Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 7
Trata
de la manera que es la pena que sienten de sus pecados las almas a quien Dios
hace las mercedes dichas. Dice cuán gran yerro es no ejercitarse, por muy
espirituales que sean, en traer presente la Humanidad de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo, y su sacratísima Pasión y vida, y su gloriosa Madre y
santos. Es de mucho provecho.
1.
Pareceros ha hermanas, que a estas almas que el Señor se comunica tan
particularmente en especial podrán pensar esto que diré las que no hubieren
llegado a estas mercedes, porque si lo han gozado, y es de Dios, verán lo que
yo diré), que estarán ya tan seguras de que han de gozarle para siempre, que no
tendrán que temer ni que llorar sus pecados; y será muy gran engaño, porque el
dolor de los pecados crece más mientras más se recibe de nuestro Dios. Y tengo
yo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que esta
no se quitará.
2.
Verdad es que unas veces aprieta más que otras, y también es de diferente
manera; porque no se acuerda de la pena que ha de tener por ellos, sino de cómo
fue tan ingrata a quien tanto debe y a quien tanto merece ser servido; porque en
estas grandezas que le comunica, entiende mucho más la de Dios. Espántase cómo
fue tan atrevida; llora su poco respeto; parécele una cosa tan desatinada su
desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan
bajas que dejaba una tan gran Majestad. Mucho más se acuerda de esto que de las
mercedes que recibe, siendo tan grandes como las dichas y las que están por
decir; parece que las lleva un río caudaloso y las trae a sus tiempos; esto de
los pecados está como un cieno, que siempre parece se avivan en la memoria y es
harto gran cruz.
3.
Yo sé de una persona (1)[1]
que, dejado de querer morirse por ver a Dios, lo deseaba por no sentir tan
ordinariamente pena de cuán desagradecida había sido a quien tanto debió
siempre y había de deber; y así no le parecía podían llegar maldades de ninguno
a las suyas, porque entendía que no le habría a quien tanto hubiese sufrido
Dios y tantas mercedes hubiese hecho. En lo que toca a miedo del infierno, ninguno
tienen. De si han de perder a Dios, a veces aprieta mucho; mas es pocas veces.
Todo su temor es no las deje Dios de su mano para ofenderle y se vean en estado
tan miserable como se vieron (2)[2]
en algún tiempo; que de pena ni gloria suya propia, no tienen cuidado, y si
desean no estar mucho en purgatorio, es más por no estar ausentes de Dios, lo
que allí estuvieren, que por las penas que han de pasar.
4.
Yo no tendría por seguro, por favorecida que un alma esté de Dios, que se
olvidase de que en algún tiempo se vio en miserable estado; porque, aunque es
cosa penosa, aprovecha para muchas. Quizá como yo he sido tan ruin, me parece
esto, y esta es la causa de traerlo siempre en la memoria. Las que han sido
buenas, no tendrán que sentir, aunque siempre hay quiebras mientras vivimos en
este cuerpo mortal. Para esta pena ningún alivio es pensar que tiene nuestro
Señor ya perdonados los pecados y olvidados; antes añade a la pena ver tanta
bondad y que se hacen mercedes a quien no merecía sino infierno. Yo pienso que
fue este un gran martirio en San Pedro y la Magdalena; porque, como tenían el
amor tan crecido y habían recibido tantas mercedes y tenían entendida la
grandeza y majestad de Dios, sería harto recio de sufrir, y con muy tierno
sentimiento.
5.
También os parecerá que quien goza de cosas tan altas no tendrá meditación en
los misterios de la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo, porque
se ejercitará ya toda en amor. Esto es una cosa que escribí largo en otra parte
(3)[3],
y aunque me han contradecido en ella y dicho que no lo entiendo, porque son
caminos por donde lleva nuestro Señor, y que cuando ya han pasado de los
principios es mejor tratar en cosas de la divinidad y huir de las corpóreas, a
mí no me harán confesar que es buen camino. Yo puede ser que me engañe y que
digamos todos una cosa; mas vi yo que me quería engañar el demonio por ahí, y
así estoy tan escarmentada, que pienso, aunque lo haya dicho más veces (4)[4],
decíroslo otra vez aquí, porque vayáis en esto con mucha advertencia; y mirad
que oso decir que no creáis a quien os dijere otra cosa. Y procuraré darme más
a entender, que hice en otra parte; porque por ventura si alguno lo ha escrito,
como él lo dijo (5)[5], si
más se alargara en declararlo, decía bien; y decirlo así por junto a las que no
entendemos tanto, puede hacer mucho mal.
6.
También les parecerá a algunas almas que no pueden pensar en la Pasión; pues
menos podrán en la sacratísima Virgen, ni en la vida de los Santos, que tan
gran provecho y aliento nos da su memoria. Yo no puedo pensar en qué piensan;
porque, apartados de todo lo corpóreo, para espíritus angélicos es estar
siempre abrasados en amor, que no para los que vivimos en cuerpo mortal, que es
menester trate y piense y se acompañe de los que, teniéndole, hicieron tan
grandes hazañas por Dios; cuánto más apartarse de industria de todo nuestro
bien y remedio que es la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Y
no puedo creer que lo hacen, sino que no se entienden, y así harán daño a sí y
a los otros. Al menos yo les aseguro que no entren a estas dos moradas
postreras; porque si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el
camino; harto será si se están en las demás con seguridad. Porque el mismo
Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y que no puede
ninguno ir al Padre sino por él; y «quien me ve a mí ve a mi Padre» (6)[6].
