Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 5
Prosigue en lo mismo, y pone una manera de cuando levanta Dios el alma con un vuelo del espíritu en diferente manera de lo que queda dicho. Dice alguna causa por qué es menester ánimo. Declara algo de esta merced que hace el Señor, por sabrosa manera. Es harto provechoso.
1. Otra manera de arrobamientos hay (1)[1], o vuelo del espíritu le llamo yo, que aunque todo es uno en la sustancia, en el interior se siente muy diferente; porque muy de presto algunas veces se siente un movimiento tan acelerado del alma, que parece es arrebatado el espíritu con una velocidad que pone harto temor, en especial a los principios; que por eso os decía (2)[2] que es menester ánimo grande para a quien Dios ha de hacer estas mercedes, y aun fe y confianza y resignación grande de que haga nuestro Señor del alma lo que quisiere. ¿Pensáis que es poca turbación estar una persona muy en su sentido y verse arrebatar el alma (y aun algunos hemos leído (3)[3] que el cuerpo con ella) sin saber adónde va, qué o quién la lleva o cómo?; que al principio de este momentáneo movimiento no hay tanta certidumbre de que es Dios (4)[4].
2. Pues ¿hay algún remedio de poder resistir? En ninguna manera; antes es peor; que yo sé de alguna persona (5)[5] que parece quiere Dios dar a entender al alma que, pues tantas veces con tan grandes veras se ha puesto en sus manos, y con tan entera voluntad se le ha ofrecido toda, que entienda que ya no tiene parte en sí, y notablemente con más impetuoso movimiento es arrebatada; y tomaba ya por sí no hacer más que hace una paja cuando la levanta el ámbar, si lo habéis mirado, y dejarse en las manos de quien tan poderoso es, que ve es lo más acertado hacer de la necesidad virtud. Y porque dije de la paja, este nuestro gran gigante y poderoso arrebata el espíritu (6)[6].
3. No parece sino que aquel pilar de agua que dijimos –creo era en la cuarta morada, que no me acuerdo bien– (7)[7], que con tanta suavidad y mansedumbre, digo sin ningún movimiento, se henchía, aquí desató este gran Dios –que detiene los manantiales de las aguas y no deja salir la mar de sus términos (8)[8]– los manantiales por donde venía a este pilar el agua; y con un ímpetu grande se levanta una ola tan poderosa, que sube a lo alto esta navecica de nuestra alma. Y así como no puede una nave, ni es poderoso el piloto ni todos los que la gobiernan, para que las olas, si vienen con furia, la dejen estar adonde quieren, muy menos puede lo interior del alma detenerse en donde quiere, ni hacer que sus sentidos ni potencias hagan más de lo que les tienen mandado, que lo exterior no se hace aquí caso de ello.
4. Es cierto, hermanas, que de solo irlo escribiendo me voy espantando de cómo se muestra aquí el gran poder de este gran Rey y Emperador. ¡Qué hará quien pasa por ello! Tengo para mí que si los que andan muy perdidos por el mundo se les descubriese Su Majestad, como hace a estas almas, que aunque no fuese por amor, por miedo no le osarían ofender. Pues ¡oh, cuán obligadas estarán las que han sido avisadas por camino tan subido a procurar con todas sus fuerzas no enojar este Señor! Por él os suplico, hermanas, a las que hubiere hecho Su Majestad estas mercedes u otras semejantes, que no os descuidéis con no hacer más que recibir. Mirad que quien mucho debe, mucho ha de pagar (9)[9].
5. Para esto también es menester gran ánimo, que es una cosa que acobarda en gran manera; y si nuestro Señor no se le diese, andaría siempre con gran aflicción; porque mirando lo que Su Majestad hace con ella y tornándose a mirar a sí cuán poco sirve para lo que está obligada, y eso poquillo que hace, lleno de faltas y quiebras y flojedad, que por no se acordar de cuán imperfectamente hace alguna obra, si la hace, tiene por mejor procurar que se le olvide y traer delante sus pecados y meterse en la misericordia de Dios, que, pues no tiene con qué pagar, supla la piedad y misericordia que siempre tuvo con los pecadores.
6. Quizás le responderá lo que a una persona (10)[10] que estaba muy afligida delante de un crucifijo en este punto, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios ni qué dejar por él: díjole el mismo Crucificado, consolándola, que él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión, que los tuviese por propios, para ofrecer a su Padre. Quedó aquel alma tan consolada y tan rica, según de ella he entendido, que no se le puede olvidar; antes cada vez que se ve tan miserable, acordándosele, queda animada y consolada.
