Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
MORADAS
CUARTAS
Capítulo
2
Prosigue en lo mismo y declara por una comparación
qué es gustos y cómo se han de alcanzar no procurándolos.
1. ¡Válgame Dios en lo que me he metido! Ya tenía
olvidado lo que trataba, porque los negocios y salud me hace dejarlo al mejor
tiempo; y como tengo poca memoria, irá todo desconcertado por no poder tornarlo
a leer (1)[1].
Y aun quizás se es todo desconcierto cuanto digo; al menos es lo que siento.
Paréceme queda dicho (2)[2]
de los consuelos espirituales. Cómo algunas como veces van envueltos con
nuestras pasiones, traen consigo unos alborotos de sollozos, y aun a personas
he oído que se les aprieta el pecho y aun vienen a movimientos exteriores, que
no se pueden ir a la mano, y es la fuerza de manera que les hace salir sangre
de narices y cosas así penosas. De esto no sé decir nada, porque no he pasado
por ello, mas debe quedar consuelo; porque –como digo– (3)[3]
todo va a parar en desear contentar a Dios y gozar de Su Majestad.
2. Los que yo llamo «gustos de Dios» –que en otra
parte lo he nombrado «oración de quietud»– (4)[4]
es muy de otra manera, como entenderéis las que lo habéis probado por la
misericordia de Dios. Hagamos cuenta, para entenderlo mejor, que vemos dos
fuentes con dos pilas que se hinchen de agua, que no me hallo cosa más a
propósito para declarar algunas de espíritu que esto de agua; y es, como sé
poco y el ingenio no ayuda y soy tan amiga de este elemento, que le he mirado
con más advertencia que otras cosas (5)[5];
que en todas las que crió tan gran Dios, tan sabio, debe haber hartos secretos
de que nos podemos aprovechar, y así lo hacen los que lo entienden, aunque creo
que en cada cosita que Dios crió hay más de lo que se entiende, aunque sea una
hormiguita.
3. Estos dos pilones se hinchen de agua de
diferentes maneras: el uno viene de más lejos por muchos arcaduces y artificio;
el otro está hecho en el mismo nacimiento del agua y vase hinchendo sin ningún
ruido, y si es el manantial caudaloso, como este de que hablamos, después de
henchido este pilón procede un gran arroyo; ni es menester artificio, ni se
acaba el edificio de los arcaduces, sino siempre está procediendo agua de allí.
Es la diferencia que la que viene por arcaduces es, a
mi parecer, los «contentos» que tengo dicho (6)[6]
que se sacan con la meditación; porque los traemos con los pensamientos, ayudándonos
de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento; y como viene en
fin con nuestras diligencias hace ruido cuando ha de haber algún henchimiento
de provechos que hace en el alma, como queda dicho (7)[7].
4. Estotra fuente viene el agua de su mismo
nacimiento, que es Dios, y así como Su Majestad quiere, cuando es servido hacer
alguna merced sobrenatural, produce con grandísima paz y quietud y suavidad de
lo muy interior de nosotros mismos, yo no sé hacia dónde ni cómo, ni aquel
contento y deleite se siente como los de acá en el corazón –digo en su
principio, que después todo lo hinche–, vase revertiendo este agua por todas
las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo; que por eso dije (8)[8]
que comienza de Dios y acaba en nosotros; que cierto, como verá quien lo
hubiere probado, todo el hombre exterior goza de este gusto y suavidad.
5. Estaba yo ahora mirando –escribiendo esto– que en
el verso que dije: Dilatasti cor meum
(9)[9],
dice que ensanchó el corazón; y no me parece que es cosa –como digo– que su
nacimiento es del corazón, sino de otra parte aun más interior, como una cosa
profunda. Pienso que debe ser el centro del alma, como después he entendido y
diré a la postre (10)[10];
que, cierto, veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas
veces. Y ¡cuántos más debe haber! ¡Oh Señor mío y Dios mío, qué grandes son
vuestras grandezas!, y andamos acá como unos pastorcillos bobos, que nos parece
alcanzamos algo de Vos y debe ser tanto como nonada, pues en nosotros mismos
están grandes secretos que no entendemos. Digo tanto como nonada, para lo muy
muy mucho que hay en Vos, que no porque no son muy grandes las grandezas que
vemos, aun de lo que podemos alcanzar de vuestras obras.