Dirán que se da otro sentido a estas palabras. Yo no sé esotros sentidos; con este
que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien.
7.
Hay algunas almas –y son hartas las que lo han tratado conmigo– que como
nuestro Señor las llega a dar contemplación perfecta, querríanse siempre estar
allí, y no puede ser; mas quedan con esta merced del Señor de manera que
después no pueden discurrir en los misterios de la Pasión y de la vida de
Cristo como antes. Y no sé qué es la causa, mas es esto muy ordinario, que
queda el entendimiento más inhabilitado para la meditación. Creo debe ser la
causa, que como en la meditación es todo buscar a Dios, como una vez que se
halla y queda el alma acostumbrada por obra de la voluntad a tornarle a buscar,
no quiere cansarse con el entendimiento. Y también me parece que, como la
voluntad esté ya encendida, no quiere esta potencia generosa aprovecharse de
estotra si pudiese; y no hace mal, mas será imposible, en especial hasta que
llegue a estas postreras moradas, y perderá tiempo, porque muchas veces ha
menester ser ayudada del entendimiento para encender la voluntad.
8.
Y notad, hermanas, este punto, que es importante, y así le quiero declarar más:
está el alma deseando emplearse toda en amor y querría no entender en otra cosa,
mas no podrá aunque quiera; porque, aunque la voluntad no esté muerta, está
mortecino el fuego que la suele hacer quemar, y es menester quien le sople para
echar calor de sí. ¿Sería bueno que se estuviese el alma con esta sequedad, esperando
fuego del cielo que queme este sacrificio que está haciendo de sí a Dios, como
hizo nuestro Padre Elías? (7)[7]
No, por cierto, ni es bien esperar milagros. El Señor los hace cuando es
servido, por esta alma, como queda dicho y se dirá adelante; mas quiere Su
Majestad que nos tengamos por tan ruines que no merecemos los haga, sino que
nos ayudemos en todo lo que pudiéremos. Y tengo para mí que hasta que muramos, por
subida oración que haya, es menester esto.
9. Verdad
es que a quien mete ya el Señor en la séptima morada, es muy pocas veces, o
casi nunca, las que ha menester hacer esta diligencia, por la razón que en ella
diré (8)[8],
si se me acordare; mas es muy continuo no se apartar de andar con Cristo
nuestro Señor por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre
su compañía. Así que, cuando no hay encendido el fuego que queda dicho (9)[9]
en la voluntad ni se siente la presencia de Dios, es menester que la busquemos;
que esto quiere Su Majestad, como lo hacía la Esposa en los Cantares (10)[10],
y que preguntemos a las criaturas quién las hizo –como dice San Agustín, creo, en
sus Meditaciones o Confesiones– (11)[11],
y no nos estemos bobos perdiendo tiempo por esperar lo que una vez se nos dio, que
a los principios podrá ser que no lo dé el Señor en un año, y aun en muchos; Su
Majestad sabe el porqué; nosotras no hemos de querer saberlo, ni hay para qué.
Pues sabemos el camino cómo hemos de contentar a Dios por los mandamientos y
consejos, en esto andemos muy diligentes, y en pensar su vida y muerte, y lo
mucho que le debemos; lo demás venga cuando el Señor quisiere.
10.
Aquí viene el responder que no pueden detenerse en estas cosas (12)[12],
y por lo que queda dicho, quizá tendrán razón en alguna manera. Ya sabéis que
discurrir con el entendimiento es uno, y representar la memoria al
entendimiento verdades es otro. Decís, quizá, que no me entendéis, y
verdaderamente podrá ser que no lo entienda yo para saberlo decir; mas direlo
como supiere. Llamo yo meditación a discurrir mucho con el entendimiento de
esta manera: comenzamos a pensar en la merced que nos hizo Dios en darnos a su
único Hijo, y no paramos allí, sino vamos adelante a los misterios de toda su
gloriosa vida; o comenzamos en la oración del Huerto y no para el entendimiento
hasta que está puesto en la cruz; o tomamos un paso de la Pasión, digamos como
el prendimiento, y andamos en este misterio, considerando por menudo las cosas
que hay que pensar en él y que sentir, así de la traición de Judas, como de la
huida de los apóstoles y todo lo demás; y es admirable y muy meritoria oración.
11.
Esta es la que digo que tendrán razón (13)[13]
quien ha llegado a llevarla Dios a cosas sobrenaturales y a perfecta
contemplación; porque –como he dicho– (14)[14]
no sé la causa, mas lo más ordinario no podrá. Mas no la tendrá, digo razón, si
dice que no se detiene en estos misterios y los trae presentes muchas veces, en
especial cuando los celebra la Iglesia Católica; ni es posible que pierda
memoria el alma que ha recibido tanto de Dios de muestras de amor tan preciosas,
porque son vivas centellas para encenderla más en el que tiene a nuestro Señor;
sino que no se entiende, porque entiende el alma estos misterios por manera más
perfecta: y es que se los representa el entendimiento, y estámpanse en la
memoria de manera que de solo ver al señor caído con aquel espantoso sudor en
el Huerto, aquello le basta para no solo una hora, sino muchos días, mirando
con una sencilla vista quién es y cuán ingratos hemos sido a tan gran pena;
luego acude la voluntad, aunque no sea con ternura, a desear servir en algo tan
gran merced y a desear padecer algo por quien tanto padeció y a otras cosas
semejantes, en que ocupa la memoria y el entendimiento. Y creo que por esta
razón no puede pasar a discurrir más en la Pasión, y esto le hace parecer que
no puede pensar en ella.
