Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA
TERESA DE JESÚS
EL
CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 8
Trata
de cómo se comunica Dios al alma por visión intelectual, y da algunos avisos, y
dice los efectos que hace cuando es verdadera. Encarga el secreto de estas
mercedes.
1.
Para que más claro veáis, hermanas, que es así lo que os he dicho y que
mientras más adelante va un alma más acompañada es de este buen Jesús, será
bien que tratemos de cómo, cuando Su Majestad quiere, no podemos sino andar
siempre con él, como se ve claro por las maneras y modos con que Su Majestad se
nos comunica y nos muestra el amor que nos tiene, con algunos aparecimientos y
visiones tan admirables; que por si alguna merced de estas os hiciere, no
andéis espantadas, quiero decir –si el Señor fuere servido que acierte– en suma,
alguna cosa de estas, para que le alabemos mucho, aunque no nos las haga a
nosotras, de que se quiera así comunicar con una criatura, siendo de tanta
majestad y poder.
2.
Acaece, estando el alma descuidada de que se le ha de hacer esta merced ni
haber jamás pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo nuestro Señor, aunque
no le ve ni con los ojos del cuerpo ni del alma. Esta llaman visión intelectual,
no sé yo por qué. Vi a esta persona (1)[1]
que le hizo Dios esta merced, con otras que diré adelante, fatigada en los
principios harto, porque no podía entender qué cosa era, pues no la veía; y
entendía tan cierto ser Jesucristo nuestro Señor el que se le mostraba de
aquella suerte, que no lo podía dudar, digo que estaba allí aquella visión; que
si era de Dios o no, aunque traía consigo grandes efectos para entender que lo
era, todavía andaba con miedo, y ella jamás había oído visión intelectual, ni
pensó que la había de tal suerte; mas entendía muy claro que era este Señor el
que le hablaba muchas veces de la manera que queda dicho (2)[2],
porque hasta que le hizo esta merced que digo, nunca sabía quién la hablaba, aunque
entendía las palabras.
3.
Sé que estando temerosa de esta visión (porque no es como las imaginarias, que
pasan de presto, sino que dura muchos días, y aun más que un año alguna vez), se
fue a su confesor harto fatigada. Él le dijo que, si no veía nada, que cómo
sabía que era nuestro Señor; que le dijese qué rostro tenía (3)[3].
Ella le dijo que no sabía, ni veía rostro, ni podía decir más de lo dicho; que
lo que sabía era que era él el que la hablaba y que no era antojo. Y aunque le
ponían hartos temores, todavía muchas veces no podía dudar, en especial cuando
la decía: No hayas miedo, que yo soy
(4)[4].
Tenían
tanta fuerza estas palabras, que no lo podía dudar por entonces, y quedaba muy
esforzada y alegre con tan buena compañía; que veía claro serle gran ayuda para
andar con una ordinaria memoria de Dios y un miramiento grande de no hacer cosa
que le desagradase, porque le parecía la estaba siempre mirando. Y cada vez que
quería (5)[5]
tratar con Su Majestad en oración, y aun sin ella, le parecía estar tan cerca, que
no la podía dejar de oír; aunque el entender las palabras no era cuando ella
quería, sino a deshora, cuando era menester. Sentía que andaba al lado derecho,
mas no con estos sentidos que podemos sentir que está cabe nosotros una
persona; porque es por otra vía más delicada, que no se debe de saber decir;
mas es tan cierto y con tanta certidumbre y aun mucho más; porque acá ya se
podría antojar, mas en esto no, que viene con grandes ganancias y efectos
interiores, que ni los podría haber, si fuese melancolía, ni tampoco el demonio
haría tanto bien, ni andaría el alma con tanta paz y con tan continuos deseos
de contentar a Dios y con tanto desprecio de todo lo que no la llega a él. Y
después se entendió claro no ser demonio, porque se iba más y más dando a
entender.
4.
Con todo, sé yo que a ratos andaba harto temerosa; otros con grandísima
confusión, que no sabía por dónde le había venido tanto bien. Éramos tan una
cosa ella y yo, que no pasaba cosa por su alma que yo estuviese ignorante de
ella, y así puedo ser buen testigo y me podéis creer ser verdad todo lo que en
esto dijere (6)[6].
