13.4.13

Moradas sextas, cap. 8


Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.

SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS

MORADAS SEXTAS
Capítulo 8

Trata de cómo se comunica Dios al alma por visión intelectual, y da algunos avisos, y dice los efectos que hace cuando es verdadera. Encarga el secreto de estas mercedes.

1. Para que más claro veáis, hermanas, que es así lo que os he dicho y que mientras más adelante va un alma más acompañada es de este buen Jesús, será bien que tratemos de cómo, cuando Su Majestad quiere, no podemos sino andar siempre con él, como se ve claro por las maneras y modos con que Su Majestad se nos comunica y nos muestra el amor que nos tiene, con algunos aparecimientos y visiones tan admirables; que por si alguna merced de estas os hiciere, no andéis espantadas, quiero decir –si el Señor fuere servido que acierte– en suma, alguna cosa de estas, para que le alabemos mucho, aunque no nos las haga a nosotras, de que se quiera así comunicar con una criatura, siendo de tanta majestad y poder.

2. Acaece, estando el alma descuidada de que se le ha de hacer esta merced ni haber jamás pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo nuestro Señor, aunque no le ve ni con los ojos del cuerpo ni del alma. Esta llaman visión intelectual, no sé yo por qué. Vi a esta persona (1)[1] que le hizo Dios esta merced, con otras que diré adelante, fatigada en los principios harto, porque no podía entender qué cosa era, pues no la veía; y entendía tan cierto ser Jesucristo nuestro Señor el que se le mostraba de aquella suerte, que no lo podía dudar, digo que estaba allí aquella visión; que si era de Dios o no, aunque traía consigo grandes efectos para entender que lo era, todavía andaba con miedo, y ella jamás había oído visión intelectual, ni pensó que la había de tal suerte; mas entendía muy claro que era este Señor el que le hablaba muchas veces de la manera que queda dicho (2)[2], porque hasta que le hizo esta merced que digo, nunca sabía quién la hablaba, aunque entendía las palabras.


3. Sé que estando temerosa de esta visión (porque no es como las imaginarias, que pasan de presto, sino que dura muchos días, y aun más que un año alguna vez), se fue a su confesor harto fatigada. Él le dijo que, si no veía nada, que cómo sabía que era nuestro Señor; que le dijese qué rostro tenía (3)[3]. Ella le dijo que no sabía, ni veía rostro, ni podía decir más de lo dicho; que lo que sabía era que era él el que la hablaba y que no era antojo. Y aunque le ponían hartos temores, todavía muchas veces no podía dudar, en especial cuando la decía: No hayas miedo, que yo soy (4)[4].

Tenían tanta fuerza estas palabras, que no lo podía dudar por entonces, y quedaba muy esforzada y alegre con tan buena compañía; que veía claro serle gran ayuda para andar con una ordinaria memoria de Dios y un miramiento grande de no hacer cosa que le desagradase, porque le parecía la estaba siempre mirando. Y cada vez que quería (5)[5] tratar con Su Majestad en oración, y aun sin ella, le parecía estar tan cerca, que no la podía dejar de oír; aunque el entender las palabras no era cuando ella quería, sino a deshora, cuando era menester. Sentía que andaba al lado derecho, mas no con estos sentidos que podemos sentir que está cabe nosotros una persona; porque es por otra vía más delicada, que no se debe de saber decir; mas es tan cierto y con tanta certidumbre y aun mucho más; porque acá ya se podría antojar, mas en esto no, que viene con grandes ganancias y efectos interiores, que ni los podría haber, si fuese melancolía, ni tampoco el demonio haría tanto bien, ni andaría el alma con tanta paz y con tan continuos deseos de contentar a Dios y con tanto desprecio de todo lo que no la llega a él. Y después se entendió claro no ser demonio, porque se iba más y más dando a entender.

4. Con todo, sé yo que a ratos andaba harto temerosa; otros con grandísima confusión, que no sabía por dónde le había venido tanto bien. Éramos tan una cosa ella y yo, que no pasaba cosa por su alma que yo estuviese ignorante de ella, y así puedo ser buen testigo y me podéis creer ser verdad todo lo que en esto dijere (6)[6].