12.
Y si esto no hace, es bien que lo procure hacer, que yo sé que no lo impedirá
la muy subida oración, y no tengo por bueno que no se ejercite en esto muchas
veces. Si de aquí la suspendiere el Señor, muy enhorabuena, que aunque no
quiera la hará dejar en lo que está (15)[15].
Y tengo por muy cierto que no es estorbo esta manera de proceder, sino gran
ayuda para todo bien, lo que sería si mucho trabajase en el discurrir que dije
al principio, y tengo para mí que no podrá quien ha llegado a más. Ya puede ser
que sí, que por muchos caminos lleva Dios las almas; mas no se condenen las que
no pudieren ir por él, ni las juzguen inhabilitadas para gozar de tan grandes
bienes como están encerrados en los misterios de nuestro bien Jesucristo; ni
nadie me hará entender, sea cuan espiritual quisiere, que irá bien por aquí.
13.
Hay unos principios, y aun medios, que tienen algunas almas, que como comienzan
a llegar a oración de quietud y a gustar de los regalos y gustos que da el
Señor, paréceles que es muy gran cosa estarse allí siempre gustando. Pues
créanme y no se embeban tanto –como ya he dicho en otra parte– (16)[16]
que es larga la vida, y hay en ella muchos trabajos, y hemos menester mirar a
nuestro dechado Cristo, cómo los pasó, y aun a sus apóstoles y Santos, para
llevarlos con perfección. Es muy buena compañía el buen Jesús para no nos
apartar de ella, y su Sacratísima Madre, y gusta mucho de que nos dolamos de
sus penas, aunque dejemos nuestro contento y gusto algunas veces. Cuánto más, hijas,
que no es tan ordinario el regalo en la oración que no haya tiempo para todo
(17)[17];
y la que dijere que es en un ser, tendríalo yo por sospechoso, digo que nunca
puede hacer lo que queda dicho; y así lo tened y procurad salir de ese engaño y
desembeberos con todas vuestras fuerzas; y si no bastaren, decirlo a la priora,
para que os dé un oficio de tanto cuidado que se quite ese peligro; que al
menos para el seso y cabeza es muy grande, si durase mucho tiempo.
14.
Creo queda dado a entender lo que conviene, por espirituales que sean, no huir
tanto de cosas corpóreas que les parezca aun hace daño la Humanidad
sacratísima. Alegan lo que el Señor dijo a sus discípulos, que convenía que él
se fuese (18)[18].
Yo no puedo sufrir esto. A osadas que no lo dijo a su Madre Sacratísima, porque
estaba firme en la fe, que sabía que era Dios y hombre, y aunque le amaba más
que ellos, era con tanta perfección, que antes la ayudaba. No debían estar
entonces los apóstoles tan firmes en la fe como después estuvieron, y tenemos
razón de estar nosotros ahora. Yo os digo, hijas, que le tengo por peligroso
camino y que podría el demonio venir a hacer perder la devoción con el
Santísimo Sacramento.
15.
El engaño que me pareció a mí que llevaba no llegó a tanto como esto, sino a no
gustar de pensar en nuestro Señor Jesucristo tanto, sino andarme en aquel
embebecimiento, aguardando aquel regalo. Y vi claramente que iba mal; porque
como no podía ser tenerle siempre, andaba el pensamiento de aquí para allí, y
el alma, me parece, como un ave revolando que no halla adonde parar, y
perdiendo harto tiempo, y no aprovechando en las virtudes ni medrando en la
oración. Y no entendía la causa, ni la entendiera, a mi parecer, porque me
parecía que era aquello muy acertado, hasta que, tratando la oración que
llevaba con una persona sierva de Dios, me avisó. Después vi claro cuán errada
iba, y nunca me acaba de pesar de que haya habido ningún tiempo que yo
careciese de entender que se podía malganar con tan gran pérdida; y cuando
pudiera, no quiero ningún bien sino adquirido por quien nos vinieron todos los
bienes. Sea para siempre alabado, amén.
COMENTARIO
(1ª Parte)
El
misterio del mal humano ante la mirada del místico
Antes
de iniciar la lectura de este pasaje de las Moradas, formulemos a la autora,
Teresa de Jesús, un doble porqué:
Primero,
¿por qué unir en un solo capítulo esos dos temas extremos que son «los pecados
del místico» y «la Humanidad de Jesús»?
Y
segundo, ¿por qué a estas alturas del Castillo, precisamente cuando Teresa se
ha internado en alta mar del tema místico, se detiene a hablar ahora de los
pecados pasados? Y eso, ¡con el agravante de hacerlo en tales términos!
Los
dos interrogantes sirven para ofrecer al lector posibles pistas de lectura.
Estamos ante uno de los pasajes más decisivos del libro. Y de todo lo escrito
por la Santa. Nos interesa no leer en superficie. A ser posible, seguir de
cerca el hilo de su pensamiento. Este capítulo «es de mucho provecho», advierte
ella en el epígrafe inicial.
Es
fácil la respuesta a la primera pregunta. Los dos temas –pecados del hombre y
Humanidad de Cristo– se presentan sencillamente emparejados en el epígrafe del
capítulo. Uno tras otro, sin correlacionarlos ni apuntar un esbozo de síntesis.
