Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo
9
Trata de cómo se comunica el Señor al alma
por visión imaginaria, y avisa mucho se guarden de desear (1)[1] ir por
este camino. Da para ello razones. Es de mucho provecho.
1. Ahora vengamos a las visiones imaginarias,
que dicen que son adonde puede meterse el demonio más que en las dichas (2)[2], y así
debe de ser; mas cuando son de nuestro Señor, en alguna manera me parecen más
provechosas, porque son más conformes a nuestro natural; salvo de las que el
Señor da a entender en la postrera morada, que a estas no llegan ningunas.
2. Pues miremos ahora como os he dicho en el
capítulo pasado (3)[3]
que está este Señor, que es como si en una pieza de oro tuviésemos una piedra
preciosa de grandísimo valor y virtudes; sabemos certísimo que está allí, aunque
nunca la hemos visto; mas las virtudes de la piedra no nos dejan de aprovechar,
si la traemos con nosotras. Aunque nunca la hemos visto, no por eso la dejamos
de preciar, porque por experiencia hemos visto que nos ha sanado de algunas
enfermedades, para que es apropiada (4)[4]; mas no
la osamos mirar, ni abrir el relicario, ni podemos, porque la manera de abrirle
solo la sabe cuya es la joya, y aunque nos la prestó para que nos
aprovechásemos de ella, él se quedó con la llave y, como cosa suya, abrirá
cuando nos la quisiere mostrar, y aun la tomará cuando le parezca, como lo
hace.
3. Pues digamos ahora que quiere alguna vez abrirla
de presto, por hacer bien a quien la ha prestado: claro está que le será
después muy mayor contento cuando se acuerde del admirable resplandor de la
piedra, y así quedará más esculpida en su memoria. Pues así acaece acá: cuando
nuestro Señor es servido de regalar más a esta alma, muéstrale claramente su
sacratísima Humanidad de la manera que quiere, o como andaba en el mundo, o
después de resucitado; y aunque es con tanta presteza que lo podríamos comparar
a la de un relámpago, queda tan esculpido en la imaginación esta imagen
gloriosísima, que tengo por imposible quitarse de ella hasta que la vea adonde
para sin fin la pueda gozar (5)[5].
4. Aunque digo imagen, entiéndese que no es
pintada al parecer de quien la ve, sino verdaderamente viva (6)[6], y algunas
veces se está hablando con el alma y aun mostrándole grandes secretos. Mas
habéis de entender que aunque en esto se detenga algún espacio, no se puede
estar mirando más que estar mirando al sol, y así esta vista siempre pasa muy
de presto; y no porque su resplandor de pena, como el del sol, a la vista
interior (7)[7],
que es la que ve todo esto –que cuando es con la vista exterior no sabré decir
de ello ninguna cosa, porque esta persona que he dicho, de quien tan
particularmente yo puedo hablar, no había pasado por ello (8)[8]; y de lo
que no hay experiencia, mal se puede dar razón cierta–, porque su resplandor es
como una luz infusa y de un sol cubierto de una cosa tan delgada como un
diamante, si se puede labrar; como una holanda parece la vestidura, y casi
todas las veces que Dios hace esta merced al alma, se queda en arrobamiento, que
no puede su bajeza sufrir tan espantosa vista.
5. Digo espantosa, porque con ser la más
hermosa y de mayor deleite que podría una persona imaginar, aunque viviese mil
años y trabajase en pensarlo (porque va muy adelante de cuanto cabe en nuestra
imaginación ni entendimiento), es su presencia de tan grandísima majestad, que
hace gran espanto al alma. A osadas que no es menester aquí preguntar cómo sabe
quién es sin que se lo hayan dicho, que se da bien a conocer que es Señor del
cielo y de la tierra; lo que no harán los reyes de ella, que por sí mismos bien
en poco se tendrán, si no va junto con él su acompañamiento, o lo dicen.
6. ¡Oh Señor, cómo os desconocemos los cristianos!
¿Qué será aquel día cuando nos vengáis a juzgar, pues viniendo aquí tan de
amistad a tratar con vuestra esposa, pone miraros tanto temor? ¡Oh hijas! ¿y
qué será cuando con tan rigurosa voz dijere: Id malditos de mi Padre? (9)[9].
7. Quédenos ahora esto en la memoria de esta
merced que hace Dios al alma, que no nos será poco bien, pues san Jerónimo, con
ser santo, no la apartaba de la suya, y así no se nos hará nada cuanto aquí
padeciéremos en el rigor de la religión que guardamos, pues cuando mucho durare,
es un momento, comparado con aquella eternidad. Yo os digo de verdad que, con
cuan ruin soy, nunca he tenido miedo de los tormentos del infierno, que fuese
nada en comparación de cuando me acordaba que habían los condenados de ver
airados estos ojos tan hermosos y mansos y benignos del Señor, que no parece lo
podía sufrir mi corazón: esto ha sido toda mi vida. ¡Cuánto más lo temerá la
persona a quien así se le ha representado, pues es tanto el sentimiento, que la
deja sin sentir! Esta debe ser la causa de quedar con suspensión; que ayuda el
Señor a su flaqueza con que se junte con su grandeza en esta tan subida
comunicación con Dios.