Es merced del Señor que trae grandísima confusión consigo y humildad. Cuando fuese del demonio, todo sería al contrario. Y como es cosa que notablemente se entiende ser dada de Dios, que no bastaría industria humana para poderse así sentir, en ninguna manera puede pensar quien lo tiene que es bien suyo, sino dado de la mano de Dios. Y aunque, a mi parecer, es mayor merced algunas de las que quedan dichas, esta trae consigo un particular conocimiento de Dios, y de esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con Su Majestad y unos deseos aun mayores que los que quedan dichos (7)[7] de entregarse toda a su servicio, y una limpieza de conciencia grande, porque hace advertir a todo la presencia que trae cabe sí; porque aunque ya sabemos que lo está Dios a todo lo que hacemos, es nuestro natural tal, que se descuida en pensarlo: lo que no se puede descuidar acá, que la despierta el Señor que está cabe ella. Y aun para las mercedes que quedan dichas (8)[8], como anda el alma casi continuo con un actual amor al que ve o entiende estar cabe sí, son muy más ordinarias.

5. En fin, en la ganancia del alma se ve ser grandísima merced y muy mucho de preciar, y agradecer al Señor que se la da tan sin poderlo merecer, y por ningún tesoro ni deleite de la tierra la trocaría. Y así, cuando el Señor es servido que se la quite, queda con mucha soledad; mas todas las diligencias posibles que pusiese para tornar a tener aquella compañía, aprovechan poco; que lo da el Señor cuando quiere, y no se puede adquirir. Algunas veces también es de algún santo, y es también de gran provecho.

6. Diréis que si no se ve, que cómo se entiende que es Cristo, o cuándo es santo, o su Madre gloriosísima. Eso no sabrá el alma decir, ni puede entender cómo lo entiende, sino que lo sabe con una grandísima certidumbre. Aun ya el Señor, cuando habla, más fácil parece; mas el santo, que no habla, sino que parece le pone el Señor allí por ayuda de aquel alma y por compañía, es más de maravillar. Así son otras cosas espirituales, que no se saben decir, mas entiéndese por ellas cuán bajo es nuestro natural para entender las grandes grandezas de Dios, pues aun estas no somos capaces, sino que, con admiración y alabanzas a Su Majestad pase quien se las diere; y así le haga particulares gracias por ellas, que pues no es merced que se hace a todos, hase mucho de estimar y procurar hacer mayores servicios, pues por tantas maneras la ayuda Dios a ello. De aquí viene no se tener por eso en más, y parecerle que es la que menos sirve a Dios de cuantos hay en la tierra, porque le parece está más obligada a ello que ninguno, y cualquier falta que hace le atraviesa las entrañas y con muy grande razón.

7. Estos efectos con que anda el alma, que quedan dichos (9)[9], podrá advertir cualquiera de vosotras a quien el Señor llevare por este camino, para entender que no es engaño ni tampoco antojo porque –como he dicho– (10)[10] no tengo que es posible durar tanto siendo demonio, haciendo tan notable provecho al alma y trayéndola con tanta paz interior, que no es de su costumbre, ni puede, aunque quiere, cosa tan mala hacer tanto bien; que luego habría unos humos de propia estimación y pensar era mejor que los otros. Mas este andar siempre el alma tan asida de Dios y ocupado su pensamiento en él, haríale tanta rabia, que aunque lo intentase, no tornase muchas veces; y es Dios tan fiel, que no permitirá darle tanta mano con alma que no pretende otra cosa sino agradar a Su Majestad (11)[11] y poner su vida por su honra y gloria, sino que luego ordenará cómo sea desengañada.

8. Mi tema es y será que como el alma ande de la manera que aquí se ha dicho la dejan estas mercedes de Dios, que Su Majestad la sacará con ganancia, si permite alguna vez se le atreva el demonio y que él quedará corrido. Por eso, hijas, si alguna fuere por este camino –como he dicho– (12)[12] no andéis asombradas. Bien es que haya (13)[13] temor y andemos con más aviso, ni tampoco confiadas que, por ser tan favorecidas, os podéis más descuidar, que esto será señal no ser de Dios, si no os viereis con los efectos que queda dicho. Es bien que a los principios lo comuniquéis debajo de confesión con un muy buen letrado, que son los que nos han de dar la luz, o, si hubiere, alguna persona muy espiritual; y si no lo es, mejor es muy letrado; si le hubiere, con el uno y con el otro. Y si os dijeren que es antojo, no se os dé nada, que el antojo poco mal ni bien puede hacer a vuestra alma; encomendaos a la divina Majestad, que no consienta seáis engañada. Si os dijeren es demonio, será más trabajo; aunque no dirá, si es buen letrado, y hay los efectos dichos, mas cuando lo diga, yo sé que el mismo Señor, que anda con vos, os consolará y asegurará, y a él le irá dando luz para que os la dé.