Luego, en el tejido de la exposición, uno y otro se encabezan con un compás de
diálogo con las lectoras del libro, las carmelitas de sus Carmelos. Es decir,
el capítulo entero se escribe en diálogo abierto con ellas, que intervienen planteando
problemas a la escritora. Lo dice ella así:
Comienza
el tema primero (nn. 1-4): «Os parecerá, hermanas, que estas almas (que ya se
han sumergido en la experiencia de Dios)... ya no tendrán que llorar sus
pecados...» (comienzo del n. 1).
También
el tema segundo (nn. 5-15) se abre dialogando: «Os parecerá que quien goza de
cosas tan altas no (pensará) en los misterios de la sacratísima Humanidad de
nuestro Señor Jesucristo» (comienzo del n. 5).
A
ambas preguntas, Teresa responde desplegando expresamente el diálogo con las
interesadas. Lo hace así, de acuerdo con la consigna metodológica adoptada
desde el prólogo: «Iré hablando con ellas en lo que escribiré».
Conviene
que el lector no pierda de vista ese marco escénico de fondo. Le conviene
recordar que en la redacción del libro, desde los comienzos del mismo en
Toledo, apenas Teresa da fin a un cuadernillo (32 páginas), una monja letrera
del convento se apodera de él y lo copia en limpio. Y cuando la autora se aleja
de Toledo y se traslada a Ávila al morir el nuncio papal Nicolás Ormaneto, la
amanuense toledana envía a sus hermanas del Carmelo abulense de San José el
cuaderno de lo ya transcrito y la consigna de proseguir la tarea. En Ávila,
otra hermana de buena péñola sigue copiando.
Es
normal que a través de la amanuense llegue al grupo de monjas el eco de cada
morada del castillo a medida que la pluma de la autora va haciendo la travesía.
Normal también que en el diálogo cotidiano ese eco y las resonancias del tema
en las conversaciones de recreación incidan de rebote en la tarea redaccional
de la autora. Y que las destinatarias del libro retraigan la atención de esta
hacia temas y problemas concretos, los que brotan de la vida y de las
preocupaciones mismas de la comunidad.
Ahí
sí, en ese contexto vital y casero es fácil entender la correlación y, hasta
cierto punto, la cohesión de esos dos temas: Cristo Jesús que nos salva de
nuestros pecados. No sería fácil, en cambio, y quizás ni siquiera posible,
entender y experimentar el misterio de su Humanidad santa, sin relacionarlo con
el misterio del mal, sin proyectarlo sobre el misterio salvífico del Señor
Redentor. Esa correlación se entiende más y mejor precisamente desde la altura
de las sextas moradas. Es decir, desde la experiencia mística de la salvación,
en donde convergen el mal y el Salvador.
Es
este el segundo interrogante: ¿por qué interrumpir la exposición de la
experiencia fuerte del misterio de Dios, para regresar al tema del pecado? ¿No
ha quedado este decididamente superado tras la lucha de las moradas segundas,
con la metamorfosis del gusano en mariposa desde las moradas quintas?
La
respuesta al interrogante es de puro realismo teresiano. Por muy alto y raudo
que sea su vuelo, Teresa nunca pierde de vista la tierra que pisa, y en la que
nosotros nos batimos. Es patente que a ella el «trato con Dios» no solo le
apuró e intensificó la capacidad de «trato de amistad con los hombres», sino
que le afinó la mirada para ver y entender todo lo humano, desde «la farsa de
esta vida» –como ella dice–, hasta el recóndito misterio del castillo interior
de cada hombre.
De
ahí que el misterio del mal no se le salga de órbita, ni ella pierda de vista
la realidad del pecado como parte de la historia humana.
Al
contrario, lo que ella tiene que decir al lector es que solo ahora y desde esa
altura de experiencia le es posible al hombre medir la envergadura y el
profundo sentido (o sinsentido) del pecado. Al lector teólogo se le envía una
especie de mensaje paradójico: que ni desde la ética filosófica ni desde la
teología llegará él a calibrar adecuadamente la dimensión de ese abismo del
mal. Llegar a ese abismo es algo que logra solo la mirada del místico. Y al
lector de a pie, desprovisto de teologías, y hoy con serias dificultades
mentales, éticas y sociológicas para recuperar el «sentido cristiano del
pecado», el hecho de que le hable de él una mística humanísima como Teresa
quizás le ofrezca una catequesis inesperadamente eficaz.
De
los dos temas tratados en el capítulo, ahora vamos a releer solo el primero.
Teresa lo enuncia así: «Trata de la manera que es la pena que sienten de sus
pecados las almas a quien Dios hace las mercedes dichas».
El
hecho del recuerdo
«Recordar
el crimen cometido», ¿no es una de las componentes patológicas de la psicología
criminal del asesino? Una vez cometido el crimen, su recuerdo lo sigue
barrenando desde la memoria o desde el subconsciente. Sigue latiendo en el
asesino, para forzarlo a luchar contra el recuerdo que lo martillea una y otra
vez. O para forzarlo a una catarsis que justifique lo hecho. O para endurecerlo
anímicamente contra las víctimas e incluso contra sí mismo, contra la
instintiva tentación de debilidad o de retractación de la monstruosidad de lo
perpetrado.
Abundantes
jirones de la prensa diaria volvieron sobre el tema con ocasión de la muerte de
Pol Pot. No hace mucho lo glosaba vallejo Nágera en su libro «Locos egregios»,
contando los últimos días de Napoleón en Santa Elena, cuando una ingenua adolescente
inglesa le recuerda la masacre despiadada de todo el ejército mameluco tras la
batalla del Nilo.