6. Tornando al verso, en lo que me puede aprovechar,
a mi parecer, para aquí, es en aquel ensanchamiento; que así parece que, como
comienza a producir aquella agua celestial de este manantial que digo de lo
profundo de nosotros, parece que se va dilatando y ensanchando todo nuestro
interior y produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aun el alma sabe
entender qué es lo que se le da allí. Entiende una fragancia –digamos ahora– como
si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos
perfumes; ni se ve la lumbre, ni dónde está; mas el calor y humo oloroso
penetra toda el alma y aun hartas veces –como he dicho– (11)[11]
participa el cuerpo. Mirad, entendedme, que ni se siente calor ni se huele olor,
que más delicada cosa es que estas cosas; sino para dároslo a entender. Y
entiendan las personas que no han pasado por esto que es verdad que pasa así y
que se entiende, y lo entiende el alma más claro que yo lo digo ahora; que no
es esto cosa que se puede antojar, porque por diligencias que hagamos no lo
podemos adquirir, y en ello mismo se ve no ser de nuestro metal, sino de aquel
purísimo oro de la sabiduría divina.
Aquí no están las potencias unidas, a mi parecer, sino
embebidas y mirando como espantadas qué es aquello.
7. Podrá ser que en estas cosas interiores me
contradiga algo de lo que tengo dicho en otras partes. No es maravilla, porque
en casi quince años que ha que lo escribí (12)[12],
quizá me ha dado el Señor más claridad en estas cosas de lo que entonces
entendía, y ahora y entonces puedo errar en todo, mas no mentir, que, por la
misericordia de Dios, antes pasaría mil muertes. Digo lo que entiendo (13)[13].
8. La voluntad bien me parece que debe estar unida
en alguna manera con la de Dios; mas en los efectos y obras de después se
conocen estas verdades de oración, que no hay mejor crisol para probarse. Harto
gran merced es de nuestro Señor, si la conoce quien la recibe, y muy grande si
no torna atrás.
Luego querréis, mis hijas, procurar tener esta
oración, y tenéis razón; que –como he dicho– (14)[14]
no acaba de entender el alma las que allí la hace el Señor y con el amor que la
va acercando más a Sí, que cierto está desear saber cómo alcanzaremos esta
merced. Yo os diré lo que en esto he entendido.
9. Dejemos cuando el Señor es servido de hacerla
porque Su Majestad quiere y no por más. Él sabe el porqué; no nos hemos de
meter en eso. Después de hacer lo que los de las moradas pasadas, ¡humildad, humildad!
Por esta se deja vencer el Señor a cuanto de él queremos (15)[15];
y lo primero en que veréis si la tenéis es en no pensar que merecéis estas
mercedes y gustos del Señor ni los habéis de tener en vuestra vida.
Direisme que de esta manera que ¿cómo se han de
alcanzar no los procurando? A esto respondo que no hay otra mejor de la que os
he dicho y no los procurar, por estas razones: la primera, porque lo primero
que para esto es menester es amar a Dios sin interés; la segunda, porque es un
poco de poca humildad pensar que por nuestros servicios miserables se ha de
alcanzar cosa tan grande; la tercera, porque el verdadero aparejo para esto es
deseo de padecer y de imitar al Señor y no gustos, los que, en fin, le hemos
ofendido; la cuarta, porque no está obligado Su Majestad a dárnoslos, como a
darnos la gloria si guardamos sus mandamientos, que sin esto nos podremos
salvar y sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y quién le ama de verdad;
y así es cosa cierta, yo lo sé, y conozco personas (16)[16]
que van por el camino del amor como han de ir, por solo servir a su Cristo
crucificado, que no solo no le piden gustos ni los desean, mas le suplican no
se los dé en esta vida. Esto es verdad. La quinta es porque trabajaremos en
balde, que como no se ha de traer esta agua por arcaduces como la pasada, si el
manantial no la quiere producir, poco aprovecha que nos cansemos. Quiero decir
que aunque más meditación tengamos y aunque más nos estrujemos y tengamos
lágrimas, no viene este agua por aquí. Solo se da a quien Dios quiere y cuando
más descuidada está muchas veces el alma.
10. Suyas somos, hermanas; haga lo que quisiere de
nosotras; llévenos por donde fuere servido. Bien creo que quien de verdad se
humillare y desasiere (digo de verdad, porque no ha de ser por nuestros
pensamientos, que muchas veces nos engañan, sino que estemos desasidas del
todo), que no dejará el Señor de hacernos esta merced y otras muchas que no
sabremos desear. Sea por siempre alabado y bendito, amén.