8. Cuando pudiere el alma estar con mucho
espacio (10)[10]
mirando este Señor, yo no creo que será visión, sino alguna vehemente
consideración, fabricada en la imaginación alguna figura; será como cosa muerta
en estotra comparación.
9. Acaece a algunas personas (y sé que es
verdad, que lo han tratado conmigo, y no tres o cuatro, sino muchas) ser de tan
flaca imaginación, o el entendimiento tan eficaz, o no sé qué es, que se
embeben de manera en la imaginación, que todo lo que piensan claramente les
parece que lo ven; aunque si hubiesen visto la verdadera visión, entenderían, muy
sin quedarles duda, el engaño; porque van ellas mismas componiendo lo que ven
con su imaginación, y no hace después ningún efecto, sino que se quedan frías, mucho
más que si viesen una imagen devota. Es cosa muy entendida no ser para hacer
caso de ello, y así se olvida mucho más que cosa soñada.
10. En lo que tratamos no es así, sino que
estando el alma muy lejos de que ha de ver cosa, ni pasarle por pensamiento, de
presto se le representa muy por junto y revuelve todas las potencias y sentidos
con un gran temor y alboroto, para ponerlas luego en aquella dichosa paz. Así
como cuando fue derrocado San Pablo, vino aquella tempestad y alboroto en el
cielo (11)[11],
así acá en este mundo interior se hace gran movimiento, y en un punto –como he
dicho– (12)[12]
queda todo sosegado, y esta alma tan enseñada de unas tan grandes verdades, que
no ha menester otro maestro; que la verdadera sabiduría sin trabajo suyo la ha
quitado la torpeza, y dura con una certidumbre el alma de que esta merced es de
Dios, algún espacio de tiempo, que aunque más le dijesen lo contrario, entonces
no la podrían poner temor de que puede haber engaño. Después, poniéndosele el
confesor, la deja Dios para que ande vacilando en que por sus pecados sería
posible; mas no creyendo, sino –como he dicho (13)[13] en
estotras cosas– a manera de tentaciones en cosas de la fe, que puede el demonio
alborotar, mas no dejar el alma de estar firme en ella; antes mientras más la
combate, más queda con certidumbre de que el demonio no la podría dejar con
tantos bienes, como ello es así, que no puede tanto en lo interior del alma;
podrá él representarlo, mas no con esta verdad y majestad y operaciones.
11. Como los confesores no pueden ver esto ni,
por ventura, a quien Dios hace esta merced, sabérselo decir, temen y con mucha
razón. Y así es menester ir con aviso, hasta aguardar tiempo del fruto que
hacen estas apariciones, e ir poco a poco mirando la humildad con que dejan al
alma y la fortaleza en la virtud; que si es de demonio, presto dará señal y le
cogerán en mil mentiras. Si el confesor tiene experiencia y ha pasado por estas
cosas, poco tiempo ha menester para entenderlo, que luego en la relación verá
si es Dios, o imaginación, o demonio, en especial si le ha dado Su Majestad don
de conocer espíritus, que si este tiene y letras, aunque no tenga experiencia, lo
conocerá muy bien.
12. Lo que es mucho menester, hermanas, es
que andéis con gran llaneza y verdad con el confesor, no digo en decir los
pecados, que eso claro está, sino en contar la oración; porque si no hay esto, no
aseguro que vais bien, ni que es Dios el que os enseña; que es muy amigo que al
que está en su lugar se trate con la verdad y claridad que consigo mismo, deseando
entienda todos sus pensamientos, cuánto más las obras, por pequeñas que sean. Y
con esto no andéis turbadas ni inquietas, que aunque no fuese de Dios, si
tenéis humildad y buena conciencia no os dañará; que sabe Su Majestad sacar de
los males bienes, y que por el camino que el demonio os quería hacer perder, ganaréis
más. Pensando que os hace tan grandes mercedes, os esforzaréis a contentarle
mejor y andar siempre ocupada en la memoria su figura, que como decía un gran
letrado (14)[14],
que el demonio es gran pintor, y si le mostrase muy al vivo una imagen del
Señor, que no le pesaría, para con ella avivar la devoción y hacer al demonio
guerra con sus mismas maldades; que aunque un pintor sea muy malo, no por eso
se ha de dejar de reverenciar la imagen que hace, si es de todo nuestro Bien.