Pero
¿no es absolutamente distónico tomar de mira esa psicosis del recuerdo criminal
al acercarnos al «recuerdo» místico de Teresa en sus moradas sextas?
Probablemente sí. Distónico, pero no porque en el caso de ella se trate de un
minirrecuerdo descolorido, frente al maxiobsesivo recuerdo de la patología
criminal. Bien al contrario. Nos lo dirá ella misma.
Nosotros,
los lectores, «recordamos» que Teresa es una convertida. Y que comparte la
psicología religiosa típica de todos los convertidos. Vive su religiosidad, su
relación con Dios y consigo misma desde el hecho de la conversión. En la
historia de ella no ha habido ni crímenes ni perversión ni pecados graves.
Pero... Teresa ha sido capaz de resistir a Dios. Le ha parado las manos cuando él
las ponía en el rumbo de su vida. Ha retrasado largos años la hora de Dios. Eso
le ha hecho «perder» un tiempo precioso, perder vida. Más de una vez clamará a
su Señor: «¡Devolvedme el tiempo perdido!»
Es
ese el motivo existencial porque en el Castillo hablará del pecado una y otra
vez: al principio, en las moradas primeras y segundas; en el medio, en estas
moradas sextas; y al final, en el capítulo último de las moradas séptimas. Y
todavía en el epílogo: «Hermanas..., os pido que cada vez que leyereis aquí...
le pidáis para mí que me perdone mis pecados» (n. 4). Aun recurriendo al
anonimato, no podrá menos de decírselo al lector en términos vibrantes: «Yo sé
de una persona que, dejado de querer morirse por ver a Dios, lo deseaba
(morirse) por no sentir tan ordinariamente pena de cuán desagradecida había
sido a quien tanto debió siempre y había de deber» (n. 3).
El
parámetro absoluto del «recuerdo», Teresa lo formula en una gavilla de axiomas
lineales. He aquí algunos:
– «El dolor de los pecados (es decir,
el recuerdo dolorido de ellos) crece más mientras más se recibe de nuestro
Dios» (n. 1).
– «Tengo yo para mí que hasta que
estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que esta (pena: la producida por el
recuerdo del pecado) no se quitará» (n. 1).
– El místico, o Teresa misma «mucho más
se acuerda de esto (de los pecados pasados), que de las mercedes (gracias
místicas) que recibe. (Estas) parece que las lleva un río caudaloso y las trae
a sus tiempos... Los pecados están como un cieno que siempre parece se avivan
en la memoria, y es harto gran cruz» (n. 2. Eso mismo y en idénticos términos
plásticos ya lo había escrito Teresa en la Rel 4, 1).
– ¿Y de los nuestros? –«Yo no tendría
por seguro, por favorecida que un alma esté de Dios, que se olvidase de que en
algún tiempo se vio en miserable estado» (n. 4).
El
contenido del recuerdo
Nada
de masoquismo ni de revivencia disfrazada. Es cierto que, a esta altura de su
exposición, Teresa habla sobre todo de la psicología refinada del místico. Pero
su punto de vista es válido a todos los niveles. Vale para diagramar
sencillamente esa capa de la conciencia religiosa en un lector cualquiera.
En
el Castillo, la visión que ella tiene del hombre y de la vida humana no
circunscribe la existencia en un hecho puntual. La persona y la vida son las
dos cosas: el ser y la historia. La persona y lo vivido. Teresa misma es el
resultado de la historia que está viviendo. En la postrera morada del Castillo
seguirá inscrita la aventura vivida en las moradas precedentes o incluso en
«las afueras» de sí misma.
Por
eso, al enumerar ahora el contenido de los recuerdos, lo negativo y oscuro se
vuelve translúcido y positivo. Sin morbo. Teresa sorprende al lector con una
serie de enunciados que compilan los estratos del recuerdo:
– «No se acuerda de la pena que ha de
tener por ellos, sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe y a quien
tanto merece ser servido» (n. 2).
– «En estas, grandezas que (él) le
comunica, entiende mucho más la (grandeza) de Dios. Espántase cómo fue tan
atrevida. Llora su poco respeto. Parécele una cosa tan desatinada su desatino,
que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que
dejaba una tan gran majestad» (n. 2).
– «En lo que toca a miedo del infierno,
ninguno tienen. De si han de perder a Dios, a veces aprieta mucho. Mas es pocas
veces. Todo su temor es no las deje Dios de su mano para ofenderle y se vean en
estado tan miserable como se vieron el algún tiempo» (n. 3).
– «Para esta pena ningún alivio es
pensar que tiene nuestro Señor ya perdonados los pecados y olvidados; antes
añade a la pena ver tanta bondad, y que se hacen mercedes a quien no merecería
sino el infierno» (n. 4).
Entre
las osadas afirmaciones de Teresa, hay una que frecuentemente ha molestado a
los lectores. Es la que categoriza en términos hiperbólicos su propia humildad.
«Mujer y ruin», etc. Les molesta, no solo por lo reiterativo (a partir de la
primera página de su primer libro: el prólogo de Vida), sino por su desmesura
autobiográfica. Alguien ha llegado a ver en esa reiteración una simple
constante literaria, etiquetada como «retórica de la humildad». Sería, dicen,
un recurso estilístico esgrimido por Teresa para la «captatio benevolentiae», para ganarse la benevolencia del lector
frente a la osadía de quien, como ella, siendo mujer escribe libros e imparte
lecciones de alta espiritualidad.