Algunas cosas de estas podría decir aquí, que como he tratado tantas personas santas y de oración, sé muchas; porque no penséis que soy yo, me voy a la mano. Esta paréceme de gran provecho para que entendáis lo que se contenta nuestro Señor de que nos conozcamos y procuremos siempre mirar y remirar nuestra pobreza y miseria, y que no tenemos nada que no lo recibimos (11)[11]. Así que, hermanas mías, para esto y otras muchas cosas que se ofrece a un alma que ya el Señor la tiene en este punto, es menester ánimo; y a mi parecer, para esto postrero más que para nada, si hay humildad. Dénosla el Señor, por quien él es.
7. Pues tornando a este apresurado arrebatar el espíritu (12)[12], es de tal manera que verdaderamente parece sale del cuerpo, y por otra parte claro está que no queda esta persona muerta; al menos ella no puede decir si está en el cuerpo o si no, por algunos instantes. Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de en esta que vivimos, adonde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella la estuviera fabricando junto con otras cosas, fuera imposible alcanzarlas. Y acaece que en un instante le enseñan tantas cosas juntas que en muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y pensamiento no pudiera de mil partes la una. Esto no es visión intelectual, sino imaginaria, que se ve con los ojos del alma muy mejor que acá vemos con los del cuerpo, y sin palabras se le da a entender algunas cosas; digo como si ve algunos santos, los conoce como si los hubiera mucho tratado.
8. Otras veces, junto con las cosas que ve con los ojos del alma, por visión intelectual se le representan otras, en especial multitud de ángeles con el Señor de ellos; y sin ver nada con los ojos del cuerpo (13)[13], por un conocimiento admirable que yo no sabré decir, se le representa lo que digo y otras muchas cosas que no son para decir. Quien pasare por ellas, que tenga más habilidad que yo, las sabrá quizá dar a entender, aunque me parece bien dificultoso. Si esto todo pasa estando en el cuerpo, o no, yo no lo sabré decir; al menos ni juraría que está en el cuerpo ni tampoco que está el cuerpo sin alma (14)[14].
9. Muchas veces he pensado, si como el sol estándose en el cielo, que sus rayos tienen tanta fuerza que no mudándose él de allí, de presto llegan acá, si el alma y el espíritu, que son una misma cosa como lo es el sol y sus rayos, puede, quedándose ella en su puesto, con la fuerza del calor que le viene del verdadero Sol de Justicia, alguna parte superior salir sobre sí misma (15)[15]. En fin, yo no sé lo que digo. Lo que es verdad, es que con la presteza que sale la pelota de un arcabuz cuando la ponen el fuego, se levanta en el interior un vuelo (que yo no sé otro nombre que le poner), que aunque no hace ruido, hace movimiento tan claro que no puede ser antojo en ninguna manera; y muy fuera de sí misma, a todo lo que puede entender, se le muestran grandes cosas; y cuando torna a sentirse en sí, es con tan grandes ganancias y teniendo en tan poco todas las cosas de la tierra para en comparación de las que ha visto, que le parecen basura; y desde ahí adelante vive en ella con harta pena, y no ve cosa de las que le solían parecer bien, que le haga dársele nada de ella.
Parece que le ha querido el Señor mostrar algo de la tierra adonde ha de ir, como llevaron señas los que enviaron a la tierra de promisión los del pueblo de Israel (16)[16], para que pase los trabajos de este camino tan trabajoso, sabiendo adónde ha de ir a descansar. Aunque cosa que pasa tan de presto no os parecerá de mucho provecho, son tan grandes los que deja en el alma que si no es por quien pasa, no se sabrá entender su valor.
10. Por donde se ve bien no ser cosa del demonio; que de la propia imaginación es imposible, ni el demonio podría representar cosas que tanta operación y paz y sosiego y aprovechamiento deja en el alma, en especial tres cosas muy en subido grado: conocimiento de la grandeza de Dios, porque mientras más cosas viéremos de ella, más se nos da a entender. Segunda razón: (17)[17] propio conocimiento y humildad de ver cómo cosa tan baja en comparación del Criador de tantas grandezas, le ha osado ofender ni osa mirarle; la tercera, tener en muy poco todas las cosas de la tierra, si no fueren las que puede aplicar para servicio de tan gran Dios.
11. Estas son las joyas (18)[18] que comienza el Esposo a dar a su esposa, y son de tanto valor que no las pondrá a mal recaudo; que así quedan esculpidas en la memoria estas visitas, que creo es imposible olvidarlas hasta que las goce para siempre, si no fuese para grandísimo mal suyo; mas el Esposo que se las da, es poderoso para darle gracia que no las pierda.
12. Pues tornando al ánimo que es menester (19)[19], ¿os parece que es tan liviana cosa? Que verdaderamente parece que el alma se aparta del cuerpo, porque se ve perder los sentidos y no entiende para qué. Menester es que le dé el que da todo lo demás. Diréis que bien pagado va este temor. Así lo digo yo. Sea para siempre alabado el que tanto puede dar. Plega a Su Majestad, que nos dé para que merezcamos servirle, amén.