9. Si es persona que aunque tiene oración no la ha llevado el Señor por ese camino, luego se espantará y lo condenará. Por eso os aconsejo que sea muy letrado y, si se hallare, también espiritual, y la priora dé licencia para ello, porque, aunque vaya segura el alma por ver su buena vida, estará obligada la priora a que se comunique, para que anden con seguridad entrambas. Y, tratado con estas personas, quiétese y no ande más dando parte de ello; que algunas veces, sin haber de qué temer, pone el demonio unos temores tan demasiados, que fuerzan al alma a no se contentar de una vez. En especial si el confesor es de poca experiencia y le ve medroso, y él mismo la hace andar comunicando, viénese a publicar lo que había de razón estar muy secreto, y a ser esta alma perseguida y atormentada; porque cuando piensa que está secreto, lo ve público, y de aquí suceden muchas cosas trabajosas para ella, y podrían suceder para la Orden, según andan estos tiempos.

Así que es menester grande aviso en esto, y a las prioras lo encomiendo mucho; [10] y que no piense que por tener una hermana cosas semejantes, es mejor que las otras; lleva el Señor a cada una como ve que es menester. Aparejo es para venir a ser muy sierva de Dios, si se ayuda; mas, a las veces, lleva Dios por este camino a las más flacas. Y así no hay en esto por qué aprobar ni condenar, sino mirar a las virtudes, y a quien con más mortificación y humildad y limpieza de conciencia sirviere a nuestro Señor, que esa será la más santa, aunque la certidumbre poco se puede saber acá, hasta que el verdadero Juez dé a cada uno lo que merece. Allá nos espantaremos de ver cuán diferente es su juicio de lo que acá podemos entender. Sea para siempre alabado, amén.


COMENTARIO

El hecho decisivo

En la biografía mística de Teresa el hecho decisivo es Cristo Jesús. Acontecimiento también decisivo en la codificación teresiana de la vida y experiencia místicas del cristiano.

La primera de estas dos afirmaciones –la autobiográfica– la consignó Teresa en el relato más emocionado de su Vida (capítulo 27, centro orbital del relato).

La segunda, la que se refiere a su manera de entender el arco de la experiencia mística cristiana, se contiene en el capítulo octavo de estas moradas sextas: pasaje que ahora intentamos releer desde nuestra óptica de lectores de hoy.

Pero en ambos casos –en el autobiográfico y en el teológico– ese acontecimiento cimero de la experiencia mística, Teresa lo presenta íntimamente relacionado con el centro crucial de toda su enseñanza, su tesis cristológica de la Humanidad de Jesús: el creyente, lo mismo que el orante contemplativo, llega a las gracias sumas de la experiencia cristiana a través de la Humanidad de Cristo, sacramento fontal de todas las gracias.

Por ahí, reiterando esa tesis, comienza ahora Teresa la lección de este capítulo octavo de su libro. Aclaremos ese dato.

La prueba personal

A sabiendas, o quizás sin saberlo, Teresa se ha enfrentado en abierta polémica con una doctrina neoplatonizante, de vieja raíz filosófica, pero adoptada y relanzada por ciertos libros espirituales de su tiempo y por algunos de sus teólogos asesores.

Esa doctrina –recordémoslo– era unilateralmente espiritualista o espiritualoide. El hombre, según ella, llega a la perfección en el espíritu. Es decir, liberándose de todo lo corpóreo. Por eso, una vez que estrena la experiencia mística, si ha de bogar mar adentro en el océano de la divinidad, tiene que liberarse de las amarras de todo lo corpóreo. No solo la alta contemplación, sino el sumo de la experiencia mística se realizan en «puro espiritual». Y por eso mismo son incompatibles con la Humanidad de Jesús, que por ser humanidad es inseparable de «lo corpóreo».

Pues bien, contra esa doctrina ha reaccionado Teresa, tanto en el plano personal autobiográfico (cap. 22 de Vida), como en el plano doctrinal y teológico (capítulo 7 de las moradas sextas). Lo ha hecho en términos categóricos. Ella está segura de que en la experiencia mística, a la altura de las moradas sextas de su Castillo, Cristo se hace experiencia «por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre compañía» del hombre (n. 9). No separar «divino y humano». Y de lo humano, no cercenar lo corpóreo, lo histórico, lo terreno de Cristo Jesús.