Aquí,
en nuestro texto, Teresa la formula una vez más así, pensando en su propia
indignidad: «No le parecía podían llegar maldades de ninguno a las suyas». Y lo
motiva: «Porque entendía que no le habría (que no habría nadie) a quien tanto
hubiese sufrido Dios y tantas mercedes hubiese hecho» (n. 3).
¿Hipérbole
retórica? Para el lector familiarizado con la psique y la escritura de Teresa,
probablemente huelgan comentarios apologéticos. Si algo queda fuera de
cuestionamiento es su sinceridad, e incluso su veracidad literaria. Es
indudable que Teresa no solo piensa lo que dice, sino que así se ve ella a sí
misma, tanto cuando se pone al habla con Dios, como cuando se cartea con
cualquiera de sus corresponsales. Es decir, cuando está bien lejos de hacer
literatura.
El
problema de esa su humildad se sitúa a hondura más profunda de lo entrevisto
desde la superficie. Se trata, con toda seguridad, de la sima en que el místico
siente y calibra «el mal humano», por empatía de él con el resto de la
humanidad, y dentro de esta con la masa negativa de todos los crímenes
cometidos por el hombre histórico.
Un
filósofo italiano, Cornelio Fabro, analizando el fenómeno de la mística
coetánea Gema Galgani, que, pese a lo impoluto de su vida joven, experimenta en
lo más hondo de su psicología el peso del pecado «como suyo», no halla otra
explicación que la solidaridad y simbiosis del místico con el tejido humano
universal. Como Jesús inocente cargó con los pecados de los hombres, así o algo
así le ocurre a Gema en momentos sumamente traumatizantes.
Historia
que se repite. Por acercarnos a místicos coetáneos nuestros, la exégesis
filosófica de Fabro se repite en la interpretación que hace el filósofo francés
Jean Guitton de las mismas experiencias vividas por otra desconcertante mística
de nuestros días, Marta Robin, estudiadas meticulosamente por el filósofo.
También ella de un historial impoluto, y sin embargo profundamente marcada por
el trauma del pecado humano.
Es
decir, que en la historia de la humanidad, hay quienes ejercen ese misterioso
sacerdocio vicario que les hace cargar sobre sí todo el peso de los males
incurridos por los hombres-hermanos. Y cuando mencionamos esos «males»
incurridos o cometidos por los humanos, nosotros hombres del siglo XX no
podemos recurrir a la evasiva de los disfraces pseudooptimistas. Son demasiado
enormes y voluminosos los episodios de la shoá, de las selvas de Camboya, de
las masacres de Africa, para envolverlos en una mirada bonachona... Todo parece
demostrar que hay trances históricos en que «el mal» sobrepasa los límites de
lo humano...
Los
místicos, con su experiencia de los «grandes males» humanos, no son válvulas
liberadoras de la conciencia universal. No cancelan la historia. Pero, en
cristiano, ellos comparten y actualizan la misteriosa catarsis realizada por
Jesús. Purifican y elevan a la humanidad desde el mal hasta el bien. Por eso
Teresa, como ellos, coloca el recuerdo del mal en el contexto maravilloso de
las sextas moradas. Algún gran filósofo de nuestro siglo ha escrito que de cara
a la cultura atea de nuestra sociedad, queda enhiesta como única y última
prueba de la existencia de Dios la experiencia de los místicos. Habría que
decir algo parecido en el cuadrante del mal y del pecado: en una cultura que
tiende a extinguir en la conciencia humana el sentido de pecado, la experiencia
de los místicos –la palabra de Teresa– es todo un detonador.
COMENTARIO
(2ª Parte)
La
humanidad de Cristo y la vida del cristiano
Recordemos
que ya en el Libro de la Vida afrontó la autora este asunto. Aquel capítulo 22
y este capítulo 7 de las moradas sextas forman díptico. Para un estudio
adecuado del pensamiento de Teresa habría que leer en paralelo ambos pasajes.
No es posible hacerlo aquí, por razones de espacio. Baste notar que en los doce
años que median entre una y otra exposición, Teresa no ha cambiado de parecer,
ni en la sustancia ni en los detalles. Y que, si bien al escribir ahora las
Moradas (Ávila 1577), no tiene al alcance de la mano su Libro de la Vida
(secuestrado en Toledo desde 1575), la autora mantiene y sostiene idéntica
línea argumental.
¿De
qué se trata?
Un
tema en dos tiempos. En la base y subyaciendo a toda la exposición, un episodio
de historia personal de la autora: lo que a ella le ha pasado en su relación
con la Humanidad de Cristo. Es algo que le duele. Y desde ese hecho, una tesis
doctrinal que envía al lector un mensaje decisivo para la vida espiritual: la
centralidad radical de la Humanidad de Cristo en toda vida cristiana.
Del
trenzado de ambos temas resulta un pequeño psicodrama. El jirón de vida
aportado por la autora aleja de esas páginas la posible frialdad doctrinaria
del teólogo de profesión. A Teresa le interesa hacer del lector un prosélito de
Jesús.
Pero
en el fondo, el protagonista no es ella sino Jesús. ¿Qué entiende Teresa por
«Humanidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo»? En el epígrafe del capítulo
se apresuró a explicitarlo: «Su sacratísima pasión y vida». Incluso «lo
corpóreo» de Jesús, dirá poco después (n. 6).
