Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS
MORADAS SEXTAS
Capítulo 6
En
que dice un efecto de la oración que está dicha en el capítulo pasado. Y en qué
se entenderá que es verdadera y no engaño. Trata de otra merced que hace el
Señor al alma para emplearla en sus alabanzas.
1.
De estas mercedes tan grandes queda el alma tan deseosa de gozar del todo al
que se las hace, que vive con harto tormento, aunque sabroso; unas ansias grandísimas
de morirse, y así, con lágrimas muy ordinarias pide a Dios la saque de este
destierro. Todo la cansa cuanto ve en él; en viéndose a solas tiene algún
alivio, y luego acude esta pena, y en estando sin ella, no se hace. En fin, no
acaba esta mariposica de hallar asiento que dure; antes, como anda el alma tan
tierna del amor, cualquier ocasión que sea para encender más ese fuego la hace
volar; y así en esta morada son muy continuos los arrobamientos, sin haber
remedio de excusarlos, aunque sea en público, y luego las persecuciones y
murmuraciones, que aunque ella quiera estar sin temores no la dejan, porque son
muchas las personas que se los ponen, en especial los confesores.
2.
Y aunque en lo interior del alma parece tiene gran seguridad por una parte, en
especial cuando está a solas con Dios, por otra anda muy afligida; porque teme
si la ha de engañar el demonio de manera que ofenda a quien tanto ama, que de
las murmuraciones tiene poca pena, si no es cuando el mismo confesor la aprieta,
como si ella pudiese más. No hace sino pedir a todos oraciones y suplicar a Su
Majestad la lleve por otro camino, porque le dicen que lo haga, porque este es
muy peligroso; mas como ella ha hallado por él tan gran aprovechamiento, que no
puede dejar de ver que le lleva, como lee y oye y sabe por los mandamientos de
Dios el que va al cielo (1)[1],
no lo acaba de desear, aunque quiere, sino dejarse en sus manos. Y aun este no
lo poder desear le da pena, por parecerle que no obedece al confesor; que en
obedecer y no ofender a nuestro Señor le parece que está todo su remedio para
no ser engañada; y así no haría un pecado venial de advertencia porque la
hiciesen pedazos, a su parecer; y aflígese en gran manera de ver que no se
puede excusar de hacer muchos sin entenderse.
3.
Da Dios a estas almas un deseo tan grandísimo de no le descontentar en cosa
ninguna, por poquito que sea, ni hacer una imperfección, si pudiese, que por
solo esto, aunque no fuese por más, querría huir de las gentes y ha gran
envidia a los que viven y han vivido en los desiertos. Por otra parte, se
querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma
alabase más a Dios; y si es mujer, se aflige del atamiento que le hace su
natural porque no puede hacer esto, y ha gran envidia a los que tienen libertad
para dar voces, publicando quién es este gran Dios de las Caballerías (2)[2].
4.
¡Oh pobre mariposilla, atada con tantas cadenas, que no te dejan volar lo que
querrías! Habedla lástima, mi Dios; ordenad ya de manera que ella pueda cumplir
en algo sus deseos para vuestra honra y gloria. No os acordéis de lo poco que
lo merece y de su bajo natural. Poderoso sois Vos, Señor, para que la gran mar
se retire y el gran Jordán, y dejen pasar los hijos de Israel (3)[3].
No la hayáis lástima, que, con vuestra fortaleza ayudada, puede pasar muchos
trabajos; ella está determinada a ello y los desea padecer. Alargad, Señor, vuestro
poderoso brazo, no se le pase la vida en cosas tan bajas (4)[4].
Parézcase vuestra grandeza en cosa tan femenil y baja, para que, entendiendo el
mundo que no es nada de ella, os alaben a Vos, cuestele lo que le costare, que
eso quiere, y dar mil vidas porque un alma os alabe un poquito más a su causa, si
tantas tuviera; y las da por muy bien empleadas y entiende con toda verdad que
no merece padecer por Vos un muy pequeño trabajo, cuánto más morir (5)[5].
5.