COMENTARIO
De nuevo sobre el éxtasis místico
Al plantearse en las moradas sextas el tema del éxtasis, Teresa comenzó diciendo que había dos clases de éxtasis.
Una «primera manera» de éxtasis era interiorizante. En léxico moderno –decíamos nosotros– se la llama «énstasis». Regreso al «hondón» de uno mismo, hasta trascender esa última capa del propio subsuelo y entrar en la órbita de lo divino. En el Castillo interior que simboliza al alma, Teresa afirma reiteradamente que la última morada, la más profunda del espíritu humano, confina con lo divino y se la ha reservado Dios para sí. Ahí habita él.
La «otra manera» de éxtasis –de la que Teresa va a hablarnos en este capítulo quinto– tiene rumbo en cierto modo opuesto: no por el camino de la inmersión en uno mismo, sino de salida de sí: salida y elevación hacia lo trascendente y divino. Es el «éxtasis propiamente dicho». Para designarlo y describirlo, ella adopta como punto de referencia el léxico usado por san Pablo, que fue «raptado» («raptus», en el latín de la Vulgata) al cielo; en la versión castellana, «arrebatado» por una fuerza misteriosa a ese mismo cielo: vocablos que en el léxico teresiano corresponden a rapto y arrebatamiento.
Teresa adopta todavía los términos «arrobamiento y elevamiento» (Vida 20, 1), y otro vocablo singular, tomado del lenguaje popular o quizás de los libros franciscanos leídos por ella, y le llama «vuelo de espíritu». En un escrito confidencial, redactado en Sevilla un año antes que el presente pasaje de las Moradas, escribía ella casi balbuciendo: «El vuelo de espíritu es un no sé cómo le llame que sube de lo más íntimo del alma... Parece que aquella avecica del espíritu se escapó de esta miseria de esta carne y cárcel de este cuerpo...» (Relación 5, 11).
Más cerca de nosotros y de nuestras categorías léxico-científicas, tanto los psicólogos como los especialistas de la mística prefieren el término técnico «levitación». Este sí, tiene ya carta de ciudadanía en el Diccionario de la Academia, que lo define discretamente y sin comprometerse demasiado: «levitación: sensación de mantenerse en el aire sin ningún punto de apoyo».
Como es de suponer, la autora del Castillo ni utilizó ni conoció este último vocablo latinizante, que a ella probablemente no le hubiera servido para decir y describir la misteriosa experiencia que quiere contarnos en el presente capítulo de las moradas sextas. Pero antes de entrar en materia, hagámonos una pregunta.
Hablar de éxtasis al lector de hoy, ¿para qué?
¿Es que puede interesar el tema del éxtasis místico al lector de hoy? La pregunta más radical que nos llega de la calle y de las aulas a propósito de lo místico, los místicos y la experiencia mística se formula más o menos así: ¿Es que todo eso puede tener visos de interés para el creyente de hoy, zambullido en el realismo de los valores humanos, en el empeño por el progreso, en el interés por lo cósmico y por las realidades terrestres?
No es una pregunta tangencial. En el fondo se trata de algo que recae directamente sobre lo nuclear de la espiritualidad cristiana. Imposible entenderla ni vivirla vaciándola de su dimensión de misterio. La vida cristiana, en su reducto más profundo, es gracia. Y por ello, es vida «mística». Imposible vivirla sin personalizar la relación con Dios y con Cristo en el corazón del misterio. Y una vez entrados en la espiral de esa relación con él, lo normal es que implique la posibilidad de alcanzar cotas altísimas. Humanamente imprevisibles.Y quizás incatalogables. Forman parte de eso que en la Biblia se llama «mirabilia Dei» (maravillas obradas por Dios en la historia del hombre), y en el Magníficat «magnalia Dei»: las grandes acciones de Dios en María. Lo anómalo sería que esas grandezas de Dios no interesasen ni mucho ni poco a su prima Isabel o al creyente de a pie como ella. Incluso al hombre de hoy, precisamente por hallarse inmerso en clima de ateísmo: sería anómalo que no le interesasen esos acontecimientos cimeros, que «testifican» de forma especial la presencia de Dios en la historia de los hombres.
El lector del Evangelio no puede relegar a la casilla de lo intrascendente el Tabor de Jesús. Entre las poquísimas confidencias que san Pablo hace a sus lectores de Corinto, les confía el episodio místico de su rapto al tercer cielo, donde experimentó cosas indecibles. Tampoco el lector de hoy podría relegar al rincón de lo desechable esa confidencia de Pablo.