Humanidad
de Jesús, para ella, es el Jesús de la historia de salvación. Ante todo, el
Jesús histórico, enmarcado en tiempo y lugar y personas y modales: su ser, su
hacer, su padecer. Sentimientos interiores y acontecimientos exteriores. Sus
palabras y su amor. Con atención especial al misterio pascual de Jesús, que
sufre la pasión y resucita glorioso. Y con expresa ampliación al Jesús del
sacramento eucarístico. Pero, a la vez, Humanidad que se integra en el misterio
de su persona, en la que «divino y humano junto» (n. 9) constituyen el
entramado misterioso de su ser y de su historia.
¿Y
«lo corpóreo»? Cierto, Teresa no reduce la Humanidad del Señor a esa componente
corporal. Pero tampoco la soslaya. A ella, como a todo auténtico enamorado, la
subyugan sus ojos, sus manos traspasadas y gloriosas, su presencia, su manera
de hablar. Todo ello, tanto del Jesús histórico, como del glorioso y
transfigurado. Ya en vida había escrito: «Después que vi la gran hermosura del
Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien...; con poner un
poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma..., oír
sola una palabra dicha de aquella divina boca...!» (Vida 37, 4). «Quiso el
Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura, que no lo podría
yo encarecer» (ib. 28, 1).
Desde
ese realismo, ella misma ampliará el ángulo visual a cuantos están incorporados
al cuerpo místico de Jesús: sobre todo, a «su gloriosa Madre y los Santos».
Ellos ocuparán otro plano, pero dentro de esa misma perspectiva doctrinal (n.
6).
¿Cuál
fue el drama personal de Teresa?
En
el presente pasaje de las Moradas, solo se alude de soslayo a lo referido en
Vida 22. Error y hecho doloroso. Extravío y «traición» (Vida 22, 3), si bien
inconsciente. Consistió en que, al ser introducida ella en lo novedoso de la
experiencia mística, alguien la aconsejó dejar de lado el recurso a la
Humanidad de Jesús, para bogar mar adentro en el misterio de la divinidad. Y
ella se atuvo a ese consejo, aunque por brevísimo tiempo. Hasta que cayó en la
cuenta de su error, con una sensación de vacío o de vértigo, y volvió sobre sus
pasos.
En
el error había mediado un libro que enseñaba a «cuadrar el entendimiento» y
sumergirse en la contemplación de la divinidad (íb. 22, 1), a base de una
curiosa técnica de yoga cristiano capaz de subyugar.
En
realidad no se trataba de una enseñanza aislada y ocasional. Desde siglos, la
espiritualidad cristiana había sufrido la tentación neoplatonizante de
«espiritualizar» la vida, desentendiéndose de todo lo corpóreo e incluyendo en
lo corpóreo a la Humanidad de Jesús. Que por eso había dicho él mismo a sus
apóstoles: «Conviene que yo me vaya..., pues si no me voy no podréis recibir el
Espíritu» (Vida 22, 1 y 6M 7, 14).
Así,
el episodio vivido por Teresa desbordaba su historia personal y reflejaba todo
un filón de la historia y la literatura espiritual cristiana. Desde los
antiguos Padres de la Iglesia, hasta los recientes libros de la escuela
franciscana leídos por Teresa.
Todavía
después de los episodios relatados en Vida, Teresa ha topado con escritores y
teólogos que no piensan como ella (n. 5). No importa. No se les rinde: «Mirad
que oso decir que no creáis a quien os dijere otra cosa». Está «tan
escarmentada», que «a mí no me harán confesar que es buen camino» esa doctrina
que pretende guiar sin «la guía, que es el buen Jesús», o sin «la luz» que
irradia él, o fuera del «camino» que conduce al Padre, y que igualmente es el
mismo Jesús. «Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor
que es luz; y que no puede ninguno ir al Padre sino por él; y "quien me ve
a mí, ve a mi Padre". Dirán que se da otro sentido a, estas palabras. Yo
no sé esotros sentidos. Con este que siempre siente mi alma ser verdad, me ha
ido muy bien» (n. 6).
¿Cuál
es su pensamiento sobre la Humanidad de Jesús?
Aunque
sea traicionando de momento el delicioso lenguaje de Teresa, podríamos
compendiar su pensamiento en dos gruesas palabras de nuestra jerga teológica:
cristocentrismo y pancristismo.
Es
decir, para ella la Humanidad de Jesús constituye el centro insuplantable de la
vida cristiana. Y a la vez, extiende su influjo salvífico a todo el arco de
crecimiento de la vida espiritual. En cada cristiano y en la Iglesia. Incluso
en lo más elevado de la experiencia mística.
Cristocentrismo
quiere decir que la fe y la vida cristiana no están fundadas en abstracciones
ni en filosofías, sino en la existencia singularísima de una persona histórica
que se llama Cristo Jesús. Él es centro orbital de nuestra vida, que es «vida
en Cristo». Sin él o fuera de él, la vida del cristiano se desorbita. Es eso lo
primero que a toda costa quiere inculcar Teresa.
Lo
segundo es pancristismo. Es decir, que la gracia, la vida y la salvación no
solo la recibimos de Jesús en flujo descendente, de él a nosotros, sino que en
todo el proceso de la vida cristiana –en todas sus etapas y manifestaciones–,
por él subimos al Padre. En él se realiza y se consuma nuestra unión con Dios.
A través de él se reciben las gracias cimeras de la santidad. De suerte que a
quienes osen prescindir de él, «yo les aseguro que no entren a estas dos
moradas postreras (sextas y séptimas del Castillo), porque si pierden la guía,
que es el buen Jesús, no acertarán el camino» (n. 6).