13. Parecíale muy mal lo que algunos
aconsejan, que den higas cuando así viesen alguna visión (15)[15]; porque
decía que adondequiera que veamos pintado a nuestro Rey, le hemos de
reverenciar; y veo que tiene razón, porque aun acá se sentiría: si supiese una
persona que quiere bien a otra que hacía semejantes vituperios a su retrato, no
gustaría de ello. Pues ¿cuánto más es razón que siempre se tenga respeto adonde
viéremos un crucifijo o cualquier retrato de nuestro Emperador? Aunque he
escrito en otra parte esto (16)[16], me
holgué de ponerlo aquí, porque vi que una persona anduvo afligida, que la
mandaban tomar este remedio. No sé quién le inventó tan para atormentar a quien
no pudiere hacer menos de obedecer, si el confesor le da este consejo, pareciéndole
va perdida si no lo hace, y el mío es que, aunque os le dé, le digáis esta
razón con humildad y no le toméis. En extremo me cuadró mucho las buenas (17)[17] que me
dio quien me lo dijo en este caso.
14. Una gran ganancia saca el alma de esta
merced del Señor, que es, cuando piensa en él o en su vida y Pasión, acordarse
de su mansísimo y hermoso rostro, que es grandísimo consuelo, como acá nos le
daría mayor haber visto a una persona que nos hace mucho bien que si nunca la
hubiésemos conocido. Yo os digo que hace harto consuelo y provecho tan sabrosa
memoria.
Otros bienes trae consigo hartos, mas como
queda dicho tanto de los efectos que hacen estas cosas y se ha de decir más, no
me quiero cansar ni cansaros, sino avisaros mucho que cuando sabéis u oís que
Dios hace estas mercedes a las almas, jamás le supliquéis ni deseéis que os
lleve por este camino [15]; aunque os parezca muy bueno y se ha de tener en
mucho y reverenciar, no conviene por algunas razones: la primera, porque es
falta de humildad querer vos se os dé lo que nunca habéis merecido, y así creo
que no tendrá mucha quien lo deseare; porque así como un bajo labrador está
lejos de desear ser rey, pareciéndole imposible, porque no lo merece, así lo
está el humilde de cosas semejantes; y creo yo que nunca se darán, porque
primero da el Señor un gran conocimiento propio que hace estas mercedes. Pues
¿cómo entenderá con verdad que se la hace muy grande en no tenerla en el
infierno, quien tiene tales pensamientos?
La segunda, porque está muy cierto ser
engañado, o muy a peligro, porque no ha menester el demonio más de ver una
puerta pequeña abierta para hacernos mil trampantojos. La tercera, la misma
imaginación, cuando hay un gran deseo, y la misma persona se hace entender que
ve aquello que desea, y lo oye, como los que andan con gana de una cosa entre
día y mucho pensando en ella, que acaece venirla a soñar. La cuarta, es muy
gran atrevimiento que quiera yo escoger camino no sabiendo el que me conviene
más, sino dejar al Señor, que me conoce, que me lleve por el que conviene, para
que en todo haga su voluntad. La quinta, ¿pensáis que son pocos los trabajos
que padecen los que el Señor hace estas mercedes? No, sino grandísimos y de
muchas maneras. ¿Qué sabéis vos si seríais para sufrirlos? La sexta, si por lo
mismo que pensáis ganar, perderéis, como hizo Saúl por ser rey (18)[18].
16. En fin, hermanas, sin estas hay otras
(19)[19]; y
creedme que es lo más seguro no querer sino lo que quiere Dios, que nos conoce
más que nosotros mismos y nos ama. Pongámonos en sus manos, para que sea hecha
su voluntad en nosotras, y no podemos errar si con determinada voluntad nos
estamos siempre en esto. Y habéis de advertir, que por recibir muchas mercedes
de estas no se merece más gloria, porque antes quedan más obligadas a servir, pues
es recibir más. En lo que es más merecer, no nos lo quita el Señor, pues está
en nuestra mano; y así hay muchas personas santas que jamás supieron qué cosa
es recibir una de aquestas mercedes; y otras que las reciben, que no lo son. Y
no penséis que es continuo, antes por una vez que las hace el Señor son muy
muchos los trabajos; y así el alma no se acuerda si las ha de recibir más, sino
cómo las servir.
17. Verdad es que debe ser grandísima ayuda
para tener las virtudes en más subida perfección; mas el que las tuviere con
haberlas ganado a costa de su trabajo, mucho más merecerá. Yo sé de una persona,
a quien el Señor había hecho algunas de estas mercedes –y aun de dos, la una
era hombre– (20)[20],
que estaban tan deseosas de servir a Su Majestad a su costa, sin estos grandes
regalos, y tan ansiosas por padecer, que se quejaban a nuestro Señor porque se
los daba, y si pudieran no recibirlos, lo excusaran. Digo regalos, no de estas
visiones, que, en fin, ven la gran ganancia y son mucho de estimar, sino los
que da el Señor en la contemplación.