COMENTARIO
El símbolo de las dos fuentes
Al revisar lo escrito, una vez terminado el libro de
las Moradas, la propia autora antepuso a este capítulo un epígrafe que refleja
bien todo su contenido:
– Que «sigue en lo mismo», es decir, que el lector no
pierda el hilo de lo tratado en el capítulo anterior.
– Que «lo declara por una comparación», es decir,
que sin abandonar el símbolo básico del castillo, ahora introduce otro: «agua
para el castillo».
– Y tercero, el aspecto práctico: ¿hay o no hay
técnicas para llegar a la experiencia religiosa que aquí se explica? No, no las
hay.
Antes de leer
Desde la primera línea del capítulo le llega al
lector una explosiva exclamación de la autora: «¡Válgame Dios en lo que me he
metido!». Ha tenido que interrumpir la composición del libro. Se le ha olvidado
de qué venía hablando. Se ha visto abrumada de negocios y problemas de salud.
Sin tiempo para releer lo escrito. Recela, contra sí misma: «Que es todo
desconcierto cuanto digo; al menos es lo que siento».
Flamante instantánea de la escritora y su tarea. No
todo es real en esa estampa. Pero sí han ocurrido contratiempos
desconcertantes. A los quince días de iniciar la redacción de las Moradas, ha
muerto en Madrid el nuncio papal Nicolás Ormaneto (18.6.1577), pieza clave en
ese otro castillo de naipes que es la reforma teresiana, que comienza a
tambalearse. Teresa tendrá que hacer rápidamente su matalotaje
para trasladarse de Toledo a Ávila, y esperar allí al nuevo nuncio pontificio,
con malos presagios.
Ese nerviosismo es el responsable del «desconcierto»
que ahora acusa la autora, obligada a seguir escribiendo a salto de mata, «a
pocos a pocos» como ella misma ha certificado en otro lugar. Más adelante tendremos
ocasión de comprobar cierto trastrueque de piezas en el temario de este
capítulo y del siguiente.
Oración, gracia y vida en las moradas
cuartas
Son tres preguntas que formulamos a la autora: Qué
tipo de oración es el que caracteriza al morador de las cuartas moradas del
castillo. Cuál es el desbordamiento de la oración sobre la vida. Cuál la
iniciativa de Dios –y de su gracia– en lo uno y lo otro, en la oración y en la
vida.
Oración,
recordémoslo, es la relación con Él. Vida
es el arco entero de relaciones del hombre con Él, con los otros, consigo
mismo, con el tren de quehaceres en marcha. Gracia
es la iniciativa y la serie de dones de Dios en la vida y oración del hombre.
Teresa comienza empalmando con lo escrito en su primer
libro, secuestrado por la inquisición, Libro de la Vida. Allí habló de «la
oración de quietud». Ahora, a eso mismo lo llama «gustos de Dios» – gozo de
Dios. La «quietud» de que habló en Vida era un grado de la oración. Ahora los
«gustos» o el gozo de Dios es algo que se refiere a toda la vida. Pero Teresa
no los separa en compartimentos estancos: oración y vida de las cuartas moradas
es lo que ella nos va a referir enseguida bajo el símbolo de las dos fuentes.
Un poco más adelante, reafirmando la evocación del
libro secuestrado, recordará que hace ya quince años que lo compuso. Es normal
que ahora, con la crecida de experiencia, sea mayor su lucidez doctrinal y
diferente el enfoque. Con todo, la exposición hecha en Vida sigue en pie, y
ahora la profundizará.
En resumen, la «oración de quietud» expuesta en los
capítulos 14 y 15 de Vida correspondía a la segunda agua con que se regaba el
huerto del alma, pero era la primera forma de oración mística. Estreno de esa
especie de oración pasivo-contemplativa, en que la gracia o la acción de Él
toman la iniciativa y le hacen a uno orar bajo el soplo y el calor del
Espíritu. Esa primera oración mística tenía su órgano de expresión en la
voluntad, que es el corazón del espíritu, corazón de toda la vida del hombre.
Teresa, allí, la comparaba a una centellica de fuego que desde la voluntad se
disponía a incendiar toda la actividad humana. Y la llamaba oración de quietud
(terminología que ella había recibido de los libros espirituales de su tiempo),
porque efectivamente contrastaba con el bullicio y la complejidad psicológica
de la oración discursiva de la primera agua. Silencio, reposo fascinado de sola
la voluntad, convocada al festín del amor, remontada por encima del revoloteo
de otras fuerzas del espíritu: mente y fantasía, todavía dispersivas. Porque
en este umbral de la oración mística, sola la voluntad –según Teresa– es
alcanzada por el imán de la gracia, para ponerla en «oración de amor» y unirla
por momentos al objeto misterioso del amor que es Dios, en Cristo, y en todo lo
irradiado por su misterio de bondad, de gracia, de ternura hacia los hombres.