Precisamente al hombre de hoy, por más confinado que se lo suponga en la burbuja de la atmósfera terrestre, cómo le interesa cualquier vislumbre de la lejanía cósmica, la corteza de Titán o de Marte, o el hallazgo de una nueva galaxia: aunque de pronto lo sobresalte la pregunta del porqué y para qué de esas inalcanzables inmensidades del cosmos, le resulta irrenunciable el anhelo de interesarse por ellas, como un tácito conato por liberarse de la angostura del hábitatterrestre.
Teresa de Jesús, cuando escribe de éxtasis y de experiencias místicas de lo divino, sabe que está suministrando un fluido especial para despertar y alentar el sentido de Dios en el lector. Para hacerle patente la grandeza de Dios. Para provocar en él –en el lector– un grito de asombro o una palabra de alabanza y adoración ante «estas grandezas de Dios».
¿De qué o de quién nos habla aquí Teresa?
Puesta a hablar de éxtasis, ¿Teresa nos cuenta los que ella ha tenido, o nos da una lección de teología espiritual sobre ese filón de la vida mística que es el éxtasis? ¿o bien, hace las dos cosas a la par?
Ya la hemos sorprendido más de una vez en capítulos anteriores de las Moradas recurriendo al juego literario del camuflaje. Le resulta imposible escribir sobre altas cosas de mística sin referirse a las propias experiencias. Y entonces, un espontáneo latido de pudor la obliga a tender sobre lo narrado un ligero velo de anonimato. Su recurso habitual es la fórmula: «Yo sé de una persona...», y pasa a hablar de lo ocurrido en el propio «castillo». Más adelante, en estas mismas moradas sextas, cuando asocie a su experiencia la de otro místico de relieve, cual es fray Juan de la Cruz, ampliará la fórmula: «Yo sé de una persona, y aun de dos, la una era hombre...».
Ahora, al hablar del éxtasis, la cortina de camuflaje se despliega una y otra vez a lo largo del capítulo. Escribe: «Algunas cosas de estas podría (yo) decir aquí, que como he tratado tantas personas santas y de oración, sé muchas; porque no penséis que soy yo, me voy a la mano», es decir, me retengo (n. 6). Precisamente, en las líneas que preceden había referido «una de esas cosas», ocurrida a «una de esas personas santas», que es ella: «Quizás le responderá (el Señor) lo que a una persona que estaba muy afligida delante de un crucifijo... considerando que nunca había tenido qué dar a Dios...; díjole el mismo Crucificado, consolándola, que él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión... ». Era Teresa misma esa persona. Lo sabemos por uno de sus apuntes íntimos, editado con el título de Relación 51.
El recurso a la cortina encubridora había comenzado ya en párrafos anteriores, cuando Teresa se emociona al evocar alguno de sus éxtasis de antaño: «Cierto, hermanas, que de solo irlo escribiendo me voy espantando de cómo se muestra aquí el gran poder de este gran Rey y Emperador: ¡qué hará quien pasa por ello!» (n. 4). Y casi al principio del capítulo, con el recurso a su fórmula estereotipada: «Yo sé de alguna persona...» (n. 2).
Ese reiterado esfuerzo de Teresa por lograr el anonimato está delatando que el capítulo entero tiene trasfondo autobiográfico. Y que la autora sigue fiel al secreto intento de recuperar y poner a salvo lo que había testificado en el Libro de la Vida, ahora secuestrado por la Inquisición y quizás –piensa ella– perdido para siempre.
Y como afortunadamente aquel relato de su Vida no se ha perdido, ahora se convierte para nosotros en una clave de lectura del presente pasaje de las Moradas. Resulta que este mismo tema del éxtasis lo había tratado ya Teresa muy por extenso en el capítulo 20 de su autobiografía, incluyéndolo también entonces en el «tratadillo» de los grados de oración, enfocado a media distancia entre la narración autobiográfica y la exposición doctrinal. Para nosotros, lectores del Castillo, la clave de lectura va a consistir en esto:
Tenemos un díptico teresiano sobre el tema del éxtasis: – El primer panel de ese díptico nos lo ofrece el capítulo 20 de Vida: ahí la autora habla de éxtasis mientras vive ella misma en pleno período extático. Incluso en algún caso, escribiendo mientras entra o sale suavemente de esa experiencia. – El segundo panel del díptico nos lo ofrece este capítulo quinto de las moradas sextas, escrito doce años después, desde la altura de sus séptimas moradas, es decir, cuando los éxtasis han cesado y ella dispone de perspectiva suficiente para analizar y evaluar lo vivido.
No es posible releer aquí y ahora el mencionado pasaje de Vida. Al lector interesado le será fácil el regreso a esa página de la Santa. Le será fácil encontrar en ella unos cuantos datos que en las Moradas pasarán a zona de penumbra, apenas insinuados. Baste apuntarlos brevemente aquí:
Ante todo, en ese capítulo 20 de Vida Teresa hace un balance de su presente situación en tema de éxtasis. Vive momentos fuertes «de trance extático», a los que sigue una prolongación continua de incandescencia psicológica y teologal. Por tanto, dos aspectos: el hecho del éxtasis; y la situación vivencial que se deriva de él.
