su historia personal, que había comenzado con el episodio de lo que
ella misma llamó «la verdad de cuando niña», aquella su evaluación en
contrapunto de lo finito y lo eterno: que todo pasa, pero que hay algo que
existe «para siempre».
Para nosotros, sus lectores de hoy, es de
gran actualidad el impacto que esas páginas produjeron en la gran buscadora de
la verdad que fue Edith Stein, quien al leerlas por primera vez, tuvo también
el fogonazo iluminador de la verdad, que la llevó a la conversión.
Aquí, en las Moradas, la autora recupera el
símbolo que había acuñado a la luz de esa experiencia: que Dios es como un
diamante inmenso en que se contienen y reflejan todas las cosas, las acciones,
las personas, el mundo entero; las verdades y las mentiras humanas. Porque en él
tiene ser todo otro ser, y solo de él deriva la verdad de nuestras verdades.
«Digamos ser la divinidad como un claro diamante, muy mayor que todo el
mundo... Y que todo lo que hacemos se ve en ese diamante, siendo de manera que
él encierra todo en sí, porque no hay nada que salga fuera de esta grandeza...»
(Vida 40, 10). En el Castillo, ese inmenso diamante reaparece con trazado de
palacio: «Hagamos cuenta que es Dios como una morada o palacio muy grande y
hermoso, y que este palacio, como digo, es el mismo Dios... Y que dentro, en el
mismo palacio, que es el mismo Dios, pasan las abominaciones y maldades que
hacemos los pecadores» (n. 3).
Esta visión cósmica de la verdad de Dios
había sido para Teresa «una atalaya» desde la que «se ven verdades», manantial
de libertad y de felicidad profunda: «Bienaventurada alma que trae el Señor a
entender verdades. Oh qué estado este para reyes...» (Vida 21, 1). Ahora, en
las moradas, Teresa vuelve a refrendar la eficacia liberadora de esa llegada a
la Verdad: «Es de gran provecho, porque aunque pasa en un momento (pasa en un
instante esa fulgurante experiencia del Dios-Verdad), queda esculpida (en la
memoria) y hace grandísima confusión, y vese más claro la maldad de cuando
ofendemos a Dios, porque en el mismo Dios –digo, estando dentro en él– hacemos
grandes maldades» (n. 2).
Es decir, que la llegada a la Verdad no solo
nos libera de nuestras mentiras e ilumina nuestras maldades, sino que nos
introduce en el espacio focal de la verdad divina. Mentira y males nuestros
deben quedar aniquilados por esa luz de la Verdad que es él.
Andar en verdad
Ya desde las primeras moradas, el ingreso en
el castillo interior pone en marcha una imperiosa tarea de propio conocimiento.
Base de la internada, moradas adentro, es la consigna de «conocerse a sí
mismo»: conocer la propia dignidad, la hermosura del alma, en el contraluz de
las propias miserias y frente a las zonas sombrías del pecado.
Pero ya entonces esa especie de «socratismo
teresiano» añadía a la clásica consigna del «conócete a ti mismo» una nota
especial, típicamente cristiana: conócete a ti, pero a la luz de Dios, que te
conoce más y mejor que tú mismo y te ama. Que «es muy bueno y muy rebueno
tratar de entrar primero en el aposento adonde se trata de este propio
conocimiento... Y a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos
conocer a Dios: mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza...» (1M 2, 9).
Ahora, en el umbral de la jornada definitiva,
esa consigna se vuelve perentoria e iluminadora. Instalados en la verdad de
Dios, se impone la necesidad de «conformarnos y configurarnos» con ella a base
de una actitud que remodele nuestra condición creatural ante la Verdad y
Majestad del Creador. Esa actitud tiene para Teresa un nombre elemental, común
y corriente: es la humildad.
Ella la presenta vinculada de nuevo a su
propia vivencia: «Una vez estaba yo pensando por qué nuestro Señor es tan amigo
de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante... esto: que es porque Dios
es la suma verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no
tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no
entiende, anda en mentira. Y quien más lo entiende, más agrada a la suma
Verdad, porque anda en ella» (n. 7).
Así, la experiencia radical de la verdad de
Dios, que hace libre al hombre, culmina en esta derivación aparentemente
modestísima de la humildad. Pero humildad tal como la ve ella a través de su
experien cia mística. No un degradante gesto de «deiectio animi», repliegue hacia
el apocamiento, reflejado en la estampa corporal de quien abaja la cabeza y se
retrae del consorcio social. Para Teresa, esa concreción de la «humildad
evangélica» en el axioma de «andar en verdad», se articula en dos o tres
componentes:
– Ante todo, la humildad es la profesión de
la verdad, no en vocablos sino en hechos de vida. Es el gesto existencial de
«caminar» en la verdad, delante de Dios y de los otros, no queriendo que nos
tengan en lo que no somos.
– El andar en verdad exige en primer lugar el
conocimiento y reconocimiento de los propios valores. Pero bien registrados:
valores que «poseemos», pero que por lo general hemos recibido de mano ajena.
De ahí la consigna de atribuir a Dios lo que de él hemos recibido, y a nosotros
lo que de nosotros ha nacido...
– Y por fin, en el tejido de nuestra verdad
hay una franja negativa: son los contravalores. Hay que reconocerlos. Teresa
los designa en términos fuertes: «nuestra miseria y ser nada». Miseria es la
presencia de lo pecaminoso en nosotros. Ser nada es nuestra radical condición
de origen: no somos obra de nuestras manos. Nuestro ser es pura deuda: lo hemos
recibido. De ahí la consigna fuerte: «En nuestras obras, dar (=atribuir) a Dios
lo que es suyo y a nosotros lo que es nuestro» (n. 6).
La transparencia de la mirada del místico –de
Teresa– es luminosa. En positivo, son muchos e ingentes los valores que
«tenemos». Pero de esa suma de valores, es poco o casi nada lo que no hayamos
recibido. Lo recibido de la mano de Dios es incalculable.
Por eso Dios está tan implicado en el
verdadero conocimiento de uno mismo. Por eso la luz de su verdad es
indispensable para librarnos de la mentira y «andar en verdad».
[1] Cf. Vida c. 40, n. 9.
[2] Sobre el origen místico de esta comparación,
cf. Vida c. 40, n. 10.
[3] Esta
visión: la referida en el n. 2; o quizá se refiera al «símbolo del
palacio», propuesto en el n. 3 como simple recurso literario («hagamos cuenta
que...»), pero que en realidad proviene de una visión mística.
[4] También esta experiencia es personal de la
Santa: Vida c. 40, nn. 1-4.
[5] Salmo 115, 11.
[6] Juan 18, 36-38.
[7] Alusiones veladas a Juan 14, 6.
[8] Sobre el origen místico de esta noción,
insinuado veladamente en el «púsoseme delante», véase la Rel. 28 y Vida c. 40.
[9] Dos
cosas: son las gracias místicas referidas en los nn. 2 y 5.
Moradas del Castillo Interior
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