Es
merced del Señor que trae grandísima confusión consigo y humildad. Cuando fuese
del demonio, todo sería al contrario. Y como es cosa que notablemente se
entiende ser dada de Dios, que no bastaría industria humana para poderse así
sentir, en ninguna manera puede pensar quien lo tiene que es bien suyo, sino
dado de la mano de Dios. Y aunque, a mi parecer, es mayor merced algunas de las
que quedan dichas, esta trae consigo un particular conocimiento de Dios, y de
esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con Su Majestad y unos deseos
aun mayores que los que quedan dichos (7)[7]
de entregarse toda a su servicio, y una limpieza de conciencia grande, porque
hace advertir a todo la presencia que trae cabe sí; porque aunque ya sabemos
que lo está Dios a todo lo que hacemos, es nuestro natural tal, que se descuida
en pensarlo: lo que no se puede descuidar acá, que la despierta el Señor que
está cabe ella. Y aun para las mercedes que quedan dichas (8)[8],
como anda el alma casi continuo con un actual amor al que ve o entiende estar
cabe sí, son muy más ordinarias.
5.
En fin, en la ganancia del alma se ve ser grandísima merced y muy mucho de
preciar, y agradecer al Señor que se la da tan sin poderlo merecer, y por
ningún tesoro ni deleite de la tierra la trocaría. Y así, cuando el Señor es
servido que se la quite, queda con mucha soledad; mas todas las diligencias
posibles que pusiese para tornar a tener aquella compañía, aprovechan poco; que
lo da el Señor cuando quiere, y no se puede adquirir. Algunas veces también es
de algún santo, y es también de gran provecho.
6.
Diréis que si no se ve, que cómo se entiende que es Cristo, o cuándo es santo, o
su Madre gloriosísima. Eso no sabrá el alma decir, ni puede entender cómo lo
entiende, sino que lo sabe con una grandísima certidumbre. Aun ya el Señor, cuando
habla, más fácil parece; mas el santo, que no habla, sino que parece le pone el
Señor allí por ayuda de aquel alma y por compañía, es más de maravillar. Así
son otras cosas espirituales, que no se saben decir, mas entiéndese por ellas
cuán bajo es nuestro natural para entender las grandes grandezas de Dios, pues
aun estas no somos capaces, sino que, con admiración y alabanzas a Su Majestad
pase quien se las diere; y así le haga particulares gracias por ellas, que pues
no es merced que se hace a todos, hase mucho de estimar y procurar hacer
mayores servicios, pues por tantas maneras la ayuda Dios a ello. De aquí viene
no se tener por eso en más, y parecerle que es la que menos sirve a Dios de
cuantos hay en la tierra, porque le parece está más obligada a ello que ninguno,
y cualquier falta que hace le atraviesa las entrañas y con muy grande razón.
7.
Estos efectos con que anda el alma, que quedan dichos (9)[9],
podrá advertir cualquiera de vosotras a quien el Señor llevare por este camino,
para entender que no es engaño ni tampoco antojo porque –como he dicho– (10)[10]
no tengo que es posible durar tanto siendo demonio, haciendo tan notable
provecho al alma y trayéndola con tanta paz interior, que no es de su costumbre,
ni puede, aunque quiere, cosa tan mala hacer tanto bien; que luego habría unos
humos de propia estimación y pensar era mejor que los otros. Mas este andar
siempre el alma tan asida de Dios y ocupado su pensamiento en él, haríale tanta
rabia, que aunque lo intentase, no tornase muchas veces; y es Dios tan fiel, que
no permitirá darle tanta mano con alma que no pretende otra cosa sino agradar a
Su Majestad (11)[11] y
poner su vida por su honra y gloria, sino que luego ordenará cómo sea
desengañada.
8.