18. Verdad es que también son estos deseos
sobrenaturales, a mi parecer, y de almas muy enamoradas, que querrían viese el
Señor que no le sirven por sueldo; y así –como he dicho– (21)[21] jamás
se les acuerda que han de recibir gloria por cosa, para esforzarse más por eso
a servir, sino de contentar al Amor, que es su natural obrar siempre de mil
maneras. Si pudiese, querría buscar invenciones para consumirse el alma en él;
y si fuese menester quedar para siempre aniquilada para la mayor honra de Dios
lo haría de muy buena gana. Sea alabado para siempre, amén, que abajándose a
comunicar con tan miserables criaturas, quiere mostrar su grandeza.
COMENTARIO AL CAPÍTULO 9
Cristofanías en las moradas sextas
Iniciamos la lectura de uno de los capítulos
más delicados del Castillo y de toda la mística teresiana. Es el capítulo 9 de
las moradas sextas. Con el tema de «visiones de Cristo» en el arco de
desarrollo de la vida mística.
Recordemos el emplazamiento de ese pasaje en
el contexto de las moradas sextas: tras el capítulo insuplantable de la
Humanidad de Cristo en la vida del cristiano: capítulo 7. Y tras el capítulo 8,
en que regresó sobre el hecho decisivo de su vida, la cristofanía acaecida en
puro misterio de fe, sin connotación alguna de orden sensible, es decir, la
experiencia exquisitamente espiritual de la presencia de Cristo Jesús en la
vida de ella y del cristiano. A esa experiencia central Teresa la llamó, con
vocablo tomado de la jerga de los teólogos, «visión intelectual».
Ahora, en el capítulo que estamos leyendo,
pasa de la «visión intelectual» a las «visiones imaginarias» del Señor. Es
decir, a una nueva y prolongada cristofanía dentro de la experiencia del
místico. Lo anuncia en el epígrafe del capítulo, que trata de cómo se comunica
el Señor al alma por visión imaginaria».
Pues bien, confesémoslo sin reticencias: al
lector de hoy le resulta distante y casi molesta esa terminología. Incluso esa
temática. No basta que el editor de esos textos de la Santa evoque los pasajes
bíblicos –de uno y otro Testamento– que nos hablan de visiones (de Abrahán, de Jacob,
de Elías...) o de las otras visiones escenográficas y apocalípticas que tienen
los profetas. A Teresa y a los otros escritores místicos el lector de hoy les
escucha desde las coordenadas psicológicas de nuestra cultura. No sin cierto
recelo de maridaje entre lo místico y lo visionario, entre clarividencia y
alucinación.
Comencemos por ahí. Haciendo una pausa en
torno a ese vocabulario.
El paisaje de las cristofanías teresianas
«Cristofanía» es vocablo culto, desconocido y
jamás usado por Teresa. Lo utiliza el teólogo o el biblista de hoy para
indicar, especialmente, las «manifestaciones» de Cristo resucitado y glorioso
en el ámbito de nuestro mundo y de nuestras experiencias sensibles. Y,
consiguientemente, para indicar por parte del creyente o del místico la
percepción humana de esa realidad del Señor glorioso y transmundano. Afirmación
del poder que tiene el «Señor de la gloria» de irrumpir o hacerse presente en
la historia de los hombres.
Punto de referencia: la cristofanía de Pablo
en el camino de Damasco, referida por Lucas en el Libro de los Hechos, y por
Pablo mismo, de palabra unas veces, por escrito otras. El relato bíblico de lo
sucedido a Pablo consagró los términos clásicos: aparición/apariciones («se me
apareció») y visión/visiones («se me dio a ver»).
Teresa, como la generalidad de los místicos
(san Juan de la Cruz, por ejemplo) prefiere el término «visión» para expresar
ese mismo acontecimiento de Pablo que ahora le sucede a ella, que entra en el
tejido de su experiencia del misterio cristiano y que se repite con cierta
normalidad en la experiencia luminosa («epifánica») de los místicos.
Precisamente por eso introduce el tema en su síntesis doctrinal de las Moradas.
Sobre esa base, podemos abordar la lectura del texto teresiano. Comienza así:
«Ahora vengamos a las visiones imaginarias,
que dicen que son adonde puede meterse el demonio más que en las dichas (más
que en la pura experiencia intelectual), y así debe ser; mas cuando son de
nuestro Señor, en alguna manera me parecen más provechosas, porque son más
conformes a nuestro natural; salvo de las que el Señor da a entender en la
postrera morada, que a estas no llegan ningunas» (n. 1).
Es sorprendente la densidad de ese
mini-proemio del capítulo. Sorprendente por la multitud de referencias que
contiene. Como en otras ocasiones, la primera y más relevante es la convicción
reiterada de que al lado de las «visiones místicas» hay otras de falsilla
anómala, «que no son de nuestro Señor». Por eso, una constante a lo largo del
capítulo será el empeño de Teresa en distinguirlas y etiquetarlas, con una
especie de doblaje de pluma, que alterna la exposición mística con el enfoque
del psicólogo, para discernir visiones y alucinaciones.