No sé a qué propósito he dicho esto, hermanas, ni para qué, que no me he
entendido. Entendamos que son estos los efectos que quedan de estas
suspensiones o éxtasis, sin duda ninguna; porque no son deseos que se pasan
sino que están en un ser, y cuando se ofrece algo en que mostrarlo se ve que no
era fingido. ¿Por qué digo estar en un ser? Algunas veces se siente el alma
cobarde, y en las cosas más bajas, y atemorizada y con tan poco ánimo que no le
parece posible tenerle para cosa: entiendo yo que la deja el Señor entonces en
su natural para mucho mayor bien suyo; porque ve entonces que, si para algo le
ha tenido, ha sido de Su Majestad, con una claridad que la deja aniquilada a sí
y con mayor conocimiento de la misericordia de Dios y de su grandeza, que en
cosa tan baja la ha querido mostrar. Mas, lo más ordinario, está como antes
hemos dicho (6)[6].
6.
Una cosa advertid, hermanas, en estos grandes deseos de ver a nuestro Señor:
que aprietan algunas veces tanto que es menester no ayudar a ellos, sino
divertiros, si podéis digo; porque en otros que diré adelante (7)[7],
en ninguna manera se puede, como veréis. En estos primeros, alguna vez sí
podrán, porque hay razón entera para conformarse con la voluntad de Dios, y
decir lo que decía San Martín (8)[8];
y podrase volver la consideración si mucho aprietan; porque como es, al parecer,
deseo que ya parece de personas muy aprovechadas, ya podría el demonio moverle,
porque pensásemos que lo estamos, que siempre es bien andar con temor. Mas
tengo para mí que no podrá poner la quietud y paz que esta pena da en el alma, sino
que será moviendo con él alguna pasión, como se tiene cuando por cosas del
siglo tenemos alguna pena. Mas a quien no tuviere experiencia de lo uno y de lo
otro, no lo entenderá, y pensando es una gran cosa, ayudará cuanto pudiere, y
haríale mucho daño a la salud: porque es continua esta pena, o al menos muy
ordinaria.
7.
También advertid que suele causar la complexión flaca cosas de estas penas, en
especial si es en unas personas tiernas que por cada cosita lloran; mil veces
las hará entender que lloran por Dios, que no sea así. Y aun puede acaecer ser
cuando viene una multitud de lágrimas, digo, por un tiempo que a cada palabrita
que oiga o piense de Dios no se puede resistir de ellas) haberse allegado algún
humor al corazón, que ayuda más que el amor que se tiene a Dios, que no parece
han de acabar de llorar; y como ya tienen entendido que las lágrimas son buenas,
no se van a la mano ni querrían hacer otra cosa, y ayudan cuanto pueden a
ellas. Pretende el demonio aquí que se enflaquezcan de manera que después ni
puedan tener oración ni guardar su Regla.
8.
Paréceme que os estoy mirando cómo decís que qué habéis de hacer, si en todo
pongo peligro, pues en una cosa tan buena como las lágrimas, me parece puede
haber engaño; que yo soy la engañada; y ya puede ser, mas creed que no hablo
sin haber visto que le puede haber en algunas personas, aunque no en mí; porque
no soy nada tierna, antes tengo un corazón tan recio, que algunas veces me da
pena; aunque cuando el fuego de adentro es grande, por recio que sea el corazón,
destila como hace una alquitara; y bien entenderéis cuándo vienen las lágrimas
de aquí, que son más confortadoras y pacifican, que no alborotadoras, y pocas
veces hacen mal. El bien es en este engaño –cuando lo fuere– que será daño del
cuerpo digo, si hay humildad y no del alma; y cuando no le hay, no será malo
tener esta sospecha (9)[9].
9.
No pensemos que está todo hecho en llorando mucho, sino que echemos mano del
obrar mucho y de las virtudes, que son las que nos han de hacer al caso, y las
lágrimas vénganse cuando Dios las enviare, no haciendo nosotras diligencias
para traerlas. Estas dejarán esta tierra seca regada, y son gran ayuda para dar
fruto; mientras menos caso hiciéremos de ellas, más, porque es agua que cae del
cielo; la que sacamos cansándonos en cavar para sacarla, no tiene que ver con esta,
que muchas veces cavaremos y quedaremos molidas, y no hallaremos ni un charco
de agua, cuánto más pozo manantial. Por eso, hermanas, tengo por mejor que nos
pongamos delante del Señor y miremos su misericordia y grandeza y nuestra
bajeza, y denos él lo que quisiere, siquiera haya agua, siquiera sequedad: él
sabe mejor lo que nos conviene. Y con esto andaremos descansadas y el demonio
no tendrá tanto lugar de hacernos trampantojos.
10.