Sobre esa tesis doctrinal, Teresa ha acumulado razones sobre razones. Pero ahora añade lo que diríamos la prueba del nueve: lo vivido por ella. El acontecimiento decisivo de su experiencia mística es el Señor, Cristo Jesús, hombre y Dios.

En el relato de Vida se limitó a referir ese acontecimiento (c. 27), después de polemizar con los espiritualistas anticorpóreos (c. 22).

Ahora, en el plano doctrinal de las Moradas, los capítulos séptimo y octavo forman una especie de díptico cristológico categórico. Primero, se asienta la tesis pancristológica a nivel doctrinal: Cristo, Dios y hombre, es mediador de todas las gracias, tanto en escala ascendente como descendente (c. 7). Segundo, he ahí la prueba: para seguir el proceso de experiencias místicas que conducen a la «unión», acontece lo que Teresa llama «visión intelectual» de su Humanidad (c. 8).

Precisamente por eso, la Santa comienza su exposición así: «Para que más claro veáis, hermanas, que es así lo que os he dicho (en el c. 7) y que mientras más adelante va un alma más acompañada es de este buen Jesús, será bien que tratemos cómo, cuando Su Majestad quiere, no podemos sino andar siempre con él, como se ve claro por las maneras y modos con que Su Majestad se nos comunica y nos muestra el amor que nos tiene...» (n. 1).

El hecho extraordinario

Al revisar el borrador de su libro y dividirlo en capítulos, Teresa rotuló este capítulo 8º con el título: «Trata de cómo se comunica Dios al alma por visión intelectual».

Tema difícil de exponer por adentrarse en la zona de lo «inefable». Ya en capítulos anteriores había avisado a sus lectoras que esto de «visiones intelectuales» es cosa que no se sabe decir, «porque debe haber algunas en estos tiempos tan subidas, que no las convienen entender los que viven en la tierra para poderlas decir» (c. 4, n. 5).

Esa vaga alusión a las visiones «tan subidas de estos tiempos» remite sigilosamente a las experiencias místicas de ella misma. Quiere decir que nos hablará de lo vivido, aunque se vea precisada a cubrir su testimonio con el velo del anonimato. En lugar del «yo» y «a mí», recurrirá al truco de la tercera persona: «Vi a esta persona (a quien) le hizo Dios esta merced... fatigada a los principios harto» (n. 2). Y poco más adelante, agravando el intento de camuflaje: «Éramos tan una cosa ella y yo, que no pasaba cosa por su alma que yo estuviese ignorante de ella...» (n. 4).

Lo que, sin embargo, se trasluce de ese ingenuo camuflaje es la postura literaria y pedagógica de Teresa. Ella va a darnos una lección de teología mística. Pero no lo hará desde teorías y sistemas. Lo hace desde lo vivido. Testificando en directo. Remitiéndose expresamente al relato autobiográfico de Vida. (Lo hará expresamente en el n. 3, resumiendo lo escrito en el libro de su Vida, c. 22).

También nosotros, lectores de hoy, para llegar a la hondura de estas páginas tenemos que regresar al «hecho extraordinario» vivido por Teresa a sus 45 años de edad y situado en el centro nuclear de su autobiografía.

Con todo, esa designación de «hecho extraordinario», corriente en la literatura mística de hoy, no se debe a la pluma de la Santa. Ha sido acuñada por un filósofo de nuestro siglo, Manuel García Morente, quien se vio precisado a confrontar «el hecho extraordinario» de su propia vida con el de Teresa. A nosotros, lectores modernos de la Santa, puede servirnos de mirilla privilegiada esa confrontación con un coetáneo nuestro.

A Morente «el hecho extraordinario» le ocurrió en 1937, durante su destierro en París, en el momento crítico en que se producía en su alma de filósofo el despegue del ateísmo, para reenganchar con la fe cristiana. De pronto, sin previo aviso, irrumpió en su pobre buhardilla parisina la presencia de Cristo. Una presencia imparable, pero inaferrable e indescriptible. Desconcertante. Solo cuando él pueda confrontarla con el relato de Teresa, en el texto de Vida 27, tendrá una especie de refrendo clarificador absoluto. La suya, como la de Teresa, había sido una experiencia personal ocurrida más allá de todo lo sensible, más allá de todo lo empírico, sin connotaciones documentables.