Ahora, en las moradas cuartas, ese paisaje interior
persiste. El ingreso en la vida mística se hace igualmente a través de la
convocatoria de la voluntad humana al misterio del amor de Dios. Pero con un
matiz nuevo, reflejado en la nueva terminología: «gustos/gozo». Es toda la
persona la que va a quedar sensibilizada gozosamente a la presencia de Dios,
bajo la acción de su gracia. Por eso, en el símbolo que Teresa utiliza para
explicárnoslo, habla menos de la voluntad, y en cambio va a referirse al
«hondón» de la persona, al «centro del alma», hontanar de toda la vida del
castillo.
Será ahí, en ese hondón misterioso, donde su
relación con Dios hará brotar la fuente que inunde la voluntad y que alcance
todas las capas y pliegues del hombre, hasta llegar al mismo cuerpo con sus
sentidos y actividades.
Las dos fuentes: pilón y arcaduces
El agua en su realismo físico, la del vaso o de la
fuente campestre, el agua de la lluvia o la del torrente o la del mar, con su
embrujo de trasparencia, de fluidez y limpieza, de empalme con la vida, es
constante tentación literaria para la pluma de Teresa. A ella recurre ahora
para hacer su catequesis de las moradas cuartas. No halla «cosa más a propósito
para declarar cosas de espíritu, que esto de agua... Soy tan amiga de este
elemento, que le he mirado con más advertencia que otras cosas» (n. 2).
Realmente, Teresa es buen testigo de la tesis que ve
en el agua el símbolo universal del origen de la vida, incluso de la vida
trascendente, en todas las religiones. En el Camino de Perfección dedica
numerosas páginas a la imagen del agua viva. Mucho más en su autobiografía:
todo el tratadillo de los grados de oración se apoya en el simbolismo del
agua, que da vida al huerto del alma: capítulos 11-21 de su libro. Más
adelante, para introducir al lector en lo hondo de su experiencia mística, la
comparará a «unas fontecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer
movimiento la arena hacia arriba» (Vida 30, 19).
Será esta última imagen la base simbólica que
elaborará ahora en nuestro capítulo de las moradas cuartas, pero desdoblando la
imagen en dos fuentes, una de las cuales simbolice la vida del alma en cuanto
vinculada al esfuerzo humano; la otra, esa misma vida en su origen divino. La
primera corresponde a la vida ascética y a la oración meditativa de las tres
primeras moradas. La otra, a la vida mística y a la oración infusa de las
moradas cuartas y siguientes. Con un subrayado, a primera vista desconcertante:
la fuente primera, la que simboliza el esfuerzo del hombre por alimentar la
vida del castillo, está situada fuera, extrae el agua de manantiales precarios
y lejanos y la conduce por un «artificio de arcaduces» que no la libran de
derrames ni de polvo y fango. Mientras que la otra fuente, la que tiene su
origen en el Señor del castillo, está situada dentro, en lo más hondo del
castillo mismo. La acción de Dios para dar vida al hombre no es algo externo o
extraño al hombre, sino que tiene la fuente manantial en la entraña del
espíritu humano. Precisamente porque lo más hondo del hombre –la última
morada del castillo– es una especie de apertura radical a Dios y a lo divino.
Oigamos a la Santa:
«Hagamos cuenta, para entenderlo mejor, que vemos
dos fuentes con dos pilas que se hinchen de agua... Estos dos pilones se
hinchen de agua de diferentes maneras: el uno viene de más lejos por muchos
arcaduces y artificio; el otro está hecho en el mismo nacimiento del agua y
vase hinchendo sin ningún ruido, y si es el manantial caudaloso como este de
que hablamos, después de henchido este pilón procede un gran arroyo. Ni es
menester artificio ni se acaba el edificio de los arcaduces, sino siempre está
procediendo agua de allí. Es la diferencia que la que viene por arcaduces es,
a mi parecer, los contentos que tengo dicho que se sacan de la meditación;
porque los traemos con los pensamientos, ayudándonos de las criaturas en la
meditación y cansando el entendimiento; y como viene en fin con nuestras
diligencias, hace ruido cuando ha de haber algún henchimiento... Estotra
fuente, viene el agua de su mismo nacimiento que es Dios...» (nn. 2-4).