Entre estas cosas penosas y sabrosas juntamente da nuestro Señor al alma
algunas veces unos júbilos y oración extraña, que no sabe entender qué es.
Porque si os hiciere esta merced, le alabéis mucho y sepáis que es cosa que
pasa, la pongo aquí. Es, a mi parecer, una unión grande de las potencias, sino
que las deja nuestro Señor con libertad para que gocen de este gozo, y a los
sentidos lo mismo, sin entender qué es lo que gozan y cómo lo gozan. Parece
esto algarabía, y cierto pasa así, que es un gozo tan excesivo del alma, que no
querría gozarle a solas, sino decirlo a todos para que la ayudasen a alabar a
nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento. ¡Oh, qué de fiestas haría y qué
de muestras, si pudiese, para que todos entendiesen su gozo! Parece que se ha
hallado a sí, y que, como el padre del hijo pródigo, querría convidar a todos y
hacer grandes fiestas (10)[10],
por ver su alma en puesto que no puede dudar que está en seguridad, al menos
por entonces. Y tengo para mí que es con razón; porque tanto gozo interior de
lo muy íntimo del alma, y con tanta paz, y que todo su contento provoca a
alabanzas de Dios, no es posible darle el demonio.
11.
Es harto, estando con este gran ímpetu de alegría, que calle y pueda disimular,
y no poco penoso. Esto debía sentir San Francisco, cuando le toparon los
ladrones, que andaba por el campo dando voces y les dijo que era pregonero del
gran Rey (11)[11], y
otros santos que se van a los desiertos por poder pregonar lo que San Francisco
estas alabanzas de su Dios. Yo conocí uno llamado fray Pedro de Alcántara –que
creo lo es, según fue su vida–, que hacía esto mismo, y le tenían por loco los
que alguna vez le oyeron (12)[12].
¡Oh, qué buena locura, hermanas, si nos la diese Dios a todas! Y ¡qué mercedes
os ha hecho de teneros en parte que, aunque el Señor os haga esta y deis
muestras de ello, antes será para ayudaros que no para murmuración, como
fuerais si estuvierais en el mundo, que se usa tan poco este pregón, que no es
mucho que le murmuren!
12.
¡Oh desventurados tiempos y miserable vida en la que ahora vivimos, y dichosas
a las que les ha cabido tan buena suerte, que estén fuera de él. Algunas veces
me es particular gozo, cuando estando juntas, las veo a estas hermanas tenerle
tan grande interior, que la que más puede, más alabanzas da a nuestro Señor de
verse en el monasterio; porque se les ve muy claramente que salen aquellas
alabanzas de lo interior del alma. Muchas veces, querría, hermanas, hicieseis
esto, que una que comienza despierta a las demás. ¿En qué mejor se puede
emplear vuestra lengua cuando estéis juntas que en alabanzas de Dios, pues
tenemos tanto por qué se las dar?
13.
Plega a Su Majestad que muchas veces nos dé esta oración, pues es tan segura y
gananciosa; que adquirirla no podremos, porque es cosa muy sobrenatural; y
acaece durar un día, y anda el alma como uno que ha bebido mucho, mas no tanto
que esté enajenado de los sentidos; o un melancólico, que del todo no ha
perdido el seso, mas no sale de una cosa que se le puso en la imaginación ni
hay quien le saque de ella.
Harto
groseras comparaciones son estas para tan preciosa causa, mas no alcanza otras
mi ingenio; porque ello es así que este gozo la tiene tan olvidada de sí y de
todas las cosas, que no advierte ni acierta a hablar, sino en lo que procede de
su gozo, que son alabanzas de Dios.
Ayudemos
a esta alma, hijas mías, todas. ¿Para qué queremos tener más seso?; ¿qué nos
puede dar mayor contento? ¡Y ayúdennos todas las criaturas, por todos los
siglos de los siglos, amén, amén, amén!
COMENTARIO
AL CAPÍTULO 6
Hambre
y sed de Dios
El
éxtasis místico no enajena, pero saca de sí. Ya hemos notado que, hablando de
él, Teresa se preguntaba –como san Pablo– si esos breves momentos de
experiencia extática se vivían en el cuerpo, o fuera del cuerpo. Es decir, si
esa fina punta de experiencia religiosa desborda en el hombre la angostura de
la condición terrestre que lo tiene atado a lo corpóreo y encerrado en la
burbuja de lo cósmico; y consiguientemente, si lo introduce en la esfera de lo
divino, aunque sea solo por unos momentos, para luego devolverlo herido y trasmutado
a nuestro hábitat terreno.