Al
terminar su exposición, recordando una vez más el error en que ella misma
incurrió, escribirá que «nunca me acaba de pesar de que haya habido ningún
tiempo que yo careciese de entender que se pudiese malganar con tan gran
pérdida; y cuando pudiera, no quiero ningún bien sino adquirido por quien nos
vinieron todos los bienes» (n. 15). Son dos afirmaciones categóricas de
inspiración paulina: ganancia que sea a costa de marginar a Jesús (es decir, a
costa de «tan gran pérdida»), es «malganar»: «pérdida y basura», había escrito
Pablo (Flp 3, 7-8). Y bienes que no vengan por el cauce de todos los bienes que
es él, Teresa «no los quiere», porque ya no serían bienes. Jesús es el
sacramento universal de salvación.
¿Y
en la oración? Las tres etapas: meditación, contemplación, unión
No
olvidemos que Teresa es una contemplativa. Ha sido precisamente su experiencia
mística la que la ha introducido en lo hondo del misterio de Cristo. Y la ha
enamorado de su Humanidad. En un momento decisivo de su camino interior, el
ingreso en la presencia del Señor Jesús, misteriosamente instalado a su lado
derecho (Vida 27, 2), inauguró la última jornada de su itinerario espiritual.
Lo contó ella en los capítulos centrales de su autobiografía (cc. 27-29).
Por
todo eso, es normal que ahora concretice la problemática de la Humanidad de
Cristo en el sector de la oración. Tanto más que la antigua objeción acerca de
esa santa Humanidad de su Señor provenía de los teorizantes de la
contemplación. Y se formulaba como incompatibilidad entre lo corpóreo y
limitante de toda creatura (la Humanidad de Jesús pertenece al orden de lo
creado) y la contemplación perfecta, que según esos teóricos se realiza más
allá de contornos limitantes y de especies mediatizadoras. Ahí precisamente, en
la doctrina y en la praxis de la contemplación perfecta, es donde Teresa topaba
con los objetores sistemáticos de su tesis. A ellos se refiere cuando «osa
decir que no creáis a quien os dijere otra cosa» (n. 5). Será en ese terreno
doctrinal donde ella reformule su pensamiento en términos categóricos: que la
más alta contemplación mística tiene por objeto normal los misterios de Jesús y
su Humanidad. Se alimenta de ellos.
La
Santa articula su pensamiento refiriéndolo a las tres etapas fundamentales del
camino de la oración: la meditación del misterio de Cristo, la contemplación
del mismo, y la unión a él.
Lo
normal, según ella, es que en los comienzos de la oración el principiante
«medite» paso a paso la historia de Jesús, escuche su palabra y se familiarice
con su evangelio, medite la Pasión, «busque» y se adentre en la interioridad de
Jesús. Llegará un momento en que ese proceso meditativo de la Humanidad del
Señor se dificulte o se agote, por las razones que sea. Pero esa especie de
saturación en modo alguno conllevará la marginación del misterio cristológico.
Al contrario, abrirá el acceso a él por un camino mejor: la contemplación del
misterio.
Este
segundo estadio de la oración será más intensamente cristológico. De acceso más
inmediato, más rico y eficaz al misterio y a los misterios de Jesús. Será ahí
«adonde divino y humano junto es siempre compañía» del orante contemplativo.
Pero aquí en la tierra ese «iuge
convivium» no acontece sin intermitencias, arideces y cortapisas. En esos
interludios, el contemplativo deberá regresar a la humilde «búsqueda»
meditativa de la Humanidad de Jesús. Como buscaba al Amado la esposa de los
Cantares. O bien, «preguntando a las criaturas quién la hizo, como dice san
Agustín..., y no nos estemos bobos perdiendo tiempo en esperar lo que una vez
se nos dio, que a los principios podrá ser que no lo dé el Señor en un año y
aun en muchos: Su Majestad sabe el porqué» (n. 9). Entonces la escucha de la
palabra o la búsqueda de la Humanidad de Jesús harán de encendedor reiterado
del amor, especie de trampolín de reingreso en el espacio contemplativo.
De
ahí a la unión solo media un paso. Teresa hablará de ello apenas inicie el tema
en la séptimas moradas. La gracia de la unión consumada también acontecerá en
relación a la Humanidad de Cristo. Será ese el tema del capítulo segundo de las
moradas séptimas.
Modelo
de todo ello, de atención y amor a lo humano de Jesús, es la Virgen María.
Teresa comenta a propósito del pasaje evangélico en que se dice «que convenía
que él (Jesús) se fuese»: «A osadas que no lo dijo a su madre Santísima, porque
estaba firme en la fe, que sabía que era Dios y hombre, y aunque le amaba más
que ellos (más que los apóstoles), era con tanta perfección, que antes la
ayudaba» (n. 14). Es decir, que también ella, la Virgen Santa, llegó a la
plenitud de gracia en fuerza de su especial relación con la Humanidad santa de
su hijo Jesús.
[11]
O Confesiones, fue añadido por la
Santa al margen. – Cf. Confesiones,
L. 10, c. 6, nn. 9-10. Pero quizá aluda de nuevo a los Soliloquios del Pseudo-Agustín, c. 31 (cf. nuestra nota a Vida c.
40, n. 6), editados corrientemente junto con las Meditaciones (aquí aludidas
por la Santa) y el Manual, ambos también pseudo-agustinianos.
MORADAS DEL CASTILLO INTERIOR
- Moradas sextas, cap. 2
- Moradas sextas, cap. 3
- Moradas sextas, cap. 4
- Moradas sextas, cap. 5
- Moradas sextas, cap. 6