Solo que esa experiencia de Morente fue, como la de Pablo en el camino de Damasco, repentina e improvisa, como el estallido de un rayo en horizonte despejado. La de Teresa, en cambio, había sido anunciada. No mucho antes se le había hecho escuchar la palabra: «Yo te daré libro vivo» (Vida, 26, 5).

Ahora, el libro vivo que se le da es él, Cristo mismo, que inesperadamente entra en el ámbito psicológico o en la presencia y experiencia de Teresa.

A Morente, filósofo, esa incatalogable experiencia de la presencia de Cristo Jesús en su buhardilla le desconcierta el casillero de sus esquemas psicológicos y lo deja acosado de preguntas, de porqués y cómos y para qués.

A Teresa el acontecimiento misterioso, pese a ser anunciado, le resulta absolutamente inesperado y la deja turbada y desconcertada toda su conciencia femenina y religiosa. Tiene que sobrevenir una nueva palabra de serenación y seguridad. Se la dice el mismo Señor presente: «Yo soy, no hayas miedo». Son exactamente las palabras del Jesús resucitado.

Por fin, Morente, reloj en mano, es incapaz de fijar las dimensiones y duración del hecho extraordinario. Cuánto duró: ¿Media hora?, ¿una o dos horas?... Lo único que él puede asegurar es que ese hecho luminoso surgió, se instaló en el espacio de su «tiempo vital», y pasó, sin volver a producirse ni un momento más en su vida.

El hecho vivido por Teresa es diverso: la presencia inaferrable de Jesús –visto sin ser visto, dirá ella– irrumpe en su espacio existencial y se instala en él como una luz inextinguible o como una dimensión nueva de su vida. Pasan días y días, y Jesús sigue ahí: «acompañando», «comunicándose». «Mostrando el amor que nos tiene». «Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo... y (yo) no veía en qué forma, mas estar siempre al lado derecho sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco, o no estuviese muy divertida, podía ignorar que estaba cabe mí» (Vida 27, 2).

Todavía una coincidencia final entre los dos: lo mismo al uno que a la otra –a Morente y a Teresa– el hecho extraordinario les cambió la vida. En el caso de ella, veremos enseguida hasta qué punto fue decisivo y definitivo este cambio.

Ella nos lo cuenta así

Es necesario reproducir, siquiera sea entrecortadas, las palabras de la Santa. A diecisiete años del suceso, Teresa lo recuerda así:

«Acaece, estando el alma descuidada de que se le ha de hacer esta merced ni haber jamás pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo nuestro Señor, aunque no le ve, ni con los ojos del cuerpo ni del alma... Entendía tan cierto ser Jesucristo nuestro Señor el que se le mostraba de aquella suerte, que no lo podía dudar, digo que estaba allí aquella visión; que si era de Dios o no, aunque traía consigo grandes efectos para entender que lo era, todavía andaba con miedo, y ella jamás había oído visión intelectual, ni pensó que la había de tal suerte. Mas entendía muy claro que era este Señor el que le hablaba muchas veces de la manera que queda dicho...

Sé que estando temerosa de esta visión..., se fue a su confesor harto fatigada. Él le dijo que, si no veía nada, que cómo sabía que era nuestro Señor; que le dijese qué rostro tenía. Ella le dijo que no sabía, ni veía rostro, ni podía decir más de lo dicho; que lo que sabía era que era él el que la hablaba y que no era antojo. Y aunque le ponían hartos temores, todavía muchas veces no podía dudar, en especial cuando la decía: "No hayas miedo, que yo soy".

Tenían tanta fuerza estas palabras, que no lo podía dudar por entonces, y quedaba esforzada y alegre con tan buena compañía; que veía claro serle gran ayuda para andar con una ordinaria memoria de Dios y un miramiento grande de no hacer cosa que le desagradase, porque le parecía la estaba siempre mirando. Y cada vez que quería tratar con Su Majestad en oración, y aun sin ella, le parecía estar tan cerca, que no la podía dejar de oír...

Sentía que (él) andaba al lado derecho, mas no con estos sentidos que podemos sentir acá cabe nosotros una persona; porque es por otra vía más delicada, que no se debe saber decir, mas es tan cierto y con tanta certidumbre y aun mucho más...