Mi tema es y será que como el alma ande de la manera que aquí se ha dicho la
dejan estas mercedes de Dios, que Su Majestad la sacará con ganancia, si
permite alguna vez se le atreva el demonio y que él quedará corrido. Por eso, hijas,
si alguna fuere por este camino –como he dicho– (12)[12]
no andéis asombradas. Bien es que haya (13)[13]
temor y andemos con más aviso, ni tampoco confiadas que, por ser tan
favorecidas, os podéis más descuidar, que esto será señal no ser de Dios, si no
os viereis con los efectos que queda dicho. Es bien que a los principios lo
comuniquéis debajo de confesión con un muy buen letrado, que son los que nos
han de dar la luz, o, si hubiere, alguna persona muy espiritual; y si no lo es,
mejor es muy letrado; si le hubiere, con el uno y con el otro. Y si os dijeren
que es antojo, no se os dé nada, que el antojo poco mal ni bien puede hacer a
vuestra alma; encomendaos a la divina Majestad, que no consienta seáis
engañada. Si os dijeren es demonio, será más trabajo; aunque no dirá, si es
buen letrado, y hay los efectos dichos, mas cuando lo diga, yo sé que el mismo
Señor, que anda con vos, os consolará y asegurará, y a él le irá dando luz para
que os la dé.
9.
Si es persona que aunque tiene oración no la ha llevado el Señor por ese camino,
luego se espantará y lo condenará. Por eso os aconsejo que sea muy letrado y, si
se hallare, también espiritual, y la priora dé licencia para ello, porque, aunque
vaya segura el alma por ver su buena vida, estará obligada la priora a que se
comunique, para que anden con seguridad entrambas. Y, tratado con estas
personas, quiétese y no ande más dando parte de ello; que algunas veces, sin
haber de qué temer, pone el demonio unos temores tan demasiados, que fuerzan al
alma a no se contentar de una vez. En especial si el confesor es de poca
experiencia y le ve medroso, y él mismo la hace andar comunicando, viénese a
publicar lo que había de razón estar muy secreto, y a ser esta alma perseguida
y atormentada; porque cuando piensa que está secreto, lo ve público, y de aquí
suceden muchas cosas trabajosas para ella, y podrían suceder para la Orden,
según andan estos tiempos.
Así
que es menester grande aviso en esto, y a las prioras lo encomiendo mucho; [10]
y que no piense que por tener una hermana cosas semejantes, es mejor que las
otras; lleva el Señor a cada una como ve que es menester. Aparejo es para venir
a ser muy sierva de Dios, si se ayuda; mas, a las veces, lleva Dios por este
camino a las más flacas. Y así no hay en esto por qué aprobar ni condenar, sino
mirar a las virtudes, y a quien con más mortificación y humildad y limpieza de
conciencia sirviere a nuestro Señor, que esa será la más santa, aunque la
certidumbre poco se puede saber acá, hasta que el verdadero Juez dé a cada uno
lo que merece. Allá nos espantaremos de ver cuán diferente es su juicio de lo
que acá podemos entender. Sea para siempre alabado, amén.
COMENTARIO
El
hecho decisivo
En
la biografía mística de Teresa el hecho decisivo es Cristo Jesús.
Acontecimiento también decisivo en la codificación teresiana de la vida y
experiencia místicas del cristiano.
La
primera de estas dos afirmaciones –la autobiográfica– la consignó Teresa en el
relato más emocionado de su Vida (capítulo 27, centro orbital del relato).
La
segunda, la que se refiere a su manera de entender el arco de la experiencia
mística cristiana, se contiene en el capítulo octavo de estas moradas sextas:
pasaje que ahora intentamos releer desde nuestra óptica de lectores de hoy.
Pero
en ambos casos –en el autobiográfico y en el teológico– ese acontecimiento
cimero de la experiencia mística, Teresa lo presenta íntimamente relacionado
con el centro crucial de toda su enseñanza, su tesis cristológica de la
Humanidad de Jesús: el creyente, lo mismo que el orante contemplativo, llega a
las gracias sumas de la experiencia cristiana a través de la Humanidad de
Cristo, sacramento fontal de todas las gracias.
Por
ahí, reiterando esa tesis, comienza ahora Teresa la lección de este capítulo
octavo de su libro. Aclaremos ese dato.
La
prueba personal
A
sabiendas, o quizás sin saberlo, Teresa se ha enfrentado en abierta polémica
con una doctrina neoplatonizante, de vieja raíz filosófica, pero adoptada y
relanzada por ciertos libros espirituales de su tiempo y por algunos de sus
teólogos asesores.
Esa
doctrina –recordémoslo– era unilateralmente espiritualista o espiritualoide. El
hombre, según ella, llega a la perfección en el espíritu. Es decir, liberándose
de todo lo corpóreo. Por eso, una vez que estrena la experiencia mística, si ha
de bogar mar adentro en el océano de la divinidad, tiene que liberarse de las
amarras de todo lo corpóreo. No solo la alta contemplación, sino el sumo de la
experiencia mística se realizan en «puro espiritual». Y por eso mismo son incompatibles
con la Humanidad de Jesús, que por ser humanidad es inseparable de «lo
corpóreo».