Sigue explicando que la acción de Dios es creadora;
rehace el ser humano; no lo oprime ni lo angosta; lo dilata y ensancha; esa
segunda fuente se crece y espacia en proporción con la crecida del agua que
brota de ella; es agua y fuego a la vez; como si en lo hondo del alma, «en
aquel hondón interior, estuviese un brasero adonde se echasen olorosos
perfumes» que penetran toda el alma e impregnan el cuerpo (n. 6).
Agua y fuego simbolizan también la nueva forma de oración
que ahora caracteriza la relación del hombre con Dios en ternura y ardor de la
voluntad. Es la voluntad la que por momentos se une a Dios. Así, el paisaje de
las moradas cuartas vuelve a coincidir con la segunda agua de Vida. El ingreso
en la experiencia mística se hace desde la voluntad, es decir, desde el amor de
Dios, que penetra y fecunda el corazón del hombre. En realidad, desde el
corazón.
¿Técnicas, o gratuidad para llegar a la
fuente manantial?
Aflora, por fin, una de las preocupaciones persistentes
de la Santa: el fácil espejismo del orante frente al umbral de la experiencia
mística. Espejismo que consiste en creer que él puede conseguir esa oración de
quietud o cualquier otro asomo de experiencia mística, como puede lograr a base
de esfuerzos una virtud o una oración ascética. Utilizando el mismo símbolo de
la Santa: creer que, así como puede conducir el agua de la meditación por
técnicas humanas, podrá hacer que brote el agua en el misterioso pilón
interior.
Ya en el tiempo de la Santa estaban en boga ciertas
técnicas de vacío mental y de «levantar el espíritu a cosas sobrenaturales»,
similares a ciertos esquemas pedagógicos de la meditación profunda de nuestros
días. Teresa responde categóricamente desde el epígrafe del capítulo: este tipo
de experiencia religiosa «se alcanza no procurándolo». No hay técnicas que
valgan. No hay correlatividad entre la iniciativa humana y la absoluta
gratuidad del don amoroso de Dios. Cualquier tipo de escalada de la
experiencia mística –incluso en este ínfimo grado de oración de quietud– es
«trabajar en balde, que como no se ha de traer esta agua por arcaduces como la
pasada, si el manantial no la quiere producir, poco aprovecha que nos
cansemos. Quiero decir que aunque más meditación tengamos y aunque más no
estrujemos y tengamos lágrimas, no viene esta agua por aquí. Solo se da a quien Dios quiere y cuando más
descuidada está muchas veces el alma» (n. 9).
Sí, el orante puede disponer su espíritu para
recibir ese don. Pero esa disposición no va por el camino de las técnicas
psicosomáticas, sino..., «después de hacer lo que los de las moradas pasadas,
¡humildad, humildad! Por esta se deja vencer el Señor a cuanto de él
queremos... Suyas somos, hermanas; haga lo que quisiere de nosotras; llévenos
por donde fuere servido» (nn. 9-10).
Imposible expresar con mayor nitidez el hecho de que
en la vida de la fe o en nuestra relación con Dios, hay zonas de gratuidad
absoluta, pendientes de la pura iniciativa divina, vivencias que acontecen en
la misteriosa lógica del amor trascendente, fuera del alcance y más allá de las
horas marcadas por el reloj de la madurez humana. Esfera de la gracia. Las
otorga Él a la pobre criatura humana «porque quiere y no por más» (n. 9).
Y precisamente será ese maravilloso mundo de su amor
gratuito el que desarrolle la espiral de gracias y experiencias que Teresa
describirá a partir de este momento, en las moradas quintas, sextas y
séptimas.
En síntesis
Sin duda, al lector le será preciso leer el texto
íntegro de la Santa. Para esa lectura le sugerimos tres pistas:
– Que el ingreso en las moradas cuartas, y consiguientemente
en la experiencia mística, no está marcado por un cambio de conducta ética por
parte del hombre. Es obra de un nuevo tipo de gratuidad amorosa por parte de
Dios.
– Pero en la estructura misma del hombre hay unas
capas profundas que ahora se vuelven hontanar misterioso bajo la iniciativa
de Él.
– Y que en la progresiva relación del hombre con
Dios juegan un papel decisivo el amor y la voluntad. Que el hombre comienza a
amar de forma absolutamente nueva, precisamente experimentando el amor que
Dios derrama sobre él.
[16]
Conozco personas...: Cf. un lugar
paralelo en 6M 9, 17, en que las personas aludidas son expresamente dos, una de
las cuales parece identificarse con fray Juan de la Cruz; la otra, ciertamente
con la autora.
Moradas del Castillo Interior
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