En el éxtasis, subraya la componente somática, el reflejo de la gracia mística sobre el cuerpo: «Cuando está en el arrobamiento, el cuerpo queda como muerto, sin poder nada de sí muchas veces, y como le toma (el éxtasis) se queda... Cuando está en lo subido del éxtasis, se pierden las potencias, porque están muy unidas a Dios, que entonces no ve ni oye ni siente, a mi parecer; mas... este transformamiento del alma en Dios dura poco; mas eso que dura, ninguna potencia se siente, ni sabe lo que pasa allí» (V 20, 18).
Subraya también la nueva interrelación entre las dos componentes de la persona, la espiritual y la somática. El espíritu prevalece sobre el cuerpo. El espíritu se convierte en energía. El cuerpo adopta una actitud de ingravidez que le permite ser arrebatado, incluso elevado. Teresa certifica que sí, que ella ha experimentado –¿cuántas veces?, no lo precisa– el fenómeno de la levitación: «Muchas veces me parecía me dejaba el cuerpo tan ligero, que toda la pesadumbre de él me quitaba, y algunas era tanto, que casi no entendía poner los pies en el suelo». Y aún en términos más fuertes: «Muy muchas veces querría yo resistir, y pongo todas mis fuerzas, en especial algunas (veces) que es en público y otras hartas (veces) en secreto, temiendo ser engañada. Algunas (veces) podía algo, con gran quebrantamiento: como quien pelea con un jayán fuerte, quedaba después cansada; otras (veces) era imposible, sino que me llevaba el alma y aun casi ordinario la cabeza tras ella, sin poderla tener, y algunas todo el cuerpo, hasta levantarlo» (Vida 20, 4; cf. 22, 13).
Esa imagen, tan plástica, del jayán divino elevando a la paja humana, reaparecerá en las páginas de las Moradas. Pero en estas, Teresa concederá menos relieve a esos dos aspectos espectaculares del éxtasis: la levedad del cuerpo ante la nueva fuerza gravitacional del espíritu, y el impacto de la gracia extática sobre las funciones somáticas. Prácticamente, en las Moradas Teresa ya no volverá a hablar de «levitación», ni retornarán los términos «elevamiento» y «levantamiento» utilizados en Vida. En cambio, en el éxtasis le interesará mucho más su contenido, el hecho de gracia.
La clave literaria de lectura
De menos importancia que la base autobiográfica, pero todavía de gran interés para la lectura del texto teresiano, es el recurso a la imaginería simbólica para hablarnos del éxtasis.
Ya en capítulos anteriores nos ha asegurado Teresa que la experiencia extática se sitúa más allá de nuestras ordinarias experiencias empíricas. Y que por eso es inefable. Que no hay palabras adecuadas para decirla a quienes no han tenido esa misma experiencia. De ahí el repliegue sobre otros recursos expresivos. Ante todo, los símbolos. Y luego, el tapiz de imágenes literarias combinadas o sobrepuestas. Estas últimas abundan en nuestro texto. Tratemos de hilvanarlas. Son utensilio privilegiado de la pedagogía teresiana. Fijar la atención en ellas ayudará sin duda al lector. Helas aquí una a una:
– Ya hemos notado la imagen del «jayán fuerte», utilizada en Vida. En las Moradas es más expresiva. El éxtasis es un episodio de amor y de fuerza entre Dios y el alma: Él, «nuestro gran gigante poderoso»; el alma, leve como una paja en manos de aquel, «no hace más que hace una paja cuando la levanta el ámbar, si lo habéis mirado, y dejarse en manos de quien tan poderoso es... Y porque dije de la paja, es cierto así, que con la facilidad que un gran gigante puede arrebatar una paja, este nuestro gran gigante y poderoso arrebata el espíritu» (n. 2).
– No es menos plástica la imagen del mar y la nave. Teresa había contemplado lo del ámbar y la paja («lo habéis mirado?», dice al lector). En cambio, ella nunca ha vista el mar. Pero cuando escribe las moradas son recientes los relatos que le ha hecho Teresita de la travesía del océano, relatos que ella ha escuchado con estupor. Ahora se sirve de esa imagen para obtener un condensado descriptivo del éxtasis. El éxtasis es como el episodio de la barca levantada por las olas del océano. El océano es él («este gran Dios que detiene los manantiales de las aguas y no deja salir el mar de sus términos»). La nave y el piloto son el alma: «Aquí (en el éxtasis) desató este gran Dios... los manantiales... y con un ímpetu grande se levanta una ola tan poderosa, que sube a lo alto esta navecica de nuestra alma. Y así como no puede una nave, ni es poderoso el piloto ni todos los que la gobiernan, para que las olas, si vienen con furia, la dejen estar adonde quieren, muy menos puede lo interior del alma detenerse en donde quiere, ni hacer que sus sentidos y potencias hagan más de lo que les tienen mandado, que lo exterior no se hace aquí caso de ello» (n. 3).