Otro dato de ese pequeño proemio es su
empalme con la cultura teológica en curso, lectura de libros y pláticas con
teólogos. Son estos los que «dicen» que estas visiones imaginarias son
susceptibles de anomalías y trucos diabólicos. Teresa lo refrenda. Veremos
enseguida que tras esa inocente insinuación se esconde la amarga experiencia
vivida por ella en los años dramáticos de su iniciación mística.
Tercer dato del proemio: la evaluación de las
visiones místicas de que va a tratar el capítulo. Estas visiones, «cuando son
de nuestro Señor» –es decir, cuando realmente contienen experiencias místicas–,
son más provechosas que las experiencias puramente espirituales, «porque son
más conformes a nuestro natural»... (que «no somos ángeles» –había escrito en
vida– «sino que tenemos cuerpos»). Pero, a la vez, son inferiores a las
«teofanías» definitivas que caracterizarán la etapa final del místico. De ellas
hablará Teresa más adelante, a la altura de las moradas séptimas, cc. 1-2.
Al establecer ese escalafón místico, empalma
de nuevo con lo que «dicen» la tradición y los teólogos. Lo hemos recordado ya
al comenzar el capítulo anterior. Para los teólogos que asesoran a Teresa, era
sagrada la palabra de santo Tomás de Aquino y de san Agustín. Fueron ellos
quienes distinguieron entre «visiones intelectuales» y «visiones imaginarias»,
asegurando además que cuando estas últimas sobrevienen a la visión intelectual
provocan una experiencia mística superior (Suma de Teología, III, 30, 3).
También esto lo refrenda ella.
Lo más importante en nuestro caso es que ese
escalafón de gracias y experiencias místicas refleja el historial de Teresa
misma. También ella comenzó con lo que hemos llamado el «hecho decisivo» de su
vida, realizado en la pura experiencia espiritual («intelectual») del Señor
resucitado. Luego sobrevinieron las experiencias de la Humanidad física de
Jesús («visiones imaginarias» de este capítulo). Y finalmente ese proceso
culminaría en las teofanías trinitarias de las moradas séptimas.
Místicos sí, visionarios no
Ya lo hemos notado. Hablando de cosas y
gracias místicas, Teresa no pierde de vista a sus competidoras «las
visionarias». Las de siempre... Pero en su tiempo las ha habido tales, que
«pusieron espanto al mundo». Ya al tratar de las «hablas de Dios» (cap. 2),
comenzó ella recordando al lector las anomalías de quienes oyen voces, o se
autoescuchan por «antojo», «en especial personas de flaca imaginación o
melancólicas, digo de melancolía notable» (cap. 2, n. 1).
Ahora se repite. Porque ella misma es experta
en terapias de esa anomalía, no solo de personas que «oyen voces» donde no hay
interlocutor, sino de visionarias de profesión. Ha conocido casos de todo
género, dignos de compasión algunos, otros de auténtico escándalo. «Acaece a
algunas personas (y sé que es verdad, que lo han tratado conmigo, y no tres ni
cuatro sino muchas), ser de tan flaca imaginación, o el entendimiento tan
eficaz, o no sé qué es, que se embeben de manera en la imaginación, que todo lo
que piensan, claramente les parece que lo ven...» (n. 9).
En el lugar paralelo de las Fundaciones
(capítulo 8, escrito varios años antes que este pasaje de las moradas), había
descendido a episodios concretos. Una visionaria de «apariciones marianas», no
tan desparecidas de las que se publican en nuestros días (c. 8, 7). Y el caso
del famoso aldeano abulense Juan Manteca, profeta de turno en la propia ciudad
de Ávila (c. 8, 8: cf. BMC 19, 81). Y otras «cosas han venido a mí, de estos
antojos, que me han espantado cómo es posible que tan verdaderamente les
parezca que ven lo que no ven» (ib. n. 6). Y concluye el doble relato
asegurando que pudiera contar tantos otros, «tantas cosas, que hubiera bien en
qué probar el intento que llevo: que no se crea luego (a la vidente o a la
visionaria)..., sino que vaya esperando tiempo y entendiéndose bien antes que
lo comunique, para que no engañe al confesor, sin querer engañarle...» (ib. 8).
Pero ¿qué criterios sugiere ella para
desglosar la moneda falsa de visionarios y visionarias, en contraposición a las
auténticas gracias místicas?
Ante todo, Teresa tiene la convicción rotunda
de que quien haya tenido una sola vez la gracia mística de la cristofanía jamás
podrá elevar a esa categoría la pacotilla de una alucinación o incluso el
artilugio de una sugestión diabólica. Ahí empalma su primer criterio:
«Si hubiesen visto la verdadera visión,
entenderían, muy sin quedarles duda, el engaño, porque van ellas mismas
componiendo lo que ven con su imaginación, y no hace después ningún efecto,
sino que se quedan frías, mucho más que si viesen una imagen devota..., y así
se olvida mucho más que cosa soñada» (n. 9).