Pues
bien, contra esa doctrina ha reaccionado Teresa, tanto en el plano personal
autobiográfico (cap. 22 de Vida), como en el plano doctrinal y teológico
(capítulo 7 de las moradas sextas). Lo ha hecho en términos categóricos. Ella
está segura de que en la experiencia mística, a la altura de las moradas sextas
de su Castillo, Cristo se hace experiencia «por una manera admirable, adonde
divino y humano junto es siempre compañía» del hombre (n. 9). No separar
«divino y humano». Y de lo humano, no cercenar lo corpóreo, lo histórico, lo
terreno de Cristo Jesús.
Sobre
esa tesis doctrinal, Teresa ha acumulado razones sobre razones. Pero ahora
añade lo que diríamos la prueba del nueve: lo vivido por ella. El
acontecimiento decisivo de su experiencia mística es el Señor, Cristo Jesús,
hombre y Dios.
En
el relato de Vida se limitó a referir ese acontecimiento (c. 27), después de
polemizar con los espiritualistas anticorpóreos (c. 22).
Ahora,
en el plano doctrinal de las Moradas, los capítulos séptimo y octavo forman una
especie de díptico cristológico categórico. Primero, se asienta la tesis
pancristológica a nivel doctrinal: Cristo, Dios y hombre, es mediador de todas
las gracias, tanto en escala ascendente como descendente (c. 7). Segundo, he
ahí la prueba: para seguir el proceso de experiencias místicas que conducen a
la «unión», acontece lo que Teresa llama «visión intelectual» de su Humanidad
(c. 8).
Precisamente
por eso, la Santa comienza su exposición así: «Para que más claro veáis,
hermanas, que es así lo que os he dicho (en el c. 7) y que mientras más
adelante va un alma más acompañada es de este buen Jesús, será bien que
tratemos cómo, cuando Su Majestad quiere, no podemos sino andar siempre con él,
como se ve claro por las maneras y modos con que Su Majestad se nos comunica y
nos muestra el amor que nos tiene...» (n. 1).
El
hecho extraordinario
Al
revisar el borrador de su libro y dividirlo en capítulos, Teresa rotuló este
capítulo 8º con el título: «Trata de cómo se comunica Dios al alma por visión
intelectual».
Tema
difícil de exponer por adentrarse en la zona de lo «inefable». Ya en capítulos
anteriores había avisado a sus lectoras que esto de «visiones intelectuales» es
cosa que no se sabe decir, «porque debe haber algunas en estos tiempos tan
subidas, que no las convienen entender los que viven en la tierra para poderlas
decir» (c. 4, n. 5).
Esa
vaga alusión a las visiones «tan subidas de estos tiempos» remite sigilosamente
a las experiencias místicas de ella misma. Quiere decir que nos hablará de lo
vivido, aunque se vea precisada a cubrir su testimonio con el velo del
anonimato. En lugar del «yo» y «a mí», recurrirá al truco de la tercera
persona: «Vi a esta persona (a quien) le hizo Dios esta merced... fatigada a
los principios harto» (n. 2). Y poco más adelante, agravando el intento de
camuflaje: «Éramos tan una cosa ella y yo, que no pasaba cosa por su alma que
yo estuviese ignorante de ella...» (n. 4).
Lo
que, sin embargo, se trasluce de ese ingenuo camuflaje es la postura literaria
y pedagógica de Teresa. Ella va a darnos una lección de teología mística. Pero
no lo hará desde teorías y sistemas. Lo hace desde lo vivido. Testificando en
directo. Remitiéndose expresamente al relato autobiográfico de Vida. (Lo hará
expresamente en el n. 3, resumiendo lo escrito en el libro de su Vida, c. 22).
También
nosotros, lectores de hoy, para llegar a la hondura de estas páginas tenemos
que regresar al «hecho extraordinario» vivido por Teresa a sus 45 años de edad
y situado en el centro nuclear de su autobiografía.