Es merced del Señor que trae grandísima confusión consigo, y humildad... Y como es cosa que notablemente se entiende ser dada de Dios, que no bastaría industria humana para poderse así sentir, en ninguna manera puede pensar quien lo tiene que es bien suyo, sino dado de la mano de Dios... De esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con Su Majestad, y unos deseos aun mayores... de entregarse toda a su servicio, y una limpieza de conciencia grande...» (6M 8, 2-4).

Posible aclaración para el lector de hoy

Que la experiencia mística profunda es «inefable» (es decir, incontenible en nuestro vocabulario o en nuestros medios de expresión), es cosa que repiten uno a uno todos los místicos, desde san Pablo hasta san Juan de la Cruz.

No nos extrañemos de que Teresa, al testificar esa su experiencia de Cristo Señor, repita que «dice y no dice», que acá en nuestro lenguaje de la tierra nadie «lo debe saber decir», que «no hay términos para decirlo» etc. En el relato de Vida, escrito doce años antes, cuando ella estaba mucho más cercana al acontecimiento extraordinario, hablaba de «ver sin ver», de «las visiones que he dicho que no se ven» (33, 15), pero que aportan «una noticia más clara que el sol», «luz que sin ver luz alumbra el entendimiento» (27, 3).

Ahora en el Castillo, a esa experiencia profunda, no codificable en lenguaje profano, le ha dado nombre técnico, probablemente escuchado de boca de sus sabios asesores los teólogos de Salamanca: A «esta llaman visión intelectual, no sé yo por qué» (n. 2). Tampoco para el lector moderno es muy clarificadora esa reducción de su inefable experiencia de Cristo al denominador escolástico de «visión intelectual», que en puridad equivaldría a «visión o percepción con el entendimiento».

Recordemos a favor del término «visión» su neto abolengo bíblico, de uso familiar para Teresa, incluso escuchado de la boca de Jesús (Mt 17, 9) o de la pluma de Pablo (2Co 12, 1). En cambio el adjetivo «intelectual» es para ella un cultismo latinizante, ausente de su vocabulario coloquial. «Ella jamás había oído visión intelectual» (n. 2). De hecho, jamás ese término había comparecido en sus escritos hasta la víspera de la redacción del Castillo (Relación 4, 15: escrita entre 1575 y 1576; el Castillo data de 1577). Y aquí, en el libro de las Moradas, no ha aparecido hasta la altura de las moradas sextas (3, 12; 4, 9...). Ya en este capítulo 4º había anunciado el tema así:

«Cuando, estando el alma en esta suspensión, el Señor tiene por bien de mostrarle algunos secretos..., sábelo después decir... Mas cuando son visiones intelectuales tampoco las sabe decir... Podrá ser que no entendáis algunas qué cosa es visión, en especial las intelectuales. Yo lo diré a su tiempo, porque me lo ha mandado quien puede» (6M 4, 5).

No sabemos quién se lo ha mandado. Pero ciertamente se trató de uno de sus letrados amigos, conocedor de la teología de santo Tomás y de san Agustín... Lo cual quiere decir que el vocablo llegaba a Teresa de lejos, no menos que del siglo XIII (santo Tomás), e incluso del siglo V (san Agustín). Efectivamente, santo Tomás en la Suma de Teología había escrito que «la visión intelectual es superior a la visión imaginaria comparadas entre sí, pero que según ya afirmó san Agustín –de Genesi ad Litteram, XII, 9– la visión intelectual es aun más excelente cuando va acompañada de la imaginaria»: III, 30, 3. Según el Santo, es imaginaria la visión o la profecía que acontece con mediación de especies o de representación interior. En cambio, en la intelectual no hay tal mediación.

En todo caso, la Santa abulense aceptó esa denominación, utilizándola incluso para rotular el capítulo, si bien luego deja flotar en el aire ese su toque de insatisfacción, el «no sé yo por qué» dan tal nombre a su misteriosa experiencia de Cristo.

Hemos mencionado ya la experiencia similar de un filósofo de nuestro siglo, Manuel García Morente, que se esforzó a tope por explicar en vocabulario y categorías de hoy esa experiencia suya y la de la Santa. Un breve fragmento de su relato del «Hecho extraordinario» puede servirnos, no solo para confrontarlo con el de Teresa, sino para acercar el testimonio de esta a nuestra óptica de hoy, tan impregnada de referencias psicológicas. En el relato de Morente, luego de referir el hecho místico vivido por él en la buhardilla de París, toda la atención del filósofo se concentra en un puro esfuerzo por entender él mismo lo vivido y explicárselo al lector. He aquí unos jirones de su texto:

«Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras –negro sobre blanco– que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que él estaba allí presente, y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era él, porque lo he percibido...