Un segundo criterio proviene del impacto
inconfundible que produce la gracia mística en la totalidad de la persona. La
visión cristofánica es un revulsivo fulminante y total: «Estando el alma muy
lejos de que ha de ver cosa ni pasarle por pensamiento, de presto se le
representa, muy por junto, y revuelve todas las potencias y sentidos con un
gran temor y alboroto..., como cuando fue derrocado san Pablo vino aquella
tempestad y alboroto en el cielo, así acá, en este mundo interior...» (n. 10).
Y por fin, la regla de oro de siempre. El
místico auténtico no se cierra sobre sí mismo. Se deja discernir desde fuera,
por asesores competentes. Las gracias místicas ni lo marginan ni lo elevan por
encima del común de la gente, ni lo extraen del tejido eclesial. En última
instancia, uno a uno los carismas místicos y el místico mismo no se
autodisciernen. Pasan a ser discernidos por otros carismas o por otros hermanos
dentro del entramado relacional del consorcio humano o de la comunidad
eclesial. «Lo que es mucho menester, hermanas, es que andéis con llaneza y
verdad... Porque si no hay esto, no aseguro que vais bien, ni que es Dios el
que os enseña...» (n. 12).
¿Qué le ocurrió a la autora? Trasfondo
autoblográfico del relato
Todo eso, criterios de discernimiento,
evaluación, consejos prácticos, Teresa se lo brinda a los lectores entreverado
de enseñanzas y recuerdos pasados. Impregnado de «sabrosa memoria», dice ella
misma. De suerte que desde la exposición doctrinal, se le va la pluma a la
narrativa de las vivencias pasadas.
Para introducir esos jirones autobiográficos
en la lección aparentemente teórica del capítulo, ella recurre de nuevo a la
estratagema literaria del camuflaje: al testimonio en anonimato. Lo que ella
dice lo sabe a través de «una persona de quien particularmente yo puedo
hablar». He aquí las palabras que contienen ese ingenuo ardid de ocultamiento:
en cuanto a visiones exteriores, vistas con los ojos de la cara –escribe–, «no
sabré decir... ninguna cosa, porque esta persona que he dicho de quien tan
particularmente yo puedo hablar, no ha pasado por ello, y de lo que no hay
experiencia, mal se puede dar razón cierta...» (n. 4). De hecho, en el
trasfondo del capítulo, está latente y palpitante la propia historia mística de
Teresa. Emparejada, como luego veremos, con la evocación de fray Juan de la
Cruz.
Antaño había referido esos episodios de su
vida interior en los capítulos centrales de su autobiografía (Libro de la Vida,
cc. 23-29). De aquel extenso relato evoca ahora lo más relevante:
– Que en un determinado momento a ella se le
concedió la gracia de «ver» a su Señor. Ver su rostro. Luego, sus manos. Y por
fin toda su Humanidad gloriosa. Aún ahora recuerda, emocionada, la belleza
incomparable de sus ojos. «Ojos tan hermosos, y mansos, y benignos del Señor».
«No podía sufrir mi corazón... verlos algún día airados» (n. 7);
– Que ese Cristo es hermosura «con grandísima
majestad». Majestad trascendente en sí mismo. No como las majestades postizas
de los reyes de la tierra, había escrito Teresa en Vida (37, 6). Ahora lo
reitera en una límpida pincelada: «A osadas, que no es menester aquí preguntar
cómo sabe quién es (el señor de las visiones) sin que se lo hayan dicho, que se
da bien a conocer que es Señor del cielo y de la tierra; lo que no harán los
reyes de ella, que por sí mismos bien en poco se tendrán, si no va junto... su
acompañamiento, o lo dicen» (n. 5);
– Y que esos actos de presencia del Señor son
fulgurantes y fulminantes, como una explosión de luz. Irresistible a la mirada.
«Espantosa vista», dirá ella: «No se le puede estar mirando, más que estar
mirando al sol, y así esta vista siempre pasa muy presto, y no porque su
resplandor dé pena a la vista interior, que es la que ve todo esto..., sino
porque su resplandor es como una luz infusa, y de un sol cubierto con una cosa
tan delgada como un diamante...» (n. 4).
Pero Teresa recuerda también el reverso de la
medalla. La tortura a que ella fue sometida por sus teólogos asesores de
entonces, incapaces todos ellos de entender sus experiencias, en la misma
medida en que ella era incapaz de traducirles el contenido de sus cristofanías.
Recuerda, casi indignada, cómo la obligaron a hacer muecas y dar higas al Señor
que se le aparecía, como si las hiciera al diablo en persona. Así hasta que
intervino un teólogo de verdad («el maestro fray Domingo Báñez», concretizará
ella en las Fundaciones 8, 3), que puso fin a tamaña insensatez.