Pregunta
que Teresa –como san Pablo– dejó suspensa y sin respuesta en los dos capítulos
anteriores, 4º y 5º de las moradas sextas.
Ahora,
en el capítulo 6º, está de vuelta. Nos habla de la vida del místico cuando ha
regresado del éxtasis. De sus pulsiones y tensiones internas. De su nuevo modo
de encarar la vida, los acontecimientos, los largos compases de espera.
Cuando
ella misma, una vez terminada la redacción del libro, volvió sobre lo escrito
para fragmentarlo en capítulos, al releer el presente pasaje distinguió en él
dos filones: primero habla de los efectos que en el místico deja el éxtasis
«del capítulo pasado» (nn. 1-9); luego refiere el brote novedoso de un júbilo
incontenible, que «emplea» al místico en alabanzas de Dios (nn. 10-13).
También
nosotros, al leer ahora ese capítulo 6º, vamos a seguir esas dos pistas: el
impacto que el éxtasis produce en la psicología y en la vida teologal del
creyente; y, a continuación, la explosión gozosa y glorificadora que anticipa
en él la alabanza de la gloria y lo convierte en pura doxología de Dios.
Pero
antes de entrar en tema, es necesario dar una orientación a nuestra lectura.
Hemos preguntado por «los efectos que el éxtasis deja en el místico», es decir,
en todos cuantos hayan pasado por la experiencia extática, como san Pablo, san
Benito, san Francisco o san Ignacio de Loyola. En realidad, el enfoque de la
Santa al escribir no es tan genérico sino muy concreto. Autobiográfico. Nos va
a ofrecer, en primer plano, un flash de sí misma. Cómo la ha cambiado a ella su
paso por las vivencias del éxtasis. Comencemos por ahí.
«Queda
el alma tan deseosa de gozar del todo...»
Vuelve
el tema de los deseos. Ya habían aflorado con ímpetu primaveral de vida nueva
en el umbral mismo de las moradas sextas (cap. 2º). Pero ahora ya no son deseos
punteros, prendidos en los dardos de la voluntad o en los latidos del corazón.
Ahora se han apoderado de la persona en su totalidad. La persona misma se
vuelve «deseos». «Varón de deseos», definía la Biblia al profeta. Aquí, «mujer
de deseos».
Esa
totalidad es presentada por la Santa en dos planos, psicológico y teologal. En
el primero, comienza ella así su texto: «Queda el alma tan deseosa de gozar del
todo (de Dios)...» (n. 1). En el plano teologal: es Dios quien «da a estas
almas un deseo tan grandísimo de no le descontentar en cosa ninguna, por
poquita que sea...» (n. 3: el tema de «los deseos» estará presente, uno a uno,
en todos los números).
Fijemos
la atención en este último texto. Parece imposible definir mejor, en tan breve
pincelada, el arco de los deseos que ahora se tiende de persona a persona:
Teresa desea a Dios. Pero ese deseo es él quien se «lo pone», es decir, quien
se lo instala en el alma. Y con ello le cambia los registros de ese mecanismo
secreto del desear.
Releamos
pausadamente los dos pasajes (números 1 y 3). Sin desguazarlos en un mal
análisis, subrayemos sencillamente las afirmaciones más fuertes. Documentan la
historia interior de la autora. Comencemos por el párrafo de entrada: donde
ella escribe «el alma», desvelemos el anonimato y leamos su propio nombre:
«Teresa». Lo que a ella le pasa es esto:
–
Está «deseosa de gozar del todo...» Pero ¿gozar de qué o de quién? Pues
exactamente de quien le infunde tales deseos. Por tanto, «deseosa de Dios».
–
Esos deseos le producen un «tormento sabroso». En realidad, es la vida misma la
que se le ha convertido en «tormento sabroso». Sustantivo y adjetivo
enfrentados. A ese tipo de oxímoron había recurrido ya al hablar por primera
vez de esos extraños deseos que producen «una pena sabrosa» o una «tempestad
sabrosa que viene de otra región...» (6M 2, 6). Exponente agridulce,
difícilmente cotizable en términos de psicología corriente. Ya en Vida, en el
pasaje más logrado de su relato autobiográfico, contando la gracia del dardo
que le traspasa el corazón, había escrito: «Era tan grande el dolor, que me
hacía dar aquellos gemidos; y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo
dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que
Dios» (V 29, 13).