Con
todo, esa designación de «hecho extraordinario», corriente en la literatura
mística de hoy, no se debe a la pluma de la Santa. Ha sido acuñada por un filósofo
de nuestro siglo, Manuel García Morente, quien se vio precisado a confrontar
«el hecho extraordinario» de su propia vida con el de Teresa. A nosotros,
lectores modernos de la Santa, puede servirnos de mirilla privilegiada esa
confrontación con un coetáneo nuestro.
A
Morente «el hecho extraordinario» le ocurrió en 1937, durante su destierro en
París, en el momento crítico en que se producía en su alma de filósofo el
despegue del ateísmo, para reenganchar con la fe cristiana. De pronto, sin
previo aviso, irrumpió en su pobre buhardilla parisina la presencia de Cristo.
Una presencia imparable, pero inaferrable e indescriptible. Desconcertante.
Solo cuando él pueda confrontarla con el relato de Teresa, en el texto de Vida
27, tendrá una especie de refrendo clarificador absoluto. La suya, como la de
Teresa, había sido una experiencia personal ocurrida más allá de todo lo
sensible, más allá de todo lo empírico, sin connotaciones documentables.
Solo
que esa experiencia de Morente fue, como la de Pablo en el camino de Damasco,
repentina e improvisa, como el estallido de un rayo en horizonte despejado. La
de Teresa, en cambio, había sido anunciada. No mucho antes se le había hecho
escuchar la palabra: «Yo te daré libro vivo» (Vida, 26, 5).
Ahora,
el libro vivo que se le da es él, Cristo mismo, que inesperadamente entra en el
ámbito psicológico o en la presencia y experiencia de Teresa.
A
Morente, filósofo, esa incatalogable experiencia de la presencia de Cristo
Jesús en su buhardilla le desconcierta el casillero de sus esquemas
psicológicos y lo deja acosado de preguntas, de porqués y cómos y para qués.
A
Teresa el acontecimiento misterioso, pese a ser anunciado, le resulta
absolutamente inesperado y la deja turbada y desconcertada toda su conciencia
femenina y religiosa. Tiene que sobrevenir una nueva palabra de serenación y
seguridad. Se la dice el mismo Señor presente: «Yo soy, no hayas miedo». Son
exactamente las palabras del Jesús resucitado.
Por
fin, Morente, reloj en mano, es incapaz de fijar las dimensiones y duración del
hecho extraordinario. Cuánto duró: ¿Media hora?, ¿una o dos horas?... Lo único
que él puede asegurar es que ese hecho luminoso surgió, se instaló en el
espacio de su «tiempo vital», y pasó, sin volver a producirse ni un momento más
en su vida.
El
hecho vivido por Teresa es diverso: la presencia inaferrable de Jesús –visto
sin ser visto, dirá ella– irrumpe en su espacio existencial y se instala en él
como una luz inextinguible o como una dimensión nueva de su vida. Pasan días y
días, y Jesús sigue ahí: «acompañando», «comunicándose». «Mostrando el amor que
nos tiene». «Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo... y (yo) no veía en
qué forma, mas estar siempre al lado derecho sentíalo muy claro, y que era
testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco, o
no estuviese muy divertida, podía ignorar que estaba cabe mí» (Vida 27, 2).
Todavía
una coincidencia final entre los dos: lo mismo al uno que a la otra –a Morente
y a Teresa– el hecho extraordinario les cambió la vida. En el caso de ella,
veremos enseguida hasta qué punto fue decisivo y definitivo este cambio.
Ella
nos lo cuenta así
Es
necesario reproducir, siquiera sea entrecortadas, las palabras de la Santa. A
diecisiete años del suceso, Teresa lo recuerda así:
«Acaece,
estando el alma descuidada de que se le ha de hacer esta merced ni haber jamás
pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo nuestro Señor, aunque no le
ve, ni con los ojos del cuerpo ni del alma... Entendía tan cierto ser Jesucristo
nuestro Señor el que se le mostraba de aquella suerte, que no lo podía dudar,
digo que estaba allí aquella visión; que si era de Dios o no, aunque traía
consigo grandes efectos para entender que lo era, todavía andaba con miedo, y
ella jamás había oído visión intelectual,
ni pensó que la había de tal suerte. Mas entendía muy claro que era este Señor
el que le hablaba muchas veces de la manera que queda dicho...