– La imagen del viaje a otra región. El éxtasis sería... como un viaje a la región de la luz. Viaja el alma, dejando aparcado el cuerpo: «Verdaderamente, parece sale del cuerpo... Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de esta en que vivimos, adonde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella la estuviera fabricando, junta con otras cosas, fuera imposible alcanzarlas...» (n. 7). Casi a renglón seguido, Teresa ampliará ese símil con la imagen del sol y sus rayos, según la cual en el éxtasis no será exactamente el alma la que emprende ese viaje a la región de la luz, sino la porción más fina de alla: el espíritu, o «la parte superior (que sale) sobre sí misma» (n. 9). Y todavía volverá sobre la imagen del viaje a la región de la luz para añadirle un toque bíblico: de vuelta del viaje, le «parece que le ha querido el Señor mostrar algo de la tierra adonde ha de ir, como llevaron señas los que enviaron a la tierra dé promisión los del pueblo de Israel, para que pase los trabajos de este camino tan trabajoso, sabiendo adónde ha de ir a descansar» (n. 9).
– La imagen bélica, desde dentro del símbolo del «castillo». El éxtasis es un ímpetu extremo por rebasar el castillo: «Lo que es verdad, es que con la presteza que sale la pelota de un arcabuz cuando le ponen el fuego, se levanta en lo interior un vuelo (que yo no sé otro nombre que le poner), que aunque no hace ruido, hace movimiento tan claro, que no puede ser antojo en ninguna manera; y muy fuera de sí misma –a todo lo que puede entender–, se le muestran grandes cosas...» (n. 9). Por tanto, hay parecidos y desparecidos entre el éxtasis de Teresa y el símil bélico. Sí, el éxtasis es «un vuelo desde lo interior», como el producido por el fuego del arcabuz; pero en el éxtasis es «sin ruido», con «claro» movimiento del espíritu.
– Por fin, la imagen nupcial. Más que el éxtasis mismo, son su contenido y sus dejos las preciosas «joyas que comienza el Esposo a dar a su esposa, y son de tanto valor, que no las pondrá (ella) a mal recaudo; que así quedan esculpidas en la memoria estas vistas, que creo es imposible olvidarlas, hasta que las goce para siempre» (n. 11). Joyas que «quedan esculpidas en la memoria», como en un anillo de prometida, «hasta que las goce para siempre»: es decir, en el éxtasis hay algo de preludio y anticipo de lo celeste y definitivo.
– Más difuminada, pero más presente en la mente de la autora, está una postrera imagen. No literaria sino bíblica. Es la evocación de san Pablo y de su rapto al cielo. Imagen tendida como telón de fondo en el relato. Sirve de punto de referencia para la confrontación entre los dos místicos, el Apóstol y la autora. Como Pablo, también Teresa se pregunta si lo que pasa en el éxtasis le ocurre al alma en el cuerpo, o momentáneamente liberada de él. Ella tiene la sensación de que «verdaderamente parece sale el alma del cuerpo; y por otra parte claro está que no queda esta persona muerta. Al menos ella (Teresa) «no puede decir si está en el cuerpo o si no, por algunos instantes» (n. 7). Y de nuevo: «Si todo esto pasa estando en el cuerpo, o no, yo no lo sabré decir. Al menos, ni juraría que está en el cuerpo ni tampoco que está el cuerpo sin alma» (n. 8).
En su relato a los de Corinto, tampoco Pablo sabía «si en el cuerpo o fuera de él». Lo que sí sabía es que había regresado del rapto con un lote de cosas vistas y oídas, de carácter inenarrable. También Teresa insistirá es ese dato. Ella habla de «un conocimiento admirable, que yo no sabré decir» (n. 8). Es precisamente la entraña del éxtasis, su verdadera razón de ser. Veámoslo.
El éxtasis por dentro: su contenido de gracia
En las descripciones del éxtasis, tanto en Vida como aquí en el Castillo, Teresa distingue tres planos:
– El fenómeno somático: lo que pasa en el cuerpo. Y un poco más allá del cuerpo, lo que ocurre en las funciones anímicas: sentir, estar o no estar consciente y presente a lo de fuera, el fluir de la propia vida, la alteración de lo que ella llama «potencias», que se «suspenden» y cesan de actuar, para dar paso a otro flujo de entender, amar y desear...
– El contenido del éxtasis: lo que ocurre en ese «más allá» de lo sensorial y empírico. Qué hace o qué recibe el espíritu, ahora más alerta que nunca, más receptivo que nunca, inundado por una luz que viene sobre él y que procede de una región inalcanzable...