–
Sigue otra pincelada fuerte: a Teresa la asaltan «ansias grandísimas de
morirse». Subrayemos esos desconcertantes vocablos. No se trata de una metáfora
atrevida. Ella misma lo puntualiza enseguida: «Y así, con lágrimas ordinarias
pide a Dios la saque de este destierro». La pregunta del lector,
momentáneamente desconcertado, es esta: ¿es posible que los profundos deseos
que ahora traspasan el alma del místico –es decir, de Teresa– apunten a esa
diana letal del «morirse»? Pues no. Sin duda la pulsión más fuerte de todo
viviente es el «ansia de vivir». Vivir más. Pulsión que en el hombre normal, en
la plenitud de la vida, choca con la barrera de la muerte. En el místico –en
Teresa ocurre que ese deseo de vivir se desplaza, vence a la muerte, y se abre
a un horizonte de vida más allá de la terrena.
Por
tanto, deseo de más vida. Incluso, vida más allá del paisaje cósmico. Pero sin
solución de continuidad respecto de la vida presente. Saltar la barrera de la
muerte es lo que pone a salvo esa continuidad. En la psicología de Teresa, lo
mismo que en su vida teologal, va a ser este un hecho determinante. Afectará a
todo el entramado de su vivir. Ella misma necesitará cantar poéticamente ese
cambio de perspectiva. Lo había vivido años atrás, por las fechas en que
cruzaba impresiones y experiencias místicas con fray Juan de la Cruz en la
Encarnación (1572...). Y fue esa sensación de victoria sobre la muerte la que
les hizo componer a los dos sendos poemas paralelos, sobre el estribillo «Vivo
sin vivir en mí... / que muero porque no muero». Ocho estrofas de fray Juan.
Otras ocho, similares, de Teresa. Ambos dialogando con la vida, e increpando a
la muerte: «No te tardes que te espero / muerte do el vivir se alcanza».
Ahora,
«anda el alma (anda Teresa) tan tierna del amor...». Frente al oxímoron inicial
del «tormento sabroso», sobreviene ahora una especie de arpegio emocional: los
deseos producen «ternura de amor». Teresa vuelve a evocar el símbolo de la
mariposa, que finalmente ha logrado libertad de vuelo. Es necesario reproducir
sus palabras: «En fin, no acaba esta mariposica de hallar asiento que dure;
antes, como anda el alma tan tierna del amor, cualquier ocasión que sea para
encender más ese fuego la hace volar». Nuevo recurso al lenguaje paradójico:
fuego para volar. Encender el fuego es avivar el amor. «Volar», son las salidas
de sí, los arrobamientos intermitentes de que habla enseguida.
Y
vive en la tierra «sin asiento que dure». La imagen de la mariposica, liberada
pero forzada a volar de flor en flor, sin «asiento estable», refleja la experiencia
que Teresa tiene de la libertad lograda en el éxtasis, pero cercada por los
innumerables muros que se alzan en la vida. De ahí la sensación de «destierro».
La vida del desterrado tiene dinámica propia. De insatisfacción y de espera
anhelosa. Situación que la hace prorrumpir en un grito dirigido a la pobre
mariposilla, que es su propia alma: «¡Oh pobre mariposilla, atada con tantas
cadenas que no te dejan volar lo que querrías! Habedla lástima, mi Dios» (n.
4). Es ella la mariposa en vuelo, pero atada con cadenas invisibles, para que
no vuele «lo que querría».
Una
pincelada más, en el corazón del texto. Nuevo perfil de la autora. «Todo la
cansa cuanto ve en él (en el destierro). En viéndose a solas, tiene alivio. Y
luego acude esta pena (la «pena sabrosa»), y en estando sin ella no se hace».
Es decir, Teresa misma ya «no se hace», no se habitúa a vivir sin el trasfondo
de esa pena sabrosa que acompaña sus «deseos de gozar», y sella su condición de
desterrada.
No
es posible intentar un balance de todo eso. Deseos, gozar, tormento sabroso,
ansias de morirse, lágrimas y cansancio, ternura de amor, fuego y vuelo de
mariposa, ataduras y libertad, cadenas y temores... son sumandos que conllevan
potencial diverso en la psicología de Teresa y en su vida teologal. Dispersos
en el mosaico literario de su texto nos acercan al mundo interior y exterior en
que ahora habita ella.