Insensatez que, sin embargo, no pudo impedir
que Teresa se enamorase locamente de su Señor. De esas fechas es su poema «Oh
Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras». Quizá también el poema que así
comienza: «Vuestra soy, para Vos nací, / ¿qué mandáis hacer de mí?».
Teología de la visión
A primera vista, todo el proceso desencadenado
por esas visiones místicas en la psicología de Teresa se compendiaría en dos
palabras: «Verlo» y «enamorarse». Ver a su Señor, contemplar la hermosura,
deslumbrarse ante la gloria de su Humanidad, y desde ella desandar paso a paso
las variantes y episodios todos de su jornada terrena, al filo del evangelio. Y
enamorarse, en total entrega de sí –«Vuestra soy, para vos nací»–, con cambio
total de los planos ético, psicológico y teologal.
Pero más allá del plano afectivo, las
visiones introducen a la vidente en la esfera de la luz y la verdad. Todo un
mundo nuevo de conocimientos. «Bienaventurada alma que la trae el Señor a
entender verdades», había glosado ella en Vida 21, 1. Ahora se limita a
asegurar que las visiones del Señor resucitado repiten en cierto modo el
episodio de Pablo, «derrocado» en el camino de Damasco, pero agraciado con «la
sabiduría de Cristo». «Así como cuando fue derrocado san Pablo..., queda esta
alma tan enseñada de unas tan grandes verdades, que no ha menester otro
maestro; que la verdadera sabiduría, sin trabajo suyo, le ha quitado la
torpeza...» (n. 10).
No solo el contenido sapiencial de las
cristofanías, sino la dinámica misteriosa que de ellas deriva, lo condensa
Teresa en un nuevo símbolo, acuñado al escribir este capítulo. Es, también este
un símbolo femenino de joyas y piedras preciosas contenidas en un estuche
sellado. En parte, ya había esbozado ese simbolismo en páginas anteriores (6M
4, 8), recordando su visita al «camarín» de la Duquesa de Alba, abarrotado de
«infinitos géneros de vidrios y barros y muchas cosas...». Ahora lo remodela en
forma de parábola:
«Es como si en una pieza de oro tuvieseis una
piedra preciosa de grandísimo valor y virtudes. Sabemos certísimo que está
allí, aunque nunca la hemos visto, mas las virtudes de la piedra no nos dejan
de aprovechar, si la traemos con nosotros. Aunque nunca la hemos visto, no por
eso la dejamos de preciar, porque por experiencia hemos visto que nos ha sanado
de algunas enfermedades para que es apropiada. Mas no la osamos mirar, ni abrir
el relicario, ni podemos. Porque la manera de abrirle solo la sabe cuya es la
joya, y aunque nos la prestó para que nos aprovechásemos de ella, él se quedó
con la llave, y como cosa suya abrirá cuando nos la quiiere mostrar. Y aun la
tomará cuando le parezca, como lo hace.
Pues digamos ahora que quiere alguna vez
abrirla de presto, por hacer bien a quien la ha prestado: claro está que le
será después muy mayor contento cuando se acuerde del admirable resplandor de
la piedra, y así quedará más esculpida en su memoria. Pues así acaece acá:
cuando nuestro Señor es servido de regalar más a esta alma, múestrale
claramente su sacratísima Humanidad de la manera que quiere: o como andaba en
el mundo, o después de resucitado; y aunque es con tanta presteza, que lo
podríamos comparar a la de un relámpago, queda tan esculpido en la imaginación
esta imagen gloriosísima, que tengo por imposible quitarse de ella hasta que la
vea adonde para sin fin la pueda gozar» (nn. 2-3).
Era necesario reportar por entero el pasaje.
Parábola transparente y de hondo contenido teológico. Finísima versión de las
cristofanías teresianas. A la autora le interesaba destacar unos cuantos datos,
que adquieren especial relieve en el simbolismo de la parábola:
– La «piedra preciosa de grandísimo valor y
virtudes» sanativas es el Señor;
– Esa piedra preciosa que es el Señor está
oculta y cerrada en «una pieza de oro», que obviamente somos nosotros, nuestro
diamantino castillo interior;
– Por estar oculta, «nunca la hemos visto»
por vista de ojos, aunque la joya y «sus virtudes» sanativas siguen actuando
secretamente desde lo interior del estuche;
– «Verla» sería el colmo del gozo, sería
«esculpir» la joya en la mirada interior, con caracteres indelebles. Pero ni
osamos ni podemos abrir el estuche, porque la llave se la reserva el dueño: «Como
cosa suya, abrirá cuando quisiere»;
– Es el momento de la cristofanía: puro
regalo, absolutamente gratuito, del señor de la joya y de la llave, que al
mostrar la piedra preciosa, no solo hace que se desborden sus virtudes
curativas, sino que su fulgor quede «esculpido» en el alma, de suerte «que
tengo por imposible» borrarse, hasta que se consolide con la cristofanía
escatológica definitiva...