– Y por fin, un tercer plano, como la cola radiante del cometa. Lo que el éxtasis deja en pos de sí, en el recipiente del espíritu que ha sido surcado o hendido por él. Tanto en el plano ético de la conducta, como en el meramente psicológico; en el espesor de la experiencia humana adquirida de pronto; en la construcción y no debilitación de la persona en su «yo» monolítico y en su «yo» relacional.
Recojamos alguno de los datos ofrecidos por la autora a propósito del plano segundo, el de los contenidos: lo aportado por el éxtasis al extático.
Notemos, ante todo, un detalle. Teresa, al hacer el balance de sus haberes personales (noéticos, afectivos, energéticos...), distingue netamente entre lo que ella hace y obtiene, y lo que ella recibe porque se lo dan y se lo encuentra en el recipiente de su ser y de su vida.
Todo lo del éxtasis se sitúa, según ella, en este segundo plano: pertenece al orden de lo que se recibe sin haberlo hecho. Incluso –notémoslo– sin haberlo merecido. E implica una especial interrelación de personas: el donante y la agraciada. Teresa tiene clara conciencia de la presencia e intervención del Otro en el hecho extático. El éxtasis no es percibido como algo que le pasa a ella de sobresalto y en círculo cerrado. No lo recibe como un regalo en anonimato y sin autor. Al contrario, frente a ella hay Alguien con mayúscula, con poder incuestionable sobre ella, con la incumbencia de lo trascendente. «Gigante o jayán» frente a su ser de «paja». Poderoso como las olas del océano. Mano imparable y donadora. Es precisamente ese aspecto el que decide que el éxtasis sea «gracia». Acontecimiento psicológico pero de orden salvífico. Paso amoroso y poderoso de Dios por el espíritu de una mujer como ella.
Ahí, «las joyas que comienza el Esposo a dar a su esposa», es decir, los contenidos del éxtasis. El dato más evidente en las descripciones de Teresa es este: que si solo se dieran los fenómenos psicosomáticos, como el quiebro del cuerpo o el rompimiento de las ligaduras entre cuerpo y espíritu, de éxtasis místico no habría nada. Todo quedaría en simple anomalía psicológica.
Los contenidos del éxtasis son fundamentalmente noéticos, afectivos, gozosos y reestructuradores de la persona.
Ante todo, el saber: «Conocimiento admirables», «verdades», «luz» capaz de iluminar la mente con claridad superior a la que se pudiera lograr con el máximo del propio esfuerzo: «Otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella (Teresa) la estuviera fabricando..., fuera imposible alcanzarla. Y acaece que en un instante le enseñan tantas cosas juntas, que en muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y pensamiento, no pudiera de mil partes la una» (n. 7).
Luego, la crecida del amor. En Vida lo había expresado ella de forma insuperable: «Crecía en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién me lo ponía, porque era muy sobrenatural, ni yo lo procuraba. Veíame morir con deseo de ver a Dios, y no sabía adónde había de buscar esta vida, si no era con la muerte» (V 29, 8).
Y finalmente el gozo: el éxtasis es «felicidad», incluso cuando se trata del que Teresa llama éxtasis doloroso.
Pero sin duda la más notable aportación del éxtasis es la que se refiere a la estructuración o edificación de la persona. Sobre el éxtasis del místico recae de lleno la responsabilidad de la pregunta formulada sobre todo por el lector profano: ¿el místico es una personalidad fuerte, o sufre de una psicología reblandecida? El éxtasis mismo ¿mortifica (mata) o aporta vida?
En la descripción hecha por Teresa –ya lo hemos visto– queda pendiente como una daga el interrogante de si «en el cuerpo o fuera del cuerpo». Y la afirmación de que si el éxtasis se prolongase, sería imposible seguir viviendo. Como si una sombra de muerte rondase por las cercanías del fenómeno extático.
Pues bien, por tres veces advierte Teresa que «es menester ánimo» para someterse a esa espiral, y que Dios lo infunde. Es decir, que el éxtasis mismo es crisol que da nuevo temple a la persona. Y que deja «esculpida la memoria» para vivir sin olvidar.
Al final del capítulo puntualizará las tres «operaciones de paz, sosiego y aprovechamiento» que forman parte de esa incisión «esculpida»: el éxtasis induce una nueva toma de conciencia de la majestad de Dios y de su trascendencia; un nuevo conocimiento de sí mismo; nueva postura relacional de cara a «las cosas de la tierra». Tres planos que, en cierto modo, definen la nueva configuración de la persona, que Teresa tratará de analizar en el capítulo tercero de las moradas finales.
La lectura del capítulo desde la otra ladera
Solo una insinuación, a modo de nota conclusiva. Nosotros hemos leído el texto de Teresa en directo, tratando de identificar nuestra mirada de lectores con la suya de escritora. Nos interesaba llegar a la conclusión: así vio ella su paso por el éxtasis.