El
otro «deseo grandísimo»
Tras
una pausa intercalada en el número 2 del capítulo, Teresa vuelve a ofrecernos otra
instantánea de sí misma y del status derivado de su paso por la zona
incandescente del éxtasis. Esa instantánea se concentra en el número 3. Menos
denso que el anterior en imaginería, nos informa sin embargo de la apertura de
su vida interior a «las afueras», es decir de los empalmes con el entorno
terreno y humano, del que ella no puede ni quiere desamarrarse.
Este
otro «deseo grandísimo» que en adelante acuciará a Teresa es pura y netamente
relacional. Ocurre entre ella y Dios. Desde ella a él, de persona a persona.
Teresa lo formula así:
«Da
Dios a estas almas un deseo tan grandísimo de no le descontentar en cosa
ninguna, por poquito que sea, ni hacer una imperfección, si pudiese...». Doble
hito de los deseos: no descontentarle a él; y hacer y ser ella lo más perfecta
posible. Sumo optimismo de los deseos.
Teresa
nuevamente ha siluetado en anonimato esos «deseos grandísimos». Pero es fácil
desvelar ese camuflaje literario. Conocemos el episodio biográfico vivido por
ella hacia sus 50 años, en los albores de su período extático. Una fuerza
incontenible la impulsó a comprometerse con el voto de hacer siempre lo más
perfecto, para «no descontentarle» a él. Aquel voto de «lo más perfecto» exigía
de ella no resignarse a hacer lo bueno pudiendo hacer lo mejor. Ni a dar lo
poco, pudiendo darlo o darse del todo.
Formulado
con ese radicalismo de mística novata, los teólogos asesores de Teresa
encontraron su voto desmesurado y humanamente inadmisible. Y optaron por
relajárselo. Ha llegado hasta nosotros el texto autógrafo de esa mitigación,
que reajusta y enfrena los deseos fortísimos contenidos en el voto. Ocurría ese
episodio en marzo de 1565. Era exactamente el momento en que el fogueo de los
deseos de Teresa llegaban a su zenit.
La
alternativa pendular:
fugarse
al desierto o clamar en mitad de las plazas
Podría
parecer, a primera vista, que el ímpetu de los deseos hace replegar a Teresa
sobre sí misma, cerrándola en el castillo de su propio perfectismo. Que ella,
como todo místico, es retaguardia encastillada dentro de sí. Pues no. Ese
anhelo de «ser más y mejor» hasta dar la medida de su propia capacidad, Teresa
lo vive en plena comunión con los otros. Lo vive presionada por una especie de
reclamo bipolar: por un lado, anhelando el «a solas» de que ha hablado en el
número primero. Por otro lado, atraída y arrollada por el torbellino de la
ciudad y de la vida social.
Esa
bipolaridad la testifica así: por un lado, ella «querría huir de las gentes, y
ha gran envidia a los que viven y han vivido en los desiertos» (n. 3: tentación
de fuga que ya había testificado en Vida 31, 13). «Por otra parte, se querría
meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma alabase
más a Dios. Y si es mujer, se aflige del atamiento que le hace su natural
porque no puede hacer esto, y ha gran envidia a los que tienen libertad para
dar voces, publicando quién es este gran Dios de las Caballerías» (n. 3).
En
la biografía mística de Teresa este segundo impulso de clamor profético había
prevalecido sobre el primero de fugarse al desierto. Lo testificó ella
insistentemente en Vida: «¡Oh quién diese voces por el mundo para decir cuán
fiel sois a vuestros amigos...! ¡Oh Dios mío, quién tuviera entendimiento y
letras y nuevas palabras para encarecer vuestras obras como lo entiende mi alma!»
(V 25, 17). «¡Qué señorío tiene un alma que el Señor llega aquí...! Querría dar
voces para dar a entender cuán engañados están, y aun así lo hace algunas
veces...» (V 20, 25).
Cuando
Teresa alude al «atamiento que le hace su natural», está resintiéndose de los
límites que aquella sociedad machista impone a su condición de mujer. Lo había
denunciado tantas veces precisamen te en el período en que más intensos eran
estos deseos de clamar y dar voces: «Oh Señor, si me dierais estado para decir
a voces esto...!» (Vida, 21, 2; cf. 21, 5; 33, 11).