Sé
que estando temerosa de esta visión..., se fue a su confesor harto fatigada. Él
le dijo que, si no veía nada, que cómo sabía que era nuestro Señor; que le
dijese qué rostro tenía. Ella le dijo que no sabía, ni veía rostro, ni podía
decir más de lo dicho; que lo que sabía era que era él el que la hablaba y que
no era antojo. Y aunque le ponían hartos temores, todavía muchas veces no podía
dudar, en especial cuando la decía: "No hayas miedo, que yo soy".
Tenían
tanta fuerza estas palabras, que no lo podía dudar por entonces, y quedaba
esforzada y alegre con tan buena compañía; que veía claro serle gran ayuda para
andar con una ordinaria memoria de Dios y un miramiento grande de no hacer cosa
que le desagradase, porque le parecía la estaba siempre mirando. Y cada vez que
quería tratar con Su Majestad en oración, y aun sin ella, le parecía estar tan
cerca, que no la podía dejar de oír...
Sentía
que (él) andaba al lado derecho, mas no con estos sentidos que podemos sentir
acá cabe nosotros una persona; porque es por otra vía más delicada, que no se
debe saber decir, mas es tan cierto y con tanta certidumbre y aun mucho más...
Es
merced del Señor que trae grandísima confusión consigo, y humildad... Y como es
cosa que notablemente se entiende ser dada de Dios, que no bastaría industria
humana para poderse así sentir, en ninguna manera puede pensar quien lo tiene
que es bien suyo, sino dado de la mano de Dios... De esta compañía tan continua
nace un amor ternísimo con Su Majestad, y unos deseos aun mayores... de
entregarse toda a su servicio, y una limpieza de conciencia grande...» (6M 8,
2-4).
Posible
aclaración para el lector de hoy
Que
la experiencia mística profunda es «inefable» (es decir, incontenible en
nuestro vocabulario o en nuestros medios de expresión), es cosa que repiten uno
a uno todos los místicos, desde san Pablo hasta san Juan de la Cruz.
No
nos extrañemos de que Teresa, al testificar esa su experiencia de Cristo Señor,
repita que «dice y no dice», que acá en nuestro lenguaje de la tierra nadie «lo
debe saber decir», que «no hay términos para decirlo» etc. En el relato de Vida,
escrito doce años antes, cuando ella estaba mucho más cercana al acontecimiento
extraordinario, hablaba de «ver sin ver», de «las visiones que he dicho que no
se ven» (33, 15), pero que aportan «una noticia más clara que el sol», «luz que
sin ver luz alumbra el entendimiento» (27, 3).
Ahora
en el Castillo, a esa experiencia profunda, no codificable en lenguaje profano,
le ha dado nombre técnico, probablemente escuchado de boca de sus sabios
asesores los teólogos de Salamanca: A «esta llaman visión intelectual, no sé yo
por qué» (n. 2). Tampoco para el lector moderno es muy clarificadora esa
reducción de su inefable experiencia de Cristo al denominador escolástico de
«visión intelectual», que en puridad equivaldría a «visión o percepción con el
entendimiento».
Recordemos
a favor del término «visión» su neto abolengo bíblico, de uso familiar para
Teresa, incluso escuchado de la boca de Jesús (Mt 17, 9) o de la pluma de Pablo
(2Co 12, 1). En cambio el adjetivo «intelectual» es para ella un cultismo
latinizante, ausente de su vocabulario coloquial. «Ella jamás había oído visión intelectual» (n. 2). De hecho,
jamás ese término había comparecido en sus escritos hasta la víspera de la
redacción del Castillo (Relación 4, 15: escrita entre 1575 y 1576; el Castillo
data de 1577). Y aquí, en el libro de las Moradas, no ha aparecido hasta la
altura de las moradas sextas (3, 12; 4, 9...). Ya en este capítulo 4º había
anunciado el tema así:
«Cuando,
estando el alma en esta suspensión, el Señor tiene por bien de mostrarle algunos
secretos..., sábelo después decir... Mas cuando son visiones intelectuales
tampoco las sabe decir... Podrá ser que no entendáis algunas qué cosa es
visión, en especial las intelectuales. Yo lo diré a su tiempo, porque me lo ha
mandado quien puede» (6M 4, 5).