La formulación psicológica del Hecho podría ser la siguiente: una percepción sin sensaciones. Sin duda, en buena ciencia psicológica, no se concibe bien que pueda existir percepción sin sensaciones. Las sensaciones no faltan nunca, ni en la alucinación. Ello procede de que el acto de percibir una presencia o la presencia de un objeto es un acto del compuesto humano, en donde necesariamente intervienen los órganos corpóreos sensoriales, los sentidos, y la alucinación es un funcionamiento subjetivo de todo el aparato psicofísico sin realidad objetiva alguna de lo representado como presente. Pero el Hecho por mí vivido se caracteriza por la total ausencia de sensaciones. Dijérase una percepción por el alma sola, sin auxilio del cuerpo condicionante. Y si a la tal percepción por sola el alma no quiere dársele el nombre de percepción, llámesele como se quiera; en todo caso, el hecho es una intuición de presencia desprovista de toda condicionalidad corpórea (sensación)».

Por fin, Morente tiene la fortuna de topar con el pasaje de Vida (c. 27) en que Teresa refiere el propio caso, y el filósofo se ve reflejado en él: «El hecho descrito por la Santa es justamente el que yo viví: una percepción sin sensaciones o –si me permite usted la fórmula audaz– una percepción puramente espiritual».

Sí..., pero también él, para explicar esa experiencia de Teresa y la suya, ha tenido que dejar de lado el casillero de análisis, funciones y disfunciones de la psicología científica. Esa experiencia mística se halla más allá del mecanismo «normal y natural» de nuestras sensaciones, imaginaciones e ideaciones. Y, a la vez, esa misma experiencia mística se diría lo más connatural al espíritu humano.

Lo más normal a nuestro espíritu, precisamente por su condición de espíritu, sería percibir lo espiritual. Obviamente, lo espiritual por excelencia es lo divino. De ahí la vocación primordial del espíritu humano a la comunión con Dios, a comunicar de espíritu a Espíritu. Y sin embargo nuestro espíritu humano, que está inmerso en la presencia absoluta de lo divino (pues «Dios está ahí», «en él vivimos, nos movemos y existimos»), sufre de atrofia total respecto de la visión o percepción de esa presencia. A causa de su condición de espíritu encarnado, se le vuelve opaco el espacio de lo puramente espiritual. Ni siquiera posee la visión del propio espíritu, ni tiene experiencia de la propia alma.

Por eso es en cierto modo normal que cuando una gracia de lo alto descorre ese velo que le hacía opaca la presencia de lo divino, surja la visión, es decir, la percepción sin mediaciones. Pero solo y únicamente desde esa superdotación de gracia. Es el momento en que se abre al espíritu humano el espacio de la experiencia mística.

De ese modo a Teresa –lo mismo que a Morente– se le hace diáfana y luminosa esa realidad, antes irreducible a las percepciones sensorias y a las mediaciones noéticas. Lo singular en el caso de la Santa de Ávila lo anota ella misma: que esta manera de comunicación con Cristo se prolongaba días y días, «y aun más de un año alguna vez» (n. 3).

Resumiendo todo esto, al filósofo Morente le ocurrió «el hecho extraordinario» de una gracia mística fulminante pero puntual y fugaz. A Teresa «el hecho extraordinario» se le prolongó en vida mística todo el resto de su existencia.

El impacto producido en la persona y la vida de Teresa

En la Biblia, el profeta nace generalmente en un momento de fuerte experiencia de Yavé o de Cristo. Moisés, pastor en el Sinaí, tras la teofanía de la zarza ardiente, se convierte en profeta y caudillo del Pueblo. Saulo, tras la cristofanía ocurrida en el camino de Damasco, de perseguidor se convierte en el apóstol de Jesús. Como si de pronto hubieran renacido uno y otro.

En el caso de Teresa, esa experiencia cristológica le cambia la vida. Da espesor y densidad nueva a su feminidad, a su religiosidad, a su dinamismo social.

El «hecho extraordinario» le acaece en 1560. Fecha que parte su historia personal en dos mitades, dos vertientes. Antes de ese año, Teresa ha luchado consigo misma, ha bregado hasta el agotamiento para convertirse del todo, ha recibido un sartal de gracias místicas. Pero aún no ha hecho nada de lo que va a ser su misión en la Iglesia. Aún no ha nacido en ella ni la profeta, ni la doctora, ni la fundadora.