En
definitiva, la experiencia mística ha situado a Teresa en tensión
contradictoria: atraída a la altura contemplativa del «a solas con él solo». Y
a la vez, relanzada, como un profeta, al barullo de la vida mundana para dar
voces y «publicar quién es este gran Dios de las Caballerías».
«Trata
de otra merced que (le) da el Señor»
«Entre
estas cosas –penosas y sabrosas juntamente– da nuestro Señor al alma algunas
veces unos júbilos... extraños» (n. 10).
Comienza
así el segundo tema del capítulo. Es la explosión de gozo que estalla de pronto
en el interior de Teresa. En el umbral del capítulo se había abierto ese su
paisaje interior con «deseos de gozar». Pero deseos de Dios que al quedar
insatisfechos derivaban en «tormento sabroso». Ahora sobreviene otra modulación
de corte psicológico y teologal. Teresa le da el nombre de «júbilo». Y lo
describe irruente y exaltante. A propósito para troquelar de nuevo todo el
espacio de su psicología.
«Júbilo»
es vocablo que sola esta vez comparece en el corpus de los escritos de la
Santa. Término latinizante, que ella toma probablemente del pasaje bíblico
alusivo a Jerusalén en fiesta («exulta filia Sion, jubila filia lerusalem»: Zac
9, 9), y leído en la liturgia de adviento. De ahí el carácter profundamente
religioso de ese gozo desbordante, que empalma a la vez con un genuino filón de
la psique teresiana: su nota constante de alegría. Lo mismo que los deseos de
otra vida notábamos que en ella eran prolongación sublimada del natural deseo
de vivir, también ahora la nativa vena de alegría se abre en su alma al
«júbilo» que le viene «de otra región», y se prolonga en él.
De
nuevo se trenzan las dos componentes, teologal y psicológica. Ese su júbilo no
es un gozo remansado y reservado para sí misma: «Todo su contento provoca a
alabanzas de Dios» (n. 10), en pura doxología teologal. Pero a la vez se
desborda en derredor como una onda expansiva que alcanza a los otros: «Es un
gozo tan excesivo del alma, que no querría gozarlo a solas, sino decirlo a
todos para que la ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su
movimiento» (n. 10).
Al
calificar de «excesiva» esa explosión jubilosa, no puede menos de evocar el
«gran ímpetu de alegría», rayana en locura, que se apoderaba del Poverello de Asís, «cuando lo toparon
los ladrones, que andaba por el campo dando voces, y les dijo que era pregonero
del gran Rey, y otros santos que se van a los desiertos por poder pregonar lo
que san Francisco estas alabanzas de su Dios. Yo conocí uno llamado fray Pedro
de Alcántara..., que hacía esto mismo y lo tenían por loco los que alguna vez
le oyeron. ¡Oh qué buena locura, hermanas, si nos la diera Dios a todas!» (n.
11).
Es
la «locura y embriaguez de amor» mencionadas en los pasajes paralelos de Vida
(cf. 16, 2: en su glosa a los Cantares, «borrachez» de amor: Conc. 4, 3-4; y 5M
2, 8). Ahora concluirá su exposición recuperando esta última imagen,
afirmándola primero, y descalificándola después: «Anda el alma (=Teresa misma)
como uno que ha bebido mucho, mas no tanto que esté enajenado de los
sentidos...». Pero «harto groseras comparaciones son estas para tan preciosa
causa; mas no alcanza otras mi ingenio» (n. 13).
Y
en un gesto final de intención envolvente, entabla el diálogo con sus lectoras
carmelitas, entre las que abundan las contagiadas de amor: «Ayudemos a esta
alma, hijas mías, todas. ¿Para qué queremos tener más seso? ¿Qué nos puede dar
mayor contento?, y ayúdennos todas las criaturas, por todos los siglos de los
siglos, amén, amén, amén» (n. 13).
[9]
Fray Luis editó: cuando la hay [humildad]... (p. 179). El sentido es: El bien (= el menor mal) en este engaño (= exceso de lágrimas en
personas tiernas) consistirá en ocasionar daño
del cuerpo; y cuando no le hubiere
(= daño del cuerpo), no será malo tener
esta sospecha (de que acaba de hablar, fin del n. 7: que pretende el
demonio a la larga enflaquecer el cuerpo, para impedir la oración).