No
sabemos quién se lo ha mandado. Pero ciertamente se trató de uno de sus
letrados amigos, conocedor de la teología de santo Tomás y de san Agustín... Lo
cual quiere decir que el vocablo llegaba a Teresa de lejos, no menos que del
siglo XIII (santo Tomás), e incluso del siglo V (san Agustín). Efectivamente,
santo Tomás en la Suma de Teología
había escrito que «la visión intelectual es superior a la visión imaginaria
comparadas entre sí, pero que según ya afirmó san Agustín –de Genesi ad Litteram, XII, 9– la visión
intelectual es aun más excelente cuando va acompañada de la imaginaria»: III,
30, 3. Según el Santo, es imaginaria la visión o la profecía que acontece con
mediación de especies o de representación interior. En cambio, en la intelectual
no hay tal mediación.
En
todo caso, la Santa abulense aceptó esa denominación, utilizándola incluso para
rotular el capítulo, si bien luego deja flotar en el aire ese su toque de
insatisfacción, el «no sé yo por qué» dan tal nombre a su misteriosa
experiencia de Cristo.
Hemos
mencionado ya la experiencia similar de un filósofo de nuestro siglo, Manuel
García Morente, que se esforzó a tope por explicar en vocabulario y categorías
de hoy esa experiencia suya y la de la Santa. Un breve fragmento de su relato
del «Hecho extraordinario» puede servirnos, no solo para confrontarlo con el de
Teresa, sino para acercar el testimonio de esta a nuestra óptica de hoy, tan
impregnada de referencias psicológicas. En el relato de Morente, luego de
referir el hecho místico vivido por él en la buhardilla de París, toda la
atención del filósofo se concentra en un puro esfuerzo por entender él mismo lo
vivido y explicárselo al lector. He aquí unos jirones de su texto:
«Yo
no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero él
estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía;
percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que
estoy escribiendo y las letras –negro sobre blanco– que estoy trazando. Pero no
tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el
olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera
claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era él, puesto que le
percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé
que él estaba allí presente, y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni
tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me
demuestra que no era él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a
la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo,
resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era él, porque lo he
percibido...
La
formulación psicológica del Hecho podría ser la siguiente: una percepción sin
sensaciones. Sin duda, en buena ciencia psicológica, no se concibe bien que
pueda existir percepción sin sensaciones. Las sensaciones no faltan nunca, ni
en la alucinación. Ello procede de que el acto de percibir una presencia o la
presencia de un objeto es un acto del compuesto humano, en donde necesariamente
intervienen los órganos corpóreos sensoriales, los sentidos, y la alucinación
es un funcionamiento subjetivo de todo el aparato psicofísico sin realidad
objetiva alguna de lo representado como presente. Pero el Hecho por mí vivido
se caracteriza por la total ausencia de sensaciones. Dijérase una percepción
por el alma sola, sin auxilio del cuerpo condicionante. Y si a la tal
percepción por sola el alma no quiere dársele el nombre de percepción,
llámesele como se quiera; en todo caso, el hecho es una intuición de presencia
desprovista de toda condicionalidad corpórea (sensación)».
Por
fin, Morente tiene la fortuna de topar con el pasaje de Vida (c. 27) en que
Teresa refiere el propio caso, y el filósofo se ve reflejado en él: «El hecho
descrito por la Santa es justamente el que yo viví: una percepción sin
sensaciones o –si me permite usted la fórmula audaz– una percepción puramente espiritual».
Sí...,
pero también él, para explicar esa experiencia de Teresa y la suya, ha tenido
que dejar de lado el casillero de análisis, funciones y disfunciones de la
psicología científica. Esa experiencia mística se halla más allá del mecanismo
«normal y natural» de nuestras sensaciones, imaginaciones e ideaciones. Y, a la
vez, esa misma experiencia mística se diría lo más connatural al espíritu
humano.
Lo
más normal a nuestro espíritu, precisamente por su condición de espíritu, sería
percibir lo espiritual. Obviamente, lo espiritual por excelencia es lo divino.
De ahí la vocación primordial del espíritu humano a la comunión con Dios, a
comunicar de espíritu a Espíritu. Y sin embargo nuestro espíritu humano, que
está inmerso en la presencia absoluta de lo divino (pues «Dios está ahí», «en él
vivimos, nos movemos y existimos»), sufre de atrofia total respecto de la
visión o percepción de esa presencia. A causa de su condición de espíritu
encarnado, se le vuelve opaco el espacio de lo puramente espiritual. Ni
siquiera posee la visión del propio espíritu, ni tiene experiencia de la propia
alma.