Pero la joya... no es una golosina
Teresa conoce la psicología de sus lectores
no menos que la nuestra. Y se adelanta a una posible reacción primaria de quien
escuche la parábola: ¿cómo no desear cosa tan estupenda como es abrir el
estuche y ver la Piedra preciosa? ¿Por qué no suplicarlo rendidamente al Señor
de la llave y de la joya?
Pues no. Reducir la joya a categoría de
exquisita golosina, sería trastrocar de lleno el sentido de la parábola. Sería
reducir a nuestro casillero terrestre la escala de valores, y las relaciones
con el Señor de la joya con el modesto depositario simbolizado en el estuche.
Por eso Teresa añade en términos categóricos: «Quiero avisaros mucho que,
cuando sabéis u oís que Dios hace estas mercedes a las almas, jamás le
supliquéis ni deseéis que os lleve por este camino» (n. 14). Hacer lo
contrario, sería exactamente lo más acertado para entrar en la dinámica
psicológica de «las visionarias».
Teresa enumera media docena de razones en
apoyo de su tesis. En síntesis, dos: que el verdadero seguidor de Cristo funda
su camino en humildad, y por tanto está lejos de pretender privilegios; y que
el verdadero amador muestra su amor en el sacrificio y en la cruz, mucho más
que en el gozar.
Justamente en este punto de la exposición
comparece la figura del místico doctor fray Juan de la Cruz. Teresa no había
leído –ni pudo leer– las páginas del Santo que exorcizan en duro el apetito
desordenado de visiones y éxtasis. Pero lo conoce en directo, a él, fray Juan
de la Cruz mismo. Por eso escribe:
«Yo sé de una persona a quien el Señor había
hecho algunas de estas mercedes –y aún de dos, la una era hombre–, que estaban
tan deseosas de servir a Su Majestad a su costa, sin estos grandes regalos, que
se quejaban a nuestro Señor porque se los daba, y si pudieran no recibirlos,
los excusaran...» (n. 17). La pareja de «personas» anónimas que «se quejaban a
nuestro Señor» son, evidentemente, la Madre Teresa y fray Juan de la Cruz.
A ese dato de historia personal, Teresa le
añade las últimas consignas. «Almas enamoradas –como ellos dos– querrían viese
el Señor que no le sirven por sueldo...». Ya no les interesa «recibir gloria»,
sino «contentar al Amor». Y eso, rubricado con una pincelada de tinte netamente
sanjuanista: «Querrían buscar invenciones para consumirse el alma en él (en el Amor);
y si fuese menester quedar para siempre aniquilada para mayor honra de Dios, lo
haría de muy buena gana» (n. 18).
Estamos en los antípodas de la golosina de
visiones. Y a la vez, en la espiral amorosa e imparable de quien «ha visto al
Señor». Se podría remedar la exclamación pascual de los discípulos: «Hemos
visto al Señor...» (Jn 20, 23), «Hemos visto su gloria» (Jn 1, 14).
[1] Se guarden
desear, escribió la autora por haplografía.
[2] Más que en las
intelectuales: cf. v. 8.
[3] En el capítulo pasado: sobreescrito por la Santa. Cf.
c. 8, nn. 2-3.
[4] «En tiempo de la Santa era frecuente atribuir a
ciertas piedras determinadas propiedades curativas» (S.).
[5] Compárese con Vida cc. 28, 1-4 y 37, 4.
[6] Ib., nn. 7-8.
[7] Vista interior:
equivale a «ojos del alma» (c. 8, n. 2; y Vida c. 28, n. 4) o sentidos
interiores, distintos del entendimiento y de la vista exterior o sentido
corporal de la vista.
[8] Cf. Vida c. 28, n. 4 y Relación 4, n. 9, en que
afirma que jamás tuvo «visiones corporales», o sea, vistas con los ojos del
cuerpo.
[9] Mt 25, 41.
[10] Muy despacio (cf. nn. 4 y 10).
[11] Hechos 9, 3.
[12] Cf. c. 8, n. 3 y nota.
[13] Ib., nn. 4 y 8.
[14] El P. Báñez, como ella misma declara en Fund. c. 8,
n. 3.
[15] Cf. Vida c. 29, n. 5-6.
[16] En Fund. c. 8, n. 3.
[17] Las buenas
razones...
[18] Las razones 5ª y 6ª aluden al episodio de los hijos
del Zebedeo (Mt 20, 20-22) y a la conducta de Saúl (1R 15, 10-11: ambos hechos
bíblicos son alegados en 6M 11, 11, y 5M 3, 2.
[19] Es decir: además de estas razones, hay otras...
[20] Probable alusión a San Juan de la Cruz. La otra persona
sería la propia Santa.
[21] 4M 2, 9; y cf. el n. 16 de este capítulo.
Moradas del Castillo Interior
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