La otra mirada viene desde las clínicas neurológicas. Y plantea a Teresa y a sus textos el frío interrogante: tus éxtasis ¿no serían fenómenos de histerismo o bien simples crisis epilépticas?
Hoy, por lo general, se descarta de plano la primera pregunta, tan frecuente y sostenida por ciertos neurólogos del siglo pasado: de histeria, nada en el caso de Teresa. Ni en los episodios de éxtasis ni en la personalidad y salud de la monja abulense.
En cambio, hoy los especialistas de las alteraciones nerviosas vuelven una y otra vez sobre la tesis (que no hipótesis) segunda: que los éxtasis de Teresa serían –en palabras pobres– ataques de epilepsia gozosa, del tipo Dostoiewski y de otros genios. Tesis que se ha extendido a la persona y los poemas de fray Juan de la Cruz. (Cf. T. Alajouanine: «L'expression littéraire de l'extase dans les romans de Dostoiewski et dans les poèmes de saint Jean de la Croix», 1973).
En capítulos anteriores recordábamos el libro de E. García-Albea: «Teresa de Jesús, una ilustre epiléptica (o una explicación epileptogénica de los éxtasis de la Santa)» (Madrid 1995). Estos mismos días, la revista francesa «Epilepsies» ha publicado un estudio del profesor Pierre vercelletto, con el título: «Extase, crises extatiques, à propos de la maladie de Saint Paul et de Sainte Thérèse d'Ávila» (1997, pp. 27-39).
La tesis asentada por el neurólogo español era: no se niega a Teresa la autenticidad de su experiencia mística, pero sus éxtasis, lo mismo que los de san Pablo y de Mahoma, son crisis epilépticas.
La conclusión a que llega el neurólogo francés es casi la misma: que al menos por una vez la temible enfermedad de la epilepsia ha resultado beneficiosa para los dos genios por él estudiados, san Pablo y santa Teresa: en esta última las crisis epilépticas por ella presentadas como éxtasis han servido de soporte a su alto misticismo, «un misticismo cuya sinceridad y autenticidad quedan fuera de toda posible contestación».
¿Qué decir ante esta sorprendente versión de los textos y de los hechos?
Como es obvio, resulta imposible entrar ahora en materia e intentar una respuesta a esas sumarias interpretaciones. A primera vista, resulta poco convincente ese emparejamiento de Teresa con el novelista ruso: él nunca dio a sus estados patológicos una interpretación. Teresa, en cambio, no solo ha distinguido netamente sus enfermedades de sus fenómenos místicos, sino que de estos ha dado una interpretación meticulosa y bien estudiada, radicalmente opuesta a la interpretación patológica que de ella diagnostican sus analistas de hoy.
Desde un punto de vista estrictamente científico, nos limitamos a recordar dos o tres postulados:
1º Que el hecho místico de Teresa es tema interdisciplinar: interesa al teólogo, al historiador y al médico. En cuanto a este último, por esa misma situación interdisciplinar y por razones metodológicas, es imposible dictaminar sobre la naturaleza clínica de los hechos, sin basarse en una seria documentación histórica, cosa que desafortunadamente no suele hacerse en el caso de Teresa.
2º Que en los relatos de Teresa los éxtasis son una especie de fibra en el tejido complejo de su experiencia mística y de su textura psicológica humana. No se los puede descontextualizar. Los éxtasis teresianos contienen frecuentemente clarividencias o previsiones proféticas comprobadas e incontestables. ¿Cómo encajarlas en el marco del ataque epiléptico? Igualmente, en sus éxtasis irrumpe la visión de Cristo presente a su lado, en visión que se estabiliza y dura años, con realismo superior al de la constatación empírica, y prolongada más allá del éxtasis que la provocó. ¿Cómo encajar esa experiencia en el marco del ataque epiléptico? Se ha dicho que las visiones de Teresa sí son auténticamente místicas, mientras que sus éxtasis, en cambio, serían fenómenos clínicos... ¿Es posible una tal disección, casi vivisección, de dos vivencias que mutuamente se implican e interseccionan?
3º Por fin, es cierto que Teresa, en su juventud, fue enferma. Pero en ese periodo clínico no tuvo éxtasis alguno. Sus éxtasis sobrevinieron más tarde. Y cuando surgieron, no solo la hicieron superar definitivamente los traumas de aquella grave enfermedad juvenil, sino que fueron ellos los que confirieron a Teresa robustez, entereza y personalidad inquebrantables, su equilibrio y energía dinámica..., todo a partir de los 45 años, que son el punto de arranque de sus experiencias extáticas. En el fondo, fueron los éxtasis los que le aportaron lucidez mental, fuerza emprendedora, y... salud.