Por
eso es en cierto modo normal que cuando una gracia de lo alto descorre ese velo
que le hacía opaca la presencia de lo divino, surja la visión, es decir, la
percepción sin mediaciones. Pero solo y únicamente desde esa superdotación de
gracia. Es el momento en que se abre al espíritu humano el espacio de la
experiencia mística.
De
ese modo a Teresa –lo mismo que a Morente– se le hace diáfana y luminosa esa
realidad, antes irreducible a las percepciones sensorias y a las mediaciones
noéticas. Lo singular en el caso de la Santa de Ávila lo anota ella misma: que
esta manera de comunicación con Cristo se prolongaba días y días, «y aun más de
un año alguna vez» (n. 3).
Resumiendo
todo esto, al filósofo Morente le ocurrió «el hecho extraordinario» de una
gracia mística fulminante pero puntual y fugaz. A Teresa «el hecho
extraordinario» se le prolongó en vida mística todo el resto de su existencia.
El
impacto producido en la persona y la vida de Teresa
En
la Biblia, el profeta nace generalmente en un momento de fuerte experiencia de
Yavé o de Cristo. Moisés, pastor en el Sinaí, tras la teofanía de la zarza
ardiente, se convierte en profeta y caudillo del Pueblo. Saulo, tras la
cristofanía ocurrida en el camino de Damasco, de perseguidor se convierte en el
apóstol de Jesús. Como si de pronto hubieran renacido uno y otro.
En
el caso de Teresa, esa experiencia cristológica le cambia la vida. Da espesor y
densidad nueva a su feminidad, a su religiosidad, a su dinamismo social.
El «hecho
extraordinario» le acaece en 1560. Fecha que parte su historia personal en dos
mitades, dos vertientes. Antes de ese año, Teresa ha luchado consigo misma, ha
bregado hasta el agotamiento para convertirse del todo, ha recibido un sartal
de gracias místicas. Pero aún no ha hecho nada de lo que va a ser su misión en
la Iglesia. Aún no ha nacido en ella ni la profeta, ni la doctora, ni la
fundadora.
Todo
cuanto ella escriba tendrá data posterior (su primer escrito es de 1560:
primera Relación; el último de 1582, relato final de las Fundaciones). Solo a
partir del hecho extraordinario decidirá pronunciar el «voto de lo más
perfecto». Todas las fundaciones de carmelitas sobrevendrán después de ese
encuentro personal con Cristo Señor. Solo a partir de esa fecha, Teresa de
Ahumada pasará a ser Teresa de Jesús. «En fin, en la ganancia del alma se ve
ser grandísima merced y muy mucho de preciar, y agradece al Señor que se la da
tan sin poderlo merecer, y por ningún tesoro ni deleite de la tierra la
trocaría» (n. 5).
[1]
Esta persona es ella misma: cf. Vida c. 27, nn. 2-5.
[2] Queda dicho en el c. 3.
[3] Cf
Vida c. 27, n. 3.
[4] Cf
Vida c. 25, n. 18; y Relaciones 4 (n. 10), 35, 53, 55; y 6M c. 3, n. 5.
[5] Querría, escribió la Santa.
[6] Se
trata de ella misma, con el típico recurso de anonimato.
[7] En
el c. 6, nn. 1-6.
[8]
Alude a la serie de gracias místicas referidas en los cc. anteriores.
[9] En
los nn. 3-5.
[10] En
el n. 3.
[11]
Alusión al texto paulino «fidelis est
[NVg autem] Deus» (1Co 10, 13), que tan hondamente se grabó en la Santa (cf.
Vida 23, 15 y Relación 28: «Yo soy fiel; nadie se perderá sin entenderlo»; y
estas Mor. c. 3, n. 17 nota.).
[12] En
el n. 1.
[13] Bien es que hay, escribió la Santa (cf.
c. 12, n. 13).
MORADAS DEL CASTILLO INTERIOR
- Moradas sextas, cap. 2
- Moradas sextas, cap. 3
- Moradas sextas, cap. 4
- Moradas sextas, cap. 5
- Moradas sextas, cap. 6