Todo cuanto ella escriba tendrá data posterior (su primer escrito es de 1560: primera Relación; el último de 1582, relato final de las Fundaciones). Solo a partir del hecho extraordinario decidirá pronunciar el «voto de lo más perfecto». Todas las fundaciones de carmelitas sobrevendrán después de ese encuentro personal con Cristo Señor. Solo a partir de esa fecha, Teresa de Ahumada pasará a ser Teresa de Jesús. «En fin, en la ganancia del alma se ve ser grandísima merced y muy mucho de preciar, y agradece al Señor que se la da tan sin poderlo merecer, y por ningún tesoro ni deleite de la tierra la trocaría» (n. 5).





[1] Esta persona es ella misma: cf. Vida c. 27, nn. 2-5.
[2] Queda dicho en el c. 3.
[3] Cf Vida c. 27, n. 3.
[4] Cf Vida c. 25, n. 18; y Relaciones 4 (n. 10), 35, 53, 55; y 6M c. 3, n. 5.
[5] Querría, escribió la Santa.
[6] Se trata de ella misma, con el típico recurso de anonimato.
[7] En el c. 6, nn. 1-6.
[8] Alude a la serie de gracias místicas referidas en los cc. anteriores.
[9] En los nn. 3-5.
[10] En el n. 3.
[11] Alusión al texto paulino «fidelis est [NVg autem] Deus» (1Co 10, 13), que tan hondamente se grabó en la Santa (cf. Vida 23, 15 y Relación 28: «Yo soy fiel; nadie se perderá sin entenderlo»; y estas Mor. c. 3, n. 17 nota.).
[12] En el n. 1.

Santa Teresa de Jesús, 15 de Octubre

Santa Teresa de Jesús
Virgen y Doctora de la Iglesia, Madre nuestra.
Celebración: 15 de Octubre.


Nace en Avila el 28 de marzo de 1515. Entra en el Monasterio de la Encarnación de Avila, el 2 de noviembre de 1535. Funda en Avila el primer monasterio de carmelitas descalzas con el título de San José el 24 de agosto de 1562.

Inaugura el primer convento de frailes contemplativos en Duruelo el 28 de noviembre de 1568. Llegará a fundar 32 casas. Hija de la Iglesia, muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.

La primera edición de sus obras fue el 1588 en Salamanca, preparadas por Fr. Luis de león. El 24 de abril de 1614 fue beatificada por el Papa Pablo V, y el 12 de marzo de 1622 era canonizada en San Pedro por el Papa Gregorio XV. El 10 de septiembre de 1965, Pablo VI la proclama Patrona de los Escritores Españoles.


Gracias a sus obras -entre las que destacan el Libro de la Vida, el Camino de Perfección, Las Moradas y las Fundaciones- ha ejercido en el pueblo de Dios un luminoso y fecundo magisterio, que Pablo VI iba a reconocer solemnemente, declarándola Doctora de la Iglesia Universal el 27 de septiembre de 1970.

Teresa es maestra de oración en el pueblo de Dios y fundadora del Carmelo Teresiano.

¿Qué significa la oración para Santa Teresa?
"Procuraba, lo más que podía, traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente. Y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con elentendimiento ni de aprovecharme con la imaginación; que la tengo tan torpe, que, aun para pensar y representar en mí (como lo procuraba traer) la humanidad del Señor, nunca acababa. Y, aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque, si falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos" (Vida 4,7).

"En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración), sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años; que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración ya no era en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes" (Vida 7, 17).

"Gran mal es un alma sola entre tantos peligros. Paréceme a mí que, si yo tuviera con quién tratar todo esto, que me ayudara a no tornar a caer, siquiera por vergüenza, ya que no la tenía de Dios. Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con su oración. ¡Cuánto más, que hay muchas más ganancias! Yo no sé por qué (pues de conversa ciones y voluntades humanas, aunque no sean muy buenas, se procuran amigos con quien descansar y para más gozar de contar aquellos placeres vanos) no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos; que de todo tienen los que tienen oración" (Vida 7, 20).

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí..., se me ofreció lo que ahora diré... que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay muchas moradas... Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?... no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo... ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no (nos) entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería qran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra?.... (1 Moradas 1,1-2)